martes, 29 de agosto de 2017

MATAGALPA TUVO UN TREN Por Alberto Vogl. En: La Prensa, 1963.


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Del Editor del Blogspot:

     A don Albertto Vogl Baldizón lo recuerdo de la época en que habitó en las Sierritas de Santo Domingo, en una casa localizada en la vecindad de la Iglesia. Transcurrían los primeros años posteriores al derrocamiento de la dictadura somocista, entre 1983-84. En aquel domicilio ubicado detrás de la iglesia, rodeado de enormes árboles de chilamate, don Alberto  vivió en compañía de la familia Santos-Vogl. Fue suegro de Samuel Santos López, quien desempeñaba el cargo de Alcalde de Managua.  En tres o cuatro ocasiones tuve el agrado de conversar con "Papa Beto", a quien siempre llevé el saludo cordial de mi padre. Recuerdo la animada conversación sobre el ferrocarril de Matagalpa. 

     Una hija de don Alberto ha publicado en Internet diversos artículos de su padre; la reseña biográfica dice que fue hijo de inmigrantes alemanes, nació en Matagalpa el 12 de noviembre de 1899; su padre, Albert Vogl Schaedel­bauer, se casó con la nicaragüense Rosenda Baldizón, originando una numerosa familia. Papa Beto, nombre cariñoso que le fue puesto nadie sabe cuándo ni por quién, estudió en Alemania desde 1912 hasta 1921, después de pasar su infancia en la Comunidad Indígena de Yúcul, en Matagalpa, en las alturas del monte Coscuelo, en donde su padre se afincara sembrando café."

     En esas páginas está incluido un somero párrafo sobre el Ferrocarril de Matagalpa, a saber: "Cuando los comerciantes y finqueros de Matagalpa concibieron la idea del tren sin rieles entre León y Matagalpa, Mayr y Boesche fueron de los principales promotores. Mandaron a Otto Kühl a armar el armatoste a León y llevarlo en triunfo a Matagalpa. Papa Otto, como se le conoció cariñosamente en los últimos años, tuvo el honor de timonear el primer artefacto motorizado a Matagalpa. Eso hace un poquito más de setenta años, en 1907."

     Esos interesantes episodios de la historia ferrocarrilera matagalpina, han sido relatados con muchos detalles por el ingeniero Eddy Kühl, sin embargo, en la Internet no pude localizar el artículo de don Alberto Vogl Baldizón, por tal motivo hemos decidido publicarlo en este Blogspot; agregamos del mismo autor: “Un viaje imborrable”, “El primer cine (Matagalpa)”; “Alemanes Marciales”; “El primer muerto” y, “La higiene de ayer”.


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MATAGALPA TUVO UN TREN

Por Alberto Vogl. En: La Prensa, 1963.

¿Cómo era, papá? ¿Cómo fue? Ahora nos toca a nosotros contestar a las preguntas de nuestros hijos y nietos, como nosotros preguntábamos hace más de medio siglo a nuestros mayores. Pues, también ya nosotros en aquel tiempo disfrutábamos de enormes comodidades y no concebíamos cómo la gente pudo haber vivido sin ellas. Y a cada rato compartíamos el asombro y la admiración de nuestros padres ante los increíbles impactos de la civilización.

         Entre los primeros recuerdos imborrables de mi niñez en Matagalpa, figura el famoso tren que llegó a Matagalpa en los primeros años del siglo. Fue un día de fiesta para toda Matagalpa. Nuestros padres dispusieron el traslado desde nuestra finca La Bavaria para el magno acontecimiento. Mi mamá con días de anticipación, revisó nuestras galas –en aquellos tiempos ninguna madre hubiera exhibido a un hijo suyo, por muy mocoso que fuera, sin los atuendos de su clase. Medias negras de bordoncillo corto, saco de traslape, camisa de mangas largas y cuello con corbata, además de un gorro de visera  o un sombrerito de fieltro o de paja duro. Mi mamá tenía gran cuidado de encargar al venerable maestro Tomás Medrano, que hiciera mis vestidos con bastante traslape para compensar con el crecimiento; pero cuando cada medida en el marco de la puerta que servía de registro de nuestro desarrollo enseñaba unos dedos más de altura, mi mamá no podía evitar que a la sonrisa de satisfacción se uniera un suspiro de resignación: ya no voy a poder aumentar el saquito café o el pantaloncito gris.

