LAS AVENTURAS DEL GENERAL SMEDLEY D. BUTLER EN NICARAGUA
Como se las
narró a Lowell Thomas para el libro: “Old Gimlet Aye”, cuyos capítulos
relacionados con Nicaragua, los tradujo don Carlos Mántica Abáunza y fueron
publicados en el periódico “El Centroamericano”, a partir del viernes 2 de
Octubre de 1964.
Gral. Smedley Darlington Butler
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A MANERA DE INTRODUCCIÓN
El
GENERAL SMEDLEY DARLINGTON BUTLER, nació en West Chester, Pensilvania en
1881 y murió en Filadelfia en 1940, su agitada vida de aventuras está
íntimamente asociada a los Marinos estadounidenses de los cuales llegó a ser
jefe máximo.
Butler fue un soldado profesional y el
prototipo del marino de la época expansionista e intervencionista de los
Estados Unidos, rudo, fanfarrón, jactancioso, de boca suelta y mal hablado. Sus
opiniones sobre funcionarios públicos le acarrearon serias dificultades y en
1931 escapó de ser condenado por una Corte Marcial por haber criticado al
Premier Benito Mussolini, después de que el automóvil de éste atropello a un
niño en Roma.
Sirvió al cuerpo de Marinos en todo el
mundo: Cuba, China, Panamá, Honduras, Nicaragua, México, Haití; la Primera
Guerra Europea, etc.
En Nicaragua participó en las
intervenciones de los Marinos en la Costa Atlántica y luego en Corinto, León,
Managua, Masaya y Granada; escribió un
folleto sobre el asalto a la histórica Fortaleza del Coyotepe, donde un puñado
de patriotas salvaron el honor nacional derramando su sangre y muriendo en
defensa de la integridad y soberanía, ante fuerzas extranjeras inmensamente
superiores y poderosas.
Entre la Marina norteamericana Smedley
Butler es un personaje legendario y discutido; para los nicaragüenses fue un
instrumento que cumplió órdenes para cambiar aquí una situación política con
fuerzas militares que cometieron vejámenes e impusieron humillaciones a este
país pequeño.
Su humorismo despectivo llega a ofender
a los lectores, peo así se expresaba ese prototipo del “Nunca de Cuero” de
aquellos tiempos.
El traductor de estos capítulos de las
Memorias del Gral. Butletr, Dn. Carlos Mántica Abáunza, ha procurado conservar
el estilo jocoso del original y el espíritu del “slang” norteamericano,
traduciendo muchas frases con la informalidad del habla nicaragüense y
tomándose libertades que quizá algunos lectores pueden considerar impropia.
Este es otro aporte a la futura
historia de Nicaragua, que trae a sus páginas este periódico en forma de
folletín diario para sus lectores, que ojalá lo aprecien en su verdadera intención. Instamos a los hombres estudiosos que sobreviven a esa época dura,
para hacer correcciones y aclarar las situaciones descritas en sus memorias por
el tan discutido Jefe de los Marinos Estadounidenses.
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--- I---
“En la vida de un Infante de Marina es
cosa rutinaria el recibir órdenes de abandonar un lugar en el término de 4 o 5
horas. Por años mantuve empacada mi valija a fin de poder alzar vuelo al primer
aviso.
Al mando del Tercer Batallón de la
Marina, me embarqué a finales de 1909, rumbo a Panamá, donde estuve estacionado
hasta que se inauguró el Canal en 1914.
En la Marina, un puesto de avanzada
parece más un Campamento Gitano que una resistencia. De Panamá salimos en tres
expediciones a Nicaragua, cuando en esta republiquita tan temperamental
estallaron revoluciones.
Cuando uno es asignado a uno de estos
inquietos países, a su llegada encuentra generalmente a todo el mundo atareado
en intercambiar notas diplomáticas. Esa es la fase de incubación. Pero a fin de
cuentas el ataque virulento llega de todos modos y los Marinos desembarcan.
Escasamente habíamos puesto pie en
suelo Panameño cuando fuimos puestos en el tren Trans-ístmico y depositados a
bordo de un buque de carga con destino a Corinto, puerto de la Costa del
Pacífico de Nicaragua.
Esta expedición fue bautizada: “Primera
Guerra Púnica”, aunque los Marinos escasamente olimos el humo de batalla. Por
tres meses anclamos en Corinto, mil de los nuestros, apiñados como sardinas en
el vientre del carguero. Corinto es el lugar más caliente de este lado del
infierno. Aun con el abanico encendido la temperatura alcanzaba en mi cuarto
los 110 grados F.
La única vez que hice algo más que
simplemente contemplar el hirviente techo de zinc corrugado o perecear en las
barracas de Corinto, fue cuando efectué un viaje de reconocimiento a lo largo
de la vía férrea de Nicaragua para obtener información militar.
En este viaje encontré a dos Sargentos
Nacionales sosteniendo los extremos de una soga atada en un nudo corredizo
alrededor del cuello de seis harapientos campesinos. Uno de los sargentos me
informó que estaban reclutando voluntarios para el ejército. Si uno de los
hombres hubiera tratado de escapar, los nudos corredizos se hubieran apretado
contra el pescuezo de todos los seis. Era obvio que los pobres peones no tenían
el menor deseo de pelear.
El problema empezó entre Liberales y
Conservadores. Los Liberales tenían 16 años de gobernar tiránicamente. Los
Conservadores se habían levantado en armas con la esperanza de sacar a los
liberales del poder. Se había invertido el orden usual de las revoluciones en
Nicaragua. Esta vez los Liberales estaban en el poder y los Conservadores eran
los revolucionarios. En nuestra opinión las cosas estaban todavía en la fase de
intercambio de notas diplomáticas y así pues, en la primavera de 1910
regresamos a Panamá, donde un batallón se estacionó en forma permanente en el
Camp. Elliot.
Mi esposa, con Smooks y Smedley Jr.
(quienes se habían unido a nosotros en el Philadelphia Navy Yard, el 12 de
Julio de 1909), arribaron al Campo Elliot el 1º de Mayo de 1910. En Mayo 27 nos
llegaron noticias de que otra revolución estaba en su apogeo en Bluefields, en
la Costa Atlántica de Nicaragua. Recibimos órdenes de salir a las 8:30 am., y
ya para las 11:30 estábamos en camino. Doscientos cincuenta hombres entre
oficiales y soldados. Mrs. Buttler había tomado el tren de la madrugada para
Panamá, en viaje de compras. Cuando regresó al mediodía yo había partido ya, y
no volví a verla en cuatro meses.
Adolfo Díaz encabezaba la revolución.
Era Secretario de La Luz Mining, Co., de la cual se decía nuestro Secretario de
Estado, Philander C. Knox era accionista, Juan J. Estrada, un Carpintero
convertido en gobernador de la provincia de Bluefields fue escogido para
Presidente Provisional si la revolución tenía éxito.
--- II---
Cuando
llegamos a Bluefields, trampolín hacia el mundo, el Coronel Norteamericano, nos
informó que la situación era desesperada. Los revolucionarios habían sido
expulsados de la región de los lagos, en el interior del país y estaban
confinados ahora en Bluefields con el remanente de sus tropas. Contaban
únicamente con 350 hombres.
En las afueras de la ciudad esperaba el
ejército del nuevo gobierno con 1.500 hombres y algún cañoncito. Si no se
tomaban medidas drásticas de inmediato, la revolución fracasaría. Yo no
necesitaba de anteojos para ver. Era obvio que Washington quería el triunfo de
los revolucionarios.
Le escribí a Lara y a Godoy, los dos
generales que sitiaban la ciudad, informándoles que nosotros éramos neutrales y
nuestra presencia tenía el único fin de proteger a los residentes
norteamericanos. Que tomaran Bluefields si querían pero eso sí, sin disparar un
tiro. Solicitábamos que las tropas del gobierno dejasen las armas fuera de la
ciudad, y atacaran desarmados, puesto que sus soldados tenían mala puntería y
podían matar accidentalmente a un ciudadano norteamericano. “A fin de
asegurarnos del desarme”, concluí, “mandaré Marinos fuera de la ciudad para que
les cuiden los rifles”.
“¿Cómo vamos a tomar la ciudad sin
disparar un tiro? Desarmará también a los revolucionarios que defienden la
ciudad?”, me preguntaron los Generales Gobiernistas. “No hay peligro de que
estos hieran a los ciudadanos norteamericanos puesto que disparan hacia las
afueras” respondí gentilmente, “pero los soldados suyos dispararán hacia
adentro y eso es peligroso”.
Los generales bombardearon con cartas
de queja a cuantos personajes pudieron, sin conseguir respaldo. Finalmente
balbucearon el equivalente en Nicaragüense de “Oh Hell” y tocaron a retirada.
