domingo, 4 de junio de 2023

Rosa Sarmiento: Apuntes para un ensayo de biografía. Por: Pedro Rafael Gutiérrez Doña. Managua,1975

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    El olor de azahar inundaba el ambiente, en una noche del año de gracia de 1848, a pocos kilómetros de Chinandega.

    Ignacio Sarmiento Darío hacía suya a Sista (o Sixta Alemán), sin que las flores blancas le cubrieran la frente a la muchacha. Todo era amor en esa noche con estrellas y todo eran promesas de parte de Ignacio, el inquieto Nacho Sarmiento que dejaba el polen de sus deseos en una muchacha campesina, vilipendiada inútilmente, a la que incluso se le inventó un apellido para hacer más respetable la descendencia de un poeta, que bien pudo haber sido engendrado por los dioses.

    Ignacio pertenecía a una familia de amplio linaje, lo que necesariamente no quiere decir que descendiera del Cid Campeador, como se ha pretendido hacer al hablar del Cisne de Metapa.

    Sista pasó el embarazo en las más pobres condiciones, alejada de una sociedad que no la aceptaba y a la que, por otra parte, tampoco le importaba entrar, en un año poco pródigo para la tranquilidad y el sosiego.

    A los nueve escasos meses de esa noche de amor, nacía Rosa Sarmiento Darío, con los dos apellidos de su madre, la inefable Sista, citada lógicamente por los autores muy pocas y raras veces, y nunca, por cierto, con el mismo apellido. Rosa vino al mundo en Septiembre de 1848, recién firmada nuestra independencia y a sólo ocho años de la gesta de San Jacinto.

    Como ocurrió posteriormente con algunos de sus parientes, que no conocieron o no trataron a sus madres, ella no vio nunca el rostro cetrino de su padre, alegre y dicharachero, orgulloso de su dinero y sus negocios.

    Ignacio Sarmiento Darío fue asesinado a sólo tres días de nacida Rosa, sin que su madre pudiese aún levantarse de la pesada cuarentena de los años que corrían, el tradicional saquito de sal sobre el vientre, el ombligo húmedo y excepcionalmente alargado y los ojos negros, negrísimos, bañados con una generosa solución de azul de metileno.

    Sista no tenía apellido, pero había dado abundantes muestras de tener un gran corazón. Hasta su dura cama de cuero crudo le llegó la noticia de la muerte de Ignacio, su raptor y amor de su vida y a los pocos días, dicen que de dolor o de una infección no diagnosticada e inútil de averiguar a estas fechas, fallecía, quedando Rosa Sarmiento Darío huérfana, tan sola como habría de estar tantas veces en su vida.

    Ignacio y Sista, un amor efímero e imposible, murieron sin haber disfrutado de lo que bien pudo haber sido un placer para quien así lo quiera; ser abuelos maternos de un poeta, cuya señal en su vida pareció ser la abundancia de mujeres y la escasez de amor.

    La inefable doña Bernarda Sarmiento de Ramírez, a la muerte de Ignacio y la repentina defunción de Sista, que era lo de menos, de todos modos, tomaron a Rosa de cinco días de nacida, la metieron en un zurrón más duro que confortable y se la llevaron a León, haciendo el recorrido de aproximadamente nueve leguas, tan cansadamente como pudo ser para Sista el período de embarazo.

    La madre de Darío era llevada a la sombra de la noche, a una casa donde providencialmente, en forma parecida, habría de ser conducido pasados menos de veinte años, su hijo Rubén.



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    Rosa Sarmiento Darío crecía en olor de santidad.

    En los mismos corredores de mamá Bernarda, célebres por su hijo que no por ella, una despierta chiquilla, vivaracha, inusitadamente bella, aprendía a leer sola, bajo la estoica mirada de la ruda señora, que la alejaba del abecedario, por la convincente razón de que una chiquilla supiese leer y escribir, estaba más expuesta a las acechanzas del demonio y a las tentaciones de la carne.

