Rubén Darío, 1907. " Fecha de su viaje viaje a Nicaragua" |
DISCURSO Y
COMPOSICIÓN POÉTICA DE RUBÉN DARÍO.* En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura,
Ciencias, Artes. León, 31 de Diciembre de 1907 y 15 de Enero de 1908. Núm.
8 y 9. Año XIV. Tomo VI. Director: Félix Quiñónez.
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Leído por Rubén Darío, en el Teatro
Municipal, la noche del 22 de Diciembre de 1907
Señoras, Señores:
Un querido amigo mío, Rector de la Universidad de Salamanca.
D. Miguel de Unamuno, escribíame recientemente, con motivo del retorno a mi
Patria, palabras hermosas que hablaban del griego Ulises y de la maravillosa
Odisea. Nada más propio de aquel hombre ilustre, y de esta vuelta a mis lares,
que la generosidad de mis coterráneos, la elevación del nivel intelectual y una
simpatía palpitante y orgullosa, se han convertido en una apoteosis, si apenas
merecida por los sufrimientos de la ausencia y por ese perfume del corazón de
la tierra nuestra, que no han podido hacer desaparecer ni la distancia ni el
tiempo.
Podría con satisfacción justa decir que como Ulises, he
visto saltar el perro en el dintel de mi casa, y que mi Penélope es esta Patria
que, si teje y desteje la tela de su porvenir, es solamente en espera del
instante en que pueda bordar en ella una palabra de engrandecimiento, un
ensalmo que será pronunciado para que las puertas de un futuro glorioso den
paso al triunfo nacional y definitivo.
Tiene la ciudad de Bremen, como divisa, un decir latino que
el prestigioso D᾽Annunzio
ha repetido en uno de sus poemas armoniosos y cósmicos: Navigare necesse est, vivere non est necesse.
Yo he navegado y he vivido; ha sido Talasa amable conmigo
tanto como Demeter, y si la cosecha de angustias ha sido copiosa, no puedo
negar que me ha sido dado contribuir al progreso de nuestra raza y a la
elevación del culto del Arte en una generación dos veces continental. Benditas
sean las tribulaciones antiguas, si ellas han ayudado a ese resultado y bendito
sea el convencimiento que siempre me animó de que “necesario es navegar”, y
aumentando el decir latino, “necesario es vivir.” Volvió Ulises cargado de
experiencia; y la que traigo viene acompañada de un gran caudal de esperanza.
Yo quiero decir ante todo a mis compatriotas, que después de permanecer por
largo tiempo en naciones extranjeras, y estudiar sus costumbres, y medir sus
vidas, y pesar sus progresos, y apreciar sus civilizaciones, tengo la
convicción segura de que no estamos entre los últimos en el coro de naciones
que mantendrán el alma latina, con sus prestigios y su alto valor, en próximas
y decisivas agitaciones mundiales. Viví en Chile, combatiente y práctico, que
ha sabido también afianzarse en obras de paz; viví en la República Argentina,
cuyos progresos asombran al mundo, tierra que fue para mí maternal y que
renovaba, por su bandera blanca y azul, una nostálgica ilusión patriótica; viví
en España, la Patria madre; viví en Francia, la Patria universal; y nada era
para mí, ni más orgulloso, ni más grato, que el nombre de un compatriota
repetido por la fama científica, por la autorización histórica o por el
renombre literario, y cuando alguna vez desgraciadamente, sabía el mundo de
lamentables disenciones (sic), yo no podía evitar las palpitaciones de mi
corazón ante las victorias nuestras que comentaba Europa.
Aun siente España desaparición de un grande hombre suyo, que
se llamó Ángel Gavinet, ese andaluz eminente que, de boreales regiones, envió
tanta luz a la tierra maternal. Y cuenta este granadino, hoy glorificado, la
historia de un hombre de Matagalpa que, después de recorrer tórridas Áfricas y
Asias lejanas, fue a morir en un hospital belga, y le llamó para confiarle los
últimos pensamientos de su vida. No sé cómo se llamaba aquel hombre de
Matagalpa; pero sé que ese ignorado compatriota, en su modestia representativa,
había visto como yo quizás, en las constelaciones que contemplan sus ojos de
viajero, las clásicas palabras: Navigare
necesse est, vivere non est necesse.
