ÉXODO DE RUBÉN DARÍO.
Por Máximo Jerez. En: La Patria. Publicación
Quincenal: Letras, Ciencias y Artes. León, 16 de Abril de 1916. Año XXI.
Núm. 11. Tomo VIII. Director: Félix
Quiñónez.
Los
violines de la bruma
Saludan al Sol que muere;
Salmodia la blanca espuma
¡Miserere!
(Óbito)
Era el 3 de Febrero.
Arriba, en
la diafanidad del horizonte, eclipsaba el Sol.
Abajo, en
esta tierra del Momotombo, moría el Poeta.
¡Dualidad de
eclipses; sombras en el Oriente de los cielos y tristezas en el cielo de las
almas!
Y el eclipse
del REY-ASTRO precedía al eclipse del POETA-REY.
Tal sucede
siempre cuando termina la existencia de un genio.-
Y Rubén
Darío, estaba agonizante. Ese día no hablaba, ni tomaba alimentos. Había
recibido ya de manos del Obispo de León, al Dios eucarístico.
Y, como
Virgilio, había ordenado su testamento: todo se lo dejaba a su hijo Rubén, hijo
del amor, actualmente en la minoridad con residencia en Barcelona. Y si la Eneida, por disposición testamentaria de
su autor, fue condenada a las llamas, Rubén Darío no dispuso la incineración de
ninguna de sus producciones. Lo divinamente humano –su obras- y lo humanamente
divino– su conciencia, estaban ya arregladas.
Sobre los
blancos cobertores de su lecho de moribundo, tomaba la inmovilidad de la
marmolización, y sus facciones cubiertas de mortal palidez, enunciaban el sello
inequívoco de la inmortalidad.
Y era que
aquella cabeza apolínea en que habían hecho erupción los pensamientos regios y
la inspiración divina, iba a entrar en la penumbra del sepulcro.
Su gran
frente denunciadora del genio, besada por Dafne –convertida en laurel de Penéo,
su padre, para ampararla de las seducciones de Apolo- esperaba recibir también
el ósculo frío y último de la muerte.
Y habían
desaparecido en él, las señales manifiestas de la necrofobia que le hizo tener
aprehensión a las operaciones quirúrgicas, por la que no aceptó el alojamiento
que el doctor Luis H. Debayle le ofreció cariñosamente en la Casa de Salud, no obstante la doble
hermandad de atracción y afecto que existió entre ambos desde la infancia.
El poeta no
podía tener ya miedo a la muerte.
Consciente
de su gloria, ¿por qué iba a temer el olvido de los hombres?
Vivo él, se
le había elevado a la apoteosis; muerto, sabía que debía glorificársele.
¿Para qué
sentir horror por la muerte?
El
renacimiento del genio está en el sepulcro; el reconocimiento del mérito, en la
inmortalidad.
El por qué me has abandonado del Cristo
moribundo, no podían pronunciar los labios de quien había visto la insólita
admiración de dos mundos.
Y moría así,
convencido de que al cerrar sus ojos, con la visión del misterio, tendría la
vida de los dioses de ahora, los inmortales.
Y fueron
pasando las horas lentamente, hasta llegar el sábado 5 de febrero en que se
creyó que en ese día terminaría todo.
Sin embargo,
el Poeta entró en su verdadera agonía el domingo 6 a las 9 ¾ de la mañana.
Reclinado
sobre el lado izquierdo, con la cabeza apoyada en sus aristocráticas manos,
como si el peso de sus últimos pensamientos necesarita el sostén de aquella
diestra que había escrito tanto, y que irradiando luz, los había esteriorizado
(sic); con la vista vedada por los párpados, en donde se veían ya las sombras
de la muerte; con la respiración jadiante (sic), como indicando que la
vitalidad estaba al extinguirse, con un crucifijo –recuerdo de un poeta amigo,
Amado Nervo—sobre el pecho, así, dolorosamente fatal, iba llegando el fin para
esa existencia luminosa y grande.
Y en aquella
actitud deificadora parecía salmodiar sus versos.
“Alma mía, perdura en tu idea divina;
Todo está bajo el signo de un destino
supremo;
Sigue en tu rumbo, sigue hasta el ocaso
extremo
Por el camino que hacia la Esfinge te
encamina.”