    Con todo, cuando cumplió sus quince años, le temblaban las manos al recibir de Masaya, una carta que decía aproximadamente: “Querida Rosita. El portador es de toda mi confianza. Quiero que me contestes, con él mismo, si estás dispuesta a casarte conmigo, aunque sé lo duro que será para ti enfrentarte con tía Bernarda, que por razones que no alcanzo a comprender, te aleja de mí. Te quiero con todo mi corazón”. La carta la firmaba don Aurelio Avilés, ilustre caballero de Masaya, hombre de bien, honorable y discreto, que no sospechaba que la tía Bernarda tenía muy otras razones para su protegida, con la que no fue tan bondadosa como lo dicen las biografías de tono meloso, ni tan adusta como señalan los detractores del genio.

    Así que la Tía Bernarda, que junto con la tutela de Rosa Sarmiento tenía el cuidado de su hacienda, como hija única de Nacho Sarmiento, no quiso que Aurelio Avilés se llevara a su muchacha a Masaya y planeó casarla con primo, Manuel Darío García, varios años mayor que la propia madre de Rosa, más don Juan que hombre de ofrecer cariño, quien con varias mujeres al mismo tiempo, tuvo que aceptar de buena gana, la imposición de la tía.

    En una inolvidable carta dirigida a Alejandro Bermúdez, el malogrado biógrafo de Rubén Darío, Lola Soriano describe a don Manuel en esta forma: “Según dicen todos los que le conocieron, fue un degenerado, era casi loco y según he oído contar a sus hermanas, pasaba días enteros pidiendo a gritos cualquier capricho extravagante y hasta obsceno. Tomba muchísimo desde niño y era además afeminado. Cuando tomaba se enloquecía por completo. A pesar de ser afeminado tenía una mujer con la que tenía dos hijos que aún existen y la mujer vive todavía”.

    La descripción de don Manuel, padre de Rubén, coincide con casi todos los biógrafos del poeta y la mencionada carta, publicada por Rodríguez Demorizi, del archivo de la ilustre familia de los Bermúdez Alegría, no resta mérito alguno al genio nicaragüense. Luis Alberto Sánchez, a este respecto apunta que pocas cosas hay que lamentar tanto en torno a la apasionada bibliografía dariana, como el hecho de que Alejandro Bermúdez, quien evidentemente se preparaba para escribir la vida de su entrañable amigo, no haya podido hacerlo. Este documental valioso constituía una de las fuentes de valor inapreciable que él archivaba para emprender una tarea de la que era no sólo obligado cronista, sino el más autorizado.

    A partir de la decisión de mamá Bernarda, las cosas se movieron para realizar la boda de conveniencia.

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    Para la bella Rosa, fue un tremendo golpe la noticia de que debía casarse con Manuel García Darío. Dice Lola en la citada carta a Alejandro Bermúdez, que “al proponérselo a mi madre ella se negó rotundamente, tanto porque ella quería a don Aurelio Avilés, con quien estaba comprometida para casarse, como porque a Manuel le tenía miedo. Hicieron cuanto pudieron y estuvieron luchando por mucho tiempo. Me contaba mi madre que la tuvieron encerrada tres días y que después de ese tiempo le dijeron que su novio (sic) había muerto y después de tanto sufrir consintió en casarse con su pariente”, el 16 de Abril de 1866, día histórico en que se comenzó a escribir la nunca terminada historia de la vida de Rubén Darío.

    Primera Dama de la poesía nicaragüense, Rosa Sarmiento Darío simbolizaba así el eterno sufrir de la mujer madre nuestra: huérfana; presionada por la sociedad y la parentela; desheredada de la ley, que no la protegió y víctima de los convencionalismos que aún no conocían la devoción a la madre.