Si acaso el país ha quedado retardo en este vasto concierto
del progreso hispano-americano, por razones étnicas y geográficas que serán
allanadas, por motivos que son explicados por nuestras condiciones especiales,
nuestros antecedentes históricos y por la falta de esa transfusión inmigratoria
que en otras naciones ha realizado prodigios, tenemos práctica y vitalmente
demostrado, que un impulso a tiempo y una aplicación de generosa y alta
energías, mantenidas según las exigencias del organismo nacional, pueden ante
la revisación de valores universales, demostrar que, aparte de población o de
influjo comercial, se es alguien en el mundo.
Señalaré, siquiera sea ligeramente, algunos de los nombres
de aquellos que contribuyen al engrandecimiento nacional, por la obra paciente
de la evolución civilizadora.
Ningún orgullo igual al mío, cuando en círculos científicos
escuchaba el elogio de este discípulo-amigo de Pean, de este continuador de
Pasteur, de este alumno querido de Richelot, de esta noble y amada gloria
nuestra, que lleva por nombre Luis H. Debayle, y que León tiene la suerte de
guardar y Nicaragua que comprender y valorar, para el día no lejano en que los
niños saluden la frente de mármol bajo el cielo azul…
Y con qué singular placer contemplo en directivas funciones
de Gobierno a quien, fraternal en mi infancia y por siempre, tenía junto con mi
cariño y mi respeto por meditativo, silencioso y ponderado; por su talento
fuerte, su carácter hidalgo y su delicadeza espiritual, el respeto y cariño de
todos nuestros compañeros: he nombrado a Francisco Castro.
Nadie como yo podrá apreciar la labor de un Mariano Barreto,
cuyo elogio he oído hacer a egregios profesores: el sabio rector salmantino, de
quien os hablaba antes, y hombres de la más vasta erudición filológica del
mundo hispano. Un Darmesteter, un Dozy y un Remy de Gourmont, grande y querido
amigo mío, a quien me complazco en recordar ahora como siempre, son los que
hacen de las lenguas, los instrumentos con que se hechiza y se civiliza a la
Tierra.
Y no solamente son el médico eminente y el cultivador
distinguido del idioma: que en pos de estos vienen con la piqueta de la
investigación en la mano, los cavadores de siglos, los exhumadores de las
generaciones pretéritas, los que han sabido concretar, dejando un provechoso
residuo de experiencia y de espíritu de años, el alma de la patria, para que
las generaciones posteriores aprendan a amarla y a engrandecerla.
José Dolores Gámez, uno de los más eficaces, de los más
concienzudos y de los más brillantes investigadores de nuestra vida pasada; y
Alfonso Ayón –continuador de la obra vigorosa de su ilustre padre, que ha
mantenido la gloria de su apellido y el prestigio de la fama paternal—y
permitidme que en esto momentos, vea como si existiese, la figura de aquel
anciano que fue un ídolo de su generación, y de cuyos labios algo alcancé a
aprender en momentos en que las iniciaciones de mi pensamiento comenzaban, no
sin prematuras y duras luchas.
Voy a hablar con singular agrado de Santiago Argüello, cuya
personalidad se me asemeja en América a la de Salvador Rueda en España; el
mismo talento iniciativo, los mismos fuego y sol que encienden en Andalucía
idénticas llamas que en Nicaragua, quizá superencendiendo en el nicaragüense
imaginación y verbo, que se compensan en el andaluz con la divina mora
fantasía, que ha sido tan fecunda para España en obras magistrales. Vibra
Santiago, en verso y en prosa, de tal manera; habla su alma, penetrando en las
almas de todos de tal modo, que creo no haberme equivocado el día en que le
proclamé admirable entre los primeros. Ha tenido él la ventaja de no tener que
lamentar como yo la ausencia de la patria. Barrés tiene razón al proclamar y
sostener su sentimiento exclusivamente nacionalista.
Existe un florecimiento que toda la juventud, tanto de la
cara, grande y querida madre España, como de toda nuestra América, me atribuye.
Voy por la primera vez a decir la verdad de esta circunstancia.
