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Manolo Cuadra Vega e Idelfonso Solórzano (Ildo-Sol)
Guerra de
Las Segovias (1933-1934).
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La última publicación en este Blogspot la dedicamos al Poeta Manolo Cuadra Vega; en la entrega respetamos y por lo tanto, agrupamos o concatenamos de manera íntegra, los párrafos de tres testimoniantes; uno de ellos, el Dr. Fernando Centeno Zapata, al referirse a la muerte de "Tacho" le apropió el calificativo de "asesinato", distinta opinión tuvo Miguel Ángel Borgen (MABO) y distinto juicio rodea nuestro veredicto ante la Historia. El propio Manolo fue víctima de ese victimario. En el ritual ante los muertos suele decirse: Requiescat in pace! Es, en toda justicia al caso de Manolo, pero en otros abundantes hechores, en razón del oprobio, crueldad y comportamiento draconiano que acumularon, el decir cabal desprende un unísono Non quiescit in pace!
Decidimos ampliar un poco más sobre esa trascendental heredad de Cuadra Vega, con esta entrega sumada a la de ayer, que titulamos con una sentencia del Poeta:: "La Historia es prostituta y la Crónica proxeneta", un adagio de fuerza y alcance arrollador que parece no disminuir en este país. Manolo fue testigo de primera línea en las acciones militares que propició y mantuvo la Intervención Norteamericana en Nicaragua. Combatió contra la fuerzas del General Sandino y, después, en corto tiempo, luego de abandonarla, fue uno de los primeros escritores en relatar con pluma vibrante esos episodios, dotándolos de un balance apegado a la guerra que sobrevivió.
Manolo siempre estuvo distante de los apólogos; desentrañó ante la mirada ajena el drama propio y colectivo, de esas vivencias proviene el relato: UN RIFLE- Un aspecto de la tragedia de Las Segovias, que formaría parte de los relatos en el libro "Contra Sandino en los infiernos". UN RIFLE fue publicado por primera vez, en Nicaragua, Revista Mensual Ilustrada. Vol. 1. No. 2. Octubre de 1934.
Dirigida por: Alberto Ordóñez Argüello. Gerente Administrador: Gustavo Kattengell
h. Editada en los Talleres Gráficos Pérez, en Managua, Nicaragua.
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UN ASPECTO DE LA
TRAGEDIA DE LAS SEGOVIAS
UN RIFLE
Por: Manolo Cuadra
─ ¡FRANCO, LUIS!
─ ¡Firme!
─ ¡León, Aurelio!
─ ¡Aquí!
─ ¡Alvarado, Santos!
─ Presente…
─ ¡Cuadra, Manuel!
─ ¡Jaloó!...
─ ¡Leiva, Isidro!...
─
¿Dónde está Leiva Isidro?
El Sargento García dio media vuelta, se
perdió en la oscuridad y al poco rato vimos luz en el excusado. Isidro se
presentó con los pantalones en la mano.
─
Usted encabeza la formación en días de pago; pero en tratándose de patrullas,
ésta… dijo el Sargento en un gesto demasiado crudo que consiste en pasar el
pulgar de la mano entre el índice y el dedo del corazón.
─ Guardias
– continuó— ¡listos todos! De frente, en orden de guerrillas. Dirección…
─
A los infiernos —cantó una voz disfrazada en la punta.
Uno a uno fuimos resbalando por el lomo de
la minúscula colina que corona el cuartel de Quilalí, guardando la distancia
reglamentaria de cinco pasos, orden que, en las patrullas de combate viene a
ser un nuevo elemento agregado al instinto de conservación. Nuestra imaginación
y los mortíferos tarros que nos lanzan tan a menudo, constituyen en la vida de
guerrilla dos factores nerviosos inseparables. Cuando debido a la oscuridad nos
apelotonamos en un solo sitio, recurrimos entonces a la medida del rifle, procedimiento que consiste en tirar del arma
hacia atrás para que un extremo sirva de límite al avance del que nos sucede.
Alguien pensará si no fuera mejor el hacernos verbalmente esta observación.
Le concedo la palabra a tres mil muchachos
que, diseminados por la República, han pasado por el infierno de las Segovias.
El peligro de hablar en las misiones nocturnas. ¿Os acordáis del Capitán Puller
y de su apocalíptico Devil᾽s Dogs? Apenas cuatro meses que el Capitán, un
irlandés de cabellos verticales y cuadratura púgil, practicó una batida por las
montañas del Chipote y La Bujona.
No sé cómo llegó a nuestro conocimiento.
Talvez por una corriente de onda corta
telepática. El caso es que procurábamos acentuar las precauciones, reducir el
silencio a sus extremos inverosímiles, cuando alcanzamos la zona que comprendía
los campamentos nómadas de Rafael Reyes, reportado por nuestro servicio de
inteligencia, ante el Cuartel General, como el más famoso tirador del Área.
