Desde México, donde mi Nicaragua seguirá traslapada a perpetuidad.
───── Ω Ω Ω ─────
───── Ω Ω Ω ─────
───── Ω Ω Ω ─────
- I -
En México de los 60, inextinguible: entre incursiones espirituales y mundanas de un amigo en tiempos de universidad
El personaje de estos recuerdos, era granadino, pero no nació en la Calle Atravesada, la calle más larga del mundo, decía el Negro Baldizón. Cualquier jodido granadino que conozcás, te dirá que nació en esa calle de historias atravesadas, (equivalente a vecindad de abolengo en la sociedad de Nicaragua).
Consideraban insólito y fuera de lugar, que alguien en sus circunstancias periféricas, saliera al extranjero y, sobre todo, con el propósito de estudiar leyes; él, Baldizón y Negro, con sorna entre labios argüía que el Derecho Romano era universal; no sé si tenía razón o no.
Dos hermanos integraban toda su familia, el estudiante en referencia y el “hermano-padre”, abogado en funciones en la Suprema Corte de Justicia.
Un día cualquiera, el desamparo arremetió de frente con la muerte inesperada del hermano, dicen que del interior no brotó llanto ni hubo lamento, asemejado a un barquito de papel en corrientes mansas, esa fue siempre su actitud ante la vida.
En el transcurso inexorable de la vida, la mamá agobiada por las dificultades económicas no tuvo más alternativa que hablarle sin ambages:
─Hijito, te quiero mucho, pero no puedo mantenerte, tampoco voy a echarte a la calle, pero, en este momento necesito rentar tu cuarto; además, para vos obtuve una credencial de soldado raso en el Cuartel Colorado a través del Capitán Fernández, fue un subalterno de alta estima de mi difunto marido cuando fue jefe de la policía en el Distrito Federal y tú padre me trajo a Nicaragua.
Los nuevos compañeros del cuartel estaban definidos por soldadesca con procedencia noventa por ciento indígena, mustia, resentida, ignorante, analfabeta y desconfiada; preferían comunicarse entre ellos en dialecto autóctono, bien por reservados, o por falta de dominio del español o ambas cosas.
Guitarra, mandolina, eran los únicos bienes y confidentes del recluta; proveniente de los patios del cuartel, antes de la medianoche podían escucharse las notas quejumbrosas de la guitarra, asemejados a lamentos nocturnos.
Con el paso del tiempo lo aceptaron, Toñito tomó confianza y uno de los guachos (forma despectiva de llamar a los soldados en México), enterado de las virtudes musicales del hijo militarizado de doña Esther, sin pensarlo dos veces le pidió llevar serenata a su novia, el sábado por la noche. En aquel impulso sin cadena de mando no medió ninguna pretensión ni remilgo, quizás por la afición al guaro y a la música rasgada, aceptó sin vacilación.
El flechazo apuntaba hacia las barriadas, más bien asentamientos con calles polvosas, casuchas mal construidas o a medio construir, mal iluminadas, mal distribuidas, invadidas por lupanares, cantinas de mala muerte, borrachos tirados de bruces, putillas de aspecto campesino, mariachis de tercera desafinados y desentonados, conjuntos norteños, llantos de niños mal atendidos, gritos de discusiones familiares, rockolas, radios con música ordinaria plagados de comerciales, ese era el entorno de las novias de los soldados. Las notas de su guitarra parecían cantos de cenzontles entre chillidos de ratas; sin embargo, a partir de la primera serenata aquel asunto fue rutina sabatina.
El cuartel le brindaba techo y comida, ¿y lo demás qué? Hacía algunos meses, en un gesto bondadoso de gratitud y camaraderías, los 50 0 60 soldados que integraban la tropa, de su miserable salario le aportaban un peso semanal, “el peso pal nica”.
De repente, un día de tantos hizo el último saludo, abandonaba el cuartel, había obtenido una beca para continuar estudios, nunca supe a través de quién o de qué institución, pero aquel giro inesperado le permitiría vivir con más decoro.
