FUNERALES DE RUBÉN DARÍO
Discurso pronunciado
por el Pbro. Dr. Azarías H. Pallais. En: La Patria. Publicación quincenal: Letras, Ciencias y
Artes. Año XXI. León, 6 de julio de 1916. No. 14., Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.
Señores:
¿Por ventura hemos podido desentrañas los tesoros de la luz?
Mariposa de oro, rocío de diamante, lágrima de plata, espuma de nácar, pupila
de fuego: topacio en el follaje y zafiro en la estrella, Jacinto en la chispa y
esmeralda en la fronda: Nada tiene que ver la luz con el análisis. Puede la
mirada escudriñar la penumbra y luchar brazo a brazo con la sombra, pero las
aureolas son del numen: vírgenes desposadas con el desmayo –regiones inefables
donde florece el éxtasis. ¿Recordáis? La invisible fragua de Vulcano; la zarza
en llamas del monte Horeb: Venid, adoremos; porque Dios se ha manifestado, y he
aquí que, nosotros los hombres, mitad tinieblas, mitad luz, para el resplandor
tenemos la genuflexión, y para el relámpago la plegaria.
Con Rubén Darío nada tiene que ver el análisis. No veis que
le ha sido dado el privilegio de las altísimas cumbres: un poder milagroso
semejante al poder de la luz: virtud multicolora y multiforme de transformar la
arcilla en piedras preciosas, de poblar los desiertos, y de sembrar la comedia
de la vida en el silencio de las tumbas.
Los críticos, inteligencias medianas hechas para apreciar el
valor concreto de los términos y el número común de los signos, nada entienden
de la metamorfosis de la palabra: la palabra, perdiendo su cifra clásica y
transformándose en una palabra viva por los siglos de los siglos. Allí, en esa
vibración inmanente y creadora que centuplica los moldes de la expresión y
sostiene la juventud eterna del lenguaje, de manera que ya no sea el decir en
las manos del vidente, criatura torpe y rebelde de altiva cerviz, sino esclava
humilde y sumisa, como el barro en manos del alfarero, allí reside, sin duda,
el secreto de Homero, el talismán de Isaías, el amuleto cabalístico de los
verdaderos príncipes. En Dante y en Shakespeare no hay palabras, sino almas: en
una sonrisa, en una mueca, en una mirada, en un beso, en un rugido, las almas
de los tiempos, las almas de las cosas y las almas de las almas, destacándose
al conjunto del poeta, en el fondo sencillo del silencio, como relámpagos que
se entrecruzan en el abismo.
Así procede la luz, santificando todas las cosas,
desprendiendo vida de la muerte, y perfume de la corrupción: ¿qué es lo que hay
en el cadáver? Miseria y podredumbre. ¡Os engañáis! Flota sobre los cadáveres,
como una garantía de respeto y nobleza, la paz blanca del marfil. En las
entrañas de la noche no vive la traición, sino el ébano tranquilo de las
filosofías hondas y calladas. Y en la sangre que habla de ruinas, brilla la
púrpura que habla de triunfos. Porque esa es la esencia de la luz, sacar
fuerzas de flaquezas, y cantar en medio de las catástrofes el himno triunfal de
la esperanza.
Y si hasta en las
ruinas triunfa la luz, cómo serán sus triunfos en el triunfo: Cuando sale la
espuma, con los cabellos sueltos en una concha tirada por cisnes, “la hija de
Zeus, la inmortal dolosa, la de cien tronos, Afrodita Reina”, cuando, bajo los
arcos de la Vía Sacra pasan las cuadrigas victoriosas; cuando sube al patíbulo
de los esclavos, la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo…
¡Así es Darío,
como la luz!
¿Queréis
ébano? Oíd: “El alma simple de la bestia es pura”.
“Dichoso el
árbol que es apenas sensitivo,
Y más la
piedra dura, porque esa ya no siente,
Pues no hay
dolor más grande que el dolor de ser vivo,
Ni mayor
pesadumbre que la vida consciente”;
“Son formas
del enigma la paloma y el cuervo”
“La muerte es
la victoria de la progenia humana,”
“La pena de
los dioses es no alcanzar la muerte”.
¿Queréis púrpura? ¿Y la Oda a Mitre, con los centauros de
las metopas, y el cóndor, y las pampas,
y la música de Quinto Horacio Flaco,
y los exámetros (sic) de Homero, y el
revuelo de la tempestad?
¿Queréis más púrpura? Y las evocaciones mágicas de “La
Marcha Triunfal”. Roma-exultat victrix.
Las energías del alma antigua cristalizadas en fórmula de cuadriga, se
embriagan de apoteosis al compás solemne de las tubas heroicas. “Arma virunque
cano” dice Virgilio. Ya no se dirá solamente Epiniquias de Píndaro, sino
también Marcha triunfal de Darío.