Y las horas
zozobrantes se deslizaban con una lentitud pavorosa. La estancia estaba casi
sola: su esposa, dos o tres familiares, algunos amigos, uno de los médicos que
le asistían, el Dr. Escolástico Lara; un sacerdote, el Padre Félix Pereira,
quien murmuraba las oraciones que la iglesia católica dedica a los moribundos.
Esta escena
dolorosa y fatal la iluminaba apenas una lámpara de querosine (sic) sistema
“Perpetuo”, que, con la potencia de su luz, agrandaba los seres y las cosas. Y
había un silencio profundo, el silencio que precede a las grandes desgracias,
el silencio que se observa en presencia de Icton.
Su esposa,
vestida de blanco, con el cuello liado con un pañuelo blanco también, parecía
la estatua del Misterio.
De cuando en
vez, sus manos llevaban a los labios del esposo un lienzo humedecido. Mientras
tanto, las tinieblas de Parasceve, que
precedieron a la crucifixión, se iban extendiendo en torno de aquella cabeza
pensadora.
Fuera de la
habitación, individuos de la policía guardaban las puertas de entrada. Una
lámpara a standard, colocada en el
centro del patio de la casa, esparcía su luz clara, con reflejos de luna, y
varias señoras, señoritas y amigos, admiradores, periodistas, escritores y
poetas, artesanos; el León de las ciencias de las letras; el León de la fuerza;
el León de la leyenda, estaba representado allí, en espera del momento fatal.
Cuando vino,
en 1907, cargado de laureles, de prestigios y de gloria, dijo:
“Quisiera ser ahora como el
Ulises griego
Que dominaba los arcos, y los
barcos, y los
Destinos. ¡Quiero ahora
deciros hasta luego!
¡Porque no me resuelvo a
deciros adiós!
Y cuando
volvió, enfermo, desahuciado como llegó Virgilio a Brindisi, recordando sus
versos anteriores exclamó:
“Cuando vine la otra vez, os dije, hasta luego, porque no me resolvía a deciros adiós, ahora que vuelvo, os digo hasta siempre, o hasta la eternidad”.
Y la idea
obsesionante de Mozart, cuando escribió su Requiem, la visión de la Muerte, de
seguro, en aquel momento, conturbó el espíritu del Poeta.
Y aquel hasta siempre, hasta la eternidad, se
realizó.
Como el
Ulises griego había dominado los arcos, y los barcos, y los destinos, y a
través, de su marcha triunfal, vino a
la Patria, para que la tierra de su cuna no se privara de la gloria de
conservar su cadáver, como aconteció a Florencia con los despojos del Dante.
El reloj
señalaba las diez y catorce minutos cuando se creyó que ya había muerto, sin
embargo, vivió un minuto más, pues hizo un último supremo movimiento y expiró
tranquilamente.
Tenía
cuarenta y nueve años, diez y nueve días de edad: había nacido el 18 de Enero
de 1867.
Y el reloj de su uso personal
fue roto en la cuerda, en aquel momento, para que marcara la hora precisa, la
hora nona, por decirlo así, en que aquel Mesías del Verso entregó su espíritu a
las sombras.
Y quedó inmóvil, rígido,
apacible y lánguido, como un Cristo marfilesco sobre el sudario de las sacras
catedrales.
Cuando leo a Homero, decía
Miguel Ángel, me miro para ver si tengo veinte pies de altura.
Pues bien, para ver a Rubén
Darío muerto, había que investigar si se había ascendido a la altura; tal era
la aureola de inmortalidad que le circundaba.
La cabeza hundida entre las
almohadas con el cabello negro y lacio echado todo hacia atrás, sin partido ni
raya nazarena, dejando despejada su alta frente alabastrina, con los ojos
cerrados, la nariz afilada, la boca un si es no es entreabierta como en lijera
(sic) contracción de una sonrisa suprema, completamente afeitado, un Horacio
dormido, tal quedó el Poeta en su lecho de muerte.
