Dedicado
a mi querida amiga, Dra. Vilma Pérez-Valle,
quien, con su gran adoración a
Nicaragua,
logró generar en mí, sentimientos que ya no creía tener.
Desde México, donde mi Nicaragua seguirá traslapada a perpetuidad.
───── Ω Ω Ω ─────
───── Ω Ω Ω ─────
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- I -
En México de los 60, inextinguible: entre incursiones espirituales y mundanas de un amigo en tiempos de universidad
El
personaje de estos recuerdos, era granadino, pero no nació en la Calle
Atravesada, la calle más larga del mundo, decía el Negro Baldizón. Cualquier
jodido granadino que conozcás, te dirá que nació en esa calle de historias
atravesadas, (equivalente a vecindad de abolengo en la sociedad de Nicaragua).
Consideraban
insólito y fuera de lugar, que alguien en sus circunstancias periféricas,
saliera al extranjero y, sobre todo, con el propósito de estudiar leyes; él, Baldizón
y Negro, con sorna entre labios argüía que el Derecho Romano era universal; no
sé si tenía razón o no.
Dos
hermanos integraban toda su familia, el estudiante en referencia y el
“hermano-padre”, abogado en funciones en la Suprema Corte de Justicia.
Un
día cualquiera, el desamparo arremetió de frente con la muerte inesperada del
hermano, dicen que del interior no brotó llanto ni hubo lamento, asemejado a un
barquito de papel en corrientes mansas, esa fue siempre su actitud ante la
vida.
En
el transcurso inexorable de la vida, la mamá agobiada por las dificultades
económicas no tuvo más alternativa que hablarle sin ambages:
─Hijito,
te quiero mucho, pero no puedo mantenerte, tampoco voy a echarte a la calle,
pero, en este momento necesito rentar tu cuarto; además, para vos obtuve una
credencial de soldado raso en el Cuartel Colorado a través del Capitán
Fernández, fue un subalterno de alta estima de mi difunto marido cuando fue
jefe de la policía en el Distrito Federal y tú padre me trajo a Nicaragua.
Los
nuevos compañeros del cuartel estaban definidos por soldadesca con procedencia
noventa por ciento indígena, mustia, resentida, ignorante, analfabeta y
desconfiada; preferían comunicarse entre ellos en dialecto autóctono, bien por
reservados, o por falta de dominio del español o ambas cosas.
Guitarra,
mandolina, eran los únicos bienes y confidentes del recluta; proveniente de los
patios del cuartel, antes de la medianoche podían escucharse las notas
quejumbrosas de la guitarra, asemejados a lamentos nocturnos.
Con
el paso del tiempo lo aceptaron, Toñito tomó confianza y uno de los guachos
(forma despectiva de llamar a los soldados en México), enterado de las virtudes
musicales del hijo militarizado de doña Esther, sin pensarlo dos veces le pidió
llevar serenata a su novia, el sábado por la noche. En aquel impulso sin cadena
de mando no medió ninguna pretensión ni remilgo, quizás por la afición al
guaro y a la música rasgada, aceptó sin vacilación.
El
flechazo apuntaba hacia las barriadas, más bien asentamientos con calles
polvosas, casuchas mal construidas o a medio construir, mal iluminadas, mal
distribuidas, invadidas por lupanares, cantinas de mala muerte, borrachos
tirados de bruces, putillas de aspecto campesino, mariachis de tercera
desafinados y desentonados, conjuntos norteños, llantos de niños mal atendidos,
gritos de discusiones familiares, rockolas, radios con música ordinaria
plagados de comerciales, ese era el entorno de las novias de los soldados. Las
notas de su guitarra parecían cantos de cenzontles entre chillidos de ratas;
sin embargo, a partir de la primera serenata aquel asunto fue rutina sabatina.
El
cuartel le brindaba techo y comida, ¿y lo demás qué? Hacía algunos meses, en un
gesto bondadoso de gratitud y camaraderías, los 50 0 60 soldados que integraban
la tropa, de su miserable salario le aportaban un peso semanal, “el peso pal
nica”.
De
repente, un día de tantos hizo el último saludo, abandonaba el cuartel, había
obtenido una beca para continuar estudios, nunca supe a través de quién o de
qué institución, pero aquel giro inesperado le permitiría vivir con más decoro.
