RUBÉN DARÍO.*
Por: Alfonso Ayón. En: La Patria. Publicación
Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes. León, 31 de Diciembre de 1907. Números
8 y 9. Año XIV. Tomo VI.
I
No poco he vacilado antes de resolverme a dar a la prense
éste, que no me atrevo a llamar estudio crítico, sino ligero y familiar
entretenimiento literario, acerca del celebrado autor de Azul y de Prosas
Profanas, del bardo errante y soñador,
que, llegado apenas a una edad en que otros precoces ingnenios sólo son una
halagüeña promesa de gloria para su patria, alcanzó el desarrollo casi completo
de su hercúlea pujanza intelectual, y acertó a aprisionar las inspiraciones de
su numen, inquieto y arrogante, dentro de forma rítmicas espontáneas,
primorosamente combinadas, teñidas de la suave y vaporosa languidez de los
cantos germánicos, y que corresponden a una de las más nuevas características
manifestaciones de la poesía lírica española en nuestros días.
Al hablar de Rubén Darío—lo declaro sin fingida
modestia—acobárdame la consideración de que, para juzgarlo con acierto y desde
el punto de vista de un criterio elevado y filosófico, quilatando el valor y
hermosura de sus obras, poniendo de realce las singulares condiciones de su
temperamento artístico y dando a conocer
las diversas y aun contrarias influencias que se han hecho sentir en el
desenvolvimiento de sus facultades mentales y en la dirección de sus tendencias
estéticas, no basta haber hojeado los insípidos compendios de retórica y de métrica, en que se dan instrucciones
minuciosas sobre el modo de componer poemas, endechas y madrigales con la menor
parte posible de poesía, i atesorar cierta erudición clásica, enteca y de
segunda mano, única que nos ha sido dable poseer a los que, salidos ya de las
aulas, y sin la preparación metódica indispensable, nos dimos a estudiar de
prisa y a cultivar empíricamente las humanidades castellanas. Para apreciar a
conciencia la copiosa labor poética de Darío, definir su carácter y determinar
su actual importancia en el mundo literario, se requiere no ser extraño al
poderoso espíritu de reflexión y análisis que de Alemania han traído a la
teoría general del arte las corrientes
reformadoras de nuestra época, y haber observado con atención el novísimo
movimiento—ora regular y sosegado, ora indisciplinado y tormentoso—de la
literatura, en los veinte últimos años del recién pasado siglo, tanto en
aquella nación como en Francia y en España.
Desprovisto de tan
útiles y amenos conocimientos, y ya no en tiempo y sazón de adquirirlos, no
aspiro a ofrecer a los lectores de este imperfecto trabajo el juicio profundo y
detenido de que es merecedor el ilustre escritor nacional que ha pagado a
Nicaragua, con un inmenso caudal de honra, la dicha de haber nacido en su
suelo. Indicando aquí algunos de los varios y más interesantes aspectos por los
cuales puede ser considerado el entendimiento privilegiado de Darío, me
propongo solamente atraer el cultivo de un género de crítica interna, de más
amplio y libre vuelo, la afición de personas capaces de ejercerlo, y en especial
de la bizarra juventud que entre nosotros se dedica a las letras, recelosa de
todo dogmatismo de escuela y rebelde a la tiranía del infecundo y falso
clasicismo, que así oscurece y desacredita a sus adeptos, como degrada la
augusta majestad del arte.
