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JOSÉ CONSTANTINO GONZÁLEZ, 1923. Fotografía de don Carmen J. Pérez |
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Del redactor-editor
de este Blogspot:
Corresponde al nicaragüense, leonés del barrio San Felipe y,
salvadoreño por adopción, don Juan Felipe Toruño, justipreciar a otro nicaragüense
que fue parte del conjunto de viejos intelectuales iniciados y que perduraron
en las páginas de prestigiosos periódicos. Ambos fueron de esa vieja generación que, en la profesión ejercida, nada empírica, con mucha dificultad podríamos encontrar entre universitarios graduados del presente. En estos
recuerdos, un grande habla de otro grande, donde el lazo de la amistad y la
profesión los fundió para siempre. Por su parte, Juan Felipe Toruño (León, Mayo
1898 - † El Salvador, Agosto
1980) marcó éxitos de mucho prestigio; en 1951 la Universidad Nacional
Autónoma de Nicaragua lo distinguió otorgándole el Doctorado Honoris Causa; en
1960 fue declarado el periodista más distinguido de El Salvador.
Al enterarse Toruño de la muerte del colega, escribe estremecido, lo contextualiza y lo distingue de forma laudatoria, pero un párrafo establece con exactitud la calidad profesional: “En
mis 46 años de periodismo activo y en mis viajes a lo largo del Continente, no
he hallado periodista más sagaz, más astuto, más dinámico, más oportuno, más
valiente, más perspicaz, ni más periodista que José Constantino González.
En febrero de 1997, la fundación Periodismo y
Cultura “William Ramírez” y la Alcaldía de Managua, dedicaron una placa metálica conmemorativa con el nombre de José
Constantino y de otros periodistas insignes, la instalaron en el sitio denominado “Rotonda del Periodista”; del que no está demás decir que es un sitio inconveniente, porque está en un punto de acceso peligroso para cualquier visitante; alrededor de ella todos los días circulan miles de vehículos.
El diario La Prensa en su edición del
19 de febrero de 1997, recordó a González mediante una síntesis de su participación
al lado del General Augusto C. Sandino, a saber:
“Este año los periodistas homenajeados son: José Constantino
González, César Vivas Rojas, Francisco Espinoza Rodríguez, Guillermo E. Arce,
Manuel Díaz y Sotelo y Octavio García Quintero.
José Constantino González nació en 1884 y falleció en 1964.
Viajó en 1920 a la Unión Soviética en compañía del peruano Juan Carlos
Mariategui, estuvieron en Moscú. Fue expulsado de Nicaragua durante el gobierno
del general Emiliano Chamorro Vargas, se asiló en El Salvador donde fue amigo
de Farabundo Martí. Editó la revista El
grito de la raza, haciendo campaña a favor de la lucha del general Augusto
C. Sandino.
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La Legión Latinoamericana. Sentados de I. a D. José de
Paredes, Sócrates Sandino, y el
periodista José C. González. De pie: Andrés García Salgado, Gregorio Urbano
Gilbert y Rubén Ardilla. En el Centro A. C. Sandino, México, 1929
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El 5 de junio de 1929, varios marinos de la fuerza de
ocupación norteamericana, en estado de ebriedad, acompañado de prostitutas,
profanan el Cementerio San Pedro. José Constantino González se encuentra en
Frankfurt, Alemania, como representante del general Sandino, en el Segundo
Congreso Mundial Antiimperialista, denuncia el hecho y logra sea condenado. Se
desempeñó como secretario del general Sandino y lo acompañó en su viaje a
México. Fue profesor de historia de Nicaragua de Rigoberto López Pérez”.
No sé si en aquella fecha, del homenaje, los agremiados de
la comunicación social no pasaron por alto la evocación sustancial e
imprescindible hecha por Juan Felipe Toruño; por ese motivo, con otra
satisfacción reabrimos las páginas del recuerdo con el texto dedicado por el
amigo y colega de González. Nadie se acuerda de sus libros, y pocos del
presente saben de la cimentada estatura intelectual de ellos.
Reencontrémonos con sus recuerdos.
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JOSÉ CONSTANTINO GONZÁLEZ (PERIODISTA). Por: Juan Felipe Toruño. En: El Centroamericano. León, Nicaragua,
9 de Mayo de 1964. No. 13.504. Pág. 2.