Regresamos
de la escuela al mediodía y encontramos a doña Esther muy contenta, tenía
nuevos huéspedes y, además, iban a ser de nuestro agrado. Los nuevos inquilinos
era una pareja de nicaragüenses recién casados en su viaje de bodas, a la hora
del almuerzo, los seis inquilinos nos presentamos mutuamente. La chica era
atractiva, coqueta sin ser una beldad, un poco ordinaria tirándole a vulgar,
entre 18 y 20 años, su esposo unos 10 años mayor que ella, chaparrito, moreno,
cachetón, gordito, simpático, de aspecto bonachón. Nos comentó que hacía cinco años
se había graduado en la misma universidad que nosotros estudiábamos y, por
supuesto, conocía y le agradaba la ciudad, sintiéndose obligado a incluirla en
su viaje nupcial. Tres o cuatro días después oímos que discutían acaloradamente,
quién sabe por qué. Fue un sábado, el domingo por la mañana no lo vimos, salió
muy temprano y Norma estaba sola.
Apenas
puso el primer pie fuera del cuarto, la muchacha nos preguntó: --- ¿Paisanos no
me van a invitar a pasear? Me han dicho de un lago cercano, muy bonito y deseo
conocerlo. Salvador, Lacayito y yo aceptamos la petición ilusionados, “el
Masaya” se rehusó, argumentó que a él no le gustaba andar en manada con una
mujer. Abordamos un taxi y fuimos al mentado lago, que distaba a 50 kilómetros.
Su malecón con mariachis, bares, restaurantes, turistas, familias en día
domingo, poco nos impresionaba, estábamos familiarizados con la magnitud y la
belleza de nuestros lagos. Después de haber tomado toda la tarde, por la noche
regresamos a la casa, hasta el tope de bebidas espirituosas, nuestra compañera
ocasional intacta. Las palabras del Masaya fueron proféticas, antes de salir
sentenció: “nada más van de calienta culos”, como así fue.
¡Pero
sí descubrimos que la mujer era guardiera y oreja! Que el Casino Militar por
aquí, que la cantina de la guardia por allá, que el Teniente mengano, que el
Capitán zutano, etcétera.
Era
martes y el recién casado no aparecía, Norma, la paisana, no reflejaba
la más mínima preocupación, más bien indiferente. Por la tarde apareció el
ausente; apenas lo saludé porque dicen que un hombre de goma es sagrado, pero
él se dirigió a mí. Empezó a desembuchacar su última experiencia existencial.
---
No dejaba cabo suelto sobre la parranda que había agarrado el domingo por causa
del enojo, los celos y la decepción que le había causado Norma. Para rematar la
rodada, el día que ella se fue con nosotros a pasear, a él le robaron todo el
dinero y su Rolex de oro. Mientras echaba los lamentos, entre sollozos,
lloriqueos y sonadas de mocos, de una bolsa del pantalón sacó otra servilleta para
sonarse y descubre que en ella estaba escrito con letra casi ilegible un nombre
de mujer y una dirección De repente dijo: ¡Aquí está el nombre de la
suplente con la que estuve anoche! ¿Me acompañarías a buscarla?
De
una calle a otra, íbamos y veníamos, preguntas por aquí, y más preguntas por
allá, por el nombre de la calle. Al oscurecer, en lo más profundo de la barriada
encontramos la casucha, tocamos la puerta muy fuerte y nos abre un tipo alto,
blanco, barbudo, pelirrojo, con una cicatriz que le atravesaba media cara,
descalzo con los pantalones a medio fajar, cañambuco de torso, musculoso
y peludo, un vikingo, —cavilé— ¡ya la cagamos! Con voces forzadas, impetuosas y
a dúo inseguras, gritamos: —¡venimos por el reloj! —
El
monumento a la masculinidad se derritió y con voz entrecortada, delgadita,
dirigía el aviso a la mujer que aguardaba escondida detrás del biombo: —¡fulanita,
fulanita, vienen por el reloj! — Se metió al cuarto y regresó con el reloj entre
las manos temblorosas, entregándonoslo casi amablemente.