Regresamos de la escuela al mediodía y encontramos a doña Esther muy contenta, tenía nuevos huéspedes y, además, iban a ser de nuestro agrado. Los nuevos inquilinos era una pareja de nicaragüenses recién casados en su viaje de bodas, a la hora del almuerzo, los seis inquilinos nos presentamos mutuamente. La chica era atractiva, coqueta sin ser una beldad, un poco ordinaria tirándole a vulgar, entre 18 y 20 años, su esposo unos 10 años mayor que ella, chaparrito, moreno, cachetón, gordito, simpático, de aspecto bonachón. Nos comentó que hacía cinco años se había graduado en la misma universidad que nosotros estudiábamos y, por supuesto, conocía y le agradaba la ciudad, sintiéndose obligado a incluirla en su viaje nupcial. Tres o cuatro días después oímos que discutían acaloradamente, quién sabe por qué. Fue un sábado, el domingo por la mañana no lo vimos, salió muy temprano y Norma estaba sola.
Apenas puso el primer pie fuera del cuarto, la muchacha nos preguntó: --- ¿Paisanos no me van a invitar a pasear? Me han dicho de un lago cercano, muy bonito y deseo conocerlo. Salvador, Lacayito y yo aceptamos la petición ilusionados, “el Masaya” se rehusó, argumentó que a él no le gustaba andar en manada con una mujer. Abordamos un taxi y fuimos al mentado lago, que distaba a 50 kilómetros. Su malecón con mariachis, bares, restaurantes, turistas, familias en día domingo, poco nos impresionaba, estábamos familiarizados con la magnitud y la belleza de nuestros lagos. Después de haber tomado toda la tarde, por la noche regresamos a la casa, hasta el tope de bebidas espirituosas, nuestra compañera ocasional intacta. Las palabras del Masaya fueron proféticas, antes de salir sentenció: “nada más van de calienta culos”, como así fue.
¡Pero sí descubrimos que la mujer era guardiera y oreja! Que el Casino Militar por aquí, que la cantina de la guardia por allá, que el Teniente mengano, que el Capitán zutano, etcétera.
Era martes y el recién casado no aparecía, Norma, la paisana, no reflejaba la más mínima preocupación, más bien indiferente. Por la tarde apareció el ausente; apenas lo saludé porque dicen que un hombre de goma es sagrado, pero él se dirigió a mí. Empezó a desembuchacar su última experiencia existencial.
--- No dejaba cabo suelto sobre la parranda que había agarrado el domingo por causa del enojo, los celos y la decepción que le había causado Norma. Para rematar la rodada, el día que ella se fue con nosotros a pasear, a él le robaron todo el dinero y su Rolex de oro. Mientras echaba los lamentos, entre sollozos, lloriqueos y sonadas de mocos, de una bolsa del pantalón sacó otra servilleta para sonarse y descubre que en ella estaba escrito con letra casi ilegible un nombre de mujer y una dirección De repente dijo: ¡Aquí está el nombre de la suplente con la que estuve anoche! ¿Me acompañarías a buscarla?
De una calle a otra, íbamos y veníamos, preguntas por aquí, y más preguntas por allá, por el nombre de la calle. Al oscurecer, en lo más profundo de la barriada encontramos la casucha, tocamos la puerta muy fuerte y nos abre un tipo alto, blanco, barbudo, pelirrojo, con una cicatriz que le atravesaba media cara, descalzo con los pantalones a medio fajar, cañambuco de torso, musculoso y peludo, un vikingo, —cavilé— ¡ya la cagamos! Con voces forzadas, impetuosas y a dúo inseguras, gritamos: —¡venimos por el reloj! —
El monumento a la masculinidad se derritió y con voz entrecortada, delgadita, dirigía el aviso a la mujer que aguardaba escondida detrás del biombo: —¡fulanita, fulanita, vienen por el reloj! — Se metió al cuarto y regresó con el reloj entre las manos temblorosas, entregándonoslo casi amablemente.
Al día siguiente, al caer la tarde regresábamos de la universidad; sobre la misma acera, unos metros adelante de nosotros, casi a la entrada de la casa, iba la pareja de paisanos tomados de la mano, en el mismo instante oímos unos pasos fuertes y apresurados a nuestras espaldas, nos rebasó un tipo requeneto, blanco, con cabello corto, guayabera blanca, pantalón vaquero, botas, lentes Ray Ban clásicos y bolsa de vaqueta colgada al hombro, el tipo iba en dirección a ellos, a grandes gritos rompió el silencio:
— ¡Hija de la gran puta, creíste que no te iba a encontrar! —
— El compañero Monje, de la oficina de Migración me enteró de todo. —
–¡Déjame explicarte! Dijo ella. —
— ¡No me expliques ni mierda! Propinándole una cachetada, el galán sube las escaleras de la casa como un bólido y nosotros paralizados, expectantes.