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    El maestro Juan de Dios Vanegas, provinciano acucioso, dice que “Rosita la llamaban todas las gentes. Bonita, morena, de ojos negros y brillantes, de cabellera oscura, crespa y profusa”. Muertos sus padres, sigue apuntando Vanegas, la tomó doña Bernarda con cariño y estimación, haciéndola persona visible en su hogar, en un juicio que contrasta con la polémica carta de Lola Soriano dirigida a Alejandro Bermúdez. Dos años antes de casarse, según seña el profesor leonés, fue a servir de madrina a Francisca Sandino de Darío, en representación de doña Bernarda. Estuvo como dependiente en la casa comercial de Maduro. El 16 de Abril de 1866 se verificó el matrimonio en la capital, siendo padrinos don Pedro y doña Rita. A los nueve meses, siete días, contados día por día, nació el primogénito, que hoy conocemos como Rubén Darío, genio de las letras castellanas.

    Es inconcebible que en torno a la paternidad de Rubén, malas lenguas hayan tejido una leyenda de deshonor, con el afectado interés de hacerse pasar por parientes de Darío, en condiciones tales que Lola Soriano misma ha desmentido la burda calumnia que ha tratado de convertir a su padre en padre del poeta, que mal que bien lo fue Manuel García Darío, con todos los defectos que se le quieran atribuir.

    Rubén nació de buena ley y de no haber sido así, habría sido como su madre Rosa, sin que esto le quite ni le ponga gloria. Lo grave de las acusaciones no nos luce en el hecho de querer hacer aparecer al poeta bajo el odioso calificativo de hijo natural o adúltero. Esa historia suena fea en este caso, no por falsa virtud, sino por falsa a secas. Es una mentira y eso es suficiente para que sea considerada infame. Ninguna otra circunstancia puede abonarse a favor de Rosa Sarmiento mejor que la verdad, que es la hermosa herencia que dejó a su hijo, concebido bajo el temor y el pavoroso signo de la inconformidad, que habría de acompañar al poeta por su corta vida.

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    La vida de Rosa Sarmiento debió haber sido imposible con su marido, cuando después de siete lunas de desavenencias tomó rumbo a Metapa, por viejos caminos cantados por los chocoyos seculares que le dieron nombre un día y aún cantan en sus árboles frondosos.

    El viaje de Rosa ha sido descrito como una especie de huida a Egipto sin José; otros la ponen en una carreta de ejes chirriantes, cruzando vericuetos sin más compañía que el rumiar de los bueyes y el insondable silencio del carretero cuyo nombre se ha perdido.

    Quienes han hecho nacer al pobre Rubén a bordo del primitivo transporte, hacen más gala de imaginación que de apego a la verdad, conocido el hecho de que el muchacho hermoso y cabezón no nació a los siete meses, sino a los nueve de haber sido concebido y de que, en todo caso, abundan los documentos para probar que en la modesta casita de Metapa, casita esquinera de adobes, nació por casualidad, no por casualidad, el manoseado genio de nuestro idioma.

    La Soriano hace meticulosa descripción, que nos habría encantado haberla visto en la versión de Alejandro Bermúdez, de los días que precedieron al parto.

    Rosa fue llevada a Metapa a instancias de un pariente que era testigo de ojos de la tragedia que vivía la bella Rosa. Pocos días antes de realizar el viaje, según su propia declaración, había pasado escondida bajo una vieja cama, pues Manuel le daba una vida horrible y a esto se unía un detalle trivial y grosero: la acosaba por unos puros que se le habían perdido.

    Lola dice que “la cabeza de mi hermano era fenomenal de grande y mi madre se la pasaba calentando con aceite porque le habían dicho que así se le compondría”, lo que dejaba entrever las dificultades que había pasado la mujer a la hora feliz del parto, en que dio a luz a un chiquillo cualquiera, sin que nadie anticipara que habría de ser el escudo de nuestra nacionalidad, más propiamente que los generales de otras Repúblicas.

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    A lomo de mula, la noticia del nacimiento del hijo de Rosa debió llegar a León, donde la recibió con inusitada alegría la impasible mamá Bernarda, madre adoptiva de Rosa y presunta también del niño, a quien quería como a un nieto y amaba como a un sobrino, todavía sin conocerlo.

