JOSÉ DE LA CRUZ MENA*
Por
Manuel Maldonado
Señores:
La esclavitud la siente el hombre en
todo tiempo y en toda forma. Desde que nacemos venimos dentro de nuestra cárcel
que es la materia. A sus necesidades y miserias, a sus dolores y flaquezas
vivimos atados mientras llevamos el cuerpo, el cuerpo que nos abruma, el cuerpo
que nos hace infelices y cobardes, que nos hace llorar, porque él es al
espíritu lo que el manto cáustico de Deyanira pegado a las carnes desnudas de
Hércules.
Crecemos, y nos encontramos con la familia
que tal vez nos ama. Esta es una cadena de seda, así como el hogar es un poste
de pórfido; pero, para los que han nacido para servir a los demás, para los que
traen al mundo una misión apostólica y llevan en sus pies las sandalias del
peregrino, para esos, la cadena resulta pesada y el poste se torna de hierro e
insoportable.
Viene la Sociedad y esta Mesalina nos
seduce y nos corrompe. En sus brazos deshojamos nuestras blancas flores, nuestras
inocencias primitivas, las alburas morales. En sus deslumbrantes salones en sus
pintorescos jardines, a la vista de sus frescos y de sus lagunas donde juegan
los sátiros revueltos con las ninfas, donde Leda es violada por el Cisne
Olímpico, allí perdemos el pudor y nos convertimos en esclavos del Vicio.
Viene la edad proyecta y con ella vienen
también los ensueños de la gloria mundana, las insensatas ambiciones políticas,
la avaricia con su insaciable sed de oro, parecida al tonel de las Danaides, y
entonces somos esclavos del aplauso popular que nos embriaga; del patrón que
nos compra y nos envilece; del oro que nos becerriza; y cada triunfo lisonjero,
cada gratitud que nos obliga, cada hurto feliz, es un eslabón que agregamos a
la cadena que vamos arrastrando por la tierra. (Ya en otra ocasión he dicho
cosas parecidas, pero no me parece importuno ampliarlas y repetirlas).
Un día llegamos a ser ricos, ya sea por
un antojo de loca fortuna, ya sea porque heredamos un patrimonio deshonesto,
porque nos vendemos, porque nos cotizamos en los mercados de la infamia, porque
robamos fraudulentamente llenando nuestras arcas a expensas de las hambres
ajenas y de los mendrugos de los pobres, ¿y qué ganamos con esa riqueza, si en
cambio somos pordioseros del honor que nos falta?
Otro día llegamos a ser potentados y nos llaman altas
personalidades, pero en cambio somo menesterosos de la piedad cristiana que
nos abandona.
Otro día se escucha en nuestro derredor
un suave abejeo: en la muchedumbre que nos aclama, llamándonos herederos de una
corona imperial, caudillos libertadores de un pueblo, yen cambio se oyen en el
interior de nuestra conciencia golpes de protesta, aullidos de remordimiento y
gritos de desesperación, porque para sostener nuestros privilegios sacrificamos
a las masas indefensas, mutilamos el derecho
ageno (sic), escarnecemos la justicia o violamos la libertad.
Siendo así, yo no quiero ser galeoto; yo
no quiero cadenas; no quiero la gloria: no quiero el oro; no quiero la
sociedad; no quiero la carne. Quiero la libertad, pero la libertad absoluta.
Prefiero ser como Diógenes y decir “¡quítate de allí Alejandro que me haces sombra!”
porque en verdad, los triunfos de carnaval, los honores funambulescos del
poder, las tentaciones de la materia vil, son demasiados tiranos y crueles; y
sus halagos, sus sonrisas y sus mieles, son carlancas doradas, venenos sabrosos
y embriagantes y pérfidos cantos de sirena.
Siendo así, quiero decir a la
sensualidad; tu filtro es muy dulce, y hace soñar como el hatchis (sic) indio, ¡ah!
pero él me llenará el alma de hastío y el cuerpo de úlceras y de gusanos.
