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DR. MARIANO BARRETO |
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RUBÉN DARÍO: NI LOCO, NI VAGO.
Liminar, de Eduardo Pérez-Valle h.
Editor y Redactor del Blogspot.
Gracias al imparable e inagotable ejercicio académico y a la
privilegiada región lóbulo-hipocampal del
historiador Jorge Eduardo Arellano, leímos otro artículo donde el reconocido escritor nos reencuentra con tristes y azarosos
episodios de los muchos que padeció nuestro imperecedero
Rubén Darío.
La situación rebrotada no es menos penosa que otras tantas
puestas ingratamente sobre las espaldas del vate; cita Arellano las palabras
con las cuales reconvenía Darío a los nicaragüenses de la época: “No habría
querido escribir estas líneas si no me llenara de placer el encontrar una
juventud noble y estudiosa —cuya existencia no sospechaba— en mi querido León,
que ha sabido que yo existo tan solo dos veces en mi vida. La primera para
declararme vago, en mi adolescencia; la segunda para declararme loco, cuando he
logrado para mi patria original, algo que está a la vista del mundo castellano”.
Los hechos están circunscritos al año 1899, y el tajo contra
Darío –objeto de la contestación pública enviada por el Poeta al doctor
Francisco Paniagua Prado— tuvo razón de
aparecer frente al obstinado criterio lingüístico-lexicógrafo, morfosintáctico, versificador y métrico, de ese enjundioso académico
de la lengua culta, el conspicuo literato leonés, doctor Mariano Barreto;
hombre de sólida estatura intelectual en la lengua de Castilla, quien solía deleitarse en punzar
e incomodar a expertos y advenedizos. En esas lides, al doctor Barreto lo encontramos en revistas literarias de finales y principio del S. XIX., en donde --al inicio-- desempeñó afanoso trabajo como adversario de Darío y del Modernismo.
Asimismo, lo acaecido entre Darío y Barreto, no dejó de
implicar “en tercería” al doctor Paniagua Prado, quien escribió dos artículos
destinados a enfrentar los contrarios elaborados por Barreto.
Con esta finalidad, la de proporcionar otros elementos de
juicio en el contexto de aquella época; es indispensable y justo, por no menos
decir, recordar que el doctor Mariano Barreto reconoció en Darío al genio que
irradiaba con luz propia, y como hombre culto, actualizado, cambio la obcecada posición
antimodernista.
Avivados por la publicación del artículo de Jorge Eduardo
Arellano, intitulado Darío: declarado loco y procesado como vago
en León (El Nuevo Diario.
22/8/2015), hemos estimado pertinente publicar dos artículos del implicado Mariano
Barreto en respuestas al doctor Francisco Paniagua Prado. Ambos polemistas esgrimieron
criterios, uno a favor y, el otro en
contra, de Rubén. Al final de la poco conocida y divulgada contestación de
Barreto en uno de estos “enfrentamientos”, Barreto le dice a Paniagua:
“Don
Rubén Darío en achaques de idioma, no está con U. sino conmigo”…
Hacia el
año 1899, Rubén cifraba 32 años, y Barreto rondaba los 43; sin embargo, viene
al caso recordar que al poco tiempo de enterrado, profundo y para siempre, el
adjetivo atrevido utilizado por Barreto en contra de Darío, el detractor le concedió los sitiales más altos
de la lengua. En 1919 el sexagenario Barreto (63), le rindió otro tributo
póstumo a su amigo de juventud, titulado: “RUBÉN DARÍO”[1]. Artículo
elaborado con recuerdos atesorados en 1881, cuando contaba con 25 años de edad
y que fue el año cuando contrajo matrimonio por primera vez, decía Barreto:
Salvo el mirar hondo y
sereno, el Rubén de entonces, difiere mucho del Rubén de hoy. Era delgado y
ágil, de color trigueño y limpia, las manos sedosas, nacidas para quemar
incienso en los altares de los dioses. Se le veía por las
calle, con una andar lento y reflexivo; el libro en las manos o bajo el
brazo. Recitaba pausadamente, como si quisiese hacer más duradera la grata y
sonora música de sus versos. Improvisaba con sorprendente facilidad, era
inagotable mina de oro, esparcida en anchos y riquísimos filones. Silvas,
décimas, quintillas, sonetos… todo lo dominaba, todo lo vencía ¿Dispondría hoy
de la misma vena torrencial con que en los años pretéritos deleitaba y
asombraba?
