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ALFONSO CORTÉS AL VIVO (ENSAYO SOBRE SU POESÍA). Por Eduardo
Zepeda-Henríquez. Novedades, domingo 9 de Febrero de 1969.
Hablar de la poesía de Alfonso Cortés, es como hablar del
mundo plenamente conquistado por la poesía. Porque la obra de nuestro poeta no
es de contemplación, sino de vivisección. Pero su poesía no descarna las cosas;
las despoja solamente de su piel y las hace sangre, dejando al descubierto su
pura realidad y su tragedia.
“El tiempo sólo pudo ensangrentar las cosas”, dice el
poeta, en un verso de resonancias griegas, en el cual no se canta al “Tiempo”,
con mayúscula, sino al tiempo vital y doloroso. Por eso la poesía de Alfonso es
tensa de pasión humana, hasta en sus momentos de mayor pureza. Alfonso es
siempre un poeta figurativo, por comparación con el mundo de la pintura. De lo
contrario, no cabría esperar de él una voz humanamente apasionada. Y la obra alfonsina
está muy lejos de aquel juego de ingenio del “concetto” o del “wit”; es obra a
pleno sol: de imágenes, de figuras. Negarle imaginación a nuestro poeta, sería
desconocer su carácter de primer poeta actual nicaragüense. Si, a veces, su
poesía parece oscura –y sólo lo parece—, es porque quien la lee se ha
deslumbrado, cegándose con la luz solar de la misma. Todos los poemas de
Alfonso se hallan prietos de realidad y concreción, como su propia caligrafía
de apretados garabatitos. Que nadie se engañe con esta poesía viva y muscular,
queriendo ver hasta en la moda modernista –más de ocasión, que de vocación— de
escribir ciertos sustantivos con iniciales mayúsculas, o de cortar los versos
después de vocablos átonos.
Ningún servicio se le hace al poeta Cortés diciendo que
es abstracto, ya que la sola poesía es concreción. El ser, objeto propio de la
metafísica, en la obra de Alfonso jamás resulta objeto, sino motivo. Porque
allí lo abstracto se da únicamente en función de lo concreto. Y así el
pitagorismo alfonsino es apenas literario. Cuando nuestro poeta escribió que “Un
trozo azul tiene mayor intensidad que todo el cielo”, expresaba una verdad
poética y existencial; pero, además, personalísima y afectiva, como que la
palabra “intensidad” no tiene el significado intelectualista –físico matemático—
de “energía”, sino el de “vehemencia”, que es un grado del sentimiento. Todos
los versos de Alfonso tienen huellas digitales. Y no quiero decir que no
trascienden, sino que su trascendencia pertenece al orden de lo vital, y es un
resonar desde el poeta en persona hasta los confines comunales del hombre –de los
hombres—, hasta las más remotas oleadas del tiempo— de los tiempos—.
Alfonso vive su poesía y su tragedia, como si fuesen una
misma cosa Y el poeta, significativa y desgarradoramente, se pregunta:
“¿Es que yo he de ser siempre un punto alucinado donde
resuena el múltiple eco del Universo? (“El poema Cotidiano”). En esa
superposición de planos, en que casi se identifican la tragedia pometeica de
Alfonso y su creación artística, reside el misterio de su obra. Aquí no
hay metafísica, sino vida: la vida del
hombre Alfonso Cortés; el mismo que confiesa más adelante:
“y he pensado a menudo que la vida es la crítica del
Tiempo y el Espacio…”
Pero del espacio y el tiempo metafísicos, como inmóviles
categorías; no del tiempo que corre al ritmo de la sangre, del tiempo que nos
desvive, y cuyo hiriente paso hace cantar a nuestro poeta:
“crucemos en silencio, ante la fuga del tiempo, audaz
bajo invisibles látigos…” (“Tardes de
Oro”). Este, y no otro, es el tiempo de Alfonso, el mismo de Quevedo, quien
también había cantado: “Bien te veo correr, Tiempo ligero…” Por ello, el
misterio alfonsino es poético y humano; nunca teológico. No es un “símbolo de
la fe”, sino un símbolo de la vida; un misterio sensible, que se canta; un “secreto
a voces”:
“… y, en vapor misterioso, echa el chorro de tu vida como
un enorme canto…” (“Me ha dicho el alma”).