    El marido de doña Bernarda, el Coronel don Félix Ramírez, se hizo    presente en Metapa y preguntó por la casa de Josefa Darío, la pariente de Rosa que la había atendido de parto.

La caravana inició el recorrido hacia León y Rubén metido en un canasto fue llevado a caballo en el anca del Coronel, mientras Rosa los seguía, con los ojos llorosos, incrédula ante su destino que le fue adverso, feliz de haber salido con vida del difícil trance y más feliz aún por haber dado a luz a un muchacho difícil, cabezón, pero hijo suyo.

    No se sabe dónde estaba en esos días Manuel, el marido, cuyas veces hacía en ese mismo instante el bondadoso Coronel Ramírez, con cuyo apellido se bautizó al muchacho.

    Los años pasaron y el niño crecía como todo muchacho: miel de palo, leche tomada del pie de la vaca, “mogo” y linaza.

    La tragedia conyugal perseguía a Rosa Sarmiento y después de tres años de sufrimientos, un nuevo hijo le vino al mundo, en la forma más trivial que es de esperar. Nueve meses de tortuoso embarazo, angustias, presiones y por fin, el alumbramiento. La niñita, hija de ella y de Manuel, se llamó Cándida Rosa. Fue débil desde su nacimiento, no tan cabezona como su hermano, como afirmaban los vecinos y muchos más débil.

    Rubén tenía por ese entonces tres años cumplidos y Cándida Rosa crecía como la hierba en el verano, hasta que la gastroenteritis se la llevó sin pena ni gloria.

    Cándida Rosa, si está enterrada en algún lado, es en los libros de los cultores de Darío, que omiten su nombre, sin valor, por cierto, pero con la categoría de lo curioso, elevado a lo trascendente por la fama de su hermano.

    Cosa parecida habría de ocurrir muchos años después a Phocas el Campesino, pegado de sol, que se moriría ante el impotente dolor de Paca Sánchez y Rubén.

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    La boda de Rosa con Manuel García había tenido no sólo intrigas previas de carácter familiar, al efecto de neutralizar el amor de ésta hacia Aurelio Avilés, sino trámites religiosos para obviar el impedimento existente entre los contrayentes por razones de parentesco.

El acta de matrimonio entre los padres de Rubén, es textualmente la siguiente: “En la ciudad de León, a los 16 del mes de Abril de mil ochocientos sesentiséis. Yo, el Teniente Cura del Sagrario de esta Iglesia Catedral, después de dispensadas las tres amonestaciones que prescribe el Santo Concilio de Trento y el impedimento de tercer grado de consanguinidad, por línea colateral igual, desposé y velé in facie ecclesiae, a don Manuel Darío con Doña Rosa Sarmiento. Fueron testigos don Pedro Alvarado y doña Rita Darío. Francisco Ocón”.

    A trece meses de celebrada la boda, en la misma ciudad de León, auténtica cuna del poeta, el Teniente de turno en Catedral, también de apellido Ocón, extendía la correspondiente fe de bautismo, que por ley equivalía en la época a la actual partida de nacimiento. El texto es este: “En la ciudad de León, a los tres días del mes de Marzo de mil ochocientos sesenta y siete. Yo, el Pbro. Dr. Lic. José María Ocón, Teniente Cura del Sagrario, bauticé solemnemente, puse óleo y crisma a FÉLIX RUBÉN, h. 1. de Manuel García y Rosa Sarmiento; nació el dieciocho de Enero último. Fue su padrino don Félix Ramírez, a quien advertí su obligación y parentesco espiritual y para constancia lo firmo. J. Ma. Ocón”.

    La partida de nacimiento asentada en la página 149 del libro de registros matrimoniales llevado el año de 1866 y es casualmente el primer matrimonio celebrado en el mencionado año.