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Nosotros fortificamos la ciudad,
mientras Juan Estrada con sus revolucionarios, perseguía a las fuerzas del
gobierno en su retirada tierra adentro. Estrada “se creció cuando vio que
nosotros lo respaldábamos. Las fuerzas del gobierno descorazonados por los
sucesos de Bluefields, abandonaron la lucha y se desintegraron.
El Gobierno Liberal no tardó en caer, y
los Conservadores tomaron posesión de las sillas del gobierno. Conforme lo
prometido, Juan Estrada fue hecho Presidente y Adolfo Díaz, vice-Presidente.
Por contar la historia de estas
elecciones durante un discurso en Pittsburg me metí en un enredo con el
Departamento de Estado, 20 años después. Yo dije que nosotros los Yankees no
respaldaríamos a un Presidente que no estuviese legalmente casado con su mujer.
Y tenía pruebas para demostrarlo.
--- III ---
Pues
bien, he aquí lo que sucedió en Bluefields en 1910.
En cuanto triunfó la revolución, se
corrió la voz de que estaba programada una boda de alcurnia. Parece ser que
Juan Estrada no había nunca contraído nupcias
con quien compartía la alegría del hogar. Ahora que debía hacer de
anfitrión en la Casa Presidencial se le insinuó, no es necesario explicar en
qué forma, que la Primera Dama de la República necesitaba la dignidad de tal
status legal.
El Cónsul Americano me pidió lo
acompañara a Bluefields al gran evento de la temporada. La ceremonia se llevaría
a cabo en las barracas del ejército sobre el alto acantilado al otro lado del
puerto. Sólo un barco muy pequeño podía navegar
el angosto canal de 3 y medio
pies de profundidad que cruza los fangales del puerto. La barca matrimonial fue
pues un lento bote de fondo plano con un remo rotativo en la popa, cuya labor
normal era acarrear banano río arriba.
Madame Estrada subió a bordo acompañada
de sus damas de honor y vistiendo un traje afelpado que se asemejaba
sospechosamente al forro colorado de los muebles de Bluefields. Las damas se
sentaron solitarias en la cubierta. Bajo cubierta y a solo seis pulgadas sobre
el agua se hallaba el bar –popularísimo— iluminado por una lámpara tubular.
Comenzaron los brindis de acuerdo con la ocasión y pronto los varones se
pusieron hasta la cincha. De vez en cuando alguno caía por sobre la borda y se
hundía en el lodo hasta el pescuezo pidiendo auxilio a grito partido. Nos
acercábamos en el bote, entonces, y lo rescatábamos de las aguas.
A pesar de todo, la ceremonia se llevó
a cabo con la debida solemnidad, y se obsequió a los invitados con un lujoso
banquete servido en el ambiente sucio y nada atractivo de las barracas.
Con gran satisfacción observaron los
presentes que la Alta Sociedad femenina de Bluefields, que desairara a Madame
Estrada por tantos años, estaban ahora muy deseosas de rendirle pleitesía. En
esta forma, Estrada se convirtió en su vida privada en Caballero sin tacha y
sin reproche.
Un día, mientras estábamos en
Bluefields, vino a visitarme muy preocupado Adolfo Díaz, el eficiente director
de la revolución. Algunos oficiales de su ejército habían hecho arreglos con el
“General” Víctor Gordon, un aventurero de New Orleans, para traer una legión
extranjera de mercenarios, a tanto per cápita. Gordon había reunido unos 40 a
50 vagos y hacía poco había trasladado su colección de sinvergüenzas a
Bluefields para reforzar el ejército revolucionario. Desde luego que los
miembros de tan heterogéneo grupo, eran todos “generales” y “coroneles”, aunque no tuvieran regimiento
alguno ni conocieran jamás el fragor de una batalla. Su único trabajo era
vegetar y asolearse como garrobos. Se hospedaron en el Hotel Tropical que fue
bautizado “Academia Militar”, por ser el cuartel general de estos pillos de
alto rango.
“Con lo que comen estos desgraciados
nos van a dejar en la calle”, se me quejó Díaz. “Estaban supuestos a ganar
US1.00 diario por pelear y recibir tierras por su cooperación con el éxito de la
revolución. Pero ya la guerra se acabó y estos no dispararon un tiro. ¿Cómo nos
deshacemos de ellos?”.
“Cuente conmigo Díaz”, ─le dije─ “me gustaría sacar del
país a estos vagos”.
El Cónsul Americano y yo conferenciamos
y decidimos deportarlos. Díaz hizo los arreglos con un Jamaiqueño, Capitán de
“El Sunbeam”, una goleta de dos mástiles, para que pasara botando en Limón, C.
Rica a los coroneles y generales en cuestión. Quinientos dólares serían los
honorarios del Capitán. Pero ni los coroneles, ni los Generales aceptaron
partir, el trabajito de mudanzas quedó a nuestro cargo.
A las siete y media caímos sobre la
“Academia Militar” y reunimos al “Estado Mayor”. Un Cabo de la Marina sacó al
“General” Víctor Gordon de la barbería y lo llevó de las orejas por la calle.
La mitad de la cara estaba afeitada. La otra mitad cubierta de espuma.
Congregamos al resto de la cuadrilla y los arreamos hasta la playa. Cuando los
montamos sanos y salvos en la cubierta del “Sunbeam”, se miraban cabizbajos
ante la pérdida de su comidita gratis.
Pero no habíamos terminado de dar la
vuelta, felices de haber puesto fin a tan desagradable asunto, cuando los muy
condenados saltaron del barco y vadeando los “bajos” hasta la costa se
perdieron entre las casas tras los muelles. Estuvimos jugando “Cero Escondido”,
por varias horas hasta que se encontró y puso de nuevo a bordo hasta el último
de ellos. Esta vez no tomamos riesgos. Los encerramos bajo cubierta y trancamos
las escotillas.
Las Autoridades Costarricenses sin
embargo, aceptar esta preciosidad de cargamento humano, pues lo que es Panamá
no los quería ni en pintura. El Capitán del “Sunbeam”, finalmente los descargó
en una isla semi-desierta donde hubieran perecido de hambre de no haberlos
rescatado un buque de carga.
En Bluefields la vida volvía a
normalizarse en el aburrimiento apático típico de un puerto centroamericano de
tercera categoría.
Seis tranquilas semanas habían
transcurrido. No hacíamos sino vegetar en nuestro cuartel ubicado sedantemente
en la Escuela local y que fuera anteriormente la casa de un misionero. Me
alegré mucho el 1º de Octubre se recibieron órdenes de regresar a Panamá.
Estaba especialmente ansioso de sacar de ahí a mi gente, porque algunos de los
soldados nicas estaban en cama con fiebre amarilla y viruela.
Poco antes de que abandonáramos
Bluefields, un ejército de tenderos desfiló ante mí con sus quejas. Los Marinos
habían hecho buen uso de su labia. Los confiados mercaderes de Bluefields
tenían en su poder vales hasta por $1.600 firmados por George Washington,
Abraham Lincoln, Doodle y otras famosas aunque difuntas celebridades. Por la
escritura seleccioné a los Washingtons y Abrahanes, etc., y durante los
siguientes seis meses en Panamá deduje de su sueldo el dinero necesario, hasta
cancelar todas las cuentas.
Así terminó la “Segunda Guerra Púnica”.
--- IV---
Las revoluciones se estaban
convirtiendo en costumbre Nicaragüense, y poco después de los motines de Panamá,
estalló en Nicaragua una tercera revuelta.
El General Luis Mena era el responsable
del nuevo brote revolucionario. Lo conocí en Bluefields donde era la mano
derecha de Estrada y Díaz. Había sido carretero. Un tosco gigante de gran
vitalidad y fuerza física. El Presidente Estrada lo hizo Ministro de Guerra,
pero Mena se le volteó y dio comienzo al relajo dinamitando las barracas
Presidenciales. Estrada, quien de todos modos se tambaleaba ya en incómoda
silla, se hallaba ahora aterrorizado.
El Vice-Presidente, Adolfo Díaz, lo
sucedió en la Presidencia. Mena, verdadera cabeza del Gobierno, se mantuvo en
posición amistosa con Díaz por varios meses. Finalmente el Presidente Díaz,
alentado por grupos hostiles depuso al poderoso General.
Pero Mena no era el tipo de hombre que
acepta una bofetada así con los brazos cruzados. Abandonó Managua, capital del
país, con un ejército de tropas del gobierno leales a él y en un santiamén se
apoderó de Granada, situada a pocas millas al sur de la capital, donde se
mantenían los arsenales de municiones y artillería.