Treinta hombres invadimos durante quince días, la terrífica mudez de la selva
virgínea.
─
Recuerden, nos había repetido el Capitán, que en patrulla nadie habla… a no ser
con la boca de los rifles –añadió riendo—. En caso de emergencia, esperar
órdenes.
No había necesidad de oírlo. Hubiéramos
querido tener zapatos de sombra. Cuando debido a la oscuridad uno de nosotros
caía, el silencio en que entrábamos aumentaba las proporciones del ruido y ya
estábamos todos pegados a la tierra, fijos los ojos en la mole de carbón de la
noche. Y el oído, del que por algo se ha dicho que es el órgano más pícaro del
organismo, aliándose al corazón, corcel en miedo, nos daba la impresión de un
estallar de bombas simultáneas:
Bom… bom… bom…
A veces un simple objeto, una cerilla por
el caso, basta para determinar el tópico culminante en la vida de un hombre. A
Puller sus treinta años se le escaparon por el agujero de su silbato. ¡Qué
contraste tan grande cuando al toque del silbato de Puller corríamos
apresuradamente sudorosos y enérgicos a formar en escuadras! La marcialidad
teutónica de la fila, el giro uniforme a la voz de mando, daban al cuadro un
sentido cabal de vida, en el análisis
físico del vocablo. Y después, ese mismo silbato, como un puente tendido entre
las actividades de las células y el
anonadamiento de la materia que palpita y siente.
Fue así:
Corría la octava noche de la expedición y
el terreno en peligrosa pendiente oponía mil obstáculos a la marcha.
Necesitábamos descanso. Esto lo comprendía Puller, puesto que por ello hizo lo
que hizo: Un movimiento para llevar el silbato a sus labios y emitir un breve y
apagado sonido que significaba:
─
Acostarse en sus puestos, descansen…
Rebotaba todavía el sonido en la montaña,
cuando otro, pero seco y detonante, se encaramó sobre el primero, venciéndolo,
maniatándolo. Silencio. Y estábamos en tierra como esparadrapos, machihembrando
con nuestros cuerpos las pequeñas cavaduras naturales y buscando el gatillo de
los fusiles en aquella tiniebla tan espesa que casi rechazaba las experiencias
del tacto.
Así permanecimos durante algunos minutos
bajo la amenaza de ojos feroces que perforaban las sombras. Silencio. Un
silencio sobrecargado de responsabilidades que nos retenían juntos, casi
oyéndonos la respiración, os unos a los otros y, no obstante, lejanos, y como
separados por una pared de sombras y de miedo.
Hacía frío y el viento se desmenuzaba
contra los ocotes; Puller debía estar con nosotros en posición castigada y de
seguro que no quería exponerse por una insignificancia. Estábamos bien entrenados
bajo su comando y a estas horas él gozaba lo indecible por nuestra prudente
inmovilidad. El miedo, visto fisiológicamente, es la secreción glandular de
cierta cantidad de adrenalina; pero en aquellos momentos se traducía para
nosotros en una franca contracción del recto. Porque, ¿qué hacía Puller, qué
hacían los camaradas? El silencio afirmaba la seguridad de una respuesta neta:
Esperaban. Aclararía dentro de cuatro, o acaso dentro de tres horas.
Y aclaró. Vencía el sol la resistencia
pasiva de la mañana nebulosa. Revivíamos al ritmo de la claridad albeante que
bajaba de lo alto, siguiendo los pasos magnéticos de la mañana que llegaba a
levantarnos de aquel sopor de sombras y de pánico. ¡Por fin! Despojada de sus
arneses luctuosos la selva recobraba la esencia de su ser, y botaba de los
pinos la égloga de su poesía libre. Desperezábamonos tardíamente, uno a uno,
como si en realidad hubiéramos dormido, avergonzados por tantas horas de
desvelo inútil.
Alvarado, todavía encañonaba cuidadosamente
su arma automática, abanicando los ásperos breñales del frente. ¿Qué hay?
Desvió el Browning hacia un punto neutral. Nada. Nada. Un poco delante de los
demás descubrimos a Puller durmiendo en insólita posición. ¡Gallarda flema
británica la del Capitán!
─ ¡Capitán!
Era el caporal que lo llamaba para
reportarse no sé de qué.
─
¡Capitán!
Fue entonces a él, sacudiéndolo por las
ropas. Volvió los ojos espantados:
─ ¡Muerto!
¡Muerto!
Se había desprendido de sus manos el
silbato. Aquel silbato con el que nos había ordenado:
─
Acostarse en sus puestos, descansen…
El que descansó fue él. Descansó para
siempre, el pobre Puller. El rifle de Reyes, rastreando en la oscuridad la
sonora huella imprudente, hizo blanco con exactitud impecable.