    En las diligencias matrimoniales, Rosa Sarmiento declaró ignorar el apellido de su madre, en tanto que don Manuel expresó tener “45 años, haber nacido el 7 de Julio de 1820, ser primo de Rosa y pretenderla desde hace más de dos años”. Don Manuel pidió a continuación la dispensa de las amonestaciones, agregando que cualquier retraso en la celebración del matrimonio podría acarrearle muchos perjuicios.

    El cura se trasladó en esa ocasión a la casa de la novia, donde se celebró el acto. Rosa figuraba de 23 años, aunque poéticamente se le hayan asignado en varias ocasiones los floridos 15 años al asistir al altar. El primer testigo de estas valiosas diligencias fue Manuel Bermúdez, de oficio sastre; Carlos Urey, trabajador de Bermúdez, fue a declarar en el trámite. Finalmente, el otro testigo del histórico acto se llamaba Cayetano Pereira, sobre quien la calumnia ha hecho recaer la paternidad de Darío, por cierto, sin causa alguna y por la única razón de ser compañero de tragos del padre del poeta.

    Las mencionadas diligencias están encabezadas por la petición de los cónyuges, en estos términos: “Manuel (pretendiente) Rosa (pretendida) del que solicita se le conceda la correspondiente dispensa alegando las causales de ser huérfana su pretendida, carecer de dote, y haberse hecho pública su solicitud, que él ha vivido muchos años en la ciudad de Chinandega, y que no tiene otros impedimentos de los que se le han explicado, según lo prevenido en la instrucción del Obispado, desde el artículo 6º hasta el 12º que por serle urgente el casarse cuando antes pide también se le dispensan las proclamas que por su parte habrían de leerse en Chinandega como en esta ciudad, pues cualquier dilación le acarrearía mucho perjuicio en su solicitud, que lo dicho es la verdad en que se ratificó que leída le fue la presente, lo que firmó conmigo y los de asista. Ocón. Manuel García. Inocente Rodríguez. José de la Llana. Declaración de la pretendida Rosa García. En el mismo día, yo el Teniente Cura del Sagrario asociado de los de asista, me constituí personalmente a la casa donde vive la señorita Rosa Darío, y juramentada en forma ofreció decir la verdad en lo que fuera preguntada, y dijo, que se llama Rosa Darío, que es Solta. de este vecindario, nacida en Chinandega, pero que muy tierna la trajeron a esta ciudad, de donde no ha salido a otro lugar, que es de veinte y dos años de edad, hija natural de una señora llamada Sista, cuyo apellido no supo porque la dejó muy tierna cuando murió, que hace algún tiempo que le ha propuesto matrimonio el señor Manuel García, a quien ha conocido siempre pues que ha vivido en su propia casa, que últimamente de su libre y espontánea voluntad está resuelta a casarse con él, que es su pariente de consanguinidad en tercer grado por línea transversal: que no ha celebrado esponsales con ninguna otra persona, que es pobre sin ningún otro impedimento más que el especificado, que lo dicho es la verdad en que se ratificó y firmó conmigo y los de asista. Ocón. Rosa Darío. Inocente Rodríguez. José de la Llana”.

    Como corolario, aprobada la solicitud de matrimonio, el canónigo concluyó las diligencias diciendo: “Imponemos en penitencia a los contrayentes cuatro confesiones y comuniones y el Smo. Rosario por ocho días y valga siempre que la enunciada Rosa Darío no haya sido robada o que habiéndolo sido no permanezca en manos del raptor”.

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    Darío habla de su primera infancia, con alusiones muy breves sobre la personalidad de Rosa Sarmiento. En realidad, la hermosa mujer nunca fue su musa y no se conoce sino una sola carta, que aparece en otro lugar en que se haya referido a ella, excepción hecha del molesto y enojoso juicio que le entablara por la sucesión intestada de su padre.