Otra revolución estaba pues en camino,
y nosotros los Marinos, también el 10 de
Agosto abandonamos Panamá. 11 oficiales y
350 hombres. Tres días más tarde estábamos en Corinto. Cuando dejara
aquel pedazo de infierno, dos años antes, había deseado no verlo nunca más.
Pero habíamos regresado y no perdimos tiempo. En otro lugar nos esperaban asuntos
de importancia que atender.
El Ministro Americano me telefoneó
desde Managua, informándome que los rebeldes habían estado bombardeando la
Capital por tres días y había centenares de heridos.
Una vez que llegados a Managua, situada
cerca de 90 millas al sur de Corinto, y
junto al bello Lago de Managua, toda comunicación por tren o por
teléfono fue suspendido. La ciudad en sí estaba en calma. Por el momento la
sede de los disturbios esta en León, que había sido siempre un hervidero
revolucionario. Las fuerzas del gobierno habían sido derrotadas por los
Rebeldes en León, y se retiraban hacia
el Sur rumbo a Managua. Faltos de tropas y municiones, el ejército del gobierno
no podría resistir mucho. Nubes negras se ceñían sobre el régimen de Adolfo
Díaz, nuestro protegido.
Mientras no se diese paso a los trenes,
Managua permanecería aisladas del mundo exterior, excepto por un desvío a través de
Honduras, porque los Rebeldes controlaban todas las vías de acceso a la
Capital. Las tropas de Díaz se estaban descorazonando. Tenía que hacerse algo
inmediatamente, y así pues, me hice cargo, extraoficialmente del mando de
cuatro mil hombres. No tenía la menor autoridad para dar tal paso, pero el
gobierno no ganaría sin nuestro apoyo, y
yo sabía de qué lado soplaba el viento. Nuestro Departamento de Estado
deseaba el triunfo de Díaz, entonces en el poder, aun cuando no lo hiciese
público por escrito y con un gran sello colorado.
Todo este relajo empezaba a prometer un
poco de acción pero yo no esperaba un interludio cómico.
En Managua, el Jefe de las Fuerzas
Americanas era un Comandante Naval. Él tenía cien marineros de su barco y yo
tenía 350 marinos.
Hacia el 1º de Septiembre la flota del
Pacífico entró a Corinto, y nuestro Comandante Naval fue comisionado para dar
un reporte especial sobre la situación a su superior en el Denver.
Se preparó un tren especial con una
escolta de 50 marineros y 25 marinos que lo llevaran de Managua a Corinto a
través de la zona de peligro. Sin el menor deseo de canjear la relativa
seguridad de Managua por un viaje a través del territorio rebelde, retrasó su
viaje hasta bien avanzado el día en espera de hielo, agua Apolinaris y otros
vitales pertrechos militares.
Cerca de las 9:00 a.m., del día
siguiente recibió una llamada telefónica de mi segundo hecha desde una estación
de ferrocarril, a 25 millas de distancia. Aunque apenas era audible, aún por
teléfono podías percibir que su voz temblaba de miedo. “¿Puede conseguirme
permiso para viajar en el tren maderero que ha parado a recoger leña aquí”? –
“Desde luego, dije, juzgando un permiso innecesario, “móntate y regresa si eso
es lo que quieres”.
─
“Es que… Tuve una experiencia horrible en León.
Horrible”.
Y colgó sin más explicaciones. Yo
naturalmente, di por seguro que varios de nuestros hombres habían resultado
heridos en cruenta batalla y me fui a la estación con todo el personal médico y
una ambulancia. Cuando el tren llegó, cerca de las cuatro de la madrugada,
divisé a mi Superior sentado en el depósito de leña de la locomotora. Su
uniforme podía ser cualquier cosa menos blanco, y su cabeza se escondía
gustosamente bajo un ancho sombrero de “palma” nicaragüense. Salté al pescante
de la locomotora.
─
“Capitán, aquí tengo a la ambulancia, lista para atender a los heridos”.
─
“No hay heridos”, me dijo con aplomo.
─
“Entonces, ¿qué le pasó al tren”?
─
“Tuve que dejarlo en León”.
─
“¿No hubo pues combate?”
─
“No”, respondió secamente.
¿Cómo viajó
las 30 millas que separan a León de la estación de donde me telefoneó?
Volvimos a pie.
¿Ni siquiera presentaron batalla para
conservar el tren?
─ Oh, Ud.,
no sabe lo que es esa chusma. Está sedienta de sangre. Hasta las mujeres lo
escupen a uno en la cara. Una de esas diablas afiló su cuchillo en la ventana
del asiento mismo donde yo estaba
sentado.
─ ¿No hay entonces nada que pueda hacer por
Ud.?
─ No, me
voy a la Legación y a la cama.
En las filas de los marineros y marinos
me contaron un cuento muy diferente. Se sentían terriblemente humillados y
venían a mí hirviendo de indignación.
De acuerdo con su versión, el tren fue
detenido en León por una multitud de excitados nicaragüenses. Sus amenazas y
gesticulaciones sembraron el pánico en nuestro Comandante Naval. Sin la menor
discusión éste salió del tren, dejando atrás su gorra, su chequera y todos sus
efectos personales. Se le consiguió un caballo, y un sombrero de “palma” que
substituyera su gorra y el Comandante
trotó a lo largo de la línea férrea en vergonzosa retirada. La escolta y los
alistados los siguieron a pie, echando espuma por la boca.
--- V---
Los marinos compusieron una canción acerca
de esta ignominiosa expedición que se ha hecho famosa como “La Retirada del
General Vuelveapie”. Dice más o menos así:
Vuelveapié,
a la porra la máquina
Vuelve a pié,
el tren que come mierda
Vuelve a pie,
olvida tu chequera.
Y se
volvió a pié hasta Managua bajo un
enorme aguacero.
Yo estaba que llevaban los diablos
cuando al día siguiente se me informó que los rebeldes estaban haciendo
circular en León una hoja suelta, que describía con malicioso deleite, como una
muchacha de 12 años le había arrebatado el tren a un oficial de la Marina
Norteamericana. Lo peor del caso es que los rebeldes no necesitaban exagerar la
historia.
Decidido a que la reputación de las
fuerzas armadas de los Estados Unidos debía ser mantenida, volé hasta la
Legación donde encontré a mí Superior empijamado en seda azul; sentado en la
cama con una botella de Escocés y agua mineral a su lado.
─
“Capitán debemos tomar el tren que está en la estación y recapturar lo que Ud.,
dejó en León, reabrir la línea y establecer comunicación con la flota”.
─ Nada de eso, me
dijo sirviéndose un whiskey, ─es demasiado peligroso.
─
¿Entonces, puedo ir sin Ud.?
─
No, es demasiado peligroso.
Ni
iba, ni dejaba ir. Yo estaba asqueado y lo dejé solo con su Escocés.
Garrapateé
una carta llegada de ultimátum y se la disparé por medio de mi ayudante. En
ella hacía ver que tanto por el prestigio de las fuerzas armadas como por
nuestra propia seguridad, resultaba necesario recuperar el terreno perdido y
reabrir la vía férrea inmediatamente Si él no me acompañaba pediría mi baja,
usando como excusa el cuento del tren. Esto lo hizo entrar en razón.
─
Bueno pues, iré, gruñó, pero Ud., me lleva un caballo en el tren para la
cabalgada de regreso. Yo estoy muy viejo para andar caminando semejantes
distancias.
─ “Si Ud., regresa
será con el tren que dejó en León o con los pies por delante”, le repliqué.
A
pesar de todo le conseguí el caballo. Enganchamos un vagón de carga e
instalamos un catre para el General en un extremo y en un compartimento para el
caballo al otro extremo del vagón.
Cuando el General Vuelveapié subió a su
vagón De Luxe, parecía un Jockey ya crecidito camino del Derby.
Los mismos 25 hombres que volvieron a
pie en el primer viaje se apiñaban ahora sonrientes en el tren junto con 25
hombres más entre oficiales y soldadesca. Los Nicaragüenses capitalinos, al
igual que nuestro Superior consideraban el viaje muy arriesgado y enfáticamente
se oponían a que se efectuase, pero nosotros lo hicimos chiste y no prestamos
atención.
Salimos de Managua a media noche,
avanzando a paso de tortuga, reparando toda la noche durmientes dañados y
rieles rotos, en el camino a la ciudad de nuestras desgracias.
Yo viajaba en la locomotora con el
Teniente E. H. Conger, quien con experiencia en Ingeniería mecánica, se había
ofrecido a manejar el tren.