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JUAN FELIPE TORUÑO Revista "Darío", Mayo de 1922 |
Las calles de San Salvador y de
otros países de América y de Europa,
sintieron los pasos urgidos de un hombre, en afanes periodísticos: el
que aún en medio de fiestas y de
expansiones gozosas, si había un motivo para el diario, y más si era de esos
intrincados, dejaba todo y acudía presuroso para obtener el informe, en el
reportazgo o el artículo periodístico ---JOSÉ CONSTANTINO GONZÁLEZ, era antes
que todo, periodista. Únicamente eso: periodista. Nada de lirismo, ni de
románticos entretenimientos literarios. En mis 46 años de periodismo activo y
en mis viajes a lo largo del Continente, no he hallado periodista más sagaz,
más astuto, más dinámico, más oportuno, más valiente, más perspicaz, ni más
periodista que José Constantino González.
En un artículo que publiqué en
mayo de 1955, expuse cómo, un seis de diciembre de 1926, cuando conducían al
Coronel Juan Aberle para la Penintenciaría Central, donde fue fusilado, en la
ambulancia, en que iba el reo, ahí junto al motorista, iba también un soldado
era José Constantino González, con uniforme, rifle y cartuchera. Fue quien
reportó a DIARIO LATINO detalles del suceso y una entrevista efectuada con
quien estaba en capilla. De esto sabe bien don Saturnino Rodríguez Canizalesa,
que era Director de la Penitenciaría y que vive aún para relatar anécdotas y
sucesos de otras épocas, sugestivas y vividas. Dije también cómo, en tanto
otros forcejeaban en Venezuela para entrevistar al Presidente Isaías Angarita,
él, el primero, efectuó el reportazgo enviándolo por hilo directo a El
Universal, de México. Y cómo en Léon, mientras otros directores de diarios, con
intérpretes al lado, eran rechazados en las puertas del pullman, en que viajaba
un Chas G. Long, Constantino hizo lo contrario, sobre el taburete que llevó de
una refresquera se metió como un bólido por la ventanilla y cayó cerca del
Delegado estadounidense. Y cuando los soldados de la marina quisieron
atraparlo, él protestó enseñando carnet –que no lo era porque él no cargaba con
tales papeles—y el mismo Longo lo defendió permitiendo la única entrevista que
se publicó en El Eco Nacional... Y narré igualmente otras aventuras más, como
para ser descritas por un Conan Doyle. Pues bien: ese hombre dinámico, ese
periodista extraordinario, ha fallecido en su ciudad natal, León, Nicaragua,
víctima del corazón, después de fatigarlo tanto a lo largo de setenta y dos
años.
Caminaba yo sin rumbo por la
tarde, sobre la
Avenida Independencia, con una flor de aburrimiento que
dispersaba sus pétalos en mi ánimo, cuando oí pronunciar a gritos, mi nombre,
por dos veces. Como suele ocurrir aquí, que por ser una persona conocida se le
habla aunque no haya motivo para ello, no atendí; pero a un tercer grito y
viendo que un hombre corría hacía mí, me detuve. Era José León Montes, quien al
plantárseme enfrente, me dijo:
--- Murió hace pocos días José
Constantino González, en León....
--- ¿Y eso? --interrogué sorprendido, aunque ya sabía que
de uno a otro día me llegaría la noticia, pero como ninguno de los cercanos
amigos de allá me habían informado, dudé; más él insistió y se fue. Entonces...
Aquella flor de aburrimiento, se
transparentó en evocaciones. Se me echó encima un alud de recuerdos: ya en
León, en El Eco Nacional y del que fue su fundador, y donde yo comencé a
laborar en el periodismo un 18 de abril de 1918
---mismo día en que estoy escribiendo estas líneas a la memoria de quien
fue compañero de correrías, en aventuras de diferentes carices, en actividades
periodísticas y en otras que convergían hacer un tanto placentera la vida. Y me
siento con él, ya en ese León incrustado en mi vida; activo siempre, remando
con el brazo izquierdo para alcanzar distancias o noticias; ya en San Salvador,
dentro de la charla grata y la bohemia de lapsos gloriosos; ya en Guatemala, o
en México, laborando él para El Universal. Ya a la orilla de su lecho, aquí, en
el hospital Rosales, después de que, con un balazo que le atravesara un pulmón,
se abalanzó contra Antonio Zelaya, costarricense, le quitó el arma y le disparó
la única bala, quebrándole el antebrazo, que éste, Zelaya, colocó frente a su
cabeza. De lo contrario lo hubiera matado. Todo porque González desplazó a
aquel que “levantaba” una edición extraordinaria de “Revista de Revistas” de
México, y González se le adelantó llenando la edición del “Universal Ilustrado”
del mismo México. Lo veo en las discusiones con exilados aquí, en 1926, don
Julio Portocarrero, doctor Manuel Cordero Reyes, Doctor Antoquio Sacasa al que
sacaba de sus reductos Constantino con aquella risita afilada, que la mantuvo
siempre hasta en los momentos más difíciles de su existencia; ya colocando a
Leonardo Montalbán en apuros, cuando le quitó el timón del vehículo a Emilio
Sauri, en un viaje nocturno que hacíamos a La Libertad, yendo a
estrellarse el vehículo en un poste de telégrafo, pero continuando el viaje...