    En su incompleta cuanto indocumentada Autobiografía, Rubén dice: “Mi primer recuero –debo haber sido a la sazón muy niño, pues se me cargaba a horcajadas, en los cuadriles, como se usa por aquellas tierras— es el de un país montañoso: un villorrio llamado San Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense: una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros –negros?— no lo puedo afirmar seguramente, más así lo veo ahora en mi vago y como ensoñado recuerdo –blanca, de tupidos cabellos oscuros, alerta, risueña, bella. Esa era mi madre”.

    Rubén estaba en San Marcos de Colón, cuando su madre partió con él en busca de la paz y del amor, que al parecer había sido imposible para la hermosa Rosa.

    Rosa Sarmiento habitaba en la casa de mamá Bernarda, donde había una alegre pensión llena de estudiantes hondureños, entre los que estaba Juan B. Soriano, quien atacado de fiebre amarilla recibió los auxilios de la madre de Rubén. La locuaz Lola Soriano dice en la citada carta a Bermúdez: “Este hondureño se enamoró de mi madre y pudo ganar su corazón con el gran cariño que demostraba a mi hermano a quien ofrecía mirar como a un hijo; pues aunque habían salido otros novios a mi madre, ella no quería casarse por temor de que su hijito sufriera algo. Mi tía abuela se opuso rotundamente a ese matrimonio, se supone que era por no quedarse sin la persona que le servía sin remuneración y algunas personas afirmaban que el señor Soriano antes que a mi madre le había hecho el amor a ella, aunque casada, para nada tomaba en cuenta a su marido”.

    En San Marcos de Colón, el Presbítero Juan Raudales realizó la boda de Soriano con Rosa Sarmiento.

    A los diez años, siempre a la grupa del Coronel Ramírez, Darío fue llevado a León, a la inevitable casa de mamá Bernarda, ya nacida su hermana Lola, en el mismo poblado hondureño descrito por el poeta en sus memorias.

    Rosa no abandonó nunca a su hijo y prueba de ello son las citas que hace el mismo Rubén en el libro citado.

    Sus amores con Soriano, absolutamente normales después de la separación de Manuel Darío, no opacaron el amor de madre de la espigada mujer, calumniada por quienes quieren construir una falsa aureola sobre la indignidad de una madre.

    “Un día, dice Rubén, una vecina llamó a su casa. Estaba allí una señora vestida de negro, me abrazó y me besó llorando, sin decirme una sola palabra. La vecina me dijo: “Esta es tu verdadera madre. Se llama Rosa y ha venido a verte desde muy lejos”. No comprendí de pronto, como tampoco me di cuenta exacta de las mil muestras de ternura y consejos que me prodigara en la despedida, que oía de aquella dama para mí extraña. Me dejó unos dulces, unos regalitos. Fue para mí rara visión. Desapareció de nuevo. No debía volver a verla hasta más de veinte años después”.

    Al cabo de los años, por caminos convergentes únicamente en la adversidad, la noble Rosa Sarmiento emprendía otra vez (¿por cuantas veces lo había hecho antes?) el camino a su León, para ver a su hijo, ya con la gloria a cuestas. En esos días –Enero de 1893— moría Rafaela Contreras y el poeta sufría. “Pase ocho días sin saber nada de mí, pues en tal emergencia recurría a los abrumadores nepentes, de las bebidas alcohólicas. Uno de esos días abrí los ojos y me encontré con dos señoras que me asistían: eran mi madre y una hermana mía, a quienes se puede decir que conocía por primera vez, pues mis anteriores recuerdos maternales estaban como borrados”.

    El 5 de Noviembre de 1888 había muerto Manuel Darío, víctima de intoxicación alcohólica; en 1889 Rosa Sarmiento había sido demandada por su hijo Rubén por los bienes intestados de Manuel y a los pocos años, la mujer que amaba a su hijo, olvidada por todos, estaba como siempre a su lado.

    Rosa había sido una mujer, pero también una madre.