Al acercarnos a León, casi a las 10:55
am., llegamos a un largo puente, a cuya entrada nos detenían una barricada de
adobe y 30 rebeldes burlones que alzaban sus rifles en actitud amenazante.
Decidimos probar primero la diplomacia. Conger hablaba español. Sacó la cabeza
de la cabina y les habló con toda cortesía.
─
Nosotros no estamos en guerra con Ud., ni siquiera buscamos pelito.
Sencillamente reabrimos la línea férrea conforme nuestro derecho, puesto que
éste es propiedad norteamericana.
Esto era más o menos cierto. En Managua
se nos dio a entender que el ferrocarril había sido tomado en garantías por préstamos
hechos al Gobierno de Nicaragua por firmas Bancarias norte Americanas.
Finalmente convencimos al destacamento
rebelde. Quitaron las piedras de la línea y se retiraron al otro extremo del
puente, donde había otra barricada sembrada de banderas rojas.
No menos de mil violentos soldaditos
salieron como de la nada, y armados hasta los dientes con rifles y hasta de
navajas de afeitar, hormigueando alrededor de la barricada.
Me sobresaltó la idea de que los
rebeldes hubiesen tenido la astucia de minar las bases del puente invitándonos
a darnos un clavado mortal en el abismo a nuestros pies.
Antes de poner el tren en peligro,
Conger y yo caminamos a lo largo del puente examinando minuciosamente los
amarres y la estructura. Los rebeldes saltaban como maniáticos vociferando e
insultos que helaban la sangre. Yo no los podía tomar en serio.
Tras discutir entre sí, se acercó a
nosotros una delegación de hombrecitos que me ordenó retroceder con todo y
tren. Yo me reí. ─ “Vamos
a Corinto, expliqué por medio de Conger.
─
“Si nos disparan será una lástima porque mucha sangre se regará
innecesariamente”.
─
“Entonces va a pasar con nosotros, a ver a nuestro General en Jefe”.
─
“Ni en broma, si su General quiere verme que venga el aquí”.
“Esperemos
un hora en el puente cargando leña y reabasteciéndonos de agua”.
El
General regresó con la delegación. Sus ojos negros brillaban de rabia. Nos
miramos frente a frente y mientras el fruncía el ceño, yo sonreía”.
“No
perdamos tiempo”, estallé, “Yo sigo rumbo a Corinto. ¿Usted que piensa hacer?”.
En
un parpadear, sacó su revólver y me lo hundió en las costillas. ─ “Si el tren
se mueve disparo”.
Al
otro extremo del puente cien valientes marinos esperaban tensamente mi
reacción. Retroceder sería penoso. Si ordenaba disparar habría una carnicería
espantosa. Tenía que actuar con rapidez. Trate de arrebatar el revólver del
General y tuve la suerte de arrancárselo de las manos. No sin cierto dramatismo
vacié las balas del tambor. Su ejército estalló en una estruendosa carcajada.
Sabían celebrar un ch deiste aunque este fuese a costa suya.
Obligué
al General a viajar con nosotros en rehenes y el tren cruzó el puente.
En
el otro extremo nos detuvimos y conseguimos que los rebeldes devolvieran el
tren abandonado en León por el General Vuelveapié. El Comandante Naval que
durante el viaje permanecía escondido en su vagón, escogió ahora tan inoportuna
ocasión para dar un paseo y exhibirse en el vagón de pasajeros. En cuanto los
rebeldes supieron que su tímido amigo se hallaba en el tren, corrieron
sonrientes a molestarlo. Casi se muere de miedo y mandó a buscarme.
─
“O entregamos el tren inmediatamente o nos masacran a tiros”. ─ “Que entregar,
ni que ochocuartos”. ─ “Vamos a recuperar ese tren y a continuar rumbo a
Corinto”.
--- VI---
En León la oposición al régimen era muy
fuerte. Durante las pocas horas que pasé en León, antes de continuar el viaje
hacia Corinto, escuché la historia de dos muchachos norteamericanos muertos por
los rebeldes diez días antes de nuestra llegada.
Los muchachos habían fracasado en sus
estudios en West Point, pero en Nicaragua consiguieron el rango de Coroneles
del ejército gobiernista. Militaron bajo las órdenes del General Durón
mercenario hondureño contratado por el Gobierno de Nicaragua para sofocar la
revolución. Las revoluciones eran la especialidad de Durón.
Durón pedía $3.500.00. en Oro por sus
valiosos servicios al gobierno. Tras mucho regatear aceptó el papel-moneda y
salió de Managua con trescientos mercenarios que trajera de Honduras y
cuatrocientos soldados nicaragüenses que se le asignaron para la expedición.
Entre estos últimos estaban los dos muchachos norteamericanos.
Cuando Durón marchó sobre León, la
situación era amenazante. El pueblo, aunque silencioso, estaba excitado. Era la
calma que precede la tempestad. Acuarteló su ejército de 700 hombres con sus
mulas y caballos, en Casa de Lacayo, una enorme estructura que ocupaba toda una
manzana, y que había sido construida por un ricachón nicaragüense, pero nunca
terminada completamente. Faltaban aún las puertas y ventanas y no tenía
mobiliario alguno, excepción hecha de unos cuantos catres de hierro en el
segundo piso, más las paredes estaban cubiertas de cuadros ostentosos aunque
pésimamente ejecutados al óleo.
En vez de atender a sus asuntos, Durón
se fue de farra y “se las puso” con los dos norteamericanos. Sus tropas,
salvajes y sin control, se desataron
sobre la ciudad. Saquearon, violaron y mataron a ciudadanos prominentes. La
gente se encolerizó y tomó venganza de las atrocidades cometidas. Cada leonés
era ahora un revolucionario.
Los dos norteamericanos escarbaron una
trinchera en plena calle y enclavaron sus ametralladoras en el lugar perfecto
para ser acribillados desde arriba de las casas. A los pocos minutos fueron
heridos y arrastrados hacia el interior de la Casa Lacayo. La mayoría de
soldados de Durón, aterrorizados por tan imprevista como firme resistencia del
pueblo, se escurrieron hacia la Casa Lacayo como ovejas en busca de protección.
Duró decidió abrirse brecha. Formó a
sus hombres en una sola columna y salieron a galope por la puerta principal. El
pueblo apostado en los techos de las casas los barrió como palomitas en sala de
tiro al blanco. Setecientos hombres con
sus caballos fueron completamente aniquilados, antes de avanzar seis
cuadras.
Los dos “coroneles” norteamericanos,
semi-inconscientes por las heridas por
las andanzas de la noche anterior, permanecieron en sus cuartos. Cuando la
turba de enfurecidos ciudadanos irrumpió en la Casa, los muchachos se
escondieron bajo la cama. Al ser descubiertos, el pueblo atravesó las camas con
sus bayonetas, matándolos.
Los hombres y los caballos de Durón
fueron echados en una zanja en plena plaza; los norteamericanos se enterraron
en forma igual que los demás. El padre de uno de los muchachos apeló a nuestro
gobierno y al gobierno de Nicaragua reclamando sus cadáveres y posteriormente
nuestros marinos dedicaron un par de semanas a escarbar entre los cuerpos,
muertos desde hacía seis semanas, en busca de los muchachos, que fueron
finalmente identificados por los botones de su uniforme de Cadetes de West
Point.
Por estar asociados con el partido
reinante, no éramos muy populares que se diga, en León. Una mujer que se
coronara de gloria por haberle abierto en dos la cabeza al General Durón, con
un hacha de carnicero, se acercó a la cabina de la locomotora, donde yo estaba y me anunció que también a mí me partiría
la crisma. Con la multitud de “barra” aplaudiéndola y alentándola, empezó a
afilar su cuchillo contra mis botas de cuero. Yo me agaché y sencillamente le
hice cosquillas bajo la barbilla. La amazona come fuego se puso colorada de
vergüenza y rápidamente emprendió la retirada.
--- VII---
De León a Corinto tuvimos que reparar
varios puentes y 16 rupturas en la línea. Pero pudimos llegar a Corinto y a
nuestra flota sin pérdidas que lamentar. Nos enorgullecíamos de ello, después
de aquella “Retirada de Moscú” de nuestro Comandante Naval.
Al abandonar Corinto en viaje de
regreso, embutimos en el tren un par de centenares de Marineros de la flota
para que reforzaran nuestra patrulla. En nuestra breve ausencia, los rebeldes
se habían dado gusto rompiendo la vía. Para regresar a Managua tuvimos que
construir tres puentes nuevos y varias millas de línea férrea. En León, temí
que los rebeldes volaran el puente grande de acero, por lo que desfilé con
setenta hombres por la ciudad, y montamos guardia en el puente toda la noche.