Acaso lo más acertado que se haya escrito sobre Alfonso
sea la siguiente frase de Thomas Merton:
“Puede decirse que Cortés es un hombre de pocas experiencias poéticas básica…”
Yo afirmaría algo más –o tal vez menos— que nuestro poeta tiene una sola y
dilatada experiencia que es poética a fuerza de ser existencial; su experiencia
de hombre-montaña encadenado a un lirio; como en el verso de Rubén. Y no le
demos a Alfonso más crédito que el poético y literario cuando habla de “éxtasis”
o de “místico”; palabras que cumplen, sobradamente, su función poemática. El “éxtasis”
que dice el poeta Cortés, no tiene significación esencial, a diferencia del
estado místico; es siempre un “éxtasis” adjetivado por un adjetivo: “éxtasis
feliz”, “éxtasis crepuscular”, etc. Porque tomar esas palabras alfonsinas en
sentido literal, equivaldría a ver dentro del poema una nomenclatura de la
ciencia teológica. La poesía mística expresa síntomas y no diagnósticos. He aquí
la diferencia que va de la obra poética de San Juan de la Cruz (“no diré lo que
sentí, que me quedé no sabiendo toda sciencia trasdendiendo), a sus comentarios
teológicos de los mismo poemas. ¿No es ya un síntoma de temporalidad el hecho
de que en el poema más puro de Alfonso, y en sólo doce versos, se cuenten hasta
diez formas verbales a saber: “tiene”, “siento”, “vive”, “pasa”, “dando”, “despedaza”,
“se derraman”, “siento bullir”, “estando”, “me llaman”; o que más de las tres
cuartas partes de los sustantivos usados allí, sean de cosas materiales? Junto
a la temporalidad, se da también la realidad espacial, sobre todo en el último
verso:
“que estando aquí, “¡de allá me llaman!”
Y no se juzgue como “poesía metafísica” el contenido de
definiciones conceptuales –nada novedosas—, que son simples devaneos de
Alfonso, y que tienen una naturaleza distinta de la poética, como aquello de “…que
el infinito es círculo sin centro y el número la forma de lo que es materia.” (“Yo”).
Se trata de lo que el Poeta nos da por añadidura; pero
que, por supuesto, no añade nada a la gran poesía alfonsina.
Alfonso es, antes de Vallejo, el único poeta puramente
existencial de Hispanoamérica, y de aquí su estremecimiento religioso.
Existencial, y no “existencialista”; así como su religiosidad no tiene nada de
misticismo. Por eso me sorprende que los críticos de la poesía alfonsina hablan
de mística, olvidando el carácter radical de Alfonso como radicalmente temporal
de la que su objetivo central es el tiempo; a diferencia de la obra desasida y
angélica de los místicos españoles. La poesía de Alfonso Cortés es escrita por
un hombre, y para sus semejantes; poesía directísima, porque sigue el camino
más corto, que es la línea recta de hombre a hombre.
Es cierto que Dios preside la palabra de nuestro poeta:
“Y
quedarán los enamorados –como despiertos— y dos a dos, la mirada
fija en los Sagrados Poros de eterno sudor
bañados,
de la
frente arrugada de Dios”. (“Pasos”).
