PRIMEROS CANTOS DE RUBÉN DARÍO. Por: Juan de Dios Vanegas. En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura,
Ciencias y Artes. León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año XXV. Tomo VIII.
Director: Félix Quiñónez.
Al
Doctor Felipe Gustavo Cortés
Este
artículo fue escrito en 1912, antes que muriera el poeta.
Magnífico
es el espectáculo del Amazonas, entrando vencedor en el Atlántico. El hervoroso
océano corta sus altivas ondas y abe un
inmenso paso al formidable río, tendiéndole, a uno y otro lado, las sábanas de
espuma en señal de vasallaje. Y aprendemos que el agua dulce y transparente de
un río se impone, como un canto dominador, sobre las pesadas y amarga olas de
uno de los reyes que ciñen voluptuosamente la redonda tierra.
Nada
será tan bello como la entrada de este río impetuoso al armonioso mar, pero
también ha de producir un íntimo placer buscar su fuente en las montañas del
Perú; ver al pie de los Andes el manantial cristalino que desciende sonoro
presagiando la voz de Polifemo con que un día irá a las lejanas riberas a pedir
el ancho espacio que le corresponde por sepulcro.
El
estro poético de Rubén Darío aun no naufraga con triunfales resonancia en el
acerbo mar que ahoga y recoge las corrientes de la vida. Aún crece más cada día
con las afluencias de las corrientes extrañas, que al llegar a su maravilloso
cauce pierden sus primitivos colores y se unifican con los iris propios de
aquel soberano dominador, y olvidan su lenguaje nativo para sólo hablar con el
acento del melodioso poder que los absorbe. La fuerza invencible de Darío aún
no se gasta con el ya largo trayecto recorrido. Este gigante de la Poesía es
hermano de Anteo. Se duerme en el seno de la madre Naturaleza, para levantarse
mayor que el día pasado.
Aquí
entre nosotros está los Andes donde nace. Aquí salta bullente el manantial de
su vida y su poesía, y vamos a recorrer la selva orgullos al abrigo de una
fronda primitiva, para mirarnos en sus claras linfas, humedecer nuestros labios
con sus rocíos y verlo andar entre las piedras formando los primeros rumores
atrayentes.
Hay
multitud de arroyuelos en las proximidades, algunos ya profundos y sonoros, con
gentiles cascadas resonantes, ondas irisadas, márgenes espumosas y rauda fugas
entre alfombras de silvestres flores. No obstante, los acentos del nuevo y
brillante recién nacido tienen mucho de extraño y extraordinario, y se imponen
a los oídos entre el concierto de musicales ruidos que brotan y ascienden como
anhelos alados hacia el país evanescente del ensueño. Dejad que corra a la par
de ellos; presto acallarán sus voces para escuchar ellos mismos el tierno
compañero que desenvuelve un misterio seductor entre el rodar encantado de su
curso.
Nació
Darío el 18 de enero de 1867. Tiempos obscuros aquellos, con escasa
comunicación a los países civilizados, instrucción rudimentaria y poco o ningún ambiente literario. Escuelas de
primeras letras, públicas o en determinadas casa particulares, con maestros
severos, de férula feroz y látigo mordiente. Colegios de segunda enseñanza,
incompletos o efímeros, con algunos profesores extranjeros para Ciencias.
Periódicos políticos, algunos; literarios, ninguno; hasta que varios jóvenes de
más edad que él, fundaron El Ensayo, al amparo mecénico de la imprenta de don
Justo Hernández, de grata recordación. Veladas lírico-literarias, de noche en
noche, para cualquier conmemoración relativa. Así andaban todos los escritores
y poetas de aquel entonces, leyendo en la improvisada tribuna y publicando en
seguida sus sencillos y sinceros pensares. El siglo de oro español era la
norma, y para merecer un elogio era preciso sugerir al lector a uno de aquellos
maestros, con el estilo, la manera o la fuerza de los que se llamaba
inspiración.
José
Joaquín Palma llegó de la antillana perla, con notas distintas que cautivaron,
y se desarrolló su escuela en que la décima transparente y temblorosa como
cristal movible, era el vaso en que todos, vertían sus lirismos amorosos o
patrióticos.
Entre
esa juventud se alzó Darío. Humilde y tímido al principio, buscó seudónimo, como
todos anagramatizando su nombre misterioso. Bruno Erdía o Bernardo I. U., ponía
al pie de sus primeras poesías, pero ellas lo denunciaron al aplauso, las
miradas descubrieron al niño soñador y las palabras le animaron al vuelo
descubierto. Como en todos los iniciales tanteos, tenía que empezar imitando;
más dentro del remedio había un reflejo distinto, que anunciaba un astro de luz
propia, condensando poderoso el divino diamante de las almas.
Sus
primeros versos circularon manuscritos entre los asiduos concurrentes a la
tertulia de su casa, presidida por doña Bernarda Sarmiento, gran mujer de mucho
talento, de apellido, simbólico, por el milagroso racimo de uvas que aparecía
en su hogar, para producir un mágico vino que ha embriagado a varias generaciones
en España y América. Entre esas poesías, tal vez la primera impresa, es la que
en un Domingo de Ramos, en la agitada procesión de palmas, cayó como lluvia de
mariposas sobre la rubia cabeza del Dulce Galileo, al estallar la granada de
papel dorado, en sorpresa sencilla y encantadora.