– Volteó hacia nosotros y otro grito rompió la paz del silencio: -- ¿Y ustedes qué ven hijueputas? —
El improsulto dejó ver debajo de la guayabera una escuadra 45 enfundada en la cintura. De inmediato, propulsados por la adrenalina, superamos a nuestro amigo en buscar salida a toda carrera. Salvador dijo que atrás de nosotros había un taxi con chofer y una puerta abierta.
Habían pasado más de seis horas del incidente y el agraviado no salía del cuarto, no sé si por tristeza, miedo o ambas cosas, estábamos en la casa, únicamente él y yo. Los demás habían salido.
--- Rompió el silencio para decirme que era urgente bajar la temperatura, acompáñame a echarme un trago. No me hice rogar y como fiel escudero lo acompañé en su dolor.
--- No paraba de hablar. Tres veces dijo: ¡Ay amigo! ¿Qué habrá sucedido?
Al poco tiempo el ambiente era distinto, sonaba a Vicente Fernández con el estribillo Se me fue la que tanto adoraba. Música de mariachis, tríos, conjuntos norteños, guitarreros, marimberos, putas, putos, padrotes, turista y parroquianos en la Plaza de los Mariachis, los dos empinábamos el codo con justificación, lo menos que podía hacer era ser solidario.
Un mesero en forma amable nos dice que un caballero, así textualmente, que está en uno de los reservados del bar, nos invitaba a tomar una copa con él, yo pensé… ha de haber alguien de la tercera avenida, pero me quedé callado.
—¡Dile a ese solapado, infeliz invitador, que venga él, si quiere! — No sé si el mesero le dio la respuesta tal cual, pero frente a nosotros apareció un hombre sonriente, bajo, moreno, gordo, nariz ancha, mofletudo, con papada, panzón, pelo lacio negro pintado, envaselinado y copetón, embutido en un traje negro de mariachi. —
˗˗ Y con inconfundible timbre musical dijo: ¡Toñito! ¿Cómo has estado? Abrazándolo efusivamente. Era Cuco Sánchez, el cual al poco rato se fue al aeropuerto.
La Estudiantina de la universidad grabó algunas canciones muy difundidas, pegajosas, simples y efímeras que se oyeron con frecuencia en la radio. Lograron editar un Long Play. Toño integraba la Estudiantina, ejecutaba la guitarra y la mandolina y por supuesto, cantor del coro; salía en la portada del disco realizado en un estudio de grabación del Canal 2 de televisión de la Ciudad de México, lo que hoy es TELEVISA, ahí conoció a José del Refugio Sánchez Saldaña conocido en el ambiente artístico como Cuco Sánchez.
Pasada la medianoche, el ambiente de la Plaza de los Mariachis estaba en su clímax, pero Toño optó porque nos fuéramos a otro lado y tomamos otro taxi.
— Cuando ingresamos al local, mi acompañante anunciaba el arribo: ¡Toñitooo, gitanito, bicicletooo! ¡Aquí está Toñito, jodidooo! —
— Desde la penumbra hubo respuesta:
—¿Dónde te habías perdido? — La Inés estuvo llorando unos días por ti.
— No creas que ella te podía olvidar entre estos ajetreos.
Otra vez estábamos rodeados de meseros, tintinear de vasos, voces aguardentosas, música de tríos, alternando con la rocola, --y era cierto lo de no olvidar al Toñito-- mucho menos con las notas de ese himno internacional magistralmente interpretado por Daniel Santos: “Virgen de Medianoche”.
Aquel ambiente parecía extraído de algún pasaje novelesco de amores frustrados. Era ambiente de vaginas en alquiler, con historias de todo tipo, desde las sublimadas, hasta las ensordecedoras y miserables. Lo sorprendente fue constatar el recibimiento dispensado al Toñito por todos los del antro.