Y entre lo impoluto de las
sábanas que ya le servían de sudario, sólo se veían sus facciones, sus manos
blancas, sus “manos de marqués” y parte del pecho, cerca del comienzo del
cuello, que estaba al descubierto, por haber quedado desabotonada en ese lugar,
la camisa de dormir que aún vestía. Y haciendo contraste con la blancura de su
rostro, resaltaba la negrura de sus cejas pobladas en las que se acentuaban los
peculiares distintivos del genio; diríase que el dedo invisible del Arte había
pintado aquellas dos rayas negras sobre la marmólea faz, como el duelo infinito
y profundo de las almas…
(Necropsia)
En la calle de Cristo, hoy
segunda calle norte, distante de la tercera Avenida-Este –en otro tiempo calle
de Jerez –a unos setenta metros, rumbo oriente, y al lado sur, se encuentra la
casa en que murió el más alto de los poetas de habla cervantina.
Así expiró Cristóbal Colón, en
la calle Magdalena, en Valladolid, número 7, en la época en que el Ayuntamiento
de Madrid 1866 –dispuso colocar una lápida humilde con la inscripción: Aquí murió Colón – Gloria al Genio.
Y antes que la casa en que murió
Darío se convierta en un establo de vacas, como la en que falleció Colón, la
Municipalidad de León debe mandar colocar en ella una plancha de mármol
conmemorativa.
La casa es de humilde
apariencia: su construcción es de adobes de barro, cubierta de tejas. Está
dividida, al lado de la calle, en tres apartamentos, dos de ellos sirven de
habitación, el último, de portada o zaguán. Sus paredes, ajenas a todo adorno,
están cubiertas de cal; no tiene cielo razo (sic); su pavimento es de ladrillos
de cemento, formando alfombra de cuadros blancos y negros; sus puertas y
mochetas están pintadas de azul. En el patio no hay jardín: el aroma de las
flores, el color subjetivo de las rosas, la blancura mística de las azucenas,
que dicen magestad (sic), inocencia; el acanto, que expresa artes; la
adormidera disciplinada, que significa poesía; amaranto, que revela
inmortalidad; amomea, armonía; angélica, inspiración; morera, sabiduría; mirto,
amor; palma, victoria; laurel, triunfo, gloria; todo falta allí, vése (sic)
solamente el verdor de los grandes árboles, hijos de los trópicos, en donde se
enreda la yedra, quizá por ser símbolo de la amistad.
En
esa casa expiró el Poeta.
Era
media noche.
Su cuerpo inanimado permanecía
aún sobre su lecho de muerte con la cabeza hacia el norte.
Cerca de ese lecho, se veía un
canapé forrado en cuero de color café pálido; en él, su esposa había velado,
como una lámpara votiva, los días y las noches, junto a aquel ser que fue la
eterna obsesión de su vida.
En la habitación contigua se
hacía los preliminares para la autopsia y el embalsamiento.
En esa
habitación la esposa, como una estatua de la Resignación o del Dolor,
presenciaba los científicos preparativos.
En un ángulo de la habitación,
María Alvarado, deuda del Poeta, conversaba con un literato de toga.
El doctor Luis H. Debayle, ese
médico insigne, artista y cirujano, que escribe con el bisturí sobe los órganos
enfermos, dísticos de vida, y el doctor Escolástico Lara, otro médico
distinguido, se alistaban para proceder al embalsamiento del cadáver.
Serían las dos de la mañana del
7 de febrero cuando el cuerpo fue trasladado de la cama mortuoria a la
improvisada mesa anatómica.
Y el Poeta iba a pagar su tributo a la
glorificación.
¿Os extrañáis de la frase? ¿No
es verdad que la encontráis acerba?
En la vida sólo el odio y la
envidia son gratuitos; lo demás se adquiere o se compra a gran precio.
El pobre paga su estadía en el
hospital con la autopsia de su cadáver: ¡sarcasmo de la caridad!
Para que el cuerpo del genio
perdure, es preciso descuartizarle las entrañas: impotencia del humano ser.
Jesús no se sustrajo a esa ley
inexorable: necesitó de tres horas de mortales sufrimientos, para morir como
Dios.
El sabor amargo “del divino
laurel”, impone ese desgarramiento de tejidos y carnes.
Y
el poeta dijo:
“Amapolas
de sangre y azucenas de nieve,
He
mirado no lejos del divino laurel.”
Y el cuerpo de los inmortales al
marmolizarse, debe ser despedazado por la Ciencia.