Cerca de media noche, se nos
apareció pretenciosamente un Coronel
rebelde con su Estado Mayor, cuando nos tomábamos un café junto a la fogata. En
un inglés cancaneado aunque elocuente, me explicó que a la mañana siguiente y
en el puente, tendría lugar un combate entre sus tropas y las del gobierno.
¿Sería tan amable de quitarme de allí? Si no, mis hombres podrían resultar
heridos, muy a pesar suyo y de sus compañeros de armas.
En forma igualmente dramática, me llevé
la mano al corazón, y le aseguré que nos tenderíamos como alfombras para que la
guerra pasase por sobre nosotros. Inclusive me tendí en el suelo para ilustrar
nuestro plan de alfombras.
Con los ojos saltados, me miraba como a
un loco. Dio media vuelta y susurró algo a sus acompañantes, que andaban
armados hasta los dientes como en las zarzuelas. Alzó los brazos al cielo en
señal de desesperación por tener que tratar con semejante atajo de locos, y se
retiró pomposamente. No necesito añadir que hubo tal batalla en la mañana.
Muy entrada la tarde continué mi viaje
a Managua con cincuenta hombres, dejando a la mayor parte en León a fin de
mantener abierta la línea férrea. Al frente de la locomotora enganchamos dos
vagones descubiertos, con el fin de evitar que se descarrilara la máquina si
había rieles rotos. Los Marinos se apiñaron en el vagón cubierto enganchado
tras la máquina.
Fue un viaje espeluznante. La línea
sube hasta 1.500 pies de altura, y luego desciende rápidamente hasta Managua.
Nosotros íbamos sin pito, ni frenos, y con una linterna haciendo las veces de
reflector. Un teniente me acompañaba en el primer vagón donde disfrutábamos de
la suave brisa de montaña. Brisa nos sobró y emociones también. Atropellamos
una vaca, desbandamos una manada de chanchos, y bordeamos precipicios con
caídas verticales de casi mil pies.
Deslizándonos sin breques, cuesta
abajo, pasamos como rayo por los puestos de guardia de Managua. Los centinelas
creyendo que se trataba de alguna patrulla rebelde que atacaba, nos dispararon
a quemarropa pero o dieron en el blanco. Íbamos demasiado rápido. Pasamos la
estación a toda velocidad, destrozando los portones que a ambos extremos de la
plataforma evitan que los animales muerdan a los pasajeros. El tren se detuvo
finalmente al llegar a una cuesta.
Ya en Managua, me fui a la cama.
Durante la semana de ausencia había
dormido exactamente diez y siete horas. Fueron mis días más duros desde que
peleara en la China.
Mi amigo, el Coronel Pendleton,
compañero de armas en Filipinas, se hizo presente en Managua con un batallón de
400 Marinos. El viejo soldadote y afable compañero quedaba al mando de todos
los Marinos en Nicaragua. Escamoteándolos de la flota, un puñado a la vez, se
colocaron en varios puntos estratégicos cerca de 3.000 hombres.
En el interior los rebeldes todavía
dominaban la situación. Con nuestro Gobierno en Washington apoyando a los
rebeldes informal pero eficientemente, se hacía necesario tomar medidas rápidas
y acertadas para restaurar la ley y el orden ─también informalmente─ Se me dio el trabajo de abrir la línea férrea que
corre hacia el Sur de Managua-Granada, a orillas del Lago de Nicaragua y en
pleno núcleo rebelde.
Una vez más me vi obligado a tomar
cama. Caí enfermo con un ataque de malaria con temperatura de 104Fº. La expedición esperaba
y esperaba mientras yo inquieto daba vueltas en mi lecho desesperado ante la
ida de no poder ir hacia el interior con mi destacamento. Finalmente me puse un
taco de hielo en la boca para bajar mi temperatura y el Doctor me dio de alta.
La cabeza me daba vueltas y las
rodillas se me doblaban como papel, pero logré subir al tren donde me acosté en
un catre colocado en un vagón de carga. No tenía fuerzas para tenerme en pie.
El tren rechinó asmáticamente a lo largo de la ruta. Cada sacudida del tren era
una puñalada. Fui un imbécil en ir, pero solo amarrado me lo hubieran impedido.
--- VIII ---
Al acercarnos a Masaya, quince millas
al Sur de Managua, el tren debía pasar por entre dos colinas: Coyotepe y La Barranca.
Sus cumbres estaban coronadas por fuertes de construcción tosca y provista de
cañones. Esos cerritos era hueso duro de roer. Dominaban el valle y guardaban
eficientemente la entrada a Masaya.
Estaríamos a dos millas de distancia de
dichas colinas cuando una bala rebelde explotó cerca del tren. Uno de nuestros
hombres agitó vigorosamente la bandera norteamericana, pero no habíamos
avanzado 200 yardas cuando una segunda bala estalló esta vez más cerca. Un
cuarto de milla más adelante una tercera bala explotó en el canjilón lateral de
la vía.
Para las balas ya era bastante. Me apeé
del vagón y ordené retroceder hacia una posición segura. Con el Teniente Edward
A. Ostermann, mi ayudante y el Sargento Pursell que hablaba español, caminé a
lo largo de la línea, hacia los cerros.
Una alambrada de púas nos detuvo en un puesto de guardias rebeldes.
Los soldados me miraron con curiosidad.
Debo haberles parecido un fantasma en noche de farra. La fiebre me abrasaba, y
deambulaba con la vista perdida. Con las mejillas hundidas y cavernosas se
hundían mis ojos inyectados; hacía mucho tiempo no me afeitaba.
Balanceándome difícilmente sobre mis
piernas dije a los guardias que quería ver al General Benjamín Zeledón. Zeledón
era uno de los jefes de Mena y comandaba a las fuerzas rebeldes de Masaya,
situada al otro lado de los cerros. Los guardias nos desarmaron y despacharon
un mensajero a Zeledón.
Dos horas estuvimos sentados sobre los
rieles bajo el hirviente sol. Estaba tan mareado por la fatiga y la fiebre que
casi me desmayé antes que regresaran los guardias.
Nos pusieron una venda en los ojos y
caminamos a lo largo de los rieles. Luego nos condujeron por lo que nos pareció
verdadero laberinto interminable de alambre de púas. Los vestidos quedaron
convertidos en harapos. Me di gusto maldiciendo a los desgraciados rebeldes
ante el horror de mi sargento intérprete.
─ “Mayor”, por favor
cállese, “me imploraba”, ─alguna
de esta gente entiende inglés. Pero yo continué maldiciendo hasta que el aire
que me circundaba quedó cargado con mi vocabulario de Marino. Más tarde, al
capturar la plaza descubrí que los muy hijos-de-su madre sencillamente nos
habían llevado y traído repetidamente por encima, debajo y alrededor de una
misma alambrada.
En un camino tras el cerro nos quitaron
las vendas. El General Benjamín Zeledón galopó hacia nosotros con aires de gran
señor pero rehusé hablar con él hasta que hubo desmontado de su caballo.
Zeledón era un hombre bajo y regordete con un bigote oscuro. No parecía un
militar en su sombrero Panamá y traje de civil.
─
“General”, le dije por medio de mi intérprete. ─ “le prohíbo pelear a lo largo de la línea. Le doy
la oportunidad de retirarse y llevarse su revolución a otra parte. Allá abajo
tengo cientos de soldados, un ejército completo dispuesto a cumplir órdenes de
mantener abierta la línea férrea”.
Zeledón aceptó mis términos. Estaba a
punto de dar instrucciones de abandonar los cerros cuando el imbécil de nuestro
sargento me dijo en inglés: ─
“Esto le encantará al Almirante”.
Desgraciadamente Zeledón entendía algo
de inglés. Hasta ese momento había pensado que yo era el Comandante en Jefe.
─
“Ajá con que hay un Almirante”, me dijo. ─ “No puedo rendirme sin hablar con el Almirante”.
Ahora teníamos que empezar de nuevo
desde el principio y esperar que el Almirante viniera en tren especial. El
Almirante de nuestra flota en Corinto era uno de los mejores jefes a cuyas
órdenes he servido, pero a los Almirantes como a los diplomáticos les encantan
las conferencias.
El Almirante y Zeledón empezaron a
conferencia en la tarde y conferenciaron toda la noche. Cuando me di cuenta que
esto iba para largo regresé a Managua y me interné en un hospital viviendo a
punta de quinina y limonadas hasta que el Almirante telegrafió ordenando mi
regreso.
─
“Todo saldará a pedir de boca”, dijo el Almirante al subir al tren. ─ “Podrá continuar su camino sin
problemas mañana por la mañana”.
Cuando
vi el voluminoso documento preparado que Zeledón debía consultar con su
almohada, me entraron mis dudas.