Yo vine en un momento en que era precisa mi intervención en
el porvenir del pensamiento español en América. Yo soy un instrumento del
Supremo Destino; y bien pudo nacer en Madrid, Corte de los Alfonsos; en Buenos
Aires, tierra de Mitre; en Bogotá o en Caracas, el que nació en la humilde
Metapa nicaragüense.
Brillante es la impresión que tengo yo, que cortejé durante
largo tiempo a la musa cosmpolita, al ver en mi tierra, fuertes talentos,
fuertes caracteres y encantadoras liras.
Quiero junta dos impresiones que parecen completamente
distintas, y que han hecho en mi espíritu dos huellas reales proras: es la
primera, el haber desembarcado en Corinto, dulce puerto por siempre, de una
manera europea; y es la segunda, mi visita a los elementos de guerra, que el
Jefe de Estado tuvo a bien mostrarme en una de las tardes más felices de mi
vida.
Vi, primeramente, que en las artes de la paz y en las
ventajas de la civilización, no quedamos atrasados entre los pueblos nuestros,
y vi que en las industrias y ciencias de la guerra, ni se nos tomaría por
sorpresa, ni se nos ganaría por previsión.
Quizás se esperaría de mí un discurso florido de retórica y
encantado de poesía. Yo sé lo que debo literariamente a la tierra de mi
infancia y a la ciudad de mi juventud: no creáis que en mis agitaciones de
París, que en mis noches de Madrid, que en mis tardes de Roma, que en mis
crepúsculos de Palma de Mallorca, no he tenido pensares como estos: un sonar de
viejas campanas de nuestra Catedral; por la iniciación de flores extrañas, un
renacer de aquellos días purísimos en que, en la calle real, mejor que en los
cuentos orientales, se formaban alfombras de pétalos y de perfumes en la espera
de un señor del Triunfo que siempre venía, como en la Biblia, en su borrica
amable y precedido de verdes palmas.
Como alejado y como extraño a vuestras disenciones (sic)
políticas, no me creo ni siquiera con el derecho de nombrarlas. Yo he luchado y
he vivido, no por los gobiernos, sino por la Patria, y si algún ejemplo quiero
yo dar a la juventud de esta tierra ardiente y fecunda, es el del hombre que
desinteresadamente se consagró a un ideal de arte, lo menos posiblemente
positivo, y después de ser aclamado en países prácticos, volvió a su hogar,
entre aires triunfales; y yo, que dije una vez, que no podría cantar a un
Presidente de la República en el idioma en el que cantaría a Halagaabal, me
complazco en proclamar ahora la virtualidad de la obra del hombre que ha
transformado la antigua Nicaragua, dándonos el orgullo de nuestra inmediata
suficiencia, y casi la seguridad de nuestro inmediato porvenir.
León, con sus torres, con sus campanas, con sus tradiciones;
León, ciudad noble y universitaria, ha estado siempre en mi memoria, fija y
eficaz: desde el olor de las yerbas chafadas en mis paseos de muchacho; desde
la visión del papayo que empolla al aire libre sus huevos de ámbar y de oro;
desde los pompones del aromo que, una vez en Palma de Mallorca, me trajeron
reminiscencias infantiles; desde los ecos de las olas que, en el maravilloso
Mediterráneo, repetían voces del Playón
o rumores de Poneloya, siempre tuve,
en tierra o en mar, la idea de la Patria; y ya fuese en la áspera África, o en
la divina Nápoles, o en París ilustre, se levantó siempre de mí un pensamiento
o un suspiro hacia la vieja Catedral, hacia la vieja ciudad, hacia mis viejos
amigos; y es un hecho, que casi fisiológicamente se explicaría, de cómo en el
fondo de mi cerebro resonaba el son de las viejas torres, y se escuchaba el
acento de las antiguas palabras.
Deseo, al partir, decir a mis amigos, de antes, a mis
compañeros de ahora y de mañana, a los que me honran llamándose discípulos, y
en quienes veo yo la facultad vital de la patria, lo siguiente: -Bien va aquel
que sigue una Ilusión, cualquiera que sea esa Ilusión; bien va el práctico que
en su ilusión bancaria cree ser mañana feliz; bien va aquel a quien su ilusión
política coloca en plausibles ambiciones y en sueños de puestos proficuos, y
aquel que tiene, por fatal peregrinación, que buscar entre las estrellas su
provecho de nefelibata, bien va, si lleva de la mano a su conciencia, y si su
corazón está con él.