Y en “La canción del oro” reina el topacio, mariposa
amarilla de alas tembladoras: el oro de los crepúsculos, señor de la
melancolía; el oro del oro, señor de la muerte; y el oro de la muerte, señor de
la vida.
Y si queréis Jacinto, el color del vino en Homero y el color
de la carne cuando la estremece la pasión, Darío por su soneto a Margarita
Gauthier, se ha hecho digno de Anacreonte
y de Meleagro, y puede departir amigablemente, bajo los mirtos de la
Hellada, con el delicioso poeta de Dafnis y Cloe:
Hermano de Anacreonte, lo ha confirmado
Grecia:
Sus niveles sacramentos en el culto del
vino,
Bajo un dosel de mirtos risueños en
Lutecia,
Despliégase la tienda nupcial del
peregrino.
Sin duda habéis leído los versos estupendos de la satulación
a Roosevelt, donde se siente el hondo temblor que cruza por la vértebras
enormes de los Andes… ¿Estamos en el Sancta sactorum del poeta? Recojámonos,
porque hemos llegado sin saber cómo, a la gruta encantada donde duerme, intensa
y profunda, la esmeralda.
“¿Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción,
qué en donde pones la bala
el porvenir pones? –No-
Y pues contáis con todo,
os falta una cosa: ¡Dios!”
Y de la esmeralda podemos pasar al zafiro, como quien pasa
de la esperanza a la nostalgia. En el seno de mi esperanza nace mi nostalgia.
“Oh, Señor Jesucristo, ¿por qué tardas? ¿qué
esperas?
Para tender tu mano de luz sobre las
fieras,
¡Y hacer brillar al sol tus divinas
banderas!
Surge de pronto y vierte la esencia de
la vida
Sobre tanta alma loca, triste y empedernida,
que amante de tinieblas, tu dulce
aurora olvida.
Ven, Señor, para hacer la gloria de ti
mismo:
Ven, con temblor de estrellas y horror
de cataclismo;
Ven, a traer amor y paz sobre el
abismo”.
En el topacio vibra la tentación, en el Jacinto palpita la
lucha, en la esmeralda sonríe la esperanza, y en el zafiro duerme la nostalgia.
¿Dónde estará el reposo? La tentación y la lucha, la esperanza y la nostalgia
en el equilibrio de un número. El eje central de las esferas. La divina
síntesis: La Paz.
“El olímpico
cisne de nieve”
No basta. Dadme unas blancuras más blancas. Poned claridades
blancas de trigo, salmos blancos de hostia, electricidad blanca de agua que
limpia iras y lujurias… y quinta esencia
blanca de la misma blancura. Nada más blanco:
“Jesús incomparable, perdonador de
injurias:
Óyeme, sembrador de trigo, dame el
tierno
Pan de tus hostias, dame contra el
sañudo infierno
Una gracia lustral de iras y lujurias”.
Nada más blanco.
Con Rubén Darío nada tiene que ver el análisis. ¿No veis que
le ha sido dado un poder milagroso, semejante al poder de la luz?
Si los hombres balbucean como niños en el reino de la luz,
¿qué pasará en el reino de la armonía? Se dijera que la luz está por fuera y la
armonía por dentro: que la luz es la armonía de lo visible y la armonía, la luz
de lo invisible. Las cosas tienen un lenguaje, la luz, y un pensamiento, la
armonía. Porque ya Ovidio decía: “causa tagor ab omni”: todos los seres, desde
el gusano hasta la estrella, tienen su pensamiento que es su nota –la nota
enredada, murmura en cada cosa.
A decir verdad no hay clásicos, ni románticos, ni
simbolistas, sino quienes tienen el privilegio de saber oír, y quienes no. Si
sorprendéis los acordes escondidos en el plinto, en el triglifo, en el tirso,
en las caderas de la ninfa, en los cuernos de sátiro, en la cresta de Priapo,
en la clámide de Apolo y en el cinturón de Venus, seréis clásico. Si sois
romántico, oiréis los números apacibles del lago –¡oh! Lamartine--, las sinfonías
de la luna en los sepulcros, los himnos de la montaña y los aleteos de la
fronda, y sobre todo, --¡oh! Bytón, ¡oh! Esprocenda, “!oh! Musset—el ritmo
sagrado de vuestro propio corazón. Pero si descubrís la música extraña de las
cosas que parece que no tienen ninguna: --los acentos de una fiesta galante, y
la polifonía singular del agua que cierra las odas magníficas de sus distintas
formas con la misma antífona: Alabemos al Señor; y si no hacéis sentir las
dulzuras de Dios en el camello, y en las flores del mal, y en los ojos del
perro, y en las arrugas de la viejecita, y en el polvo de los caminos, y en las
letras mayúsculas de los antiguos misales, y en las ermitas abandonadas, y en
los esmaltes y en la vidrieras góticas…
¡entonces! Entonces, sois hijo de Verlaine y hermano de Mallarme.