¡Quién sabe!
Casi niño en aquellos tiempos, recogía los
fugaces aplausos del momento, y con ellos se embriagaba.
Joven después, estudia, piensa y escribe
para la inmortalidad y la gloria.
Aquello era espuma, lo de hoy ambrosía.
Lo de ayer se pagaba
con sonrisas, con hurras, con aplausos, lo de hoy reclama el mármol y el bronce
Faltaría a este complemento, o esbozo de hechos y hechores,
aunque sea una de las disertaciones del doctor Barreto en contestación al
doctor Francisco Paniagua Prado, y en este cometido, al final compartimos el
texto completo del artículo: EL
IDIOMA ¿ARIDECE LA IMAGINACIÓN?
Ya casi casi por concluir y aceptar estos párrafos como los introductorios, decidimos localizar en nuestro Archivo Histórico, la carta enviada por nuestro excelso Rubén al Dr. Francisco Paniagua Prado, y donde se refiere al Dr. Mariano Barreto. Juzgamos, por indispensable, que Ud., pueda leer el contenido íntegro de lo expresado por Darío.
Notas:
[1] RUBÉN DARÍO. Por: Mariano
Barreto. En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes.
León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año XXV. Tomo VIII. Director: Félix
Quiñónez.
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DE RUBÉN DARÍO A FRANCISCO PANIAGUA PRADO
Madrid 27 de Septiembre de 1899
Querido amigo Paniagua:
Estas
líneas son para ti y los jóvenes intelectuales y personalmente generosos que
han salido en mi defensa con motivo de la agresión completamente chorotega del
pobre hombre Barreto. No tenía la más vaga sospecha de que llegare a escribir
su nombre a propósito de cualquiera asunto de arte o letras. No porque en tales
cosas sea él mediocre, o malo siquiera, sino porque en absoluto no es.
No existe. Y esto no me lo dice la neroniana vanidad que como es sabido me roe las entrañas, sino
la oposición absoluta, no, la negación absoluta que hay entre el licenciado y
la más simple sospecha artística o literaria.
La
opinión que este buen señor tenga de mí, por contraria que sea, no me sume por
completo en la más profunda desolación. Me consuelo un tanto que Heredia,
Gourmont, Rachilde, Félix Fenenon, en Francia, De Bruja, en Bélgica, Lutolanski
en Polonia, William Arcker en Inglaterra y otros escritores de otras naciones
no piensen precisamente lo propio que ese curioso compatriota nuestro.
Porque
aun somos compatriotas, a pesar de la afirmación de ese personaje.
No
habría escrito estas líneas si no me llenase de placer el encontrar una
juventud noble y estudiosa, cuya existencia no sospechaba, en mi pobre y
querido León, que ha sabido que yo existo tan sólo dos veces en mi vida: la
primera para declararme vago, en mi adolescencia; la segunda para declararme
loco, cuando he logrado para mi patria original algo que está a la vista del
mundo castellano.
Todavía
no soy ciudadano argentino. ¿Y cuándo lo fuera, no hará perfectamente bien?
Habría dejado de ser nicaragüense desde que el Gobierno de Colombia me envió
como Cónsul General a Bs. Aires? ¿Qué ha hecho por mí Nicaragua? Apenas el
Doctor Sacasa me llamó a un servicio ocasional en que la representación de
Nicaragua tuvo un éxito que todo el mundo sabe. Después, a puros puños he
llegado a ser lo que soy. Ningún General omnipotente ha parado mientes en que
si Costa Rica, por ejemplo, tiene un Peralta, es porque se lo ha hecho.
La
juventud nicaragüense, que hoy aparece con bríos nuevos, en la generación
actual, debe ver el ejemplo. Y hechas por hacer patria verdadera, culta,
civilizada… Pero no se consigue sin el estudio, la voluntad, el entusiasmo. La
nueva generación debe barrer con todo lo perjudicial e inútil y fofo que daña a
la patria. Los Barretos en Literatura corresponden a los otros en
Política.