Por eso Chateaumbriand dejó
escrito:
“¡Líbrese a mi cadáver de una
autopsia sacrílega!.... ¿A qué buscar en mí cerebro helado y en mi apagado
corazón, los misterios de la existencia? ¡La muerte no revela los secretos de
la vida!”
Y Zorrilla pidió que no se le
quitase el placer de ser tierra.
Casi a las seis de la mañana
estaba terminado el embalsamiento, habiendo durado los médico en hacerlo como
cuatro horas.
Y se le vistió la negra
indumentaria de las grandes ceremonias.
Sus facciones tomaron entonces
la dulzura de la adolescencia, y para los que conocieron al Poeta Niño, el
parecido era aún más exacto.
Poeta niño he dicho, ¿y por qué
no seguir llamándole así?
Víctor Hugo llamó a Homero el enorme poeta niño.
Y el alma del gran Rubén,
conservó los más bellos sentimientos de la infancia. Y aquella alma hostiaria,
fue siempre lo mismo en París que en Roma… la gran azucena, blanca y pura, que
perfumó las aguas de ese Mar Muerto, en que naufragan la inocencia y la virtud
el mundo.
Y de la casa mortuoria fue
llevado al Ayuntamiento, y de éste a la
Universidad en donde se le amortajó con el sudario de los griegos, ciñéndole a
las sienes la corona del sagrado laurel, tal como aparece en el notable lienzo,
resurgido a la vida de las líneas y colores por el hábil pincel del genial y
adolescente artista, Alejandro Alonso Rocchi.
Y así, inmortal, recordaba a los
otros inmortales. Y es que los rasgos fisonomónicos (sic) del genio son iguales
lo mismo en Homero que en el Dante; en Horacio que en Virgilio.
El laurel es para ellos, lo que
la corona de espinas para el último de los Dioses: la aureola de superioridad
que colocan los hombres en la sacra frente de los predestinados.
En la montaña divina, el laurel
es sagrado; aleja el rayo de los bosques que embellece. Por eso el genio que
tiene la inviolabilidad que le da el arbusto de la isla de Delfos, asciende la
altura, entre relámpagos y truenos, sin que el odio o la envidia le alcancen.
Y ese laurel fue colocado en las
sienes del excelso Poeta muerto. Y principió para él la marmolización, esto es,
la vida ultraterrestre, la vida de la inmortalidad cuyo Génesis está en el
mérito, y cuyo Apocalipsis en el misterio.
Y glorificado permaneció en la
Universidad hasta el domingo 13 de febrero día en que se efectuó la
inhumación.
Su entierro fue la procesión de
un Dios muerto conducido en hombros de creyentes.
Bajo un palio formado con los
colores del sacrosanto emblema de la Patria iba el cadáver. El blanco y el
azul, cuya reunión significa sabiduría en el lenguaje convencional de los
colores, servíale de hermosísimo toldo en el camino hacia la Catedral, su
última morada.
Y era la hora de las tristezas,
de los crepúsculos incendiados, cuando penetró bajo las arcadas del templo.
La luna en creciente reaba (sic)
en el estrellado firmamento, bajo su eterna mortaja de hielos, como un mundo
muerto que reflejara con su luz pálida las tristezas infinitas de un inmenso
cementerio.
Y como lo dijo el Dante:
...squilla
di lontano
Che
para il giorno pianger che si muore.
Con la diferencia que en esa vez
el bronce resonaba cerca, sobre las cabezas pensativas, en aquellos dobles
funerales de la luz: los del día y los del Poeta.
El día anterior al de la
inhumación de su cadáver, se le celebraron, en el mismo templo en que fue
enterrado, honras fúnebres con toda la pompa y magnificencia que la liturgia
sagrada permite en los funerales de los príncipes y nobles. Y esas ceremonias fueron acordadas por el
Obispo de León, Monseñor Pereira y Castellón, ese pastor de almas que ha tenido
su Sinaí y su Gólgota y que en más de
una ocasión ha podido repetir las palabras de Ezequiel: Vivo entre las zarzas.