Era un reducto repleto de olores, desde agradables hasta los que ahuyentan. Mezcla de perfumes, alcohol, sudor y, desinfectantes. El olfato de cualquier parroquiano competía con la visión, sometida a luces atenuadas por filtros de colores.
El ambiente lúgubre no impedía distinguir la singular figura del Bicicleto, un ser de andar erguido, alto, blanco, acinturado y más abajo donde resaltaba el prominente culo respingado; el personaje nocturno gustaba mostrar prendas de seda entalladas, el torso estaba cubierto por blusa amarilla canario combinada con licra negra, remataban los zapatos taconudos y lustrosos, de charol luciérnaga. Verle el rostro era asunto encontrarle el parecido a Paquita la del Barrio, lleno de efectos especiales, mostraba un rubio de lava incandescente, cejas resacadas y pestañas postizas, dos cachetes carnosos donde anclaba el infaltable lunar estilo María Félixo o quizás era la madre de las verrugas, y al centro, tal sugestiva luz de semáforo en rojo, dos carnosos labios pintarrajeados.
El Gitanito ensoñaba sentado entre sus piernas, deshaciéndose en arrumacos, y Toño, dejándose querer, porque para él, toda fea con su gracia. Por lo visto, en aquel sitio estaban ausentes los mandatos de género. Todo estaba englobado, sin arquetipos, putos y putas iban y venían a saludar a Toño, y yo no salía de mi asombro, sorprendido que a nadie le colgara el escapulario.
La voz aguda de Toño alejó el revoloteo. Otra alzada de voz con fuertes decibeles asentó la ordenanza de la noche: – ¡Váyanse de aquí cabronas! ¡Parecen moscas! ¡Déjenmelo a mí, solito! Palmeó coquetamente y con autoridad, mientras ordenaba que nos sirvieran tragos.
-- ¡Hoy te corresponde tocar y cantar para mí! -- Dijo el Gitanito.
-- Lo haría, --dijo Toño-- pero la guitarra no me acompaña, excusa válida con intención de capear aquel deseo.
-- No te preocupes… Todo tiene solución. ¡Hey vos, sí, sí vos, fulana, trae la guitarra que dejó empeñada el Tin Tan!
Tal fuera maestro de párvulos de escuela, ordenó que todos guardaran silencio y seguido, de aquel Toño virtuoso, fueron sucediéndose canciones empinacodos y rompecorazones.
La rockola humana era imparable, cada canción mermaba el contenido espirituoso de las botellas. Aquel ambiente melódico evocaba, en recuerdos conjugados, las oxitocinas del amor filial, mientras escuchábamos Luna Callejera del perpetuo Jorge Isaac Carballo. Reina de la Noche… ¡Qué haces en su seno si sabes que la amo, buscas un reproche, sé que a ti te gusta! Mientras tanto, todos seguíamos la tonada, sin dejar de tararear.
El tiempo avanzaba en busca del amanecer, cuando de repente apareció Inés con una amiga. La presencia de ambas hijas de la noche desplazó al Bicicleto, quien con actitud melindrosa no tardó en escabullirse. Como quien captura a su presa, nos condujeron a la planta alta de aquel sitio de amores fingidos. A Toño lo envolvía Inés, y yo, indeciso, me dejé llevar por la amiga. Lo último que pude escuchar al subir los peldaños en espiral, fueron las tonadas quejumbrosas de la guitarra… Por más que te dije que no te fueras, no duermo las noches llorando tu amor, no me hiciste caso Reina de mi vida, ven a curar la herida que tú amor dejó…
Ocupamos cuartos contiguos y, en aquella encerrona, lo último que logré escuchar fue par de clamores de amor, en canciones de Luis Méndez y Víctor M. Leiva. Embriagado de sueño, no supe más. Cuando desperté apenas clareaba. Eran casi las seis y lo demás fue un gigantesco sobresalto. Mientras me largaba de aquel ambiente, repasaba los detalles de aquella celada de cuartería.
Caminé en busca del autobús que me aproximara a la Escuela, localizada en el polo opuesto. En aquellos pasillos reencontré a mis tres amigos inseparables y como era habitual, retornamos juntos a la Pensión.