    Al año siguiente al juicio, nada parecía enturbiar el amor de Rosa por su hijo. Rubén le dirigía la siguiente carta, como si nada hubiese pasado: “San Salvador, Febrero 10 de 1890. Mi querida madre. Recibí su telegrama, que le agradecí profundamente, pues fue la primera de las felicitaciones que recibí. Sé que tengo deberes y procuraré cumplirlos. Mi empresa está medio afirmándose. Abráceme a Lola en mi nombre. Romero llegó. Es un excelente muchacho que me ha sido muy buen amigo mío, pero nunca “mi protector”. Estos nunca los he tenido. Le recomiendo la carta. Le escribo corto porque el correo se va. La saluda con cariño y respeto, su hijo. Rubén”.

    Nada más habría de dedicar el poeta a su madre.

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    Rosa Sarmiento, pobre de solemnidad, fue despojada de sus bienes, renunciando a sus derechos hereditarios en un juicio grosero entablado contra quien había sido todo dolor. De ese juicio son estos extractos.

    En la demanda se incluye esta acta: “Judicatura de matrimonios del Obispado de Nicaragua, León, Febrero 13 de mil ochocientos setenta y tres a las diez de la mañana. Los señores don Manuel García Darío y la señora doña Rosa Sarmiento, ambos de este vecindario, representado el primero por medio de su procurador, licenciado don José Wenceslao Mayorga y la segunda por medio del señor bachiller don Salvador Jiménez, han ocurrido a este juzgado solicitando el primero divorcio perpetuo de su esposa legítima doña Rosa Sarmiento en cuanto al thalamo y habitación, fundando su solicitud en la falta de fidelidad por adulterio cometido por la expresada señora, y del que ha resultado la procreación de hijos de otra persona que no es su marido; la segunda que lo es la referida doña Rosa Sarmiento, solicita igualmente el divorcio, con la condición de que se declare culpable a su marido, por trato cruel que le ha dado cuando estaba en su poder, haberla abandonado de su lado y otras acciones injuriosas en que el señor Darío desconfiaba de ella en el manejo de sus intereses”.

    En la misma voluminosa diligencia, consta el siguiente escrito: “Como apoderado del señor don Rubén Darío, vengo a pedir a usted se sirva autoriza al depositario de los bienes que quedaron por muerte del señor don Manuel Darío, o a la persona que merezca la confianza de usted, para que proceda a vender las mercancías que tiene en depósito (sic) pues cuando concluya el juicio los referidos efectos serán completamente arruinados y no representarán ningún valor”.

    La venta de los bienes fue autorizada y don Alejandro Cortés, custodio de los mismos, procedió a buscar mejor postor.

    Rosa Sarmiento, débil hasta la desesperación, como ninguna otra, litigaba de solemnidad. Esta dramática acta, habla más elocuentemente que cualquier otra cosa: “En la ciudad de Chinandega a los veintisiete días del mes de Mayo de mil ochocientos ochenta y nueve. Reunida la Corporación Municipal que en número competente a solicitud de doña Rosa Darío, mayor de edad, de oficios domésticos, viuda, de este domicilio que pide se le auxilie con el beneficio de pobreza por no tener el capital que la ley requiere, a cuyo fin presentó por testigos a los señores doctor Luis Ramírez, don Juan Antonio Herradora, don Juan Salazar, que se califican de idóneos: quienes juramentados en forma con citación Fiscal, uno en pos de otro, separadamente, dijeron: Que doña Rosa Darío no posee el capital de quinientos pesos en ninguna clase de bienes, ni un oficio, profesión, arte, industria o renta que le d. igual suma al año. Y esta Municipalidad descansando el dicho unánime de estos testigos, resuelve conceder a la señora Darío el beneficio de pobreza por el término de un año quedando sujeta a la reproducción fiscal y parte contraria”.

    El cinco de Julio de 1889, José Madriz se personaba como apoderado de Rosa Sarmiento, con un escrito en que asentaba el cargo de indigna que le imputaba Rubén en la sucesión de los bienes de su padre Manuel.