Ya en mi cuarto de trabajo y de holgorios, en disputas con Rodolfo Duque, hijo,
díscolo siempre, azuzado por Jorge Pinto y riéndose ante las amenazas de
Rodolfo y las ocurrencias de la Piocha Meléndez, los dos fallecidos trágicamente.
En fin...la última vez estuve en la casa donde habitaba, en León siendo su
huésped por un día. “Estaba sentenciado –como dice J. Clemente Zenea en Al pasar su Cadáver--, ya tenía puesto
el pie en el primer escalón de la eternidad”.
Bueno. Dije en mi artículo del
sábado próximo pasado al referirme al doctor Juan de Dios Vanegas, que de nuestra
generación están quedando muy pocos. Todos van con el mismo rumbo hacia el
misterio. Todos se dirigen al punto final de una existencia. ¡A ver cuándo me
corresponde a mi capturar lo que está en lo infinito de los enigmas!
La vida, en esa generación precursora,
que se adelanta a los movimientos de vanguardia en 1927, nos unió para marcar
un hito en la historia de las letras nicaragüenses, de la vida social leonesa,
de la bohemia inigualada, en ese lapso único de singularidad en hechos de los
que alguna vez relataré pasajes de viva voz, si es que el corazón no me hace un
guiño culminante. Hablaría entonces de las equivocaciones existentes al hablar
de Alfonso Cortés, como de Lino Argüello, quien vivió en mi cuarto cerca de dos
años y a quien conocí en sus detalles más íntimos, hasta en lo de su novia
–novia ideal que tuvo y que se casó con un profesional médico—a la que le dijo
en unas rimas:
“Cuando duermes, Gisela
cuando
duermes,
¿no
oyes que te llama
el
ángel de mi guarda?..
Y aquí estoy, ausente más
presente, como dijo D’Annunzio en las funerarias ceremonias para Victorio
Emmanuel. Aquí estoy, firme y leal en la amistad. Mirando, cual lo expongo en
un poema de mi libro HUÉSPED DE LA
NOCHE, cómo se alejan, y me quedo. Otros llegan y los recibo
(me refiero a los que entran a las letras) viendo llegar y viendo partir en
este inmenso muelle de la noche (el mundo).
Hermano en las inmensas y
difíciles luchas del periodismo, compañero en las luengas jornadas del existir
en los esfuerzos continuados. Gozosos en la placentera diligencia del trabajo.
Tú que fuiste casi único en América, en esto del periodismo, que desentrañabas
lo que pareciera menos desentrañable, te digo mi jaculatoria de recuerdos y
noto que, en esta soledad, más solo, hay que colocar el optimismo y la
comprensión sobre todas las circunstancias, que la vida como la muerte lo son.
Ve si le puedes hacer una entrevista a San Pedro y me la envías con el que
tenga que venir a la tierra para seguir la trayectoria humana.
Tal vez --cuando llegue por ahí—nos encontraremos en
uno de los recovecos de la eternidad y reanudaremos lo que tal vez dejamos sin
terminar.
San Salvador, 18 de Abril de 1964. J.F.T.
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Dos artículos de José Constantino González; en París, 1923.
EN LA TUMBA DE ALFONSINA PLESSIS*
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(Del Libro Inédito De “Mis Peregrinaciones por Europa”
A mi adorada Gina, que supo inspirarme esta
página que yo le consagro con todo el afecto de mi corazón.