Si alguien me tachare de extremado en la alabanza, quiero
desde ahora hacerle entender que no he tomado la pluma para censurar, sino para
admirar: que por irresistible inclinación de mi carácter, soy tan negligente
para procurarme fama propia, como solícito y entusiasta en proclamar la ajena;
y que poca o ninguna gracia tiene el mostrarse lince en descubrir lunares
contrarios a la nimia corrección del lenguaje, cuando se trata de juzgar las
obras de autores que por sistema no se cuidan mucho de ella, o cuyos principios
en materia de idioma son notoriamente opuestos a los del rígido censor que las
examina. Darío, como todo artista que tiene el convencimiento del propio
valer y que confía en la creadora virtud
de su genio, no puede resignarse a torturar y hacer efímeras sus grandiosas
concepciones, por ajustarlas a la menguada estrechez de la plantilla académica;
antes bien propende a adaptar a la espontaneidad, valentía y vida inmortal del
pensamiento, la forma que ha de contenerlo y perpetuarlo, como oriental urna de
delicadas esencias, que conserva su olor eternamente.
Y no se ha tenido que emplear grandes esfuerzos para no caer
en la triste servidumbre a que en mala hora se entregan débilmente otros
felices talentos poéticos, favorecidos por el cielo con el don nativo de una
inspiración vehemente y robusta, pero en quienes el frío soplo del formalismo
retórico apaga el fuego del sentimiento ingenuo y profundo, engendrador de la
verdadera poesía. Ambicioso e indómito por naturaleza, despreciador altivo de
fáciles triunfos y de trillados caminos, encontró señalado por sus mismos
imperiosos instintos de independencia estética, el rumbo definitivo que había
de seguir el vuelo de su musa. Si en sus primeros ensayos juveniles le vemos
divagar aquí y allá en la elección de asuntos y modelos, como queriendo probar
la fuerza de sus alas, no tarda en decidirse por los que mejor se acomodan al
recio temple de su ingénita potencia lírica; y si, entrado ya en la madurez de
la razón y del gusto y en la plena posesión de su estilo, aprende en los
clásicos castellanos la dicción fluida y sonora, al mismo tiempo que busca en
literaturas extrañas, la novedad y el atrevimiento de la idea, es indudable que
a todo ello comunica el calor que sale de lo íntimo de su alma e infunde el
impulso de vida de su propio varonil aliento…
A un mediano filósofo griego tuviéronle a mal sus amigos,
que se hubiese atrevido a discurrir ante ellos acerca de la naturaleza de los
dioses. Él les respondió: “quizás no podré enseñaros a comprenderlos, pero de
seguro no os induciré a profanarlos”. Con igual o parecida respuesta podría yo
defenderme de quien me reprochara el acometer una empresa tan superior a mis
escasos ánimos, como lo es, sin duda, la de bosquejar la fisonomía literaria de
Darío. No espero que el resultado corresponda a la osadía del intento; no
presumo de poder tasar en su altísimo valor las peregrina dotes de
originalidad, lozanía y gentil
desembarazo de dicción y de estilo, que distinguen a Darío como escritor en
prosa y en verso; ni seguir los varios
y majestuosos giros de su inteligencia
vencedora, admirablemente dispuesta a recoger en sí y reflejar por todas partes las olímpicas
irradiaciones del pensamiento moderno;
ni encomiar cuanto es debido las brillantes galas de su opulenta fantasía, la
abundancia y novedad de sus imágenes, unas veces graciosas y delicadas, otras
enérgicas y aun temerarias, siempre ricas de animación y colorido, y con tan firme pincel modeladas, que no
parecen producto de la elaboración mental del artista, sin sacudimientos
repentinos de su sensibilidad apasionada, suavemente enrojecida en la llama
devoradora del deleite y menos propensa a dejarse enseñorear por el influjo de
un idealismo cándido y enfermizo, que a recibir las impresiones vivas y seductoras de la naturaleza real.