Al
día siguiente, al caer la tarde regresábamos de la universidad; sobre la misma
acera, unos metros adelante de nosotros, casi a la entrada de la casa, iba la
pareja de paisanos tomados de la mano, en el mismo instante oímos unos pasos
fuertes y apresurados a nuestras espaldas, nos rebasó un tipo requeneto,
blanco, con cabello corto, guayabera blanca, pantalón vaquero, botas, lentes
Ray Ban clásicos y bolsa de vaqueta colgada al hombro, el tipo iba en
dirección a ellos, a grandes gritos rompió el silencio:
—
¡Hija de la gran puta, creíste que no te iba a encontrar! —
—
El compañero Monje, de la oficina de Migración me enteró de todo. —
–¡Déjame
explicarte! Dijo ella. —
—
¡No me expliques ni mierda! Propinándole una cachetada, el galán sube las
escaleras de la casa como un bólido y nosotros paralizados, expectantes.
– Volteó hacia nosotros y otro grito rompió la
paz del silencio: -- ¿Y ustedes qué ven hijueputas? —
El
improsulto dejó ver debajo de la guayabera una escuadra 45 enfundada en la
cintura. De inmediato, propulsados por la adrenalina, superamos a nuestro amigo
en buscar salida a toda carrera. Salvador dijo que atrás de nosotros había un
taxi con chofer y una puerta abierta.
Habían
pasado más de seis horas del incidente y el agraviado no salía del cuarto, no
sé si por tristeza, miedo o ambas cosas, estábamos en la casa, únicamente él y
yo. Los demás habían salido.
---
Rompió el silencio para decirme que era urgente bajar la temperatura, acompáñame
a echarme un trago. No me hice rogar y como fiel escudero lo acompañé en su
dolor.
--- No paraba de hablar. Tres veces
dijo: ¡Ay amigo! ¿Qué habrá sucedido?
Al
poco tiempo el ambiente era distinto, sonaba a Vicente Fernández con el
estribillo Se me fue la que tanto adoraba. Música de mariachis, tríos,
conjuntos norteños, guitarreros, marimberos, putas, putos, padrotes, turista y
parroquianos en la Plaza de los Mariachis, los dos empinábamos el codo con
justificación, lo menos que podía hacer era ser solidario.
Un
mesero en forma amable nos dice que un caballero, así textualmente, que está en
uno de los reservados del bar, nos invitaba a tomar una copa con él, yo pensé…
ha de haber alguien de la tercera avenida, pero me quedé callado.
—¡Dile
a ese solapado, infeliz invitador, que venga él, si quiere! — No sé si el mesero le dio la respuesta tal
cual, pero frente a nosotros apareció un hombre sonriente, bajo, moreno, gordo,
nariz ancha, mofletudo, con papada, panzón, pelo lacio negro pintado,
envaselinado y copetón, embutido en un traje negro de mariachi. —
˗˗
Y con inconfundible timbre musical dijo: ¡Toñito! ¿Cómo has estado? Abrazándolo
efusivamente. Era Cuco Sánchez, el cual al poco rato se fue al aeropuerto.
La
Estudiantina de la universidad grabó algunas canciones muy difundidas,
pegajosas, simples y efímeras que se oyeron con frecuencia en la radio.
Lograron editar un Long Play. Toño integraba la Estudiantina, ejecutaba
la guitarra y la mandolina y por supuesto, cantor del coro; salía en la portada
del disco realizado en un estudio de grabación del Canal 2 de televisión de la
Ciudad de México, lo que hoy es TELEVISA, ahí conoció a José del Refugio
Sánchez Saldaña conocido en el ambiente artístico como Cuco Sánchez.
Pasada
la medianoche, el ambiente de la Plaza de los Mariachis estaba en su clímax,
pero Toño optó porque nos fuéramos a otro lado y tomamos otro taxi.
—
Cuando ingresamos al local, mi acompañante anunciaba el arribo: ¡Toñitooo,
gitanito, bicicletooo! ¡Aquí está Toñito, jodidooo! —
— Desde la penumbra hubo respuesta:
—¿Dónde
te habías perdido? — La Inés estuvo
llorando unos días por ti.
—
No creas que ella te podía olvidar entre estos ajetreos.
Otra
vez estábamos rodeados de meseros, tintinear de vasos, voces aguardentosas,
música de tríos, alternando con la rocola, --y era cierto lo de no olvidar al
Toñito-- mucho menos con las notas de ese himno internacional magistralmente
interpretado por Daniel Santos: “Virgen de Medianoche”.
Aquel
ambiente parecía extraído de algún pasaje novelesco de amores frustrados. Era
ambiente de vaginas en alquiler, con historias de todo tipo, desde las
sublimadas, hasta las ensordecedoras y miserables. Lo sorprendente fue
constatar el recibimiento dispensado al Toñito por todos los del antro.