Ya
antes había improvisado mucho, porque el fuer de Darío, era la improvisación,
en sus primeros años, cuando lo exquisito no se había apoderado de su numen.
Todos los vecinos conocían su poder y gustaban de ponerlo en función. A la edad
de ocho años, en casa de las niñas Ulloas, donde fabricaban dulces, le
obsequiaban con ellos, con tal que les hiciese versos a los dulces, y él,
atraído por la golosina artística, —una paloma, un caballito, un pez— derramaba
el chorro cristalino y armonioso de su infantil poesía.
En
junio de 1880, una parvada de jóvenes fundó El Ensayo, pequeña revista
literaria de ocho páginas, para tener un ave que llevara entre sus alas tanto
ensueño y anhelo desesperados de morir sin atravesar la luz del día y de la
vida, vestido con el manto revelador de las palabras. Darío, que ya se
incorporaba entre ellos, por familiaridad mental, aunque de menos edad, hizo
que le publicaran una composición titulada Desengaño,
la que salió en la última página.
“Amanecía. La lumbre
Melancólica de sol,
Doraba con su arrebol
De la colina la
cumbre.”
Y
sigue una pintoresca descripción de la Naturaleza, alegre a la aurora y triste
a la fuga de la luz, para acompañarla con la primera pasión que sentía como un
tierno batir de alas dentro del corazón:
“Así el amor de un poeta
Nació bello, seductor,
Y daba la vida y color
A su fantasía
inquieta;
Más acabó la ilusión
De su volcánico amor,
Y la musa del dolor
Se posó en su corazón”
El
amor pudo haber sido imaginativo, pero notad en la estrofa aquel verso que dice
“A su fantasía inquieta,” y veréis en él la clave de su vida, la fuerza de su
imaginación, y sobre todo, el anhelo de volar, de soñar, de no tener reposo en la facultad creadora.
La
revista siguió saliendo y en ella los versos de Bruno Erdía, que van ganando
las primeras páginas. Nuevo amor adolescente, de doce años, ocultos poderes que
se manifiestan para jugar con el vocablo y con la música, para retorcer el ritmo
sin romperlo y darle movimiento desconocido a la frase.
“Es tanto lo que te
adoro,
Lo que yo te adoro es
tanto,
Que te nombro cuando
canto,
Que te nombro cuando
lloro.”
Como
era natural, su pensamiento quería saber y aspiraba a decir lo que es un poeta,
lo que busca, su misión de luz y de armonía. Hizo y publicó en el mismo Ensayo
una composición llamada El Poeta, en alejandrinos de Zorrilla o de Lozano, pero
con poesía de Darío. Ya en esas estrofas muestra el conocimiento que tiene del
desprecio con que es visto el soñador nefelibata y la conciencia que tiene de
su grandeza y porvenir, y termina así:
“El mundo a carcajadas se burla del poeta
Y le apellida loco, demente, soñador,
Y por el mundo vaga cantando solitario
Sin sueños en la mente, sin goces en el alma,
Llorando entre el recuerdo de su perdido amor.
“Prosigue triste poeta cantando tus
pesare,
Con tu celeste numen se siempre, siempre
fiel,
Prosigue por el mundo llorando tus
dolencias
Hasta mirar tu nombre tan alto como el
cielo,
Hasta mirar tu frente ceñida de laurel.”
Y
Darío ha sido fiel a su estro como ninguno y ha visto su nombre tan alto en la
realidad como en la infancia lo vio en sueños.
Tenía
trece años y medio en setiembre de 1880, y ya hacía brotar asombros con su
pluma. Escribió en ese mes y publicó un lied del más transparente
sentimentalismo, saturado del romanticismo de la época, (él ha dicho en Los
Pinos: románticos somos ¿quién que es
no es romántico?) pero con una forma absolutamente nueva:
“Yo vi un ave
Que suave
Sus cantares
A la orilla de los
mares
Entonó
Y voló
Y a lo lejos
Los reflejos
De la luna en alta
cumbre,
Que argentando las
espumas
Bañaba de luz sus
plumas
De tisú.
Y eras… tú.
“Y vi un alma
Que sin calma
Sus amores
Cantaba en tristes
rumores,
Y su ser
Conmover
A las rocas parecía.
Miró la azul
lejanía,
Tendió la vista
anhelante,
Suspiró,
Y cantando ¡pobre
amante!
Prosiguió,
Y era… yo.”
¿No
es este el programa o símbolo de lo que ha sido su vida?
Román
Mayorga Rivas ya figuraba con representación del poeta, y Darío encontró en él
un hermano mayor en el consejo y en el ejemplo. Rubén escribió en esa misma
época una oda a la Naturaleza, y la publicó “dedicada al dulce vate Román
Mayorga.” Como Lamartine a Byron; como Musset a Lamartine. En estos versos ya
aparece “y canta la cigarra entre los juncos de la verde parra y cual celeste
oda, la sonrosada aurora anuncia la mañana.”
Luego
viene la Ley Escrita, aquella que tentó y dominó tanto la acerba crítica como
los sonoros elogios de Ricardo Contreras.
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