Pero esta
estrofa sólo parece un testimonio de vista de la Divinidad o, más bien, una
obra maestra de la imaginería, y nunca la “llama de amor viva” de la unión
mística. Hay demasiados detalles en los versos de Alfonso Cortés, para que se
pretenda emparentarlos con la absoluta dificultad expresiva de las experiencias
del misticismo. Él mismo canta, como delineando su poética personal:
“y uniré
los detalles de forma, luz y acento…”
Y “Un
Detalle” se llama, precisamente, su más celebrado poema. Todo lo cual resulta
ajeno a lo inexplicable de la mística, cuyo mejor ejemplo se tiene en este
verso de San Juan de la Cruz:
“un no sé
qué que quedan balbuciendo”.
Entre
paréntesis, yo prefiero el título original de “Un Detalle”, al de “Ventana”, porque
no creo lícito anticipar la “composición de lugar” del poema así nombrado, que
Alfonso quiso dejar en misteriosa sugerencia hasta la segunda estrofa, la cual
dice expresamente:
“muy lejos, desde mi ventana…”
Pero, además, “Un Detalle” –sin tomar
en cuenta su relación con lo pictórico— resulta eufónicamente bello, como que
sus vocales (u-e-a-e), que aparecen colocadas en base a una variación de las
impares y a una repetición de las pares,
siguen la clave musical de la rima. Y el contenido mismo de esos términos, al
referirse a algo circunstanciado, corresponde con exactitud a la posible
ocasión del poema alfonsino y a su sentido vivencial.
Alfonso
Cortés, al igual que Rubén Darío, se nutrió en la tradición de la poesía
castellana. Pero si, conforme el viejo método de la crítica literaria, fuera
preciso buscarle una ascendencia poética en línea directa, ésta no se hallaría
en San Juan de la Cruz, sino en Quevedo, es decir, en la poesía española más
existencial. La preocupación de Alfonso por el tiempo sólo puede tener
parentesco legitimo con la de Don Francisco de Quevedo, el poeta que se
defendió de este modo:
“soy un
Fue, y un Será, y un Es cansado”.
Encandilada,
asimismo, por los elementos sensoriales de la poesía de Alfonso, la crítica ha
tropezado con insistencia. Se apunta, como típicamente alfosina, una fusión o
confusión de los sentidos, en virtud de la cual, por ejemplo, la vista oye: “la
visión es sonido”, escribe Alfonso en su poema “La Danza de los Astros”. Pero
el mismo cambio de funciones sensoriales aparece como característico en los
versos de Quevedo, en cuyo “Soneto desde la Torre de Juan Aband” puede leerse: “y
con mis ojos oigo”. Otro barroquismo semejante, supuestamente peculiar de
nuestro poeta, es aquello de que, para él, resulta audible hasta el silencio,
como en su pitagórica “música en silencio de la luna”. En cambio, no se
advierte que el fenómeno es propio de la poesía española clásica y, especialmente,
del mismo Quevedo. Suyo es el siguiente endecasílabo: “al músico silencio están
despiertos.
…Y
Quevedo, no sólo escucha el “músico silencio” sino también, como la haría Alfonso,
el “músico ruido”:
“Con
acorde concento, o con rüidos músicos”
Se ha
señalado igualmente, como nota distintiva en Alfonso Cortés, que, a sus ojos,
el tiempo toma cuerpo y casi se personifica:
“la hora,
triste de espacio, yerra”. (“Ángelus”)
“…y se
acerca desde la torre una hora…” (“Desde la Orilla”)
¿Y no es
esto, acaso, lo que le acontece a don Francisco de Quevedo en tantos lugares de
su Obra? Él es quien dice: “En fuga irrevocable huye la hora…” (“Soneto desde
la Torre”)
“y la
hora secreta y recatada con silencio se acerca…” (“Arrepentimiento y lágrimas…”).
El cotejo
podría continuar con sólo recorrer toda la escala de los sentidos, en la que
Alfonso como Quevedo, alcanza una embriaguez sensorial, que se resume en este
verso quevediano, veradero triunfo del olfato:
“Dadme
aquí los olores cuando huelo”.