Era
un reducto repleto de olores, desde agradables hasta los que ahuyentan. Mezcla
de perfumes, alcohol, sudor y, desinfectantes. El olfato de cualquier
parroquiano competía con la visión, sometida a luces atenuadas por filtros de
colores.
El
ambiente lúgubre no impedía distinguir la singular figura del Bicicleto,
un ser de andar erguido, alto, blanco, acinturado y más abajo donde resaltaba el
prominente culo respingado; el personaje nocturno gustaba mostrar prendas de
seda entalladas, el torso estaba cubierto por blusa amarilla canario combinada
con licra negra, remataban los zapatos taconudos y lustrosos, de charol
luciérnaga. Verle el rostro era asunto encontrarle el parecido a Paquita la
del Barrio, lleno de efectos especiales, mostraba un rubio de lava
incandescente, cejas resacadas y pestañas postizas, dos cachetes carnosos donde
anclaba el infaltable lunar estilo María Félixo o quizás era la madre de las
verrugas, y al centro, tal sugestiva luz de semáforo en rojo, dos carnosos labios
pintarrajeados.
El
Gitanito ensoñaba sentado entre sus piernas, deshaciéndose en arrumacos,
y Toño, dejándose querer, porque para él, toda fea con su gracia. Por lo
visto, en aquel sitio estaban ausentes los mandatos de género. Todo estaba
englobado, sin arquetipos, putos y putas iban y venían a saludar a Toño, y yo
no salía de mi asombro, sorprendido que a nadie le colgara el escapulario.
La
voz aguda de Toño alejó el revoloteo. Otra alzada de voz con fuertes decibeles
asentó la ordenanza de la noche: – ¡Váyanse de aquí cabronas! ¡Parecen moscas!
¡Déjenmelo a mí, solito! Palmeó coquetamente y con autoridad, mientras ordenaba
que nos sirvieran tragos.
--
¡Hoy te corresponde tocar y cantar para mí! -- Dijo el Gitanito.
--
Lo haría, --dijo Toño-- pero la guitarra no me acompaña, excusa válida con
intención de capear aquel deseo.
-- No te preocupes… Todo tiene solución. ¡Hey
vos, sí, sí vos, fulana, trae la guitarra que dejó empeñada el Tin Tan!
Tal
fuera maestro de párvulos de escuela, ordenó que todos guardaran silencio y
seguido, de aquel Toño virtuoso, fueron sucediéndose canciones empinacodos y rompecorazones.
La
rockola humana era imparable, cada canción mermaba el contenido espirituoso de
las botellas. Aquel ambiente melódico evocaba, en recuerdos conjugados, las
oxitocinas del amor filial, mientras escuchábamos Luna Callejera del
perpetuo Jorge Isaac Carballo. Reina de la Noche… ¡Qué haces en su
seno si sabes que la amo, buscas un reproche, sé que a ti te gusta!
Mientras tanto, todos seguíamos la tonada, sin dejar de tararear.
El
tiempo avanzaba en busca del amanecer, cuando de repente apareció Inés con una
amiga. La presencia de ambas hijas de la noche desplazó al Bicicleto, quien
con actitud melindrosa no tardó en escabullirse. Como quien captura a su presa,
nos condujeron a la planta alta de aquel sitio de amores fingidos. A Toño lo
envolvía Inés, y yo, indeciso, me dejé llevar por la amiga. Lo último que pude
escuchar al subir los peldaños en espiral, fueron las tonadas quejumbrosas de
la guitarra… Por más que te dije que no te fueras, no duermo las noches
llorando tu amor, no me hiciste caso Reina de mi vida, ven a curar la herida
que tú amor dejó…
Ocupamos
cuartos contiguos y, en aquella encerrona, lo último que logré escuchar fue par
de clamores de amor, en canciones de Luis Méndez y Víctor M. Leiva. Embriagado
de sueño, no supe más. Cuando desperté apenas clareaba. Eran casi las seis y lo
demás fue un gigantesco sobresalto. Mientras me largaba de aquel ambiente,
repasaba los detalles de aquella celada de cuartería.
Caminé
en busca del autobús que me aproximara a la Escuela, localizada en el polo
opuesto. En aquellos pasillos reencontré a mis tres amigos inseparables y como
era habitual, retornamos juntos a la Pensión.