El
Coronel Pendleton, nuestro Jefe, había asistido a la conferencia. Antes que
regresara a Managua lo persuadí de que enviase a Zeledón un ultimátum
reclamando la rendición de los fuertes, para las seis de la mañana del día
siguiente o de lo contrario atacaríamos y lo capturaríamos. Zeledón aceptó pero
yo no di crédito a su palabra.
--- IX ---
A las cuatro de la mañana tomamos
nuestras posiciones dispuestos a atacar los dos cerros, a las seis en punto
izaban la bandera blanca. La rendición no nos halagó pues sabíamos que tarde o
temprano tendríamos que regresar y pelear por esos fuertes.
Hasta las seis de la tarde estuvimos
cargando nuestro parque y municiones en los vagones de ferrocarril y finalmente
cruzamos Masaya. Ocho carros descubiertos precedían la primera locomotora y
cuatro carros más.
Aún sin impedimento alguno hubiera sido
difícil para las locomotoras el arrastrar los carros cuesta arriba con una
gradiente de 3 1/2 %, pero los nativos habían colocado plantas lechosas en los
rieles y las ruedas giraban en falso sin lograr detener al tren que retrocedió
cuesta abajo. Se colocaron cuñas bajo las ruedas y el músculo de 400 hombres
empujó el tren hasta la cima. Por largo rato maldijimos a los nativos, que
escondidos entre las matas, se reían de nuestra situación.
Nos deslizamos por el otro lado del
cerro hacia Masaya. La ciudad estaba en la más completa obscuridad y llovía. Ni
una sola luz había en las ventanas. Yo iba sentado al frente del primer carro
descubierto. A mi lado, un sargento vigilaba con una linterna la posible
existencia de switches que pudieran descarrilarnos. En la estación, un largo
galerón de madera, nos esperaba una multitud exaltada agitando una enorme
bandera blanca pidiéndonos detenernos. Yo no les presté atención. Nuestro
objetivo era Granada y hacia allá proseguiríamos. Lentamente avanzamos por la
vía a través de la ciudad.
De repente a la luz de nuestra linterna
vimos a un hombre ataviado de negro que sobre un caballo blanco galopaba a lo
largo de la vía. Disparó a quemarropa. La bala silbó cerca de mi hombro y
destrozó la mano de un Marino que estaba sentado a mi vera. Salté del tren para
perseguir al jinete, que inclinado hacia atrás disparaba hacia el interior de
los carros. El tren estaba a obscuras y el jinete desapareció sin logar hacer
más daños. Mientras tanto nuestro tren se había detenido en una boca-calle. Un
destacamento de 150 montados armados hasta los dientes, dobló la esquina
vociferando. A la cabeza y arengándolos cabalgaba El Jinete Negro.
Abrieron fuego sobre el tren y una
lluvia de balazos azotó los flancos de los vagones. Nuestra situación era muy
delicada. Grité a mis hombres ordenando disparar. 16 ametralladoras habían sido
montadas en el techo de los vagones. Los Marinos abrieron fuego. Casi
inmediatamente, y a manera de respuesta, nos llovió fuego de ambos lados de la
calle. La vía férrea corría en el centro de la calle. Desde la obscuridad de
las casas, abarrotadas de soldados, no llovía plomo.
Al comenzar el combate el Teniente
Conger saltó de la primera locomotora a reunirse a su compañía dejando a un
maquinista nativo a cargo de la máquina. El nativo muerto de miedo se había
refugiado bajo una silla. Salté a la cabina e hice sonar el pito que era la
señal convenida para que avanzase la segunda máquina. Con mi presencia, el
maquinista recobró la suficiente serenidad para echar a andar la máquina. El
pesado tren empezó a rodar.
Subí a la silla del fogonero y me asomé por la ventana. Era un espectáculo digno
de verse. Desde ambos lados de la vía nos envolvía una sábana de fuego. 400
rifles marinos escupían lenguas de fuego. 16 ametralladoras tartamudeaban en
staccato. Las máquinas bufaban y rugían. Todo ello concentrado en la estrechez
de una pequeña calle ─mientras
los nativos respondían el fuego a diestra y siniestra─. La función entera duró escasamente 20 minutos.
Avanzamos lentamente y cerca de una
milla más adelante nos detuvimos para inventariar nuestras pérdidas. Cinco de
nuestros hombres resultaron heridos y tres habían desaparecido. Mientras
decidíamos qué hacer con respecto a los desaparecidos, vimos acercarse por la
vía, a una “gasolina”. Cuatro delegados circunspectos se apearon de ella y
solemnemente me presentaron carta firmada por Zeledón excusándose. Lo sentía
mucho. Sus tropas perdieron el control y actuaron sin órdenes suyas. Yo sabía
que esta coartada había sido preparada con anterioridad. Más tarde, cuando las
fuerzas del gobierno capturaron Masaya, se encontraron los planes de Zeledón
preparándonos una emboscada.
─
“Miren, dije al comité de excusas y genuflexiones, me faltan tres hombres, o
aparecen inmediatamente o regresaré en la madrugada y capturaré la ciudad”.
Una hora más tarde regresaban con
nuestros hombres. Uno había sido herido gravemente en el pie y había caído del
tren dentro de una zanja; los otros dos habían resultado ilesos.
--- X ---
Nos tomó cinco o seis días recorrer las
15 millas restantes a Granada. En la pequeña estación de San Blás situada a
corta distancia de la ciudad acampamos por un par de días a fin de reconstruir
un largo trecho de rieles destrozados. De nuestro campamento envié a Granada un
mensajero, el Teniente George D. Meale, con una carta al General Luis Mena,
Jefe de las fuerzas revolucionarias. Le advertí que avanzábamos con paso seguro
por la vía. Si no interfería con nosotros no habría combate. Contestó que
enviaba una delegación para conferenciar conmigo. Hicimos grandes preparativos
para impresionar a los delegados de Mena de nuestro poderío. Insertamos largas
estacas en el calibre de nuestros cañoncitos, que una vez cubiertos con
mosquiteros parecían tan largo y mortíferos como un cañón de 14 pulgadas. Mis
400 hombres se apiñaron en mi derredor en apretado semicírculo de manera que
fuese imposible ver más allá de sus cabezas. Tras de ellos podían haber miles
de Marinos.
En cuanto a mí, sentado en una silla de
madera de larguísima patas que mis hombres construyeron para mí, parecía un
potentado. Todavía sufría el efecto de la fiebre que me mantenía los ojos
inyectados. Fue entonces que los Marinos empezaron a llamarme “Old Gimlet Eye”
(Ojo de Barreno), un apodo que se me pegó para el resto de mis día militares.
Al acercarse al campo, vendamos los
ojos de los delegados de Mena a fin de que no pudiesen determinar el número de
hombres con que realmente contábamos. Se quitaron las vendas frente a mi
absurdo trono de madera y los oficiales
rebeldes parecieron anonadados ante
nuestra tramoya. Con mis ojos hundidos y turbios ensayé mi más fiera mirada.
─
“Debe Ud. retirar sus tropas de la estación a fin de que podamos arribar sin
conflictos”, expliqué a través de nuestro sargento-intérprete.
─
“Llevaremos su mensaje al General Mena”
“Con Zeledón teníamos un arreglo
verbal, y sin embargo nos atacó al pasar por Masaya. Esta vez exijo de Mena un
arreglo por escrito que debe serme entregado antes de medianoche”.
A medianoche me trajo un mensajero una
larga y complicada disertación sobre los derechos revolucionarios y una
disertación sobre la Constitución Nicaragüense y del por qué Díaz no debía ser
Presidente. Mi propuesta era evadida completamente. Se me acabó la paciencia,
tomé la pluma inmediatamente y redacté un acuerdo que debía firmar Mena.
Conforme tal arreglo debía entregar las propiedades del ferrocarril y los
barcos en el Lago de Nicaragua, propiedad del mismo, así como retirar sus
soldados de las áreas aledañas y la vía férrea.
─Si
Mena rehúsa, dije al mensajero, atacaré Granada con mis grandes cañones y todo
mi regimiento”. Puse especial énfasis en eso del regimiento, que solo un mago
pudo haber materializado.
Dieron las cuatro de la mañana sin
recibirse noticias de Mena. Estábamos situados a escasas tres millas de la ciudad.
Saqué del tren mis pertrechos y mi regimiento y comencé el avance hacia la
ciudad calculando llegar con el alba.
Marchando por la vía distinguimos una
linterna haciéndonos señales. Era la delegación de Mena enarbolando una bandera
blanca y mi documento que había firmado Mena junto a la equis y sobre la
leyenda “fírmese aquí” tal como yo lo indicara.