El calendario deshojo el jueves, viernes, sábado y domingo, y Toño sin aparecer. Su cuarto intacto, con escasas prendas de vestir, en una mesita la máquina de escribir portátil Remington, bajo la mesa de noche estaba la Cámara Fotográfica Nikon y, en el centro del cuarto aún levantaba humo una veladora, que luego supimos, había puesto doña Esther, muestra de ese irrenunciable amor maternal, para que los Santos iluminaran los pasos de Toño, ya fuera en esta vida o en la otra.
Preocupados por la inesperada desaparición, agotamos los recursos a nuestro alcance en el afán de encontrarlo, recorrimos hospitales, clínicas de urgencias, centros para indigentes, delegaciones de policía, morgues, pero todo fue inútil. Resignados y con alguna sensatez, aceptamos que se lo había tragado la tierra.
- II -
La transfiguración momentánea de un reaparecido
Cinco o seis meses después, un día en el cual no hubo clases, fui a comprar el periódico, al regresar me llamó la atención ver frente a la casa tres carros de modelos antiguos, en buenas condiciones y placas del Estado de California. Al ingresar a la casa miré a dos tipos desconocidos, jóvenes de mediana estatura, delgados, bien afeitados, con cortes de pelo tipo guacal. Uno era mestizo y, el otro, chele cambray, o sea, mota de algodón. Ambos con pantalones de gabardina, de aquel aspecto campesino en misa dominical. Camisas blancas manga larga, almidonadas y abotonadas hasta el cuello, de donde colgaban rosarios de madera con cuentas y cruces de buen tamaño. El mestizo era hondureño, el otro dijo ser un militante de la concordia.
Para mí asombro y alegría, en ese momento miré salir a Toño, ajuareado, venía de su cuarto, aquel dormitorio que por muchas semanas permaneció habitado por recuerdos.
A los pocos minutos de estar en la calle, llegaron los inseparables, Lacayito, El Masaya, y Salvador. Frente a todos los reunidos, Toño nos brindó algunos pormenores relacionados con su desaparición.
Dijo que se había ido a San Francisco, California, en donde encontró trabajó como obrero en una fábrica dedicada a fabricar piezas para aviones comerciales. En ese empleo –agregó—logró reunir dinero para comprar los carros con la finalidad de venderlos en Nicaragua. Todos dábamos como un hecho, el festejo de aquel reencuentro, pero nos dejó con las caras destempladas cuando, con mucha firmeza y convicción dijo: ya no tomo licor, encontré la luz en las tinieblas… y otro montón de dicharachos penitenciales. Estaba integrado a una secta religiosa de esas tantas que abundan en el Sur de los Estados Unidos. Su preparación le daba liderazgo, era Pastor o consejero espiritual.
Como estábamos al filo del mediodía, nuestro apetito demandaba el respectivo almuerzo. Nos fuimos acompañados de Toño y su comitiva. En total éramos siete, sentados alrededor de aquella cubierta rectangular; sus acompañantes situados a la diestra y siniestra de él, que tomó asiento en el extremo frontal de la mesa. Toño, con gesto adusto, inclinó la cabeza y, con voz grave, casi ordenó que hiciéramos lo mismo. Acto seguido nos pidió que nos tomáramos de las manos y, con voz modulada empezó un rezo, al que denominó bendición de los alimentos.
Aquel proceder de Toño, -- para nosotros-- que lo conocíamos en muchos detalles existenciales, no dejaba de constituir lo más inesperado y asombroso. En nuestro interior surgían mil dudas y preguntas, ¿cómo surgió ese borrón y cuenta nueva conductual? Porque aquella desaparición sin señas ahora nos dejaba más preguntas que respuestas, sin lograr ponerle distancia con el antiguo refranero popular nicaragüense, donde es de costumbre advertir: ese come santos y caga diablos.
En aquel ambiente intentamos disimular, pero El Masaya situado a mi lado, no dejaba de agacharse para soltar en voz baja, entre dientes, las opiniones más mordaces y socarronas:
--- ¡Ey! ¡Ver para creer! ¿No será que estaba perdido en España, entre los municipios de Ramera de Arriba y Ramera de Abajo, o en Villapene?