En Oviedo, en Gomara (sic), en los historiadores de Indias,
supe de nuestra tierra antigu y de sus encantos originales; pero deseo que la
juventud de mi país se compenetre de la idea fundamental de que, por pequeño
que sea el pedazo de tierra en que a uno le toca nacer, él puede dar un Homero,
si es en Grecia,; un Tell, si es en Suiza; y que, así como las
individualidades, tienen las naciones su representación y personalidad que da
trascendencia a las leyes de su destino y al punto en que, por decisión de
Dios, están colocados en el plano, casi inimaginable, del progreso universal.
Profunda complacencia tengo cuando veo a la actual generación, que representa
el espíritu de nuestra tierra, brillar tanto por cantidad como por intensidad,
en el ejército intelectual del Continente. Materia prima tenemos muchísima, y
por algo Víctor Hugo escogió al Momotombo, entre todos los Volcanes de América,
para hacerle decir los maravillosos alejandrinos de su Leyenda de los Siglos.
Yo he sido acogido en diferentes naciones, como si fuese
hijo propio de ellas. Yo guardo en mi gratitud los nombres de Chile, de Costa
Rica, del Salvador, de Guatemala y de Colombia, sobre todo de esa generosa, grande
y aun actualmente eficaz República Argentina, que ha sido para mí adoptiva y
singular patria. Y dejadme que en estos momentos pronuncie el nombre de Mitre,
cuya gloria vasta conocéis, pero de quien seguramente no sabéis la protección
vital que, desde hace veinte años, me sostiene en América y Europa. Al nombre
de Mitre habrá que agregar, en vuestra memoria y en vuestra gratitud, como ya
está agregado en las mías, el nombre del ilustre general Zelaya.
Recientemente en los Estados Unidos han enviado a la
República Argentina a hombre como el profesor Rowe, de la Universidad de
Pensilvania, a observar las maneras de pensar y de obrar que, en ese eminente
foco latino, animan las más fecundas y poderosas energías hispanoamericanas. Y
los yankis visitantes han ido a decir, asombrados, cuál es la casi mágica labor
que ha hecho del Río de la Plata el hogar del mundo y un refugio de libertad y
trabajo.
Nuestro café, nuestro cacao, nuestra caña de azúcar, nuestro
caucho de la costa norte, solicitan la atención europea; pero no con el interés
que se tendría si una investigación fecunda nos ayudase para dar salida, por
ejemplo, a esa industria del hule, que en estos momentos se levanta con
preponderancia natural, gracias al impuso automovolista. No tenía en el Brasil,
por ocasiones literarias, tiempo de examinar la cuestión cafetalera que, para
ventaja de Colombia, estudió tan bien y
tan eficazmente, ese criterio y ese valor moral, que se encarnan en Rafael
Uribe y Uribe; pero sabía que nuestros progresos agrícola, gracias a la elevada
dirección de un Jefe único, habían aumentado,
supe después por experiencia propia, lo que pueden realizar voluntades
bien diligentes y tierras bien nutridas.
Voy a concluir, señores con la contemplación de las velas de
Ulises, con la miel en la lengua, como si recitase un verso griego. He querido
que este discurso quedase en la ciudad universitaria y amada, en la ciudad de
tantos adorados viejos cuyas testas eminentes nos están haciendo falta en
jardines y paseos. Pues yo soy tan
egoísta, y tan ciudadano, que querría
ver, por ejemplo, representada la imprenta en aquella venerable y blanca cabeza
del anciano Justo Hernández, para quien, desde hace largo tiempo he soñado el
busto conmemorativo.
El azul era para mi vida un color simbólico. Tengo el placer
de decir que no me quieren más los estudiantes de Nicaragua que los estudiantes
de Buenos Aires, de La Habana, o de Madrid. Andaluces, vasco o gallegos, los
fundadores de nuestra Familia, nos trajeron una esencia de Arte y un amor de
idealismo. Dios eterno y único haga que lo que es un hecho en Literatura, pueda
realizarse para Centro América en Política, por ley histórica y por necesidad
de nuestra civilización.
HE
DICHO
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