El documento decía textualmente: Yo, el
General Luis Mena, por medio de la presente, acuerdo lo siguiente: 1. —
Entregaré inmediatamente a las fuerzas comandadas por el Mayor S. O. Buttler,
U.S. Marine Corp., todas las propiedades del ferrocarril incluyéndose todo el
material rodante, líneas de telégrafos, instrumentos y todos los vapores. Si el
vapor Victoria no se encontrase al presente en Granada, acuerdo ordenar su
inmediato regreso a fin de poder ser entregado como se indica arriba, y declaro
bajo mi palabra de honor, que no molestaré de nuevo las propiedades arriba
mencionadas o cualquier otra propiedad de ciudadanos Norteamericanos o
interferiré en manera alguna con la operación de la propiedad arriba descrita.
2. — Declaro bajo mi palabra de honor
que no molestaré (ni permitiré a mis tropas molestar) a las fuerzas
norteamericanas que puedan penetrar los distritos bajo mi control ni a los
ciudadanos norteamericanos o su propiedad.
Fírmese aquí (firmado) Luis Mena. 22 de
Septiembre de 1912.
Al amanecer entramos en la sección
occidental de la ciudad que encontramos vacía y desierta. Levantamos nuestro
campamento en la plaza frente a la estación del ferrocarril. Nadie interfirió
con nosotros y nos dedicamos a nuestros
asuntos, es decir, al ferrocarril. Todo parecía en calma.
Pero esa noche las campanas repicaron
furiosamente y pitos estridentes silbaron en el otro extremo de la ciudad. Una
bulliciosa turba de gente se desbordó por las calles vivando y dando la
bienvenida a los refuerzos rebeldes con que se aumentaban a 2.000 las fuerzas
revolucionarias en Granada.
Con el pueblo tenso y excitable, la
situación me pareció algo crítica. Pero las demostraciones se habían localizado
en el otro extremo de la ciudad separada de nosotros por un arroyo ─una profunda zanja
cruzada por un puente─.
Montamos nuestra artillería para defender nuestro lado del arroyo y nos
acomodamos plácidamente para gozar de un bien merecido sueño.
Esa misma tarde el Presidente Díaz
había invitado en Managua a todos nuestros Oficiales para una gran cena con la
que celebraba la captura del ferrocarril. En medio de los brindis de
felicitaciones irrumpió un mensajero anunciando que estábamos sitiados en
Granada batallando por nuestras vidas en plena calle. El Coronel Pendleton con
dos batallones salió inmediatamente al rescate. Llegaron dos días más tarde
para encontrarnos lavando tranquilamente nuestras ropas. Para nosotros era una
novedad saber que habíamos estado en una situación peligrosa entre la espada y
la pared.
--- XI ---
De todos modos, con las fuerzas
rebeldes acampadas en un extremo de la ciudad y los Marinos en el otro,
persistía el peligro de una inminente explosión. Yo quería evitar toda fricción
que pudiese llevarnos a un serio conflicto. Con 200 hombres avancé hacia las tres enormes
barracas donde las tropas revolucionarias acampaban.
─
“Deben retirar sus soldados de las calles y reconcentrarse en las barracas”,
dije a los oficiales competentes.
Dejé una guarnición de Marinos
vigilando que los rebeldes no abandonaran las barracas hasta poder establecer
negociaciones que desbandaran las fuerzas del General Luis Mena.
Al regresar a la casita en la que había
establecido mis cuarteles, encontré al Almirante Southertland con su estado
mayor. Habíale urgido que viniese de mañana para estudiar la situación y
decidir las medidas a tomarse.
─
“Cuál es la solución” me preguntó.
─
“Almirante, yo propongo obtener la rendición de Mena, quien deberá ponerse en
sus manos y ser enviado en un barco norteamericano a Panamá”.
El Almirante estuvo de acuerdo.
Esa noche algo me impulsó a visitar inmediatamente
a Luis Mena para discutir la situación. Tenía el presentimiento de que esta era
una buena ocasión para poner fin al asunto. Era la medianoche. La luna estaba
en cuarto menguante y había un algo fantasmagórico en las calles obscuras y
desiertas por donde caminaba entre casas blanqueadas semi-escondidas tras la
espesura de árboles inquietos.
Me dirigí a la Catedral de San
Francisco donde Mena y una guarnición de
700 hombres se habían acuartelado. Iba solo, pero una compañía de Marinos había
sido estacionada calle arriba a la distancia de un grito. Golpeé una puerta
lateral de la Catedral y dije al guardia: ─ “General Mena”. Aún en inglés, la frase era
sencilla y la entendió. Al cabo de un rato regresó el guardia acompañado de
Daniel Mena, hijo del General, quien me
llevó ante su padre.
Sabía que el General Luis Mena estaba
enfermo pero hasta verlo no comprendí lo mal que se encontraba. Lo encontré
acostado en una tijera de lona tras un pilar de piedra de la iglesia. Una
enfermera norteamericana se inclinaba su cabecera mientras éste se quejaba y
agitaba con su dolor. Tenía la cara contraída en una mueca de sufrimiento.
Confinado a su lecho casi desde el comienzo de su revolución, se había visto
obligado a delegar gran parte de su responsabilidad en su hijo y en Benjamín
Zeledón.
Con uno de sus oficiales como
intérprete tomé asiento junto a su cama. Con mucho cuidado y gran lujo de
detalles pasé con él revista de toda la situación. Le dije que en caso de
rendirse con su ejército en Granada, el Almirante Southerland le facilitaría
barco de guerra que lo llevase a Panamá.
Mena cerró sus ojos y por largo rato
meditó en silencio. Finalmente aceptó. Yo aliviado regresé rápidamente a
nuestro cuartel y desperté al Almirante Southerland. Mientras paladeaba unas
latas de salmón y unos albaricoques,
expliqué las obligaciones y condiciones acordadas con Mena. El viejo Almirante
prometió cumplir con su parte.
A la mañana siguiente recibimos un
telegrama del Secretario de la Marina, dirigido al Almirante por la que se le
ordenaba entregar a la fuerza del Gobierno todos los rebeldes que capturasen.
Me hundía en la silla descorazonado
y amargado ante la idea de falta a mi
palabra con Mena. El Almirante me dio unas palmaditas en la espalda.
─
“No se aflija Butler, yo lo respaldo”.
Telegrafió inmediatamente al Secretario
de la Marina anunciando que su mensaje había sido recibido demasiado tarde para
seguir sus instrucciones y que ya él me
había dado órdenes distintas. Tranquilizado por el Almirante en lo concerniente
a Mena me dirigí al muelle para aceptar la rendición formal de los dos vapores
del lago que los rebeldes usaban como barcos cañoneros. El siguiente paso del
programa de pacificación consistía en desarmar el ejército y mandar a los rebeldes a sus casas. A los
soldados reclutados en la revolucionaria ciudad de León les disgustaba la idea
de abandonar su confortable alojamiento y tres tiempos, a la vez que temían que
sus coterráneos no los recibirían precisamente con los brazos abiertos. Tuvimos
que darles un empujón para que siguieran su camino.
Mientras tanto, Mena continuaba en cama
cobijado por las frías sombras de la
vieja y lóbrega iglesia. Bien entrada la noche me dirigí a la Catedral de San
Francisco con una escolta de Marinos. Suavemente mis hombres levantaron a Mena;
de su catre y lo colocaron en una
camilla ancha y confortable, saliendo por las grandes puertas frontales que
habían permanecido cerradas durante 20 años. Su prestancia y vigor físicos se
habían desgastado. Había sido un hombre de inagotable energía y enorme fuerza
física. Daba lástima verlo ahora extenuado e indefenso. Con nuestros guardias
escoltando la camilla, la pequeña procesión desfiló lentamente por las
desiertas calles. Se permitió al hijo de Mena y a un sirviente que lo
acompañaran. Fue enviado por tren a Corinto y embarcado hacia Panamá. Todo
estuvo consumado.
--- XII ---
Emiliano Chamorro, miembro de una de
las viejas familias de mayor influencia de Nicaragua fungía como General en
jefe de las fuerzas de Managua. El poder Legislativo lo había investido como
poderes dictatoriales para sofocar la revolución. La conocí en Bluefields, en
1910. Era un hombre galán de facciones finas y aristocráticas. Por su bravura,
franqueza y atractivos personales simpatizaban más con él que cualquier otro de
mis amigos nicaragüenses. Más tarde llegó a Presidente.