Y durante estuvo expuesto el
cuerpo del enorme Poeta muerto, bajo las arcadas de la Catedral, los grande
bronces de sus torres dejaban oír, de cuando en cuando, sus imponentes y
fúnebres clamores que eran dijo el Petrarca:
Il parlar che nell᾽ anima si sente.
En aquellas horas solemnes en
que la Iglesia de León lloraba por uno de sus más gloriosos hijos.
Y en entre los visitantes que
llegan a su tumba, bajo la nave de la Catedral de León, habrá alguno que, como
el inmortal Alfieri en la iglesia de Santa Croce, sienta por primera vez el
amor de la gloria.
(Como príncipe)
Era el sábado 12.
Las campanas de las doce
iglesias que hay en León, dejaban oír sus clamores funerarios: diríase que una
ciudad conventual la que así doblaba.
El Obispo, acompañado de las
demás dignidades de la iglesia y de su clero, salió de la Catedral a las 8 de
la mañana para conducir el cadáver que permanecía en capilla ardiente, en la
Universidad.
Bajo el palio azul y blanco, de
que ya he hablado, fue conducido el cadáver.
Al llegar a la Catedral, uno de
los canónigos cubrió con la bandera negra de cruz roja el cuerpo del Poeta, y
los clarines dejaron oír el antiguo himno español.
En un descanso alto, blanco,
parado sobre garras de león, fue colocado el cadáver en la nave mayor del
templo.
En cada ángulo de ese descanso
se levantaba una columna en cuyo zócalo se leía, en letras de plata, los
nombres de Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa Rica. Atrás, en el centro,
se alzaba un anticurgo tronchado, con el nombre de Nicaragua.
Los pabellones de las cinco
Repúblicas de Centro América, estaban colocados en los respectivos zócalos. En
cada columna había una lámpara votiva, las que recordaban las luces de Rolando,
el que escaló la altura a horcajadas en el Pegaso.
Y se le dijo la misa pontifical,
cantándole cinco responsos que distinguen los funerales de los príncipes y
nobles.
Eslava, Gounod, Cherubini,
dieron sus notas solemnes a ochenta profesores de música que ejecutaron en
aquella regia ceremonia.
Y en el alma quejumbrosa de José
de la Cruz Mena, el alma nacional de la música, con su responso, cruzó por las
naves del templo como en una sacra salutación, al más alto de los poetas de
lengua hispana, caído en plena gloria, sin llegar al éxodo de sus obras.
A las 12 meridianas había
terminado el oficio divino, quedando el cadáver expuesto, como un dios muerto,
bajo las naves del templo en donde, siendo niño, le habían echado el agua de la
cristianización ungiéndolo con el óleo de los creyentes.
Y en presencia de aquel cuerpo
inanimado, en la suntuosidad del lugar, había que estar de pie, como los
agonicelitas ante su dios, con la plegaria en los labios y la muda adoración
del alma que se manifiesta en el éxtasis.
“En el sagrario de los templos
se marcha de puntillas, con el dedo en los labios”, dijo ante ese mismo
cadáver, Santiago Argüello, ese otro noble cruzado del arte, que viene de la
montaña sagrada cubierto de laureles.
Y así, en esa actitud, hacía
recordar sus veros a La Cartuja:
¡Ah!
fuera yo de esos a que Dios quería,
Y
que Dios quiere cuando así le place.
Dichosamente
dar el temeroso día
De
losa fría y de ¡Réquiescat in pace!
A las cuatro y media de la tarde
el cuerpo regresa a la Universidad.
En el atrio de la Catedral, al
salir el cadáver, el Obispo de León, Monseñor Pereira y Castellón, vertió el
ánfora de su elocuencia sobre los yertos despojos del Poeta.
¿Qué dijo? Fue un sermón de la
montaña, pero de esa montaña azul y sagrada; fue la glorificación del Poeta la
que hicieron los labios de aquel pastor de almas, blancas y puras como su dios
eucarístico.
Después se puso en movimiento el
cortejo, precedido de tres alegóricas carrozas; la del Seminario, la de España
y la de Nicaragua o Centro América, en donde iban cuatro niñas, ataviadas de
blanco, con velos negros. En una de esas carrozas se veía la artística y
significativa corona obsequiada por la Colonia Española, cuya subjetiva
inscripción decía:
Al insigne nicaragüense español, los españoles nicaragüenses de León.
