DOS CARTAS LITERARIAS.
(Miguel Ayala y Heliodoro Barrios). En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes. León, 1º de Febrero de 1919.
Número 17. Año XXV. Tomo VII. Director: Félix Quiñónez.
Sobre Rubén Darío.
Señor doctor don Heliodoro Barrios.
Ahuachapán.
Muy apreciable señor: Tengo una urgente necesidad de
comunicarme con Ud., y cuento con su indulgencia.
Cuando haya puesto en el correo esta carta, me parecerá
haber cumplido un deber de justicia y de amistad. Si permaneciera en silencio,
me sentiría culpable de complicidad en la errónea apreciación que, en la
prensa, se ha hecho.
Rubén Darío estuvo en Sonsonate en 1888 u 89, en casa del
doctor David Gutiérrez, con quien yo cultivaba la más estrecha amistad. Allí
fue donde tuve la oportunidad de conocerlo íntimamente; y, si no sufrí una
equivocación, descubrí en él a uno de los pocos hombres libres que he conocido;
libre en el sentido riguroso de la palabra, política, religiosa, moral y
socialmente considerado.
Amaba a su patria con esa mezcla de sentimientos
aristocráticos y republicanos que genera deseos y proyectos imposibles de
realización: amor de hombre libre, que lo colocaba muy lejos de lo que en
Nicaragua es un conservador liberal.
Su religión era la Belleza, a través de la cual vislumbraba
algo así como el esbozo del artífice Supremo.
En lo moral –lo que es tan difícil de penetrar—se
manifestaba a veces con la inocente desenvoltura de un niño, y a veces con la
inquebrantable austeridad de un cuáquero. Sus ideas no respetaban
convencionalismos alguno: como el meteoro que alumbra indiscreta y
repentinamente escenas que se desarrollan al amparo de las tinieblas, hacía
brillar su concepción de la verdad, sin temor a nada, ni odio a nadie.
Y por último, en lo social era tan libre también que, cuando
por primera vez vino a nuestra capital y
se hallaba en una situación pecuniaria apuradísima, sus amigos ricos,
entre ellos Tulio Castellanos, hermano mío, pusieron en estudio la forma en que
debían favorecerle, para que, no viéndose comprometido por la gratitud,
aceptara.
Tal era el Rubén Darío de aquel tiempo: Una gloria naciente
centroamericana, como le llamábamos los salvadoreños, cuando alguno de sus
paisanos, por un egoísmo justificable, le apellidaba “gloria nicaragüense”.
No le volví a ver ni he leído sus obras monumentales, de
fama universal; apenas algunas estrofas regadas en la prensa de ambos mundos
llegaron a mis manos; peo no tengo duda de que aquel titán que conocí en el
albor de la vida, llegó a su ocaso, no empequeñecido, sino agigantado por la
observación y el estudio, por el conocimiento del mundo.
Por eso me extraña que entre los elogios que le han
tributado después de su muerte, se diga que su numen tuvo momentos de
misticismo. Me extraña, repito, porque ningún dato tuve jamás que revelara su
degeneración mental, causa única que lo hubiera hechos girar en retroceso,
borrando el paso de su estela luminosa.
Un Rubén Darío degenerado, loco, me sería concebible; pero
un Rubén Darío místico, no.
Ha habido siempre una audaz tendencia a empequeñecer hasta
la degradante condición del esclavo (no es otra cosa el místico) al atleta que
ha rechazado con sus vigorosos puños a cuantos pretendieron encadenar su
pensamiento. Lo han reclamado así el altar y el trono. Para el hombre libre, el
cadalso o la difamación.
El caso excepcional de que me ocupo, no está incluido en esa
lucha de la tiranía contra la libertad. El adjetivo se ha empleado en un
sentido distinto del que en el idioma castellano tiene lo que constituye
solamente una falta gramatical; y ha habido falta de penetración por mi parte.
Acaso sea eso todo.