Si se quiere retratar íntegramente la compleja personalidad
intelectual y poética de Rubén Darío, con todas sus luces y sus sombras, con
toda la simultánea multiplicidad de fases que presenta, con todo el extraño
conjunto de sus cualidades y aptitudes, algunas de las cuales parecen entre sí
antagónicas, es preciso componer un libro. Ese libro no he de escribirlo yo;
mas ya que a tanto no llegan mi ambición ni mis fuerzas, cuidaré a los menos,
como el obscuro filósofo ateniense a quien aludí, de no profanar con
irreverente desparpajo lo que no alcano a dar a conocer en su completa y
extraordinaria grandeza; no quiero incurrir en la vulgar injusticia de aplicar
a obras como las de Darío el procedimiento de esa crítica bisoja y de mala fe,
tan de moda hoy entre algunos festivos escritores españoles, y que consiste en
desdeñar el fondo de las más hermosas producciones del ingenio, el elemento
esencial que da vida y ser a la poesía, para detenerse, con fastidiosa y pueril
prolijidad, en señalar leves descuidos de elocución o de estilo, o perdonables
tropiezos en la parte mecánica de la versificación, lanzando con tal motivo
sobre los autores, los dardos envenenados de maligna zuma, y a veces también las más groseras injurias.
No: al pasar por delante del poeta, no me empinaré para arrojar mi puñado de
escoria sobre su frente soberana.
II
Es ya lugar común en casi todos los trabajo de crítica,
personificar en los grandes genisos de la poesía el conjunto de las ideas,
tendencias y preocupaciones generales que constituyen el espíritu o carácter
distintivo de la época en que han vivido, o por lo menos, el de la escuela o
pandilla literaria bajo cual más directa influencia se han formado. Así, hay
quien considere a Dante, menos que como autor en su esplendente amanecer, como
una especie de humano crisol en quien se funden toda la religión, toda la
poesía y toda la ciencia de su siglo. En concepto de ilustres admiradores del
egregio cantor de Gama, la orgullosa y
noble musa que, adornada a la vez con las frescas galas de la
inspiración popular y con los arreos artificiosos de pagana erudición, celebró
en el poema inmortal de Las Lusíadas las
más altas glorias lusitanas, no hizo más que recoger en un solo y excelso himno
de amor patrio, el entusiasmo que arranca a los corazones españoles y portugueses el recuerdo de las hazañas casi
legendarias (sic) de aquella heroica raza ibérica que, fiera y audaz en el
Salado, generosa y constante en las ardientes regiones de la India,
“no
halló en el mundo quien su frente dome
Pues
ni a Roma lograrlo fue posible.” [1]
De Calderón se ha dicho que con él despidió sus últimos
reflejos el genio caballeresco, guerrero y supersticioso de la España de la
Edad Media. Para algunos, el espiritualismo reflexivo de Schiller es el lado
estético de las doctrinas severamente idealistas de Kant; mientras otros miran
en el sereno eclecticismo de Goethe, en su culto instintivo a la plástica
desnudez de la materia, en la
objetividad un tanto grosera con que concibe los misterios de la naturaleza y
de la vida, una eflorescencia prematura del panteísmo científico de Alemania.
En la incredulidad aterradora de Leopardi, se ha querido encontrar la vestidura
poética de la filosofía cartesiana; en la soberbia satánica de Byron, una
imagen de los que había de ser la anarquía moral e intelectual del siglo XIX;
en el estro lúbrico y doliente de Espronceda, la encarnación genuina del
romanticismo español; en fin, para con el fogoso autor de Los Castigos y de El Año
Terrible se ha llevado hasta lo ridículo la manía de concentrar, en la personalidad
aislada de un escritor, la infinita variedad de elementos exteriores, coetáneos
a su producción intelectual y artística: no hay imagen incoherente, antítesis
descabellada, ni comparación monstruosa, que no se le hayan aplicado al gran
poeta francés, tomadas muchas de ellas de su mismo abundante repertorio. Lo que
nunca habrá de ponderarse bastante, es el desastroso influjo que en las
inteligencias, en las costumbres y en las manifestaciones el gusto, han
ejercido sus vagos transportes de sentimentalismo humanitario, la peligrosa y
fascinadora indulgencia de su criterio moral, llevada hasta el extremo en
dramas y novelas; la amargura intensa y algunas veces feroz, de que solía
impregnar sus versos cuando lo cegaba el fiero hervir de sus delirios
polípticos y también, por desgracia, de sus implacables rencores de partido; en
una palabra, toda aquella abrasadora vehemencia de su inspiración lírica, con
que por espacio de más de medio siglo tuvo ofuscada y electrizada a Francia y
al mundo, y que hoy, mirada desde las cimas serenas de la historia, parece a un
tiempo mismo la postrera vislumbre de la Revolución que se aleja y el
relampagueo precursor del socialismo brutal de nuestro tiempo.