Hice una apuesta con Chamorro de que
capturaría a Mena y lo sacaría del país sin disparar un solo tiro. Chamorro me
ofreció un caballo de raza si lograba lo que él consideraba un imposible. Le
envié un telegrama anunciándole mi éxito. Dos o tres días más tarde trajeron a
mi puerta un magnífico y negro garañón peruano. Era un ejemplar magnífico pero
indomable y nunca me gustó montarlo.
En cuanto me deshice de Mena abrí los
calabozos situados en los sótanos de la Catedral y puse en libertad a varios
ciudadanos Granadinos que habían sido mantenidos en rehenes en aquellos
obscuros y húmedos calabozos por varias semanas. La mayoría no podía tenerse en
pie por la debilidad y algunos se habían vuelto locos. Al desaparecer los
rebeldes la provincia de Granada quedó sin Gobernador. Correspondió a mí
hacerme cargo temporalmente de la administración hasta que volviesen a haber
elecciones.
Mena había cargado al pueblo con
impuestos insoportables y su ejército había saqueado a diestra y siniestra.
Encontré la Catedral abarrotada de caballos, ganado, piezas de seda encajes y
mercadería en general. Invité al Doctor Juan J. Martínez, graduado del Bellevue
Hospital de New York, quien dirigía su hospital particular en Granada, para que
me ayudase a devolver la propiedad confiscada a su legítimo dueño. Los
políticos influyentes que esperaban ser favorecidos en forma especial quedaron
insatisfechos mi redistribución y me atacaron furiosamente. Apelaron al
Almirante y se me destituyó como Gobernador pero aparentemente la gente en
general agradecía mis esfuerzos por administrar con justicia. Los ciudadanos de
Granda llevaron a cabo una demostración pública en mi honor y me condecoraron
con una medalla de oro por respaldar la paz en su ciudad.
Granada quedó limpia de rebeldes, pero
la revolución ardía aún en Masaya y León. Zeledón no se rendía aún. Se aferraba
desafiante a sus fortificaciones en los dos cerros que guardan la entrada a
Masaya. Yo sabía que algún día regresaríamos a capturar los cerros. Así pues,
en Octubre 3 nos aprestamos a salir de Granda para llevar a cabo la limpieza
final de Masaya. Más o menos a una milla de distancia de la ciudad descargamos
del tren nuestros pertrechos. Ocho bueyes arrastraban nuestros tres cañones
hacia una posición que nos permitiera bombardear los cerros.
El más importante de los cerros,
Coyotepe, tendría unos 500 pies de altura y faldas muy inclinadas en todo
alrededor; La Barranca era solamente la mitad de alto. Mil yardas
aproximadamente esperaban sus dos cumbres. Un ejército de 2.000 rebeldes
armados de rifles y ametralladoras defendían los fuertes.
EL Coronel Pendleton con 600
marinos y Marineros se situó un poco al oeste de los cerros. Yo me situé 500
yardas al oeste de su posición, con 250 hombres. Pendleton me ordenó abrir
fuego sobre el Coyotepe el Jueves 3 de Octubre a las ocho de la mañana, a menos
que Zeledón se rindiese e izara bandera blanca en ambos fuertes para esa fecha.
Nos levantamos al alba. Nuestros ojos
se mantuvieron clavados en los cerros. Recordando nuestra última experiencia
con Zeledón, teníamos una falsa rendición. Sin embargo no hubo banderas blancas
y a las ocho de la mañana empezamos el bombardeo. Los cañones del Coronel
escupieron fuego todo el día pero ni un solo disparo fue devuelto ni se veían
soldado alguno en las cumbres aunque sabíamos de sobra que los rebeldes se
apretujaban tras sus trincheras.
Disparar desde abajo era inútil, por lo
que nuestras fuerzas combinadas se orientaron hacia un asalto sorpresivo a
Coyotepe para las 5:15 del Viernes por la mañana. Los 600 hombres del Coronel
Pendleton avanzarían desde el Este y mis hombres en su flanco izquierdo desde
el Sud-Este.
Pasé la noche en la casita de una
población de café con dos compañías. Mi gente se tendió sobre los patios de
cemento donde se seca el café tratando de dormir un rato.
--- XIII ---
A las 3: 30 de la madrugada del viernes
4 de Octubre, estábamos de nuevo en pie. Sin desayunar nos deslizamos entre las
sombras hacia nuestras posiciones al pie del cerro. Nadie fumaba, nadie
hablaba. Avanzamos en dos filas agarrados de la mano para no extraviarnos. Yo me situé en el centro de la primera línea
y ordenaba detenerse o avanzar con un apretón de mano a los hombres a mi
derecha o izquierda.
A la hora exacta convenida, 5: 15 am.,
encontramos al Coronel con sus 600 hombres. Al iniciar nuestra carga cerro
arriba, los rebeldes comenzaron a disparar y mantuvieron un fuego endemoniado.
Pero en exactamente 40 minutos alcanzamos la cima y en las trincheras de la
cumbre dimos muerte a 27 rebeldes, capturamos 9 y pusimos en fuga a los demás. Apuntamos los
cañones del Coyotepe hacia La Barranca y su guarnición emprendió también la
fuga. Los rebeldes de Zeledón se desbandaban hacia Masaya tan rápido como sus
pies, les permitían. Zeledón fue asesinado por sus propias tropas al tratar de escapar
para salvar el pellejo. Eso fue todo.
Las fuerzas del Gobierno estaban
supuestas a atacar Masaya sincronizando su ataque con el nuestro, pero
discretamente esperaron hasta averiguar los resultados de nuestro combate.
Cuando vieron ondear la bandera
norteamericana en la cumbre del Coyotepe, fuerte nunca capturado anteriormente
en toda la historia de Nicaragua, cargaron sobre Masaya al son de salvajes
alaridos.
Desde nuestra posición en el cerro
gozábamos una vista panorámica de todo el espectáculo. El ataque a la Catedral,
última fortificación de los rebeldes fue especialmente espectacular. Las tropas
del Gobierno echaron abajo con su artillería la puerta principal y avanzaron
por la plaza hacia el interior de la gran construcción de piedra. El alboroto
de balas que revientan, y gritos y alaridos dentro de la iglesia era espantoso.
En su retirada los rebeldes subieron a la torre defendiéndose con bravura de
los invasores. Muchos de ellos cayeron desde lo alto estrellándose en la calle
De repente cesó el fuego. La bandera rebelde fue bajada y se izó la bandera del
Gobierno.
Llevé mi batallón cuesta abajo. Al
pasar por Masaya para cargar nuestras armas en el tren y retirarnos encontramos
4.000 soldados del Gobierno en el apogeo del saqueo y la celebración. Algunos
soldados nacionales desfilaban semidesnudos con sombreros de seda y en ropa
interior femenina. Todo el mundo corría sin rumbo borracho y delirante. Unos
cuantos se entretenían en fusilar a sus propios camaradas. Por lo demás todo
estaba en calma.
Cuando la ciudad de León se rindió al
día siguiente al Coronel Long de la Marina, llegó a su fin la revolución
Nicaragüense.
El Almirante decidió que el Coronel
Pendleton viajase en misión de buena voluntad a Matagalpa, 100 millas hacia el interior
montañoso de Nicaragua, donde las noticias se filtran lentamente. El Coronel me
llevó consigo como Jefe de sus tropas. Marchamos de León a campo traviesa en un
viaje de siete días, con una columna de 100 hombres y 50 animales de carga.
Visitamos las minas de oro y deambulamos por las campiñas Matagalpinas
informando a la gente que la revolución
había sido sofocada y los norteamericanos éramos gente amistosa.
Dejamos Nicaragua a finales de
Noviembre de 1912. La tercer y última
revolución Nicaragüense, de mi conocimiento, había mantenido a los Marinos en
continuo sobresalto durante cuatro meses.
Obtuve una corta licencia y me fui a casa, donde pasé las Navidades con
mi familia llevándolos conmigo a Camp Elliott en el Istmo de Panamá en el mes de
Enero. Ahí nació mi segundo hijo, Tom Dick, en Octubre, 1913.
Estando en el Istmo en 1913 se inauguró
formalmente el Canal con gran ceremonia y
abundancia de discursos, aunque no se abrió al tráfico general sino
hasta el año siguiente.
Cuando la última represa en el Corte de
la Culebra fue dinamitada, quitando así la última obstrucción, un grupo de
importantes y pomposos oficiales de la armada abordaron un remolcador para
realizar el primer recorrido. Nadie de la Marina fue invitado a unírseles, por
lo que me fue al Canal a presenciar las festividades.
¡Oh susto! Una canoa apareció rauda
tras uno de los bancos. Enarbolaba orgullosa una pequeña bandera de la Marina y
dos Marinos remaban furiosamente Cruzaron el Canal adelantándose al remolcador
ante los gritos y aplausos de la multitud.
FIN