UN VIAJE IMBORRABLE

         En aquella memorable fecha, muy temprano aún, se ensillaron las bestias que habían sido agarradas desde la tarde anterior. Las alforjas ya habían sido aliñadas desde la noche. El equipo de montar siempre estaba listo. Nosotros chicos finqueros aprendimos a montar antes de poder caminar. Después de tomar café, montamos todos: mi mamá con su inmensa falda de montar en su caballo tordo sobre una montura de dos picos. Mi hermana Meta en igual atuendo con el sombrero amarrado con una tira de tul o de seda. A mi pobre caballito El Payaso, le pusieron alforja más grande, llevando las otras alforjas, en sus respectivas monturas, mi hermana, mi papá y el criado. Cada cual llevaba el capote amarrado al pico de la montura.

         Poco a poco avanzaba la caravana a través de los fangales en la montaña. Mi papá adelante, seguido de mi hermana, después mi mamá, el criado y yo a la zaga. Allí me sentía importante, guardando la retaguardia. Cuando mi hermana Elsa aumentó nuestro número, montaba una burrita que dócilmente  seguía a la mula negra de mi papá. Así resbalaban, tropezaban las bestias en los “huacales” llenos aún de lodo espeso. Mi papá buscaba los deshechos que casi siempre estaban  lo mismo de malos que el camino. Antes de llegar a San Ramón, la vista del caserío de la Mina Leonesa y el trepidar de sus molinos, señalaban  ya el mundo extraño de la civilización. En San Ramón se hacía un corto descanso, se revisaban las monturas y pronto urgía mi papá a seguir. Faltaban aún las peores partes del camino. El Mal Paso, La Garita, los Cerros Partidos, los Congos. Desde los Congos se divisaban las torres de la Catedral. Y si era de noche, se miraban las luces del pueblo. Matagalpa entonces iluminaba sus calles con unos quinqués metidos en unos faroles sobre unos postes colocados en las esquinas. Al oscurecer pasaba el encargado, con una escalerita, encendiendo las luces, y nosotros chicos, hacíamos nuestras tertulias al pie de los faros.

         Voluntariamente las bestias aligeraban el paso para entrar en tropel a la ciudad. Se saludaba a los amigos al pasar, y pronto estábamos en el patio de nuestra casa. Se apearon todos, mi mamá se aseguraba ante todo que la tubular y el quinqué estuvieran listos; se metían las alforjas, las bestias se desensillaban teniendo cuidado de dejarles los peleros sobre los lomos sudados. Yo tenía que ir donde mi tío Chicho a traer zacate, mientras el criado iba con el cántaro a la quebrada a traer agua para lavarnos y preparar la cena. A poco llegaban a saludar, la abuelita, mamaíta Meta, la tía Meta Kühl, la tía Tona, la mama Pancha, la tía Lala y los primos y los amigos de mi papá. Se hablaba del tren; ya estaba en el Chagüitillo, se decía.

         Al día siguiente, todo Matagalpa se había reunido  en la Estación frente a Los Mangos de mi tío Chicho, donde ahora está la planta de Mr. Willey. Todos lucían los trajes domingueros, las señoras con la elegante sombrilla, grandísimos sombreros, faldas larguísimas, talle estrecho; los señores enarbolando el bastón, con el cuello alto y duro oprimiéndoles la quijada, saco y chaleco, y las manchetas de la camisa correctamente salidas una dos pulgadas de las mangas. En medio de una enorme agrupación de montados, avanzaba el tren, volando penachos de humo y el vapor salía a golpes a través de la humareda. El pito sonaba estridente y  alegre. La gente gritaba y gesticulaba ¡qué día más grande! La chiquillada era atajada por las mamás: cuidado “No se acerquen! Yo me pude colar, pegado a mi papá, quien estaba en el círculo de los empresarios, dueños del tren. Cada cual con una botella de cerveza en la mano y en cuanto se detuvo el monstruo de acero, cuyas ruedas doblaban mi altura de chico, se le pasó una botella al conductor. Mi sorpresa y admiración no tuvo límites cuando reconocí a través del hollín y aceite sucio que le cubría la cara, a tío Otto, con sus grandes mostachos y sus ojos azules que brillaban contentos y orgullosos, saludando con la botella.