Si como la parábola “Los motivos del lobo”, son las otras
producciones de Rubén Darío, y se han estimado como arranques de misticismo, se
ha padecido un error exorbitante.
En esa fábula, el autor, lejos de acusarse un creyente, se
manifiesta en toda la intensidad de su
rebeldía: rebeldía de fiera que ama más que su vida, la libertad de la selva y
del desierto.
No he leído nada que proclame la libertad, el estado natural
del hombre, con un razonamiento tan sencillo y sólido, como “Los motivos del
Lobo”. Es una enérgica y violenta protesta contra todo y contra todos los que
artificiosamente retienen al hombre cabal en la triste condición de siervo;
contra eso que ha dado en llamarse “hombría del bien”, desde cuyo fondo se
alza, soberbia e imponente, la tiranía; porque no es otra cosa que la
ignorancia, la pereza y la cobardía, condensadas en la mansedumbre del esclavo.
La gente –dice Darío—que es más mala que las fieras, apaleó
al lobo y se rió de sus sufrimientos,
(le quemó el alma con su candente burla) y éste volvió al bosque a vivir como
antes, como la naturaleza impusiera; y el santo dijo entonces: Hágase tu voluntad, Dios mío.
Sólo el hombre libre de influencias extrañas, interpreta
bien los pensamientos libres. El político o religioso imprimirá siempre el
sello de su fanatismo a las ideas ajenas, ampliándoles, haciéndolas mutaciones
o desfigurándolas para darles una significación diametralmente opuesta.
El ejemplo que nos dan las iglesias católica y protestante,
en la interpretación que hacen de la Biblia, no puede ser más concluyente. La
Biblia es una colección de cuentos fantásticos, de sentencias, de profecías y
enigmas escritos en una lengua desaparecida, y traducidos de tiempo en tiempo, ad libitum, sobre ideas que el progreso
ha variado notablemente, con la lentitud de los siglos. Por eso es ahora de
interpretación imposible para los libres, y
cada secta, bajo la obsecación (sic) de sus creencias, le da la que quiere; llegando hasta el extremo
de decir enfáticamente: “Aquí donde se lee Dios, quiere decir el Diablo,” y
viceversa.
¡Cuántas veces, en mis horas sombrías, me ha acongojado la
falta del prodigioso adelanto que alcanzarían las ciencias si hubieran sido
libres! Dios el Alma, borrados por la
soberbia, por la malicia, y el cálculo; ¡cómo se ofrecieran ahora a nuestra
contemplación atónita, investigados libremente por los talentos de todas las
generaciones!
El único defecto de Rubén Darío, si en él puede llamarse
defecto, fue el escribir en verso. Yo le hubiera querido poeta; pero no
versificador, sino prosista.
Para mí, el poeta no es el que hace versos, sino el que
percibe la Belleza y habla elocuentemente de ella.
Abramos aquí un paréntesis.
El por qué, al principio los sabios se dieron a la rima,
fue, en primer lugar, para velar fácilmente el verdadero fondo de sus
pensamientos, por el peligro que corrían, y en segundo, para dar a la oración
un estilo agradable, que pudieran saborear todos; así los pocos que penetrarían
el fondo, como los que sólo percibieran la música de la rima, interpretando, lo
mismo que los que traducen, un idioma desconocido.
No había ese lujo de construcción moderno.
Las lenguas eran, relativamente pobres.
El verso lo subsanaba todo.
Y no eran muchos los Horacios y los Virgilios.
Ahora el verso no tiene razón de ser; ni aún para proclamar
la verdad.
Hay tanta belleza, tanta armonía en la oración corriente,
que ya suena mal la rima obligada.
Los prosistas tiene un escrupuloso esmero en no incurrir en
consonancias que hieran al oído, y deleitan con la armoniosa suavidad de su
dicción, en la que no cabe jamás el ripio.
Junto a cualquiera de las más hermosas poesías, es más bello
un capítulo de Vargas Vila.