Esta manera, demasiadamente sintética y menos sólida que
ingeniosa de entender y explicar las peculiares condiciones de los más insignes
vates, el aspecto en cierto modo universal de algunas de sus obras, y los
puntos de afinidad o de mera relación que en general tiene la poesía en su manifestación
histórica, con el medio social en que se desenvuelve y con los demás órdenes de
la vida, apenas puede aceptarse como simple recurso retórico. Cuando se le
exagero o se le quiere dar una significación enteramente real, es común
incurrir en error o en infidelidad al examinar la índole excepcional de un
autor y juzgar de su importancia literaria; porque, o bien se le atribuyen como
por fuerza de caracteres, tendencias o puntos de vista que no le corresponden,
pero que parecen avenirse con las circunstancia del tiempo y lugar en que se le
considera colocado; o bien se le despoja de los que efectivamente son propios,
pero que no encajan dentro de la unidad ideal del tipo preconcebido por la
imaginación del crítico. Mirar al poeta, o al artista en general, como
manifestación emblemática del espíritu colectivo de su nación o de su raza,
como producto casi necesario de alguna de las frecuentes evoluciones que se
suceden en la existencia de la especie humana, como cifra o resumen de
abstrusos sistemas filosóficos o de intereses políticos que se disputan el predominio en el campo de las más tristes
y prosaicas realidades, es empequeñecerlo, bajarlo de categoría de ser racional
a la de símbolo, y arrebatarle la corona de eterno laurel que la fama no
concede sino a las grandes creaciones del libre ingenio del hombre, en que va
estampado el sello de su actividad viva y consciente.
No se niega por esto, que las revoluciones y mudanzas
sociales, los adelantamientos que se alcanzan en el cultivo de las ciencias, la
atmósfera, constantemente renovada, de ideas y afecciones, en que se mueve el
espíritu, buscando alimento a su insaciada e insaciable aspiración a lo mejor;
el cúmulo, en fin, de accidentes de todo género que constituyen los diversos
estados de civilización de cada pueblo, ejercen influencia en el movimiento
y dirección de las artes. Antes por el
contrario, hay que reconocer que todas éstas, y la literatura principalmente,
participan de la acción de tales elementos y reciben a las veces su impulso.
Puede también admitirse sin esfuerzo, que en los antiguos poemas, épicos y en la poesía llamada popular, alienta el alma
misma del pueblo, de cuy as creencias, costumbres y tradiciones más sencillas y
arraigadas sale directamente la materia
del canto. Pero pretender que en la cabeza de un solo hombre, aunque se
le llame genio, se reúnan y hermanen tantas doctrinas extremas, tantos móviles
opuestos, tantos principios contradictorios y circunstancias tan desemejantes
como los que componen cada uno de los diferentes ciclos o edades de la
literatura, es empeño desatinado y arbitrario en que entran por mucho las
ilusiones del amor propio nacional, el exclusivismo sectario y el ciego
espíritu de partido.