Dios
les ayude en las futuras empresas y en la iniciación de ahora. Y sepan que estoy
con esa juventud que hoy me ha dado tan grata sorpresa.- después de recibir el
ponzoñoso pastel.- digo tamal pisque, con que me obsequia en
nombre de la imbecilidad humana, mi famoso demoledor desde mi ciudad natal. Tu
afmo.- Firmado.- Rubén Darío.
P.
D.- Siento no tener el Gaulois de 4 de Enero de 97, para hacer rabiar al
licenciado.- Richepin publicó un poema sobre una frase mía. Pueden pedir a
París el No.--- o la copia. Van esas cartas a La Nación para que las
reproduzcas.-
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RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Barreto. En: La
Patria. Publicación Quincenal de
Literatura, Ciencias y Artes. León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año
XXV. Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.
El 5
de Noviembre de 1881, celebraba yo mis primeras bodas.
Me
sentía rebosando de ilusiones frescas y
olorosas como flores primaverales.
La
esperanza había tendido a mis ojos finísima red de ensueños, sobre cuyas mallas
dormían apacibles y tranquilos mis delirios sonrosados.
La
felicidad con su velado rostro de diosa, había tocado a las puertas de mi
hogar.
La
fiesta de aquel día fue –como era natural—una deliciosa fiesta de amor.
Todo
hubo en aquellos momentos, que corrían veloces, como leves aristas en las alas
impalpables de los vientos: efusivos apretones de mano; augurios de eterna y
suprema felicidad; palabras entrecortadas, promesas, requiebros, sonrisas.
A la
hora del café, una charla animada y festiva. Después… versos en que dulcemente
se desgranaban notas de inefable ternura, como si retozasen allí bandadas de
parleras alondras.
Pero
de aquellos seres amigos, que alegres y risueños, escanciaban conmigo la copa
del placer ¿qué ha sido?
¡Ah!
Los unos, mochila al hombro, se han marchado ya, camino de lo obscuro, de lo
desconocido de lo ignoto, camino sin quiebras, sin barrancos, sin despeñaderos,
pero del que, una emprendida la marcha, no se retornará jamás; y de los otros,
se han ido también algunos, impulsados por la mano del destino o atraídos por
los seductores espejismos de la gloria.
Liberato
Moncada, olvidado ya, fue inteligencia y
corazón. Con la toga sobre los hombros se vuelve a su patria, a calentar
el nido donde dormían sus primeros recuerdos; a orear su frente con las
refrescantes brisas de los gentiles pinares hondureños; cuando poco tiempo después,
desconsolado y triste, cae para no erguirse más, atravesado el corazón por un
flechazo del traidor Cupido.
Carmen
Cantarero, ilustrado profesor de ciencias, se vuelve también a los suyos, y
forma un hogar, que el talento engrandece y la virtud sacrifica; pero muere
lejos de nosotros, sin que le cerrásemos los ojos, los que en este pedazo de
tierra le conocimos y le quisimos.
Cesáreo
Salinas, poeta y escritos festivo, saleroso y alegre, se fue repentinamente de
nuestro lado, llevando en su pecho la amargura de ver todavía dormidos en la
cuna a los dos primeros ángeles de su amor…
Pero
volvamos a aquella fiesta, lejana ya y sobre, la cual han ido cayendo
lentamente las borrosas nubes de los años.
Después de Felipe Ibarra y de Cesáreo Salinas, que
habían cristalizado en sus versos la hiblea miel de la poesía, llegó Rubén, ya
tarde, a tomar parte en la geniosa e íntima fiesta.
Salvo
el mirar hondo y sereno, el Rubén de entonces, difiere mucho del Rubén de hoy.
Era delgado y ágil, de color trigueño y limpia, las manos sedosas, nacidas para
quemar incienso en los altares de los dioses. Se le veía por las
calle, con una andar lento y reflexivo; el libro en las manos o bajo el
brazo. Recitaba pausadamente, como si quisiese hacer más duradera la grata y
sonora música de sus versos. Improvisaba con sorprendente facilidad, era
inagotable mina de oro, esparcida en anchos y riquísimos filones. Silvas,
décimas, quintillas, sonetos… todo lo dominaba, todo lo vencía ¿Dispondría hoy
de la misma vena torrencial con que en los años pretéritos deleitaba y
asombraba? ¡Quién sabe!