EL CIELO de
París se había tornado más melancólico y el ambiente más impresionante aquella
tarde inolvidable, cuando penetramos conmovidos al Cementerio de Montmartre, a
buscar entre las cruces y los funerarios monumentos la tumba de la infortunada
Margarita. Caía una llovizna menuda también, y una claridad indecisa, una luz
pálida se filtraba a través del follaje de los árboles que dan su sombra
piadosa a los sepulcros.
¿Lo recuerdas?
Tú, como la infortunada y adorable heroína de Dumas, reías y llorabas; algo
pasaba en el fondo de tu ser; un soplo misterioso quizás de aquel espíritu
abnegado y sublime de mujer, te agitaba. Yo no pude mirarte más. En tus pupilas
humedecidas por las lágrimas, en tus miradas penetrantes y extrañas, en tus
prolongados sollozos, y hasta en tus trémulas palabras, adivinaba que sufrías.
Respeté tu dolor y lo hice mío, mientras caminábamos confiando al acaso el
ponernos frente a la tumba que buscábamos…
Tus ojos
lánguidos y tristes, se fijaban con avidez en todas las inscripciones de los
sepulcros; leías nerviosamente sus leyendas, como se lee un mensaje inesperado
de dolor, y después exclamabas con intensa pesadumbre:
-- ᾽!No; no es la de ella…!᾽, y seguías caminando en
aquellas callecitas estrechas y húmedas, por donde solo transitan el Dolor y la
Muerte, como una sonámbula.
¡Qué adorable me parecías entonces,
transfigurada por un sentimiento de suprema piedad! ¡Qué romántica, qué
espiritual y sensitiva!
-- ᾽Si no la encontrásemos…
Pero no; no puede ser! Yo sé que aquí
está ella, como está en mi corazón; yo sé que aquí vive, como vive en mi
recuerdo. Armando –proseguías— levantó un pequeño monumento a su adorada
Margarita, y no me iré sin verla…᾽
Estas últimas palabras se confundieron
con el piar de las avecillas en la arboleda, despidiendo al crepúsculo, y a
cada instante que pasaba, yo me ponía más y más conmovido, y la luz más vaga y
el cielo más gris. Habíamos ambulado mucho, pero estábamos insaciables. ¡Oh
piedad humana que ennobleces las almas y fortificas y alientas los corazones!
Tú estabas obrando tu milagro en el fondo triste de nuestro ser!
De pronto, se iluminó tu rostro con la
claridad de una alegría magnífica, y te
agitaste como una mariposa, radiante de felicidad.
-- ᾽Aquí está!, es ella, me dijiste con
conmovido acento de una infinita y
acariciante ternura; es ella; ven!᾽.
Se había realizado nuestro sueño,
mantenido a través del tiempo y la distancia, por el entusiasmo y el amor de nuestros corazones. La promesa
suprema, que era como un invisible lazo que ataba nuestro deseo, se cumplía en
un crepúsculo doliente, así como lo habían presentido nuestras almas: todo
lleno de sentimentalidad y de romanticismo.
Estábamos solos en aquel sitio en
penumbra, y nadie podía impedirnos
rendir el culto de nuestra veneración a la memoria de la infortunada Margarita,
junto a su sepulcro mismo. Quizás la presencia de un ser extraño hubiera hechos
menos íntimo nuestro supremo goce de recordar y nuestra suprema embriaguez de
sentir.
El sencillo túmulo que se levanta junto
al muro agrietado y negro del Cementerio de Montmartre, a la sombra impasible
de un castaño evocador, en cuyo ramaje el viento entona a Alfonsina una dulce
canción, estaba cubierto de flores simbólicas: camelias y margaritas. También
había sobre él, algunas rosas rojas, emblemas de pasión.
Otras almas, gemelas de las nuestras,
habían venido con su ofrenda para la heroína del sublime poema de amor. ¿En
qué país de soñadores, en qué tierras
lejanas concibieron ellos como nosotros el ensueño realizado de esta sentimental
peregrinación? Quién sabe, y es mejor
que lo ignoremos. ¡Oh, si todo se pudiese mantener en el misterio! ¡Si los
secretos del alma no pudiesen profanar! ¡Si todo lo ignorásemos!
El túmulo es humilde y sencillo como
fue el origen del ser divinizado por el amor cuyos despojos guarda. Ostenta un
monograma con las iniciales de ella, y
en una blanca placa de mármol, esta conmovedora y breve leyenda: “Alfonsina
Plesis. ~ De profundis”.