Entonces, renuncio a tu copa de ágata rosada y prefiero el cáliz mundificador
de la amargura, el cáliz de Getsemaní.
Quiero también decir al oro: Tú eres
demasiado fascinante y tentador; tú pudiste haber hecho a los hombres útiles,
generosos y dignos; pero por el contrario, los has hecho estériles, egoístas,
voraces, cínicos y hasta ladrones. Con tú sangre roja se nutren las almas
débiles y bajas, las alas de todos los mercenarios que infectan toda la
superficie del planeta. Con tu ojo fatal de basilisco matas los sueños de la
casta virgen y la hundes en la degradación; tú eres el príncipe, tú, el segundo
después de tu padre Satanás, que es el emperador de las tinieblas…
Todo esto piensan y dicen los que tienen
el preciso concepto de la vida; todo esto debe de haber pensado más de una vez
el pobre artista ciego, quien vivía suspirando por la libertad de su espíritu. Su
cuerpo, en aquel estado de podredumbre y de miseria ya no era celda opresora,
era más bien una verja de cristal, al través de la cual, contemplaba en sus
éxtasis armoniosos y en sus nostalgias celestes el vago azul de la bóveda
infinita, el indeciso resplandor de las estrellas y la beatitud inefable de los
ángeles.
Señores:
Estamos glorificando al más triste
quizá de los mortales, al que fue leproso como Job, hambriento como Homero,
ciego como Milton.
Me figuro a José de la Cruz Mena como
un árbol fatídico y trágico a donde llegaron a picotearlo pá hacer sus nidos
sombríos todos los cuervos el infortunio y del dolor. Sin embargo, el dolo es a
veces, el agujero por donde penetra el alma humana, como un rayo de sol, la
mirada piadosa del Buen Dios.
En efecto, Dios, vio más a Job que a Sardanápalo.
Diríase que el ojo divino es como ciertos intensos rayos X que transparentan y
profundizan, pero deteriorando la materia obscura por donde pasan. Por eso fue
e cuerpo de Job una sola llaga, por donde un día el fulgor celeste lo envolvió
cual si hubiese sido una fundente sábana de luz.
Para extraer el alma de las flores, para
concentrar su perfume en un alcoholaturo incorruptible, hay que pasar primero
por la dolorosa maceración; hay que mezclar la rosa mártir o el lirio fragante
con una substancia astringente o corrosiva. Luego surge de la pasta informe, de
los pétalos disueltos, el aroma sutil, el último aliento escapado en medio de
una agonía silenciosa y resignada.
Lo mismo pasa con el hombre. Para
conocerlo profundamente, para extraer el oro de sus pensamientos, de sus
íntimas ternuras o de sus melodías
secretas, hay que martirizarlo; hay que cavar hondo, muy hondo, hay que
quebrantar brozas muy duras, hay que macerar carnes y huesos, y enseguida se
verá, que la queja tiene la devoción de una plegaria; que el grito resuena como
un cántico, que la úlcera brilla como una condecoración celestial, que las lágrimas
se tornan fecundas como el rocío de la mañana, y es porque después de una noche
de desolación, despunta casi siempre la aurora de la esperanza.
¡Pasó ya la hora de las sombras, y
vienen ya las claridades redentoras! José de la Cruz Mena, vencido ayer por el
hambre, por el dolor y por la lepra, hoy vence él a su vez, a la lepra, a la
muerte y al olvido; y digo que vence a la muerte y al olvido puesto que él vive
y vivirá familiarmente entre nosotros.
Tal es así, que su nombre lo pronuncian
todos los días las teclas de los pianos cuando la dama gentil arranca de sus fibras
ocultas los sentidos Amores de Abraham: su nombre lo musitan las hojas
de los árboles en los parques, cuando en las argentadas noches de luna, las
orquestas derraman sobre las multitudes las dolientes notas de su valse Ruinas;
su nombre lo repercuten las naves de los templos cuando los pulmones del órgano
sonoro preludian o entonan su Requien soberano.