         Las desdichas de esta formidable empresa pasaron al olvido. Sucumbió ante la desigualdad de la lucha. La falta de agua y la falta de camino. Una rueca e mulas procuraba mantener la caldera de vapor abastecida de agua, trotando tras el tren, llevando cántaros de agua, cogidos en el Río Viejo, en el Río de El Jícaro, en pozos, en charcos.

         Los troncos en el abra habían sido cortados a tajo de tierra, pero quedaron expuestos con el paso del pesado equipo que sufría incontables quebraduras. Al fin, todo quedó abandonado en la estación de Matagalpa, y hasta el nombre se olvidó.

EL PRIMER CINE

         Otro revuelo causó en Matagalpa, la llegada del primer cine. Figuraba entre las atracciones de un circo. Con bombos y chimbos fue anunciado el espectáculo. Toda la sociedad de Matagalpa se apresuró a comprar entradas y mandar los asientos al mercado de Bustamante, donde iba a tener lugar la función. Grandes mecedoras vienesas, poltronas –que fueron devueltas—, pues sólo se admitían sillas, taburetes  y patas de gallina. La única película que se exhibió fue la Pasión de Cristo. Todos los asistentes se persignaban cuando a través de las muchas rayas y  manchas en la pantalla lograban descubrir los pasajes sagrados. Para nosotros los chicos, los payasos y  los maromeros eran más interesantes. Nosotros, mis hermanas y  yo llegábamos muy poco a Matagalpa, vivíamos en nuestra finca La Bavaria. Por eso, cada vez que veníamos al pueblo absorbíamos sedientos, todo lo nuevo que había sucedido. Cuando don Chico Somarriba construyó su lujosa casa con ladrillos de cemento mosaico en la sala, nosotros chicos nos disputábamos los pedacitos de ladrillos desechados por los albañiles traídos por exprofeso de León, con los ladrillos. En otra ocasión, alguien trajo una bicicleta que no podía manejar. Don Federico Ubersezig causó sensación al montarse airosamente sobre ella  y rodar seguro entre las piedras de la calle principal.

ALEMANES MARCIALES

         Cuando llegó el General Zelaya con la Banda de los Supremos Poderes, no podíamos saciarnos de oír la música marcial que fue derrochada con profusión en retretas, bailes, serenatas y una misa. Una noche, la Colonia Alemana, ofreció una tenida en el Club Alemán, que quedaba junto a nuestra casa. Se oían los cantos y los hurras, y de pronto unos gritos estridentes de mando, en el patio. Nos asomamos curiosos, a través del cerco y qué espectáculo: Todos los alemanes, armados de bastones, palos, escobas, estaban formados en el patio, el capitán Carlos Ubersezig, haciendo de Comandante y mi papá también, antiguo oficial del ejército alemán fungiendo de caporal. “¡Rifle al hombro!” ¡Presenten… armas! Carro de fuego a la derecha…” Con matemática exactitud eran ejecutadas las órdenes. Poco después el Capitán Ubersezig fundaba la Escuela de Cadetes en Managua  y estos cadetes contribuyeron principalmente a ganar la Batalla de Namasigüe.

EL PRIMER MUERTO

         Cuando murió mi tía Ángela Tenorio, fue el primer muerto que vi en mi vida. La casa de mi tía tenía tres niveles: la sala a la calle, un corredor al que se subía por unas gradas y más arriba sobre el cerro, la cocina. El cuerpo se velaba en el corredor. Unas señoras embozadas en negros mantos estaban sentadas, alrededor, llorando: Aay , qué buena era… Aay, que todos los días rezaba el rosario…. Aay, qué roscas más sabrosas que hacía… Aay, que todos los domingos iba a misa… Aay…tan chiquitos que quedan los niños… Aay… Hasta que alguien las llamó a tomar café a la sala. Saborearon el cafecito con rosquetes, platicaron sonrientes. Rato después una de ellas propuso: vamos a llorar otro ratito y  se instalaron alrededor de la muerta en el otro corredor,  se acomodaron y empezaron otra vez la letanía: Aay… Aay… Aay… que…  Años después pregunté a mi mamá si eran lloronas y ella aseguro que no, que eran simples amigas que querían tributar su último homenaje a mi tía Ángela.