El
calendario deshojo el jueves, viernes, sábado y domingo, y Toño sin aparecer.
Su cuarto intacto, con escasas prendas de vestir, en una mesita la máquina de
escribir portátil Remington, bajo la mesa de noche estaba la Cámara Fotográfica
Nikon y, en el centro del cuarto aún levantaba humo una veladora, que luego
supimos, había puesto doña Esther, muestra de ese irrenunciable amor maternal,
para que los Santos iluminaran los pasos de Toño, ya fuera en esta vida o en la
otra.
Preocupados
por la inesperada desaparición, agotamos los recursos a nuestro alcance en el
afán de encontrarlo, recorrimos hospitales, clínicas de urgencias, centros para
indigentes, delegaciones de policía, morgues, pero todo fue inútil. Resignados
y con alguna sensatez, aceptamos que se lo había tragado la tierra.
- II -
La transfiguración momentánea de un reaparecido
Cinco
o seis meses después, un día en el cual no hubo clases, fui a comprar el
periódico, al regresar me llamó la atención ver frente a la casa tres carros de
modelos antiguos, en buenas condiciones y placas del Estado de California. Al
ingresar a la casa miré a dos tipos desconocidos, jóvenes de mediana estatura, delgados,
bien afeitados, con cortes de pelo tipo guacal. Uno era mestizo y, el otro,
chele cambray, o sea, mota de algodón.
Ambos con pantalones de gabardina, de aquel aspecto campesino en misa dominical.
Camisas blancas manga larga, almidonadas y abotonadas hasta el cuello, de donde
colgaban rosarios de madera con cuentas y cruces de buen tamaño. El mestizo era
hondureño, el otro dijo ser un militante de la concordia.
Para
mí asombro y alegría, en ese momento miré salir a Toño, ajuareado, venía de su
cuarto, aquel dormitorio que por muchas semanas permaneció habitado por
recuerdos.
A
los pocos minutos de estar en la calle, llegaron los inseparables, Lacayito,
El Masaya, y Salvador. Frente a todos los reunidos, Toño nos
brindó algunos pormenores relacionados con su desaparición.
Dijo
que se había ido a San Francisco, California, en donde encontró trabajó como
obrero en una fábrica dedicada a fabricar piezas para aviones comerciales. En
ese empleo –agregó—logró reunir dinero para comprar los carros con la finalidad
de venderlos en Nicaragua. Todos dábamos como un hecho, el festejo de aquel
reencuentro, pero nos dejó con las caras destempladas cuando, con mucha firmeza
y convicción dijo: ya no tomo licor, encontré la luz en las tinieblas… y
otro montón de dicharachos penitenciales. Estaba integrado a una secta
religiosa de esas tantas que abundan en el Sur de los Estados Unidos. Su
preparación le daba liderazgo, era Pastor o consejero espiritual.
Como
estábamos al filo del mediodía, nuestro apetito demandaba el respectivo
almuerzo. Nos fuimos acompañados de Toño y su comitiva. En total éramos siete,
sentados alrededor de aquella cubierta rectangular; sus acompañantes situados a
la diestra y siniestra de él, que tomó asiento en el extremo frontal de la
mesa. Toño, con gesto adusto, inclinó la cabeza y, con voz grave, casi ordenó que
hiciéramos lo mismo. Acto seguido nos pidió que nos tomáramos de las manos y, con
voz modulada empezó un rezo, al que denominó bendición de los alimentos.
Aquel
proceder de Toño, -- para nosotros-- que lo conocíamos en muchos detalles
existenciales, no dejaba de constituir lo más inesperado y asombroso. En
nuestro interior surgían mil dudas y preguntas, ¿cómo surgió ese borrón y
cuenta nueva conductual? Porque aquella desaparición sin señas ahora nos
dejaba más preguntas que respuestas, sin lograr ponerle distancia con el
antiguo refranero popular nicaragüense, donde es de costumbre advertir: ese
come santos y caga diablos.
En
aquel ambiente intentamos disimular, pero El Masaya situado a mi lado,
no dejaba de agacharse para soltar en voz baja, entre dientes, las opiniones
más mordaces y socarronas:
---
¡Ey! ¡Ver para creer! ¿No será que estaba perdido en España, entre los
municipios de Ramera de Arriba y Ramera de Abajo, o en Villapene?