Casi
niño en aquellos tiempos, recogía los fugaces aplausos del momento, y con ellos
se embriagaba.
Joven
después, estudia, piensa y escribe para la inmortalidad y la gloria.
Aquello
era espuma, lo de hoy ambrosía.
Lo de
ayer se pagaba con sonrisas, con hurras, con aplausos, lo de hoy reclama el mármol y el bronce.
El
Rubén de entonces era el Poeta-niño, el Rubén de hoy, el Poeta-Rey.
Que
brinde Rubén, dijeron los concurrentes; y él después de algunas excusas, se
puso de pie, y dijo:
“¿Qué
brinde? Brindaré, pues:
y esta
flor mustia, marchita,
hoy de la
bella Chepita
colocaré
yo a sus pies.
Le diré
que aquesta es
ofrenda
sencilla y pura
de una arpa ignorada, obscura.
que sea
siempre querida,
y nunca bañen su vida
las olas de la amargura.”
Calló
el poeta, la concurrencia aplaudió, y poco después, de aquella simpática fiesta
de amor, no quedaba sino un recuerdo, como queda en los campos el perfume de
las marchitas flores…
Tres
años después, Rubén, meditabundo y triste, les decía adiós, quizá para siempre,
a las playas queridas de su patria.
¿Para
dónde iba? ¿Qué perseguía? ¿En pos de qué sueños caminaba?
Con
la pluma en la mano y la lira al hombro, recorrió los pueblos, ciudades,
repúblicas, imperios; y por do quiera que pasaba los sonoros clarines de la
fama pregonaban su nombre de cantor glorioso y de escritor excelso.
Unos
le decían rey de la rima, pontífice del
arte; otros le aclamaban maestro,
le ascendían a las alturas del genio,
y le llamaban el primer poeta de los
modernos tiempos.
Aplausos,
honores, triunfos, ovaciones ruidosas, todo recogía a su paso de príncipe
soberano, dominador del arte.
Abrió
nuevos caminos; surcó mares desconocidos; echó su barca sobre las olas
encrespadas, y experto timonel, guiado por la luz de su inspiración y de su fe,
supo siempre abordar el ansiado puerto de sus esperanzas y de sus sueños.
Pero
el tiempo volaba; los años se deslizaban rápidamente, y él con su tesoro de glorias, y su cargamento de
dolores, iba inclinando ya al suelo su frente rugosa de pensador eximio.
Cuando
comprendió que la muerte no estaba ya lejana para él, escribió estas
dolorosísimas palabras: “Decidle a mi patria que dentro de pocos días llegaré,
y que si no pudo poseerme vivo, que al menos me posea muerto.”
Y
llegó a nosotros pálido, enfermo, triste, silencioso, con el temor pertinaz de
su próximo fin, pero con un rayo todavía de esperanza. Esa esperanza se esfumó
luego, y el 6 de Febrero de 1916, fecha para nosotros y perdurable recordación,
nos dijo su último, inolvidable adiós.
¡Contrastes del destino!
Él,
alegre y risueño, cantó en mis bodas, y
yo, pensativo y triste, llegue a su lecho de dolor a recoger los últimos
alientos de su vida, las últimas palpitaciones de su gran corazón.
Después
le llevé, sollozando, sobre mis hombros, eché sobre su fosa un puñado de
tierra, y pensé en lo amarga y fugaces que son las glorias de los hombres.
¡Descanse
en paz!
A él
que me cantó vivo, yo lo lloro muerto. El estrecho mis manos ardientes de amor,
y yo estreché las suyas, rígidas y frías, santificadas ya por el ósculo glacial
de la muerte.
Hoy
descansan a la sombra de nuestra augusta basílica dos dioses inmortales: en el
santuario, el Dios de las conciencias, y
al pie de la gran columna del Apóstol de las gentes, Rubén, el dios
excelso de la poesía y el arte.
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EL IDIOMA ¿ARIDECE LA IMAGINACIÓN?