José de la Cruz Mena, libre ya de los
anillos constrictores de la lepra, está en vísperas de marmolizarse; quiero
decir, que las carnes putrefactas de antes van a ser sustituidas por otras
blancas, puras y perdurables, y el inmundo estercolero se ha transformado en
montaña sagrada cubierta de palmas rumorosas, de abetos odorantes y de lauros eternos.
En la cima de la montaña está la radiosa joven Hebe, que es la compañera de
todos los mártires geniales, y en esa noche solemne, la ninfa divina me manda
ofrecerle al lírico ciego, como la promesa de una boda ideal, su excelso regazo
que equivale a la consagración de la inmortalidad.
En la lucha de la vida, señores, hay
muchas maneras para vencer. Al buey que es el tipo de la ignorancia paciente,
se le domina con el yugo. Al potro que es el tipo de la rebeldía brutal, se le
somete con el látigo. A las inteligencias mediocres, se les fascina con las
lentejuelas del éxito: a las inteligencias vivaces, se las hipnotiza con el
brillo sideral de la idea. A las almas viles y corrompidas se las compra con el
oro; a las almas egregias y delicadas se las cautiva con la Lira del divino
Orfeo, con la flauta del Dios Pan o con el Arpa del Rey David.
El triunfo definitivo, será, pues, de
la Harmonía, porque Harmonía quiere decir, perfección y Belleza. La perfección se
aplica al espíritu, o lo que es lo mismo a la esencia de las cosas: la belleza
se aplica a la forma, o lo que es lo mismo, al vaso que encierra la esencia.
La Harmonía, como Dios, está en todo.
Está en los pétalos uniformes de un lirio: está en el óvalo de un rostro circasiano:
está en las curvas gloriosas de un busto femenino; está en la euritmia de un
templo gótico; en el eco de un beso de amor; en el timbre de una voz argentina;
en el canto triste de una sirena; en el ruido triunfal de un golpe de alas; en
el noble ritmo del corazón humano; en la soberana cadencia del metro; en la
sonora campana del idioma; en el trino inimitable de los ruiseñores; en el
blando susurrar de las frondas; en el doliente murmurio de los ríos; en el
estruendoso caer de las cataratas; en el vibrante diapasón de los océanos, y en
la pasmosa tonalidad de los crepúsculos; en fin, cada acento leve o grave, cada
forma extraña o nueva, es una nota que sube y que baja en la escala del pentagrama
universal, y tan armoniosa resulta la estalactita con sus facetas brillantes
hechas de lágrimas cristalizada, —concreción quizá, del dolor de un peñasco que
llora su mudez—, como es armónica la bóveda
celeste, con sus millones de mundos formados de espíritus luminosos y perfectos,
girando en maravilloso concierto al compás de una batuta que probablemente dirige
la mano Diestra del Gran Dios.
MANUEL MALDONADO
·
Discurso
pronunciado por su autor, el doctor Manuel Maldonado, en el Teatro Municipal de
esta ciudad, en velada que celebróse en 1915 con la magna objetiva de organizar
fondos para la erección del mármol que glorificará la muerte del artista, del
pobre artista infortunado, que igual al cisne en duelos que fue el alma de
Chopín, desmayaba sus trinos enfermos, saturados de asfódelos mortuorios, que
surgían desde el fondo de su alma, como del fondo del sepulcro. Al publicar
dicho discurso, es como un justo homenaje de recordación que hacemos, ya que se
cubre de olvido su memoria, al cumplir el XIII aniversario de su muerte.
* Publicado
en la Revista Arte y Vida. Año I. No. 3. Revista Quincenal de
Literatura y Variedades. Director: Antenor Sandino. Administrador: Pedro
Rafael Alvarado. León, 15 de octubre de 1920. Editada en los talleres tipográficos
de La Prensa.
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