No he leído estrofas que resistan la comparación con un
discurso corriente de don Adolfo Zúñiga.
Y no son Vargas Vila y Zúñiga los primeros prosistas del
mundo.
Y como el verso se vulgariza y corrompe cada día más, creo
que desaparecerá de la alta literatura y quedará relegado al teatro –los
auditorios fueron, son y serán siempre lo mismo—y a las endechas y avisos de
periódico. El vulgo goza mucho con las cadencias insípidas que sean. Tal vez el verso se halle ahora en su período crítico; el
número de los poetas es fabuloso. En cambio, la prosa sube, es devorada con fruición, porque
es la natural expresión del pensamiento.
Hasta aquí el paréntesis.
El asunto es para una plática de muchas noches.
Concluyo, pues, suplicando con encarecimiento a Ud. –que
indudablemente ha leído todas o la mayor parte, al menos, de las obras de
Darío—la amabilidad de decirme si podré leer las que, me sea posible obtener,
sin perder el concepto que hasta ahora tengo de él. Porque sería para mí una
desilusión tristísima saber que aquel talento prodigioso tuvo vacilaciones y
desmayos.
Quiero conservar las ideas que en la intimidad me reveló, en
toda su integridad, sin que un soplo de duda venga a empañar su cristalina
esencia, aunque para esto tenga que privarme de la lectura de aquellas obras.
De Ud. afmo. amigo.
MIGUEL A. AYALA
Nahizalco, Junio 16 de 1916
****************
Señor
don Miguel A. Ayala.
Nahizalco.
Muy apreciable señor: Conservo entre mis colecciones de
cartas, dos que Ud. se ha servido dirigirme. Es la primera, una alba rosa de
simpatía en cuyos pétalos escribió Ud., el nombre de mis esposa, “hoy augusta”,
según su amable expresión.
Su última carta no menos expresiva, es más conceptuosa, por
cuanto en ella aborda asuntos que atañen a la ilustre personalidad de Rubén
Darío, el más alto de los poetas contemporáneos de Hispano América.
Ud. como yo, conoció íntimamente en sus mocedades al que era
entonces “pichón de águila,” admirando sus excepcionales dotes poéticas y su
espíritu de independencia en lo político, en lo religioso y en lo moral y
social.
Justa y sinceramente aprecia Ud. ese espíritu en parrafadas
de vigoroso colorido; y consecuente con
sus ideas, me parece extraño que él haya tenido momentos de misticismo que, en
cierto modo, amenguarían el fulgor de su glorioso ocaso.
Sin en esto último disentimos, se debe a nuestros puntos de vista, que me propondré
esclarecer para excusar, en lo posible, a quien murió, como muere la casi
totalidad de los católicos, apostólicos y romanos: abrazando al Cristo.
Convengo en que se advierte en los artículos que Darío dio a
la estampa en su adolescencia, un criterio francamente radical, como Ud., tuvo
ocasión de observarlo. Digo más: cuando decretó el Gobierno de Nicaragua la
expulsión de los jesuitas (hace algunas décadas) prodújose una asonada en León,
la ciudad metropolitana; por ese motivo, el entonces “poeta niño” escribió:
Y la ignorancia
maldita
Que, en forma de
hidra se escapa,
Bajo ascética
solapa
Que a guerra y
discordia excita,
Ladra, vocifera y
grita,
Y hace salir del
abismo
Al cuervo del
fanatismo
Que, por su pico
enlodado,
Arroja el crimen,
pecado,
Y tremendo
oscurantismo.
Ante el
féretro del racionalista doctor Máximo Jerez, exclamó:
¡Oh discípulo
sublime
De Augusto Compte y
Litré!
en la misma
composición expresó amargamente su ironía:
¡Que se maldiga a
Voltaire!
¡Que se ensalce a
Torquemada!
¡Que se convierta en
nada
Razón, luz, ciencia
y saber!