Señor doctor don
Francisco
Paniagua Prado.
Muy señor mío y amigo.
Dígnese usted recibir mi segunda y última carta.
Como
le indiqué en mi anterior, me propongo demostrarle en esta, que el estudio, aún
profundo, del idioma, y la sujeción racional a las reglas del buen decir, lejos
de agotar las fuentes de la inspiración, las avivan, refrescan y embellecen.
Creo
haberle oído en otra ocasión, que don Juan Montalvo pertenece a los de U;
porque fue, en asuntos de lengua, gran innovador. Ha olvidado U. sin duda, que
el Príncipe de las letras ecuatorianas, con sus innovaciones, no hirió los
preceptos fundamentales del habla de Castilla, cultivada por él con tanto
empeño como buen suceso.
Montalvo,
blandiendo en su nervudo brazo la tizona del Cid, combatió sin tregua a los
impíos desgarradores de aquel hermoso idioma, que fue miel de abejas en los
labios de Garcilaso, ramillete de flores místicas en las manos de Santa Teresa,
vaso de inocencia y celestiales perfumes en San Juan de la Cruz, lluvia de
encendidas flechas en Quevedo hace de luz arrobadora en Fray Luis de León y
dulcísimo coro de angélicas armonías en Fray Luis de Granada.
Montalvo
dentro de los límites concedidos a los maestros del idioma, inventó, modificó,
y con vara mágica despertó de su sepulcro innumerables voces y giros, sobre los
cuales pesaba ya el sueño de los siglos. Como hábil orífice que engasta en oro
macizo brillante pedrería, Montalvo toma en sus manos las palabras, las pesa,
las pule, las hermosea, y las hace entrar limpias y puras en el caudal
corriente del idioma. Montalvo no pertenece no puede pertenecer al modernismo,
y mucho menos al modernismo lengüicida. Aquél purificaba el habla castellana,
éste la descoyunta; aquél endiosaba a los grandes maestros del siglo de oro,
éste los mira con ridículo e insultante desdén.
Sin
la cabeza descubierta, y las manos ungidas con óleo santo, no toquéis ni la
orla del vestido de aquellos gloriosos difuntos, que se llamaron Rivadeneira,
Hurtado de Mendoza, Quevedo, Argensolas, Jovellanos, porque vais a provocarle a
cólera, y a hacerle levantar el látigo con que fustigó a los necios y desolló a
los tiranos. ¡Con qué religioso respeto trataba Montalvo a los apóstoles
venerandos de aquel siglo inmortal! Oigámosle:
“Espíritu
de la santa doctora, desciende sobre mí, alúmbrame. Alma del padre sabio, ¡oh!
tú, Granada invisible, si en tus peregrinaciones al mundo; si cuando sales a
recoger tus paso aciertas a distinguir a este devoto de tu nombre, bendícele. Y
tú, Cervantes, a quien he tomado por guía como Dante a Virgilio, para mi viaje
por las oscuras regiones de la gran lengua de Castilla echa sobre mí los ojos
desde la eternidad, y anímame; llégate a mí, y apóyame, dirígeme la palabra, y
enséñame. Cuando yo te pregunte: Maestro ¿quién es esa sombra augusta que a
paso lento está siguiendo la orilla de ese río? Tú has de responder: Inclínate,
hijo mío, ese es don Diego Hurtado de Mendoza. Maestro, ¿quién es el espectro
que allá va alto y sereno, los ojos vueltos arriba? –Ese es Fernando Rojas;
autor de La Celestina, salúdale.
Maestro,
¿quién es esa alma rodeada de un resplandor divino, que está echándole la mano
al cuello a ese arco iris? –Ese se llama don Gaspar de Jovellanos, hijo.
Es el
pontífice de los escritores: llégate a él y dobla la rodilla.”
Si esto no es
escribir en pura y hermosísima prosa castellana; si esto no es embelesar a los
lectores con la riqueza de un estilo peregrino, bebido en las fuentes de una
literatura altísima, don Juan Montalvo no es un escritor clásico…
En los albores
de una lengua la invención de las voces es una necesidad, como en los comienzos
de una literatura, la invención de los preceptos; pero completo un idioma, y
sentadas las reglas fundamentales de las obras literarias, no deben
introducirse reformas sino con prudente oportunidad.