A las siete de la noche el
cuerpo del Poeta retornaba a la capilla ardiente de la Universidad,
pronunciando en ese acto un admirable discurso el Presbítero doctor Azarías H.
Pallais, que es, por decirlo así, el Juan de las águilas de Patmos entre los
sacerdotes de Nicaragua.
Entre tanto, y para repetir la
cita que he hecho del Dante:
Allá
lejano el bronce resonando,
Cual si llorase
el día que ya espira.
Y era que las campanas de todas
las iglesias doblaban a muerto, con la solemnidad con que lo hacen en los
regios funerales de príncipes y nobles.
Y principió la última velada de
la Universidad convertida en santuario, y sólo recordando la átida se puede
tener una idea de la serenidad y magnificencia de aquel augusto templo en donde
dormía su último sueño el inmortal Rubén Darío.
(Enterramiento)
A las dos de la tarde del
domingo 13 de febrero la gente, mejor dicho, la inmensa muchedumbre, se
aglomeraba cerca del edificio de la Universidad.
Cuando salió el cuerpo la voz
retumbante de una pieza de artillería dio la señal; era como el grito ahogado y
profundo que daba la Patria por su hijo que, al ascender a la gloria, le había
enaltecido.
El cielo estaba claro y sereno;
semejábase a un inmenso manto de un azul claro, y por un capricho atmosférico,
nubes blancas, de armónica blancura, extendíanse de norte a sur, formando
listones cual si quisieran presentar el hermoso pabellón de la República.
Y el Momotombo, grande, enorme,
como Rubén Darío, desparramaba por ese cielo albo azul su cauda de humo, como
prendiendo en el espacio el duelo infinito y profundo de las almas.
Y retumbó como si tomase parte
en la apoteosis de su excelso cantor, de su hermano en grandeza y en
inmensidad.
Y como lo dijo el Poeta, en su
composición a ese mismo volcán:
Hacia
el misterio caen poetas y montañas;
Y
romperáse el cielo de cristal
Cuando
luchen sonando de Pan las siete cañas
¡Y
la trompeta del juicio final!
Cuando el cuerpo salió a la
calle, fueron soltadas siete palomas blancas, las que revolotearon por algún
momento alrededor del cadáver, volando después en todas direcciones.
Y principió el desfile. Ya he
dicho que su entierro fue la procesión de un Dios muerto conducido en hombros
de creyentes.
El cuerpo iba a la vista sin
caja mortoria (sic), sobre andas regias,
cubiertas de azul y blanco, como el palio que lo cobijaba.
Y hubo un desfile de estandartes
que decían: La Prensa, Gobierno Argentino, Gobierno de Guatemala, Gobierno de
El Salvador, Gobierno de Honduras, Gobierno de Costa Rica, Oficina
Internacional Centroamericana, Congreso Nacional, Cuerpo Diplomático y
Consular, Facultad de Medicina, Centro Universitario, Municipalidad de Managua,
Escuela de Derecho, Sociedad Central de Obreros, Club Social, Club de
Artesanos, y siguen estandartes, y corporaciones, y veíanse a los artesanos con
palmas como en una sacra procesión.
Iban después las vertales de
Minerva, las canéforas, con el cesto al hombro, exparciendo (sic) flores ante
el paso del cadáver.
Mientras tanto, los bronces de
todas las iglesias dejaban oír sus clamores que eran, repitiendo lo que dijo el
Petrarca:
El hablar que se siente dentro
del alma.
Y así, imponente, grande, fue
llegando al atrio de la Catedral en donde se detuvo ante la tribuna que se
levantaba allí.
Y habló Santiago Argüello.
¿Sabéis quién es Santiago
Argüello? Pues bien, no necesito dedicarle a su discurso ninguna frase
laudatoria, porque toda alabanza es un certificado de notoriedad, y Santiago
Argüello no necesita de ese certificado; sus credenciales las lleva en su
cerebro y en sus labios.
Después, fue penetrando
lentamente el cadáver a la Catedral, en donde ya sabéis que quedó enterrado.
Rubén Darío había entrado a la
inmortalidad.
Mientras tanto
“¡Saludan con voces de bronce
las trompas de guerra que tocan la marcha Triunfal!...”
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