Años después
expresó ideas religiosas de otra índole: se refirió al doctrinarismo de la
Iglesia en un sermón que puso en boca de Castelar, suponiéndole fraile. Es un
cuento de Navidad, de extraña y original
factura, deshoja los lirios del milagro; en “Los motivos del lobo,” alza el
pendón de las rebeldías; y en un soneto a la Fe, vuelve a revelar cristiana
religiosidad. Se muestra, pues, ora creyente, ora escéptico; lo cual no es,
para mi humilde entender, censurable en los hijos del rubio Apolo, que se
abandonan a sus impresiones, o mejor dicho, a los vientos del espíritu.
Fácilmente
se adivina qué clase de vientos soplaron sobre la alborotada melena de Díaz
Mirón, cuando dijo:
¿Humillarme? Ni ante
Aquel
¡Que enciende y
apaga el día!
Mientras los
sencillos creyentes se indignan y se santiguan por la blasfemia, yo me sonrío y
digo: ¿Qué nuevos vientos harán cantar mañana a ese pájaro?
Obsérvanse
tales mutaciones hasta en los que nunca escribieron renglones cortos:
El autor de
“Mercurial eclesiástica,” en su “Sermón del padre Juna”, nos habla del amor de
Dios en términos verdaderamente conmovedores.
El más
grande de los tribunos españoles dijo, en cierta ocasión. No creamos a una sola
Iglesia depositaria de la verdad absoluta, ni a un solo pueblo representante
del espíritu humano;” y meses después, un Domingo de Palmas, se le vio en Roma
presenciando, conmovido, una solemne bendición papal. Ese mismo orador hizo el
panegírico de algunos apóstoles de Cristo, y habló de la inspiradora Paloma
simbólica, como lo hubiera hecho un Agustín o un Crisóstomo.
¡Ah, los
poetas! Águilas o mariposas, se posan hoy en una cumbre, sobre una flor; y
luego, en momento impensado, bajan a la llanura desolada, al lago que dormita,
a donde les place. Se enamoran de la luz, sea ésta la del sol o la de una
lámpara, y en ella se anegan y se queman. ¡Qué le vamos a hacer!
Yo me
explico perfectamente la psicología de los portaliras, como hoy se les llama:
llevan ellos, al revés del común de los mortales, el corazón sobre la cabeza,
así como se oye. Sus rarezas, sus genialidades, sus caprichos, son tenidos por
signos de locura entre los que nos conceptuamos “hombres prácticos” sin tomar
en cuenta que no una sino cien veces procedemos como ellos, convirtiéndonos en
Quijotes sublimes, cuando no ridículos.
El hecho de
que Rubén, en sus postreros días, haya rezado compungidamente el confiteor, no me extraña, estimable
señor Ayala. Por impulso propio, o por la natural sugestión que en él ejerció
su católica familia y los sacerdotes
amigos que de continuo visitáronle; por el suave ambiente de misticismo
que le formaron –el mismo que respiró en sus primeros años—me explico su acto
de contrición, que los ultramontanos califican el más importante de su vida.
Dejemos que tal digan, si son sinceros. Me reiría yo de ellos sonoramente,
volterianamente, si no me hubiera hecho,
en mis horas de meditación estas reflexiones: La oración que se aprendió de
niño, aun maquinalmente musitada, tiene la suave magia del recuerdo, arranca a
veces involuntarios suspiros, refresca los labios y nos da el dulzor de la
leche que ávidamente succionáramos en el pecho de nuestra madre. Difícil es,
por tal motivo, que el hombre abjure por completo de sus primeras creencias,
sean cuales fueren; y si abraza otras, si se afilia a contraria secta, podrá
permanecer en ella muchos años, pero al cabo, si el orgullo no se lo impide,
hará ostensible su rectificación o su arrepentimiento, más aún si ve suspendida
sobre su cabeza la guadaña de la muerte.