Alfonsina y Margarita son dos nombres
distintos y un solo ser verdadero que vivirá para la eternidad en la “Dama de
las Camelias”, mientras haya un corazón que ame y que sufra; mientras sea el
amor, intenso y sublime, que llega hasta la locura y hasta el sacrificio, lo
más sagrado y hermoso que hay en el miserable y frágil barro humano.
¡Oh, cómo es posible olvidarlo!
Tus manos y las mías deshojaron las
flores de la ofrenda sobre aquel sepulcro; tus lágrimas y las mías humedecieron
aquella fría piedra tumularia; tu alma y la mía se comprendieron mejor junto a
la tumba de la dulce camelia que estrujo la muerte, la desventurada Alfonsina
Plessis, cuya historia evocamos conmovidos en el Cementerio de Montmartre, en
“una tarde triste de los más tristes días…” ¿Por qué? Porque el sufrimiento es eterno y el placer
efímero; porque Margarita estaba en el fondo de tu ser y Armando en el del mío;
y en ese momento inolvidable, la historia de ella era nuestra propia historia,
soñada primero y vivida después…
Anochecía… El Cementerio de Montmartre
se llenaba de sombras y nuestras almas
de lejanos recuerdos, cuando lo abandonamos con los ojos humedecidos por el
llanto.
¡Afuera, París se entregaba a su
bulliciosa loca y alegría!
París, Junio de 1923.
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ORACIÓN PAGANA A
LA GIOCONDA
(Contemplando
el maravilloso lienzo de Leonardo de Vinci en el museo del Louvre)
AQUÍ estoy frente a ti, suprema deidad
que has ejercido poderosa influencia sobre mi mente soñadora y me has atraído con fuerza irresistible y
misteriosa!
He venido de muy lejos, como el
peregrino que llega al santuario donde impera la imagen de sus adoraciones,
para ofrendarte lo mejor y más puro de mi espíritu. ¡Traigo para ti el incienso
de mi amor y la mirra de mi adoración!
¡Tengo cerrados los ojos para todo y
abiertos únicamente para mirarte!
¿Me sonríes? Tu sonrisa es enigmática y
turbadora. Tu sonrisa es impenetrable como el misterio e impasible como la
muerte. ¡No es una sonrisa la tuya! ¡Es un perfume de gracia diluyéndose en tus
labios como en los intangibles pétalos de una flor celestial! Es también una
claridad que ilumina tenuemente tu rostro y lo circunda de mágico encanto! Las
diosas no tenían tu sonrisa en la serenidad magnífica del Olimpo. ¡Tu sonrisa
es única e incomparable!
¿Me miras? Tu mirada trastorna y
enloquece. ¡No es una mirada la tuya! Es un alma arcangélica y divina que asoma
a tus pupilas y envuelve a los seres en un nimbo de luz. Bajo el poder
milagroso de tus ojos, se adormecen y se magnifican las almas.
¡Te cantan los poetas, te
arrullan las melodías de las más tiernas músicas, te roban los fanáticos
adoradores de tu gracia, te buscan los pálidos peregrinos del Ensueño, que
vienen de lejos a ofrendarte lo mejor y más puro de su espíritu, pero nadie se
atreve a descifrar el Enigma de tu sonrisa ni a penetrar en el Misterio de tu
mirada…! ¡Colocada en lo más alto del pensamiento y del sentimiento humanos,
allí quedas intangible, como estrella de divino fulgor que derramarás sobre
ellos imponderable y apacible luz!
¡Gioconda! ¡Monna Lisa! ¡Suprema deidad
de mis celestes adoraciones! Eres tú misma la que está ahí eternizada por el
genio de Leonardo, inspirado por los dioses, y
no me atrevo a mirarte, porque me posee un sagrado temor de creyente!
¡Es mi corazón el que salta sobre ti!
¡Es mi pensamiento el que te circunda! ¡Es mi adoración la que te exalta! Es la
oración pagana la que florece en mis labios, en tanto que me miras con mirada
misteriosa y me sonríes con sonrisa indefinible!
JOSÉ CONSTANTINO
GONZÁLEZ
París, mayo de
1923
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*Publicado en: Nicaragua
Informativa. Semanario de la Vida
Nacional. Año IX. Managua, Nicaragua, C.A. Febrero de 1925. Números 157, 155, 159, 160. Director y
Propietario: Lisi Lacayo S.