--- ¡No me jodan! ¡Ahora si estoy convencido! A Toño, el Guardia mal nacido no le sacó plasta, --por lo visto y comprobado-- lo asustó a tal punto que ahora casi está envuelto en incienso y con aureola de santo.
--- No me pude contener y me solté en risas. Toño y sus acompañantes volvieron las miradas hacia mí, todos eran rostros ceñudos, de severas miradas reprobatorias, mientras El Masaya seguía en susurros imparables.
--- ¡Date cuenta! Ahora tenemos otro del santoral.
Entretanto, la comida fue servida. Comimos en silencio, y apenas hubo platos vacíos, los visitantes dijeron que en breve se iban para Tapachula, rumbo a la frontera con Guatemala al que esperaban llegar después de 24 horas de recorrido. Ese fue el momento de separarnos, cada quien por su ruta.
En las calles aledañas al comedor popular se mezclaban todo tipo de voces pregoneras, vendedores y compradores en incesantes idas y venidas. Sobre las aceras permanecían incontables canastos repletos con verduras y frutas, donde la actividad sensorial atrapaba olores y colores. Aguardábamos la despedida definitiva de Toñito, en aquel ambiente de mamones, marañones, mangos, guabas, guayabas, jocotes, mandarinas, chilotes, elotes, repollos, yuca, quequisques
Un mar de marchantes envueltos por gritos de avisos en competencia: ¡Últimas noticias, La Prensa, Novedades! ¡Cosa de Horno! ¡Chanchooo con yucaa! ¡Chicha helada! ¡Vigorón! ¡Tajadas con queso! ¡Enchiladas! ¡Repochetas! ¡Cabeza de chancho con tortilla! ¡Llevo Chanfaina, chanfaina!
--- Frente a nosotros se detuvo una cachetona, prominente de arriba y de abajo, soltaba la oferta y la sonrisa: ¡Vas a querer amorcitooo!
A poca distancia otra joven mercadera, chiquita y chillona, regañaba a un joven: ¡Corazoncito, si no comprás no mallugues! A media cuadra avistábamos la marimba desde donde llegaba la buena resonancia y tesitura de Los dos bolillos.
En ese instante entre la estrechez de la calle avanzaba un autobús de latón amarillo, el que alguna vez, antes de ser descartado y luego enviado al ombligo de Centroamérica, debió transportar párvulos de colegio. Por la puerta de atrás, el ayudante guindado y con medio cuerpo de fuera daba avisos del sitio de destino: --¡La Paz Centro, Mateare, Nagarote, León, ¡Chinandegaaa…! Aquel ambiente era de calor infernal, mezclado con olor a frutas podridas, gasolina quemada, sudor, alientos a guaro lija y resacas.
Frente a nosotros pasa una mujer morena, murruca, con vestido blanco de poplín ajustado, transparentando el calzón, chinelas de gancho, piernas torneadas y zangoloteando las nalgas en forma rítmica natural y cadenciosa. Con una batea de frutas en la cabeza y en perfecto equilibrio atravesaba los estrechos espacios entre carretoneros y cargadores con miradas preñadas de lascivia y deseos, la piel de cacao arrancaba chiflidos y piropos; el más atrevido le advertía: --¡No toqués el mostrador que se para el dependiente! –
Ella proseguía el batido corporal con actitud indiferente, casi orgullosa, cual modelo de pasarela continuaba su andar. Por allá, en sentido opuesto llegaba otra inconfundible voz: ¡Baisano, baisano... aquí está más barato! ¡Entre, entre…!
- III y Final -
En Nicaragua de los 70, después de un regreso momentáneo desde el Anáhuac
Años más tarde, en ese mismo revoltijo nos encontrábamos mi padre y yo; en el regateo habitual con los turcos, en sus tiendas de tela y ropa que invadían las aceras. En ese momento sentí una mano en mi hombro; alguien me llamó por mi nombre. Sorprendido vi a un hombre de aparentes 50 años, bajito, moreno, panzón, barba irregular de meses, enmarañada, negra y tupida, con restos de comida. Nariz y ojos enrojecidos, lagañosos, de escaso cabello oscuro y seboso. Vestía camisa manga corta, mal abotonada, descolorida y sucia, con manchas de achiote; a los pies descalzos le antecedía un pantalón de casimir negro sujetado con un mecate de cabuya, brinca charcos, lustroso, tieso por arriba y arrugado por abajo; alrededor de la portañuela podía distinguirse la humedad de la última meada.