         Muchas cosas me contaba mi mamá Tona. De los apuros que pasó don Ignacio Granados. Este era un indio ricachón que se codeaba con todos los señorotes del pueblo: don Benito Morales, Luis Sierra, Luis Vega, Secundino Matus, Matías Baldizón. Vestía una camisa que llevaba fuera del pantalón, además chaleco y saco. Hablaba entusiasta de su hijo Benitillo y despectivamente de su mujer, de quien se refería como ese “tamal invuelto” porque aún usaba la manta india enrollada. A todos los amigos ofrecía la mano de su Benitillo para sus hijas, y mi abuelo, papá Matías bromeaba con sus hijas diciéndoles que tal vez le convenía el yerno.

         Al fin, mis tías respiraron tranquilas cuando papá Matías les contó riéndose: Dice Ignacio Granados que Benitillo se casó con una española pura. Al preguntar a don Ignacio como lo sabía, contestó muy  orgulloso pues si se ve, pues si hasta caga en basinica…

LA HIGIÉNE DE AYER

         Este cuento nos revela las condiciones que regían en Matagalpa hace un siglo. Por fortuna Matagalpa contaba con los chuisles que eran un drenaje natural. Un matorral o unas matas de piñuela en la orilla del chuisle servían de suficiente para peto. Los señores usaban los útiles trastecitos que para don Ignacio significaban la diferencia entre español e indio. Cuando mi papá radicó en Matagalpa, aplicó la costumbre de los aldeanos de Hungría, donde él había pasado su juventud, mientras mi abuelo construía el ferrocarril de Budapest a Belgrado. Mandó a hacer una casetilla con el consabido asiento adentro y la colocó sobre cuatro ruedas, para poder halarla y colocarla sobre un hoyo y asunto resuelto. Al cabo de un tiempo se empujaba el artefacto sobre otro hoy o y se tapaba el primero. La útil casita ostentaba en la puerta en vez de ventanilla, dos huecos en forma de corazón, costumbre traída también de la Algovia.

         El baño sabatino estaba arreglado por costumbres inviolables. Las señoras iban a bañarse al río, en pozas situadas frente a la Iglesia y más río arriba los hombres en las pozas río abajo. Aún recuerdo las procesiones familiares que volvían del río, las señoras modocitas, con el pelo suelto tendido sobre una toalla en la espalda, llevando la panita con el jabón del país para el paleo, el jabón de olor, el pastecito, el peine fino, tan importante, el peine grande y el camisón mojado que sirvió de vestido de baño, exprimido en un rollo. En el invierno, el problema del baño se simplificaba, pues se usaba el chorro que caía de la lima del techo. Las cocineras se contrataban con el agua, es decir, que ellas tenían que jalar también el agua desde el rio o la quebrada para el gasto casero. Más tarde se generalizaron los burritos haladores de agua.

         En el recuerdo de todos los matagalpinos mayorcitos viven aún aquellos tipos originales que vinieron con la inmigración de los años 80. Gente que traslada a un ambiente extraño, nunca se pudo incorporar a la usanza nuestra y más bien influyeron fuertemente en nuestras costumbres. Algunos de ellos sobresalían por su originalidad. Don Nicolas Delaney con su cuartito museo de cosas al parecer inútiles; don Juan Kiene que hablaba tantos idiomas y se perdía en el nimbo de su fantasía; don Alberto Kraudi, con su barbita de cabro y sus múltiples proyectos descalabrados; Rudi Ubetrsezig, el eterno buscador de oro; Enrique Nicol, quien montó a caballo; don Charles Potter, el auténtico gentleman inglés, quien aún en viajes a caballo, se ponían su smoking para cenar, bajo los árboles de Chagüitillo; don Charles Haslam, con su larga barba flotando al aire y que escondía su bondad tras gruñidos que no engañaban a nadie; el místico Conde de Choisel Praslin, cuya vida dio origen a la mejor película del siglo; don Jorge Schmidt, el uraño amigo de los animales… Fueron cientos los extranjeros que vinieron a imprimir el sello inconfundible del pueblo de Matagalpa, donde abundan los nombres germánicos.

         A la raza vasca de los Zeledón, a la andaluza o gallega de los Somarriba, de los Baldizón, de los Molina, se unieron americanos, alemanes...

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