Sin
embargo, no se lograría con ello nada sustancial, porque se trata de
sensaciones figuradas, por las cuales, sin duda, el lenguaje de Quevedo suena a
moderno, y el de Alfonso a clásico, pero que, como tales imágenes, no son el
mar de fondo de una gran poesía.
Alfonso
Cortés es el primer poeta que dejó de ser modernista en Nicaragua; y no por
oposición, sino por posición poética personal. Dio sus pasos iniciales de la
mano de Rubén Darío; pero muy pronto se encontró a sí mismo. Y a pesar de que
Rubén le hizo sombra, al llevarse toda la gloria –dada la creencia de ambos en
el tiempo—. Alfonso ha quedado en la poesía de habla castellana como uno de
esos desconocidos en la pintura de El Greco, con el alma en los ojos, cargada
de preguntas y vaticinios. Porque si, ciertamente, la lírica de Darío resulta
más vasta en su dimensión horizontal, en su mayor registro; la de Alfonso
Cortés no le cede en la vertical.
Pero es
Alfonso un estupendo versificador, como también lo son, sin excepciones, los
otros poetas nicaragüenses verdaderamente grandes, y conviene recordar esto
ahora que, entre nosotros, se va perdiendo el domino del instrumento propio de
la poesía, no obstante el movimiento de renovación de la estrofa clásica, aún
recién iniciado en las dos orillas de nuestra Lengua. En Rubén se hizo carne la
armonía; pero me atrevo a declarar que, particularmente, la arquitectura del
soneto en Alfonso tiene más perfección que en la obra dariana. Ni en las
adiciones de “Azul”, de 1890, ni en “Las Ánforas de Epicuro”, de “Prosas Profanas”,
ni en los quince sonetos de “Cantos de Vida y Esperanza” –entre los cuales hay
maduros universos como el dedicado a “Phocas el Campesino”— ni allí, digo, se
encuentra tanta maestría, como en este bello soneto milagro de composición, que
Alfonso tituló “Las Hermanas”, y cuyo
verso último, sorpresivo y paradójico, vale por un poema de crudelísima
ternura:
Hada es
la luz, Estela la armonía,
y Teresa
la gracia. Y en Teresa,
en Estela
y en Hada, culmina esa
fiesta de
amor que hace perfecto el día.
Una
canta. Otra sueña. Otra confía
al tiempo
errante su ilusión ilesa,
y en la
sonrisa de las tres se expresa
la suprema
verdad de la poesía.
Las tres
hermanas en felices horas
hilan en
ruecas de ilusión sus vidas,
como la
encarnación de tres auroras
gemelas,
y en sus danzas y en sus juegos,
van hacia
la Esperanza, precedidas
por un
coro feliz de niños ciegos.
Sin
embargo, Rubén se muestra insuperable en el ancho abanico de metros y estrofas.
Baste una sola prueba, en gracia a que pertenece a un ritmo tan difícil, como
es la imitación en castellano del hexámetro de la “Salutación del Optimista”,
de Rubén Darío:
1 2 3 4 5
“Ínclitas
razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…”
Y he
aquí, en comparación, también el primero de “La Odisea del Istmo”, del poeta
Cortés:
1 2 3 4 5
“Hexámetro,
déja que ríja tus poténtes cuadrígas…”
Es natural
que, en favor del hexámetro alfonsino, se recurra a licencia de acentuar,
asimismo, la partícula gramatical “tus”, con lo cual dicho verso gana en ritmo,
a costa de un esfuerzo de pronunciación.
Pero no
he pretendido hacer un estudio de la versificación en Alfonso, que acaso
realice en mejor oportunidad: trataba solamente de ejemplificar una leve
referencia a la relación que existe, en la poesía de Alfonso Cortés, entre el
poder de extensión y el poder de penetración, entre sus condiciones musicales y
su capacidad genial para iluminar desde dentro al hombre vivo, al mismo que –anhelante
o abatido— tropieza con las cosas.
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