¿Es esto un
signo de debilidad? Tal vez no.
Darío
practicó, como Ud. bien lo dice: “la Religión de la Belleza, a través de la
cual vislúmbrase algo así como el esbozo del Artífice Supremo:” Vio y sintió él
esa belleza en los contornos de las
venusianas carnes, hecha de rosa y nieve; en los ojos que tienen la atracción
de los soles y de los abismos; en el sangriento clavel del labio que
espasmódicamente oprimimos en las noches de amor. Tuvo, en su viril edad, las
voluptuosidades de Verlaine; y como Verlaine fue, a intervalos, místico, porque
en el misticismo hay también poesía, y ¡qué poesía tan serena! De tarde en
tarde soplan sobre nuestras frentes caldeadas por el sol del materialismo,
ráfagas fresquísimas que parecen venir de lo alto. Es la Belleza, la suprema Belleza, que
suspira cerca de nosotros, que se hace perfume en la flor y que nos está
llamando desde el infinito con el parpadeo de las lejanas estrellas.
Momentos hay
en que vemos al Cristo perfectamente identificado con el alma del Gran Todo. Si
Darío le vio así, cuando las sombras de la muerte velaban sus ojos; si su
poderosa fantasía le vio resplandecer en la gigantesca Cruz del Sur ¡cómo no
abrazarse a la imagen por el escultor tallada!
Si nuestro
poeta hubiese fenecido exclamando “No creo en Dios”, frase que expresa un
imposible, y que habría acusado aberración mental, no sería menos bello su ocaso,
en mi concepto. ¿Por qué? Porque su expresión habría sido sincera, y la sinceridad salva al hombre, lo hace
respetable. El mismo Dios, en gracia de esa sinceridad ha de perdonarle,
mostrándole benigno en las regiones de ultratumba.
Advierto en
sus apreciaciones respecto a la Biblia y sus comentadores, un acento de
convicción y franqueza que me es simpático. ¡Son tan raros, en estos tiempos,
los escritores valientes y sinceros!
Usted
hubiera deseado que Darío expresase sus pensamientos sólo en prosa, “porque hay
tanta belleza y armonía en la oración corriente que ya suena mal la rima
obligada”.
Tiene Ud.
razón, hasta cierto punto: abundan los versos malos, o los regulares, que viene
a ser lo mismo, porque en poesía no hay términos medios. Rubén fue, como no
pudo menos de serlo, un feliz cultivador de la galla ciencia; y habría sido una lástima que nos privara de la
música de sus versos, música nueva, según el decir de los críticos. Sensible
hubiera sido también, que no escribiera en prosa, en la cual, libre de los
estrechos moldes de la Métrica, demostró potente numen, al igual que Castelar,
Montalvo y de los escritores que Ud. cita.
El número de
lectores de versos va disminuyendo de día en día, sí señor; lo que indica que
la mercancía poética, buena o mala, se abarata, superabunda, sea dicho con
perdón de nuestros vates.
La prosa
decadente, bonbástica (sic), de los que quieren imitar a Vargas Vila (hasta el
yoísmo) sin poseer su ilustración, ni su chispeante fantasía; esa prosa es tan cargante como los versos cursis.
Afortunadamente se nos regala en pequeños artículos, que si fueran
kilométricos, nos condenarían al perpetuo sueño.
A los que
vivimos en provincias, donde no hay bibliotecas y sí venta de novelas y
novenas, no es difícil conseguir los libros que deseamos para instruirnos
y solazarnos. No he podido leer, hasta
hoy, todas las obras de Rubén; más puedo asegurarle que su criterio religioso o
moral interesa muy menos que su temperamento artístico, su fecunda poética. No
olvidemos las palabras de Rafael Núñez: “Comúnmente se yerra mucho cuando se
auscultan las conciencias de los hombres de imaginación”.
De Ud. afmo. amigo,
Heliodoro
BARRIOS.
Ahuachapán,
23 de Junio.
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