---
¡No me jodan! ¡Ahora si estoy convencido! A Toño, el Guardia mal nacido no le
sacó plasta, --por lo visto y comprobado-- lo asustó a tal punto que ahora casi
está envuelto en incienso y con aureola de santo.
---
No me pude contener y me solté en risas. Toño y sus acompañantes volvieron las
miradas hacia mí, todos eran rostros ceñudos, de severas miradas reprobatorias,
mientras El Masaya seguía en susurros imparables.
---
¡Date cuenta! Ahora tenemos otro del santoral.
Entretanto,
la comida fue servida. Comimos en silencio, y apenas hubo platos vacíos, los
visitantes dijeron que en breve se iban para Tapachula, rumbo a la frontera con
Guatemala al que esperaban llegar después de 24 horas de recorrido. Ese fue el
momento de separarnos, cada quien por su ruta.
En
las calles aledañas al comedor popular se mezclaban todo tipo de voces pregoneras,
vendedores y compradores en incesantes idas y venidas. Sobre las aceras
permanecían incontables canastos repletos con verduras y frutas, donde la
actividad sensorial atrapaba olores y colores. Aguardábamos la despedida
definitiva de Toñito, en aquel ambiente de mamones, marañones, mangos, guabas,
guayabas, jocotes, mandarinas, chilotes, elotes, repollos, yuca, quequisques
Un
mar de marchantes envueltos por gritos de avisos en competencia: ¡Últimas
noticias, La Prensa, Novedades! ¡Cosa de Horno! ¡Chanchooo con yucaa! ¡Chicha
helada! ¡Vigorón! ¡Tajadas con queso! ¡Enchiladas! ¡Repochetas! ¡Cabeza de
chancho con tortilla! ¡Llevo Chanfaina, chanfaina!
---
Frente a nosotros se detuvo una cachetona, prominente de arriba y de abajo,
soltaba la oferta y la sonrisa: ¡Vas a querer amorcitooo!
A
poca distancia otra joven mercadera, chiquita y chillona, regañaba a un joven: ¡Corazoncito,
si no comprás no mallugues! A media cuadra avistábamos la marimba desde donde llegaba
la buena resonancia y tesitura de Los dos bolillos.
En
ese instante entre la estrechez de la calle avanzaba un autobús de latón
amarillo, el que alguna vez, antes de ser descartado y luego enviado al ombligo
de Centroamérica, debió transportar párvulos de colegio. Por la puerta de
atrás, el ayudante guindado y con medio cuerpo de fuera daba avisos del sitio
de destino: --¡La Paz Centro, Mateare, Nagarote, León, ¡Chinandegaaa…! Aquel
ambiente era de calor infernal, mezclado con olor a frutas podridas, gasolina
quemada, sudor, alientos a guaro lija y resacas.
Frente
a nosotros pasa una mujer morena, murruca, con vestido blanco de poplín
ajustado, transparentando el calzón, chinelas de gancho, piernas torneadas y
zangoloteando las nalgas en forma rítmica natural y cadenciosa. Con una batea
de frutas en la cabeza y en perfecto equilibrio atravesaba los estrechos
espacios entre carretoneros y cargadores con miradas preñadas de lascivia y
deseos, la piel de cacao arrancaba chiflidos y piropos; el más atrevido le
advertía: --¡No toqués el mostrador que se para el dependiente! –
Ella
proseguía el batido corporal con actitud indiferente, casi orgullosa, cual
modelo de pasarela continuaba su andar. Por allá, en sentido opuesto llegaba
otra inconfundible voz: ¡Baisano, baisano... aquí está más barato! ¡Entre,
entre…!
- III y Final -
En Nicaragua de los 70, después de un regreso momentáneo desde el Anáhuac
Años
más tarde, en ese mismo revoltijo nos encontrábamos mi padre y yo; en el
regateo habitual con los turcos, en sus tiendas de tela y ropa que
invadían las aceras. En ese momento sentí una mano en mi hombro; alguien me
llamó por mi nombre. Sorprendido vi a un hombre de aparentes 50 años, bajito,
moreno, panzón, barba irregular de meses, enmarañada, negra y tupida, con
restos de comida. Nariz y ojos enrojecidos, lagañosos, de escaso cabello oscuro
y seboso. Vestía camisa manga corta, mal abotonada, descolorida y sucia, con
manchas de achiote; a los pies descalzos le antecedía un pantalón de casimir
negro sujetado con un mecate de cabuya, brinca charcos, lustroso, tieso por
arriba y arrugado por abajo; alrededor de la portañuela podía distinguirse la
humedad de la última meada.