    El trece del mismo mes, José Madriz introducía ante el Juez de la primera instancia civil un dramático escrito en que consignaba que Rosa Sarmiento “jamás tuvo intención de reclamar un centavo de la sucesión de su finado marido, no porque se creyese destituida de derecho, sino porque para ella era más satisfactorio que llevase toda la herencia su hijo don Rubén, a quien ha amado y ama tiernamente, no obstante, el profundo resentimiento que le causa esta demanda”.

Con todo y que Rosa Sarmiento había sido declarada pobre de solemnidad y constituida en tal forma en el juicio sobre los bienes de su marido, antes de producirse sentencia alguna, Darío ordenó a su representante obtener de la sucesión cuatrocientos pesos, para pagar un jiro que recibió en San Salvador, vendido por el Banco Agrícola Mercantil.

    Rosa no se opuso a la petición, en medio de su pobreza. Tampoco pidió ella ni requirió un solo centavo, pese a su extrema necesidad.

    La madre afloraba a los actos de Rosa Sarmiento y como epílogo a la afrenta judicial, el 27 de Junio de 1889, José Madriz y Jerónimo Aguilar firmaban un acta como apoderados de Rosa Sarmiento y de Rubén Darío, en que la primera renunciaba a todos sus derechos sobre la sucesión de don Manuel, a favor de Rubén y que éste aceptaba desde luego.

    El final quedaba consignado así: “Habiendo arreglado las partes por medio de sus respectivos procuradores el presente litis como consta en el escrito que antecede, dase por terminado: y líbrese orden al depositario de los bienes del mortual de don Manuel García Darío, licenciado don Alejandro Cortés, para que entregue al apoderado de don Rubén Darío, licenciado don Jerónimo Aguilar, dichos bienes, reservándose los honorarios que le corresponden”.

    La madre entregaba al hijo su propia sangre. Para ella quedaba un acta de la Corporación de Chinandega, donde constaba su pobreza, por el término de un año.

    Eso era para los efectos judiciales: la pobreza la acompañaría hasta la muerte.

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    Los norteamericanos que visitan el trópico se marean con el calor, languidecen con nuestras comidas e inventan cuanto les viene en gana.

    Hay un estilo superficial y pintoresco propio de estos traficantes de nuestras curiosidades, cuando hablan de nuestras revoluciones, de nuestra economía y aún de nuestros poetas.

    El hecho de ser profesor universitario, no pone a salvo al doctor Thomas Ballantine Irving, de esa flojera intelectual que convierte a cualquier redactor de literatura barata, en un best seller.

    Ballantine Irving, sin más autoridad que la de ser un aficionado a la literatura hispanoamericana, como una fuente de trabajo desde luego, en una conferencia que dictó en el Instituto Hondureño de Cultura Interamericana, en Tegucigalpa, el 31 de Enero de 1955, difunde una historia que nada tiene que ver con la verdad, manchando el delicado historial de Rosa Sarmiento y envolviendo a Rubén en una leyenda, al efecto de hacerlo aparecer como hondureño, aparentemente por ser financiado el viaje por la United Fruit Company, que desea mejorar sus relaciones con Honduras.

    Irving cita actas, declaraciones, tonterías casi todas ellas, inventos de él mismo o sugestiones de parte interesada, para consignar declaraciones de una tal Angela Gutiérrez, que afirmó que el padre de Rubén Darío era Soriano y no Manuel García.

    Rosa Sarmiento fue despojada en vida su dinero y de su honra. Muerta habría de seguir siendo víctima de los profanadores de sepulcros, haciendo interminable el calvario de una mujer madre ejemplar, sin Mayos en su calendario.

    Rosa prodigó su amor y su dinero, dando mucho más de lo que tenía.

El tres de Mayo de 1895 moría en El Salvador, acompañada de su hija Lola. Está enterrada en el modesto mausoleo de la familia Contreras, junto con Rafaela Contreras.

    La vida de ella, llamada Rosa, no tuvo por cierto ese color.

    Pudo nadie mejor que ella decir: ¿Fue juventud la mía?












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