Darío es vidente, --y de los raros--, porque tiene una
visión plena y enérgica que ya casi es intuición; porque doma los matices
rebeldes con la fuerza de su propio sentimiento, para que se desprenda del
color prosaico de las cosas la policromía del verso.
¡Pero Darío, además de ser vidente, es oyente! Si sólo
domase colores sería como un pintor; pero es
precisamente poeta, porque doma
vientos; porque oye tanto y tan adentro, que eso ya no es oír, sino adivinar:
el genio está, sin duda, en sorprender en las almas de las almas la señal de
Dios: por doquiera que Dios pasa va dejando una huella de cantos.
Nadie, que yo sepa, en ningún momento de la historia, ha
poseído con semejante riqueza de elasticidad la virtud de la audición “el alma
santa del agua me ha hablado en la sombra”, dice Amado Nervo, “el trueno y el relámpago, hijos de la tempestad, me han
dicho…” exclama Hugo; ¿queréis saber, dice Ruskin lo que se escucha en Venecia
y en Florencia?... ¿Y Darío? Darío dice: las almas santas de todas las cosas me
han hablado en la sombra y yo he oído
sus palabras con recogimiento y con amor. Y las voces de su reino interior,
voces por él sorprendidas en el reino interior de las cosas, se desgranaron
sobre el mundo como una salmodia universal: un tabor de formas y una gloria de
tonos. La vida plena de la luz que se funde en la armonía, donde cada color
tiene su soplo y cada matiz su vibración. Colorido musical: música de colores;
para que salga el verso como un Sol sobre todos los horizontes, y se alze (sic)
como una hostia sobre todas las cumbres.
¿Quién puede leer sin inmutarse hasta en la última fibra
esta estrofa de la Oda a Bartolomé Mitre:
“Gloria a ti, pensativo de los grandes
momentos
Para traer el triunfo en el instante
oportuno,
O cuando –hechos relámpagos—iban tus
pensamientos
Vibrando en tus vibrantes arengas de
tribuno”.
¡Majestad incomparable del exámetro! (sic) El siglo de
Augusto se levanta del abismo: dadme mármoles, y dadme bronces para las lápidas
inmortales: en el Senado clarísimo hay un resplandor de togas, y Virgilio ha
dicho:
“Iam redit Virgo, redeunt Saturnia regna
Vera
et incipient magni procedure menses
Te duce si qua manent sceleris
vestigial nostril,
Irrita perpetua solvent formidine
terras”.
Agregad a ese “muy antiguo” los acentos clásicos de la
música de familia con infiltraciones gallegas y provenzales, con maneras
sueltas del Arcipreste, con gentiles gallardías del Marqués de Santillana, con
grupos de ritmos, que desde Herrera y Rioja, y Lope y Calderón, van creciendo,
creciendo hasta obtener su desarrollo pleno en las alturas de Zorrilla y de
Núñez de Arce; y los acentos de la Verleniana Zampoña; los ecos de “Sagesse”, y
de “Fétes Galantes”, el “con Verlaine ambiguo” que casi engaña a don Juan
Valera; y las audacias futuristas, “el muy moderno, audaz cosmopolita” que ha
hecho temblar de indignación a los ultra-clásicos.
Las voces de su reino interior, voces por él sorprendidas en
el reino interior de las cosas, se desgranaron sobre el mundo como una Salmodia
universal: un tabor de formas y una gloria de tonos. Rubén Darío nada tiene que
ver con el análisis, porque le ha sido dado el privilegio de sorprender en las
almas de las almas, la señal de Dios: por doquiera que Dios pasa, va dejando una
huella de cantos.
En realidad de verdad,
yo sólo diría ante el cadáver de Darío lo que el mismo ha dicho de los
restos de Napoleón: -semi-dios-cenizas-cenizas de semi-diós: mísero planetal.
Y he aquí, que nuestra querida ciudad de León se ha
convertido en lugar de cita, marcado con una cruz azul, en el itinerario de las
futuras caravanas idealistas. Mientras las plantas trepadoras conversan de lo
de abajo, las rosas y los lirios que sólo hablan de Arte y de Amor, dirán:
hemos releído en Nápoles las églogas de Virgilio en Rávena el Infierno de
Dante, en París las “Voces interiores” de Hugo, y junto a la Catedral de León,
en Nicaragua, pensando en el peligro del Norte y en la iniquidad que se levanta
por todas partes, como una potencia,
hemos rezado:
¡Oh Señor Jesucristo, por qué tardas qué
esperas
Para tender tu mano de luz sobre las
fieras
Y hacer brillar al Sol tus divinas
banderas!
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