˗˗
¿Lo conoces? Preguntó mi padre.
˗˗
¡Si! Es un doctor en leyes.
˗˗
¡Qué!
˗˗
¿Un profesional en esas condiciones?
˗˗
Si.
Superado
el asombro de mi papá y con su característica habitual de respeto a las
profesiones, quizás porque para él fueron quiméricas, sacó de su cartera un
billete de cincuenta córdobas y me dijo: ˗˗Ayúdalo. Entonces, además de tomar
los productos que comprábamos para vender a los campesinos, incluí un par de
“zapatos burros” y una mudada de ropa, más una botella de aguardiente Santa
Cecilia, para luego llevarlo a un hotelito de esos de medio piquito estrella,
cuartuchos en los alrededores de esas rinconadas del culto a Baco.
Antes
de retirarme, de aquel reclusorio, decidí hacerle breve compañía con guareada a
pico de botella. Un trago por cabeza, para luego emprender rápido retorno a la
estación de buses interdepartamentales, las agujas indicaban que pronto saldría
el último autobús de Los Vargas con rumbo Norte.
Estaba
de regreso a la rutina habitual del curso, plagado de discusiones interminables
con los compañeros de aula, algunos con aires políticos de la Derecha y, otros,
sacudidos por los vientos moscovitas de la Izquierda, agregadas al ambiente las
noticias alarmantes sobre la guerra de Vietnam y las manifestaciones en su
contra en Washington. Eran los años sesenta de las fumarolas.
Aquello
era un enjambre de opiniones, en donde no faltaban los apuntalamientos sobre la
mayor afluencia de gringos en la Universidad que rehuían el Servicio Militar;
las manifestaciones de hippies con lemas
de amor y paz; las ejecuciones de republicanos perpetradas por el Generalísimo
Francisco Franco, la Revolución Cultural China, los movimientos guerrilleros en
África y Latinoamérica, los discursos interminables de Fidel, echándole el
salbeque de sus desaciertos o de todas sus cagadas cubiertas de aferramientos
estalinistas, al imperialismo gringo; la infaltable Guantanamera, de tonada
lloriqueada y lastimera, el enjuague lagrimal de muchos vivales y oportunistas
arribados a La Florida. Al escenario cotidiano de aquella época se agregaba la
represión del movimiento estudiantil y de los movimientos de izquierda nacional,
y nosotros, literalmente de espectadores.
Todas
las mañanas abordábamos un autobús urbano en dirección a la Universidad. En uno
de aquellos viajes me enteré que ocupaba asiento a la par de un compañero de
nacionalidad salvadoreña, empático, y con el cual platiqué sobre diversos temas
hasta llegar a nuestro destino.
Aquella
animada comunicación estaba por finalizar porque faltaban pocas cuadras para
entrar a la terminal de buses. En ese momento mencionó algo sobre la literatura
nicaragüense y el segundo lugar obtenido por su hermano en un concurso
centroamericano de cuento corto, realizado en San Salvador. El epílogo de
aquella animada conversación estuvo referido al primer lugar de ese certamen,
premiado con una beca para iniciar estudios universitarios en España.
¡A
que no sabes…! –Exclamó— ¡El premio lo obtuvo un nicaragüense! Según agregó, por
la trama novelesca alrededor de la vida de un nica indigente, bazuquero. Bajamos
del autobús y tras despedirnos me enrumbe a la Pensión de estudiantes
universitarios.
Al
llegar revisé el buzón de correspondencia. Encontré una postal con La Fuente
de Cibeles, en Madrid; dirigida a doña Esther, con escueto saludo y
expresión de cariño, firmado por Toño. Esa inesperada postal fue la última
señal relacionada con su existencia.
Dos
o tres años después, a través de rumores supe que ese personaje de cataclismos
existenciales había obtenido trabajo en alguna dependencia del Banco
Interamericano de Desarrollo (BID), pero aquellas historias tuvieron otro
agregado, en esa vez, el epílogo, porque a Toño lo encontraron muerto dentro
del apartamento donde vivía rodeado de infinita soledad. Al parecer, la parca
le dio boleto de muerte súbita.
*Médico
– Cirujano General / Cirujano del Aparato Digestivo.