Todas estas prolijas reflexiones, que alguien habrá de
tener, y con razón, por farragosas y mal traídas a cuento, vienen a servirme
como de exordio o explicación preparatoria para decir que, en mi concepto,
Darío no personifica, ni condensa, ni encarna, ni simboliza cosa alguna; lo
cual, por otra parte, poca falta le hace. Y aunque a primera vista parezca que
para dar semejante noticia no valía la pena de que yo insistiese tanto en este
punto, exponiéndome a pasar por machacón y fastidioso, todavía encuentro
disculpa en la circunstancia de que no faltan críticos apreciables que
circunscribiendo voluntariamente la
mirada a solo la parte más débil y accidental de las obras de nuestro poeta, se
empeñan en considerarlo como representante de determinadas y rastreras
aficiones de frase, y como afiliado—y aún cabeza de secta—en alguna de las
fracciones literarias, más o menos reducidas
y no bien definidas y deslindadas aún, que propenden en nuestros días a
sustituir toda tendencia, todo impuso verdaderamente estético, con el exquisito
primor técnico o con una sistemática profusión de armonías, lumbres y colores.
El error de los que piensan poder juzgar en última instancia
del mérito de Darío y precisar su filiación poética, con solo aplicarle
desdeñosamente una de las innumerables denominaciones de grupo, que abundan en
la moderna jerga literaria francesa, proviene, a mi ver, de que para clasificar
las diversas escuelas, tanto en filosofía como en literatura, se acostumbra
ahora atender más de lo que fuera razonable, a las vagas y remotas semejanzas o
diferencias que entre sí presentan los medios puramente externos de ejecución
artística, a insignificantes pormenores, coqueterías y artificios del lenguaje,
a notas distintivas que en realidad no lo son o que sólo asoman de un modo
incompleto y confuso, prescindiéndose casi en absoluto de todo principio
superior, de toda idea capital y
profunda, al analizar los elementos que entran en cualquier evolución
psicológica, al comparar en relación con la atmósfera intelectual en que se
desenvuelven.
No hago más que apuntar muy a la ligera esa deficiencia y
superficialidad de miras, que tanto ha
venido a estrechar el horizonte de la observación estética, y de que
especialmente dan muestras ciertos zoilos de bohemia y cronistas de salones
literarios, que han invadido en España y en Francia los dominios de la crítica
contemporánea. Así queda prevenido el lector de que no seguiré el mismo sistema
cuando examine en el curso de este artículo las tendencias y aptitudes de
Darío, a quien tampoco habré de mirar
como a jefe de ninguno de los bandos que
actualmente se dividen el campo de las letras.
A este propósito recuerdo haber
leído la acerba queja de Emilio Zola contra los que “han hecho de él una
grosera caricatura, presentándolo como pontífice y maestro de una nueva
escuela”… Me imagino que el poeta nicaragüense no ha de ser menos modesto que
el novelista francés; más si por uno de esos arranques de inofensivo
engreimiento, no infrecuentes en los hombres de más firme y serena elevación de
espíritu, atravesó por la mente de Darío la idea de ser corifeo o caudillo único de alguna
flamante agrupación que blasone de traer al arte nuevos y duraderos ideales y de poder imprimirle una dirección exclusiva,
a debe de haber advertido con mejor acuerdo—y aun convencido de ellos por la
observación cotidiana—que no son los turbados días en que vivimos los más
propicios al aparecimiento de verdaderos jefes de escuela: que en medio de la
febril ansiedad de las inteligencias y del aturdimiento con que la impaciente
actividad humana se da a producir alguno nuevo a cada hora, para enmendar en
seguida o destruir lo que produce, ningún progreso se afianza, ningún proyecto
madura, ninguna verdad fructifica: que el
mundo marcha, pero con tal
celeridad y confusión, que a los
reformadores no les queda tiempo para sucederse unos a otros, sino que se
empujan y se atropellan por reemplazarse en el puesto, y sus nombres, sus
sistemas y enseñanzas tienen acción tan
limitada y vida tan efímera, que muchas veces apenas acaban de nacer, cuando ya
envejecen y caducan…
*Este fragmento fue
publicado en 1902; y motivos de salud han hecho que su autor no haya podido
reformarlo y publicar completo el trabajo en la presente edición, como lo
deseaba.
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