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DISCURSO EN EL ENTIERRO DE
JOSÉ DE LA CRUZ MENA*
Pronunciado por Antonio Medrano en representación de la Academia de
Bellas Artes.
(1881-1928), político y poeta, falleció el 27 de agosto de 1928, al tiempo de ser proclamado candidato para la Vicepresidencia de la República, en la fórmula del general José María Moncada Tapia, fue sustituido por el doctor Enoc Aguado Farfán, quien perdió en forma fraudulenta la Presidencia de la República en 1947.
Señores:
¡JOSÉ DE LA CRUZ MENA ha muerto!
El último canto del cisne moribundo
háse extinguido, y las brumas de la
noche descendieron ya sobre la quietud mística del hondo lago azul de las
tristezas cuyas espumas gemidoras coronáronse con las gotas amargas del dolor.
Por eso plañen los oboes y sollozan las
flautas y el alma vibrante del violín esquelético desgarra los aires con la
flébil y dolorosa armonía de sus lamentaciones. Y es, señores, que esos
instrumentos sienten como si el eterno mutismo fuera a invadirlos al faltarles
para siempre la inspiración del más grande de los compositores nacionales. Es
que esos instrumentos saben y aman el melódico idioma de ese príncipe que se ha
marchado en el carro armonioso y entre un enjambre de pájaros canoros a
escuchar la inmensa orquestación del infinito, a emborracharse con la armonía
perdurable de los mundos.
Aun se estremece el aire por las
palabras últimas de las solemnes lamentaciones que ha repetido el coro de los
instrumentos, de esos instrumentos que saben que el solo consuelo en la
orfandad que los entristece, será rumiar el pasto lírico del fecundo huerto que
cultivó genero ese Isidro del Arte, con el entusiasmo de una exuberante
primavera entre las brumas gélidas de un invierno desesperador. ¿Lo habéis
oído? Desde el manso susurro de la fuente que lame las riberas con la monotonía
del sollozo, deslizándose a través de los huecos de la caña pánica, hasta el
lamento desgarrador de la selva, cuando el viento iracundo apresta sus hachas y
va mutilándola por abatir la soberbia de los mejores árboles, saliendo del
caracol sonoro que hacen estallar los tritones, entre el clamor de las olas y la blasfemia de los
huracanes; desde el piar del pájaro que entumece la lluvia, pasando entre los
agüeros del pícolo, hasta el rugido de la fiera herida, brotando del aliento de
los trombones, toda la pauta del dolor: queja
y suspiro, deprecación y gemido, imprecación y grito!
Con los pies en el estercolero de su
propia miseria y con la frente nimbada con los resplandores de su propia
grandeza, cruzó José de la Cruz Mena el proscenio de la vida, soberbio actor que
encarnaba los dolores y las luchas de Job, el trágico de la Biblia, desgraciado
como él y como él raído por la lepra, poeta aquel del dicterio sublime y de la
execración magnífica, intérprete éste de los infinitos rumores que como
enjambre musical revuelan entre la adamantina malla pentagrámica.
En su derruida torre vivió ese espíritu
cristalino embriagándose con la alegría triste del recuero. ¡Por eso hay
siempre sobre la pompa de sus concepciones como el hálito de una suprema
melancolía que pasara atenuando la jovialidad de los aires ingenuamente ricos
de vida y de sol! Pero sobre todas sus composiciones, señores, la que mejor
expresa, la que cristaliza por mejor decirlo, el estado psíquico de ese poeta
del sonido, es el vals Ruinas. En él
hánse como estereotipado, a fuerza de idealización, los sentimientos que
embargan el ánimo ante la imponencia majestuosa de las ruinas. Óyese el siseo
del reptil entre las grietas, el vuelo a la sordina del murciélago y el
estridor espeluznante del canto del búho, y a la mágica evocación de la
Armonía, entre el coro desgarrador y melancólico, la óptica mental muestra al
espíritu el rayo macilento de la luna que se quiebra en la columna rota, en el
friso yacente entre los escombros, en el bajo-relieve mutilado por la mano
impasible de los tiempos y que dora con sus reflejos de oro envejecido el
híspido cardo y la punzante ortiga de las grietas.
Duéleme, señores, la premura del tiempo
y la sorpresa con que este dolorosamente esperado acontecimiento háme turbado,
que si no, algo diría la modestia de mi expresión que pudiera aspirar a
llamarse elogio del artista ido a las lejanías donde fulge sin nubes el sol de
la inmortalidad. Estas frases, que llevan como un sello el desaliño de la
improvisación, no son otra cosa que el cumplimiento de un deber reglamentario,
ya que la Academia de Bellas Artes que escribió en sus registros el nombre de
José de la Cruz Mena, como socio honorario, háme discernido el honor de
interpretar su pesadumbre.
Dije.
*Publicado en “El Alba”,
edición dedicada a José de la Cruz Mena. Publicación Mensual, León, Nicaragua,
10 de Octubre de 1907. Segunda Época. Director: Antonio Medrano. Redactores:
Manuel Tijerino y Belisario Salinas. Tipografía J. C. Gurdián & Cía.
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