Debimos de confirmar que el silencio del
capitán, después del disparo, no fue la obra de una resolución deliberada. Los
hectogramos de plomo que le habían hecho ingerir le huyeron el “chance” como
para que iluminara el segundo de una inspiración heroica. Talvez si hubiera tenido tiempo… pero no lo tuvo.
─
Es que estos hombres ven el ruido—
comentó el cabo.
Nos volvimos para mirar la selva con
impresión de pánico. Pero ella, como ajena al drama, verdeante y diáfana,
recogía el piropo de sus veneros cristalinos.
Yo quisiera que Aurelio conociera este
incidente de la vida militar.
No puedo referírselo ahora que
precisamente tenemos el silencio como la más delicada consigna. Me precede a
una distancia de cinco pasos, según deduzco por el brillo de su fusil. Él
ignora la forma en que mataron al capitán y quizá por eso va silbando, a sotto voce, la melodía de un disco que
hacemos girar en el fonógrafo de la estación:
Let me have my dreams, madame…
Vamos volteando una trocha en
breves y sucesivas curvas. El brillo del arma piérdese a ratos y vuelve,
suspendido en la oscuridad, obedeciendo al ritmo de quien la lleva, como si
valsara:
Let me have my dreams, madame…
Aurelio me ha contado muchas
veces que en Granada fue vocal de la Liga Nacional de Tipógrafos, puesto que
dejó para “engancharse”. A estas horas debe seis pesos por concepto de cuotas.
No podrá pagarlos todavía, pues su sueldo, de una docena de pesos, lo ha
repartido en una asignación para su madre.
La viejita
vendía vigorón en el field de “Las
Majulias”, me ha explicado. Pero hace meses que el Municipio celebró un
monopolio de ventas con el empresario ¡Pobre madre! Él le ayudaría mientras
viviera.
En los trechos en que se divide su relación,
me ha gustado bordar el comentario de su vida: Un buen muchacho, sobrio,
evidentemente un poco sentimentalote. Transcurría en los días de fiesta por las
soleada calle de la Sultana; pertenecía también a algún círculo de obreros de
esos que invariablemente se llaman: “Esfuerzo”, “Acción Obrera”, “Renovación
Social”, etc.; iría temprano a la cama para volver, abierta la página de la
nueva jornada, a orientar sus inquietudes dentro del área mediocre de sus
aspiraciones. Un día la necesidad le arrancó de la vida civil y sentó plaza en
la Guardia bajo el número 3496.
Let me have my dreams, madame…
Lo van a matar. ¡Lo van a matar! Esos
hombres ven el ruido. Y al recuerdo
de la frase que parece denunciar un nuevo sentido de adaptación ganado por el
hombre nativo, el cadáver de Puller baila ante mis ojos.
Me agacho, cojo
una puñada de barro, aprieto la marcha a riesgo de dar un volquetazo y pongo en
sus manos lo que yo he cogido en los míos, sin una palabra. La chispa se
produce, dichosamente. El debió de comprender esta trata elemental de
ocultamiento en las guerrillas, pues y a su rifle deja de cabrillear en la
noche.
He tirado buena
parte del lastre que entorpecía la conciencia de mis responsabilidades y, no
obstante, continúo molesto, atacado por una especie de dispepsia anímica:
Let me have my dreams, madame…
Le melodía se elastiza y llega,
hecha presentimientos, a agazapárseme en los bajos relieves del cráneo:
Permítame soñar, señora…
Millones de agujitas de hielo empiezan a
caer de la altura. Vibramos de pies a cabeza sacudidos por un “shock”
epiléptico. Garúa. No es siquiera un aguacero de esos que por su violencia
pronto hacen reaccionar la temperatura animal. La naturaleza siente placer en
introducirnos sus agujitas hipodérmicas, inoculándonos una sustancia capaz de
oxidar los músculos mejor lubricados.
Otra vez el mismo reflejo delante de mí.
La leve garúa ha quitado el barro con que
Aurelio sobó el pavón luminoso de su rifle hasta volverlo invisible.
Voy a repetir la maniobra y me inclino
pero solo me revela el tacto una superficie pétrea. No importa. Tengo que
avisarle el peligro que ocurre. Mis pies se aligeran siguiendo el ritmo del
corazón que marcha atropelladamente. Distingo a retaguardia el paso desigual de
Luis Franco que se ganó un escopetazo en Las Puertas. Aurelio va adelante. Un
paso más y lo toco…
Dos disparos, casi simultáneos, abrieron
la noche en un breve parpadeo de oro.
Aurelio León, vocal de la Liga de
Tipógrafos en Granada, cae envuelto en el responso de su propio gemido:
Let me have my dreams, madame…
Y su rifle, que ha servido de
blanco a los ojos felinos de Rafael Reyes, al caer oculta sus reflejos en el
lodo, inútilmente, tardíamente.
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