Es inútil
advertir que los grandes innovadores pueden cambiar al golpe de su genio la faz
de una literatura, como los Césares rompen con la punta de su espada los
linderos de las naciones. A los genios no se les imponen reglas, se les siguen
sus pasos. Los diestros marinos que surcan de continuo el océano, abren con su
brújula nuevos derroteros. ¿Y los demás? Siguen humildemente la ancha estela
que parece grabarse eternamente en la superficie inmensa de los mares.
¿Y recuerda
U., señor Paniagua, lo que en asuntos del idioma valía el Divino Platón?
Escribió su Cratilo, y en esa obra no se contentó
con dar a conocer simplemente la lengua griega, sino que, con bien sazonada
erudición, la estudió desde en sus principios, rastreó discretamente las
palabras, distinguiéndolas bien, y dándoles a cada una su verdadero valor. Así
este pintor, músico, filósofo, poeta, orador y escritor, fue al mismo tiempo
profundo conocedor de su lengua.
No le hablo a
Ud. de Tirteo, Pindaro, Esquilo, Sócrates, Eurípides, y mil poetas y escritores
más, que justamente admirados por el pueblo griego, celebrados por la fama,
señorearon cual más, cual menos, la lengua en que daban forma a sus portentosas
concepciones.
En el pueblo
romano descuellan tres figuras iluminadas con los perdurables resplandores de
la inmortalidad: Virgilio, Horacio y Cicerón. Los dos primeros son los
príncipes de la poesía latina, y el último, el rey de la oratoria, y escritor
fecundo, pomposo, correcto y sabio.
¿Pudiera U.
decirme ahora, señor Paniagua, si el conocimiento del idioma y de las reglas
del buen decir, secaría la inspiración de estos tres ingenios, ante los cuales
se descubre reverente la Humanidad?
Pues lo que
pasó en Grecia y Roma pasa en todas las naciones del mundo.
Henrique
Heine, a quien U. conoce muy bien, abrió una escuela de filosofía en Gotinga a
la cual asistieron entre otros, Carlos Guillermo, barón de Humboldt, que fue
más tarde el padre de la filosofía comparada, gran escritor, y uno de los tres
más famosos estadistas de Europa.
Henrique
Heine, Juan Luis Uhlan, Carlos Agusto Forge Maximiliano, Federico Ruekert,
Hoffman de Fallecoleben, Goethe,
Guillermo de Humboldt, fueron grandes poetas o grandes escritores al par que
grandes conocedores de sus respectivos idiomas, Goethe conoció 18,000 voces
y Shakespeare más de 15, 000.
Para concluir, permítame Ud.
señor Paniagua, hacer una distinción necesaria y valerme de una cita de don
Rubén Darío.
Cuando digo que el conocimiento
del idioma y de las reglas del buen decir no aridecen la imaginación, no quiero
afirmar que si no se estudian profundamente ese idioma y esas reglas, no se
puede ser buen escritor.
He dicho en otra ocasión que don
Benito Pérez Galdós y el P. Luis Coloma son en general escritores poco
escrupulosos (quizá por descuido) y sin
embargo los tengo por muy buenos estilistas; pero que escribir con elegancia y
señorear la lengua en que se escribe es un noble mérito que debe buscarse con
interés. Cuando las obras de pura fantasía pasan de moda, mueren por completo,
sin que haya un Nazareno que las levante de su sepulcro, mientras que las obras
correctas, las obras que forman el depósito sagrado de la lengua, no mueren
nunca; con frecuencia se las desempolva,
se las mima, se les tributan homenajes de admiración y respeto, y o faltan en
ese templo santo, sacerdotes augustos que oficien.
Don Rubén Darío en achaques de idioma, no está
con U. sino conmigo, citamos la siguiente estrofa:
La cruz que nos legaste padece mengua
Y tras encanalladas revoluciones,
La
canalla escritora mancha la lengua
Que
escribieron Cervantes y Calderones.”
Aquí pone
punto final a esta carta, ya demasiado larga, su leal servidor y amigo muy
afecto.
MARIANO
BARRETO