˗˗ ¿Lo conoces? Preguntó mi padre.
˗˗ ¡Si! Es un doctor en leyes.
˗˗ ¡Qué!
˗˗ ¿Un profesional en esas condiciones?
˗˗ Si.
Superado el asombro de mi papá y con su característica habitual de respeto a las profesiones, quizás porque para él fueron quiméricas, sacó de su cartera un billete de cincuenta córdobas y me dijo: ˗˗Ayúdalo. Entonces, además de tomar los productos que comprábamos para vender a los campesinos, incluí un par de “zapatos burros” y una mudada de ropa, más una botella de aguardiente Santa Cecilia, para luego llevarlo a un hotelito de esos de medio piquito estrella, cuartuchos en los alrededores de esas rinconadas del culto a Baco.
Antes de retirarme, de aquel reclusorio, decidí hacerle breve compañía con guareada a pico de botella. Un trago por cabeza, para luego emprender rápido retorno a la estación de buses interdepartamentales, las agujas indicaban que pronto saldría el último autobús de Los Vargas con rumbo Norte.
Estaba de regreso a la rutina habitual del curso, plagado de discusiones interminables con los compañeros de aula, algunos con aires políticos de la Derecha y, otros, sacudidos por los vientos moscovitas de la Izquierda, agregadas al ambiente las noticias alarmantes sobre la guerra de Vietnam y las manifestaciones en su contra en Washington. Eran los años sesenta de las fumarolas.
Aquello era un enjambre de opiniones, en donde no faltaban los apuntalamientos sobre la mayor afluencia de gringos en la Universidad que rehuían el Servicio Militar; las manifestaciones de hippies con lemas de amor y paz; las ejecuciones de republicanos perpetradas por el Generalísimo Francisco Franco, la Revolución Cultural China, los movimientos guerrilleros en África y Latinoamérica, los discursos interminables de Fidel, echándole el salbeque de sus desaciertos o de todas sus cagadas cubiertas de aferramientos estalinistas, al imperialismo gringo; la infaltable Guantanamera, de tonada lloriqueada y lastimera, el enjuague lagrimal de muchos vivales y oportunistas arribados a La Florida. Al escenario cotidiano de aquella época se agregaba la represión del movimiento estudiantil y de los movimientos de izquierda nacional, y nosotros, literalmente de espectadores.
Todas las mañanas abordábamos un autobús urbano en dirección a la Universidad. En uno de aquellos viajes me enteré que ocupaba asiento a la par de un compañero de nacionalidad salvadoreña, empático, y con el cual platiqué sobre diversos temas hasta llegar a nuestro destino.
Aquella animada comunicación estaba por finalizar porque faltaban pocas cuadras para entrar a la terminal de buses. En ese momento mencionó algo sobre la literatura nicaragüense y el segundo lugar obtenido por su hermano en un concurso centroamericano de cuento corto, realizado en San Salvador. El epílogo de aquella animada conversación estuvo referido al primer lugar de ese certamen, premiado con una beca para iniciar estudios universitarios en España.
¡A que no sabes…! –Exclamó— ¡El premio lo obtuvo un nicaragüense! Según agregó, por la trama novelesca alrededor de la vida de un nica indigente, bazuquero. Bajamos del autobús y tras despedirnos me enrumbe a la Pensión de estudiantes universitarios.
Al llegar revisé el buzón de correspondencia. Encontré una postal con La Fuente de Cibeles, en Madrid; dirigida a doña Esther, con escueto saludo y expresión de cariño, firmado por Toño. Esa inesperada postal fue la última señal relacionada con su existencia.
Dos o tres años después, a través de rumores supe que ese personaje de cataclismos existenciales había obtenido trabajo en alguna dependencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), pero aquellas historias tuvieron otro agregado, en esa vez, el epílogo, porque a Toño lo encontraron muerto dentro del apartamento donde vivía rodeado de infinita soledad. Al parecer, la parca le dio boleto de muerte súbita.
*Médico
– Cirujano General / Cirujano del Aparato Digestivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario