miércoles, 13 de octubre de 2021

UNA MALAGUEÑA QUE CONOCIÓ A DARÍO. Por: Vicente Urcuyo Rodríguez. Novedades. Managua, Nicaragua. 6 de Diciembre de 1964.

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Liminar de EPV h., Director y editor del Blogspot:

Don Vicente Urcuyo Rodríguez contribuyó de forma decisiva con ese primer homenaje a Rubén Darío en la ciudad de Málaga. Fue Embajador de Nicaragua en España. Como puede apreciarse en la fotografía, en el pedestal del Monumento que fue obra del artista José Planes, está consignada la fecha de su erección. El artículo que hoy ponemos en el balcón de la historia, fue publicado en diciembre de 1964. 

Antes de publicar el presente artículo, ingresé a la Web con el propósito de localizar voces actuales agrupadas alrededor de aquel homenaje al Darío malagueño, fue en vano. No hubo manera de juntar dos artículos de noble inspiración histórica y literaria. El único artículo, a la sazón vinculante, que permite reencontrarse con el homenaje tributado en 1963, fue intitulado: Rubén Darío, príncipe de la hispanidad en Málaga, publicado el 23 de Agosto de 2021, bajo la firma del Historiador Jorge Chauca García, catedrático de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad de Málaga. 

El poeta nicaragüense Rubén Darío estuvo en Málaga. Y dejó huella de su presencia en el patrimonio cívico y en su escritura. Hoy no se le recuerda y su paso por nuestra ciudad permanece casi inadvertido entre los malagueños. Su busto, situado estratégicamente en el Paseo del Parque, no se hace acreedor a ofrenda conmemorativa alguna. 

Prosigue el autor de ese interesante y motivador artículo, de cuyo contenido no podría reclamarse corrección alguna: Ni la cercana casa en la cual vivió durante su estancia meridional ha visto cumplido el deseo de enseñorear una placa en su fachada. Glosó el arte marinero del copo a un lado del esbelto y blanco faro, nuestra farola, permítame que le corrija. Y a Torrijos y su sacrificio, y desde Málaga fechó algunos de sus mejores versos en el poema ¡Pax!, recuperado en una conferencia neoyorkina en la turbulencia de la Gran Guerra poco antes de morir. Aquí lo halló y también el olvido. No se me ocurre un padre literario americano tan grande de la Hispanidad con mayúscula como Rubén Darío desde el Inca Garcilaso, allá por Montilla. Gimió por las Españas en un tiempo de llantos generacionales noventayochistas y lo hizo con acierto estético, rotunda sinceridad y asaeteado corazón hispano. 

Siendo de notar lo exhortado en uno de los últimos párrafos de ese certero artículo de Chauca García, a saber:  Reposan los restos de Félix Rubén García Sarmiento en Santiago de los Caballeros de León (Nicaragua), y sus bustos por doquier, incluida la esquina de la plaza del general Torrijos de Málaga. Bien se merece atención su  persona y su fructífero paso malacitano por parte de la SEAP Casa de América de Málaga. Estoy convencido del eco de mis deseos... 

Deseos que también son nuestros y, quizás, los lectores de este blogspot, contribuyan en terruño propio para poner la intención a la vista de los merodeadores del protocolo, de esos  acostumbrados a vestir trajes de ocasión festiva. Sumémonos al deseo de enseñorear una placa en la fachada de la casa en la cual vivió durante su estancia meridional y que año con año llegue al pie del Monumento algún festejo literario con ofrenda conmemorativa. 

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    Descansaba frente al mar en un hotel de Torremolinos, después de las grandes y simpáticas ceremonias del domingo 23 en Málaga. El Ayuntamiento rindió culto a la memoria de Rubén Darío construyendo en el parque, lleno de belleza casi tropical, una glorieta y un hermoso pedestal que mi Gobierno regalo a Málaga, correspondiendo así al gesto noble del señor alcalde Francisco García Grana* de la bella y alegre ciudad de Málaga.  

    Miraba yo hacia el mar, gustosamente acomodado en una silla playera, desde la terraza de una tercera planta del hotel. Veía ese continúo, incesante movimiento de las olas que se elevan y bajan una y otra vez para desvanecerse, por fin, en espuma sobre la arena. Son las olas del mar como la vida misma: nacen, se forman y van así creciendo hasta llegar a ser toda una enorme fuerza y toda una gran belleza, para luego empequeñecerse, terminando así su ciclo en burbujas blancas como blancos son los cabellos de la ancianidad.

    El Mediterráneo no era azul ese día; era acero; lloviznaba, y el cielo anunciaba tormenta. Sin embargo, tenía el mar siempre esa belleza tan peculiar, tan graciosa, tan bien proporcionada podríamos decir, como de lago grande: Mar de Iberia, Mar de Tracia, Mar Egeo, Mar Tirreno, Mar Adriático, todos evocadores de epopeyas, de leyendas y de cantos.

    Empezaban a desfilar por mi mente egipcios, griegos, fenicios, cuando golpearon a la puerta de mi habitación y un empleado del hotel me dijo que una mujer, llamada Ángela García, quería verme; y al informarme que era malagueña, le dije que la hiciera pasar.

    Era una mujer ya de edad avanzada, de agradable rostro, que, al entrar, me dijo: “Señor, no vengo a pedirle nada; quiero tan sólo conocerle y saludarle personalmente; me emocionó mucho ayer cuando le oí hablar sobre la mujer malagueña y quiero que sepa que la primera mujer en tirarle flores después de su discurso fui yo.

    “Conocí a Rubén. Yo era muy joven entonces. Mi madre vendía golosinas y nueces cerca de la casa donde vivía el Poeta, y, muchas veces, Darío nos compraba confitura. Era un señor muy amable, muy dulce, paseaba mucho por las alamedas del parque y mi madre se encargó, más de una vez, de lavar ropa de él con una tía mía. Y, claro, en muchas ocasiones lo vi y le oí hablar. Por eso me impresionaron tanto sus palabras, porque trajeron a mi mente el recuerdo de mi madre muerta hace ya muchos años y el de ese señor, ahora en bronce, pero otra vez en el parque”.

    Y, así, charlamos por algún rato, que es grato siempre hacerlo con españoles.

    Cuando me dijo que le permitiera retirarse, bajé con ella y la despedí a la puerta de mi coche. Me quedé de pies en la calle hasta que se perdió en la distancia la silueta del automóvil.

    Volvía a mi terraza y a mis meditaciones. Podía ver ahora en el horizonte, oscuro, casi negro, la masa enorme de un trasatlántico que navegaba hacia el Océano. Hace siglos surcaban las misma aguas nave griegas o romanas, o cartaginesas. “¡Qué fugaz –me dije— es la vida!, pues ¿qué son los siglos sino millonésimas de segundos comparados con la eternidad…? Sí, fugaz: hace setenta años también la viejita que acaba de visitarme oía a su madre hablar con Darío y hace unas horas apenas, esa misma sencilla mujer se arrancaba un clavelón, que llevaba en sus cabellos para tirármelo a mí, en gentil homenaje, porque yo hablé de los lindos ojos de la mujer malagueña… ¿Los tendría así de lindos la madre de Ángela García?

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domingo, 10 de octubre de 2021

EL PESO "PAL NICA". Por: Dr. Jorge Donaldo Rodríguez Matute. México. Octubre de 2021.-

                                      Dedicado a mi querida amiga, Dra. Vilma Pérez-Valle, 
quien, con su gran adoración a     Nicaragua, 
logró generar en mí, sentimientos que ya no creía tener.

 Desde México, donde mi Nicaragua seguirá traslapada a perpetuidad.

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- I -

En México de los 60, inextinguible:  entre incursiones espirituales y mundanas de un amigo en tiempos de universidad

    El personaje de estos recuerdos, era granadino, pero no nació en la Calle Atravesada, la calle más larga del mundo, decía el Negro Baldizón. Cualquier jodido granadino que conozcás, te dirá que nació en esa calle de historias atravesadas, (equivalente a vecindad de abolengo en la sociedad de Nicaragua).

    Consideraban insólito y fuera de lugar, que alguien en sus circunstancias periféricas, saliera al extranjero y, sobre todo, con el propósito de estudiar leyes; él, Baldizón y Negro, con sorna entre labios argüía que el Derecho Romano era universal; no sé si tenía razón o no.

    Dos hermanos integraban toda su familia, el estudiante en referencia y el “hermano-padre”, abogado en funciones en la Suprema Corte de Justicia.

    Un día cualquiera, el desamparo arremetió de frente con la muerte inesperada del hermano, dicen que del interior no brotó llanto ni hubo lamento, asemejado a un barquito de papel en corrientes mansas, esa fue siempre su actitud ante la vida.

    En el transcurso inexorable de la vida, la mamá agobiada por las dificultades económicas no tuvo más alternativa que hablarle sin ambages:

    ─Hijito, te quiero mucho, pero no puedo mantenerte, tampoco voy a echarte a la calle, pero, en este momento necesito rentar tu cuarto; además, para vos obtuve una credencial de soldado raso en el Cuartel Colorado a través del Capitán Fernández, fue un subalterno de alta estima de mi difunto marido cuando fue jefe de la policía en el Distrito Federal y tú padre me trajo a Nicaragua.

    Los nuevos compañeros del cuartel estaban definidos por soldadesca con procedencia noventa por ciento indígena, mustia, resentida, ignorante, analfabeta y desconfiada; preferían comunicarse entre ellos en dialecto autóctono, bien por reservados, o por falta de dominio del español o ambas cosas.

    Guitarra, mandolina, eran los únicos bienes y confidentes del recluta; proveniente de los patios del cuartel, antes de la medianoche podían escucharse las notas quejumbrosas de la guitarra, asemejados a lamentos nocturnos.

    Con el paso del tiempo lo aceptaron, Toñito tomó confianza y uno de los guachos (forma despectiva de llamar a los soldados en México), enterado de las virtudes musicales del hijo militarizado de doña Esther, sin pensarlo dos veces le pidió llevar serenata a su novia, el sábado por la noche. En aquel impulso sin cadena de mando no medió ninguna pretensión ni remilgo, quizás por la afición al guaro y a la música rasgada, aceptó sin vacilación.

    El flechazo apuntaba hacia las barriadas, más bien asentamientos con calles polvosas, casuchas mal construidas o a medio construir, mal iluminadas, mal distribuidas, invadidas por lupanares, cantinas de mala muerte, borrachos tirados de bruces, putillas de aspecto campesino, mariachis de tercera desafinados y desentonados, conjuntos norteños, llantos de niños mal atendidos, gritos de discusiones familiares, rockolas, radios con música ordinaria plagados de comerciales, ese era el entorno de las novias de los soldados. Las notas de su guitarra parecían cantos de cenzontles entre chillidos de ratas; sin embargo, a partir de la primera serenata aquel asunto fue rutina sabatina.

    El cuartel le brindaba techo y comida, ¿y lo demás qué? Hacía algunos meses, en un gesto bondadoso de gratitud y camaraderías, los 50 0 60 soldados que integraban la tropa, de su miserable salario le aportaban un peso semanal, “el peso pal nica”.

De repente, un día de tantos hizo el último saludo, abandonaba el cuartel, había obtenido una beca para continuar estudios, nunca supe a través de quién o de qué institución, pero aquel giro inesperado le permitiría vivir con más decoro.

    Regresamos de la escuela al mediodía y encontramos a doña Esther muy contenta, tenía nuevos huéspedes y, además, iban a ser de nuestro agrado. Los nuevos inquilinos era una pareja de nicaragüenses recién casados en su viaje de bodas, a la hora del almuerzo, los seis inquilinos nos presentamos mutuamente. La chica era atractiva, coqueta sin ser una beldad, un poco ordinaria tirándole a vulgar, entre 18 y 20 años, su esposo unos 10 años mayor que ella, chaparrito, moreno, cachetón, gordito, simpático, de aspecto bonachón. Nos comentó que hacía cinco años se había graduado en la misma universidad que nosotros estudiábamos y, por supuesto, conocía y le agradaba la ciudad, sintiéndose obligado a incluirla en su viaje nupcial. Tres o cuatro días después oímos que discutían acaloradamente, quién sabe por qué. Fue un sábado, el domingo por la mañana no lo vimos, salió muy temprano y Norma estaba sola.

    Apenas puso el primer pie fuera del cuarto, la muchacha nos preguntó: --- ¿Paisanos no me van a invitar a pasear? Me han dicho de un lago cercano, muy bonito y deseo conocerlo. Salvador, Lacayito y yo aceptamos la petición ilusionados, “el Masaya” se rehusó, argumentó que a él no le gustaba andar en manada con una mujer. Abordamos un taxi y fuimos al mentado lago, que distaba a 50 kilómetros. Su malecón con mariachis, bares, restaurantes, turistas, familias en día domingo, poco nos impresionaba, estábamos familiarizados con la magnitud y la belleza de nuestros lagos. Después de haber tomado toda la tarde, por la noche regresamos a la casa, hasta el tope de bebidas espirituosas, nuestra compañera ocasional intacta. Las palabras del Masaya fueron proféticas, antes de salir sentenció: “nada más van de calienta culos”, como así fue.

    ¡Pero sí descubrimos que la mujer era guardiera y oreja! Que el Casino Militar por aquí, que la cantina de la guardia por allá, que el Teniente mengano, que el Capitán zutano, etcétera.

    Era martes y el recién casado no aparecía, Norma, la paisana, no reflejaba la más mínima preocupación, más bien indiferente. Por la tarde apareció el ausente; apenas lo saludé porque dicen que un hombre de goma es sagrado, pero él se dirigió a mí. Empezó a desembuchacar su última experiencia existencial.

    --- No dejaba cabo suelto sobre la parranda que había agarrado el domingo por causa del enojo, los celos y la decepción que le había causado Norma. Para rematar la rodada, el día que ella se fue con nosotros a pasear, a él le robaron todo el dinero y su Rolex de oro. Mientras echaba los lamentos, entre sollozos, lloriqueos y sonadas de mocos, de una bolsa del pantalón sacó otra servilleta para sonarse y descubre que en ella estaba escrito con letra casi ilegible un nombre de mujer y una dirección De repente dijo: ¡Aquí está el nombre de la suplente con la que estuve anoche! ¿Me acompañarías a buscarla?

    De una calle a otra, íbamos y veníamos, preguntas por aquí, y más preguntas por allá, por el nombre de la calle. Al oscurecer, en lo más profundo de la barriada encontramos la casucha, tocamos la puerta muy fuerte y nos abre un tipo alto, blanco, barbudo, pelirrojo, con una cicatriz que le atravesaba media cara, descalzo con los pantalones a medio fajar, cañambuco de torso, musculoso y peludo, un vikingo, —cavilé— ¡ya la cagamos! Con voces forzadas, impetuosas y a dúo inseguras, gritamos: —¡venimos por el reloj! —

    El monumento a la masculinidad se derritió y con voz entrecortada, delgadita, dirigía el aviso a la mujer que aguardaba escondida detrás del biombo: —¡fulanita, fulanita, vienen por el reloj! — Se metió al cuarto y regresó con el reloj entre las manos temblorosas, entregándonoslo casi amablemente.

    Al día siguiente, al caer la tarde regresábamos de la universidad; sobre la misma acera, unos metros adelante de nosotros, casi a la entrada de la casa, iba la pareja de paisanos tomados de la mano, en el mismo instante oímos unos pasos fuertes y apresurados a nuestras espaldas, nos rebasó un tipo requeneto, blanco, con cabello corto, guayabera blanca, pantalón vaquero, botas, lentes Ray Ban clásicos y bolsa de vaqueta colgada al hombro, el tipo iba en dirección a ellos, a grandes gritos rompió el silencio: 

— ¡Hija de la gran puta, creíste que no te iba a encontrar! —  

— El compañero Monje, de la oficina de Migración me enteró de todo. —  

–¡Déjame explicarte! Dijo ella.  

— ¡No me expliques ni mierda! Propinándole una cachetada, el galán sube las escaleras de la casa como un bólido y nosotros paralizados, expectantes.

  Volteó hacia nosotros y otro grito rompió la paz del silencio: -- ¿Y ustedes qué ven hijueputas? —

    El improsulto dejó ver debajo de la guayabera una escuadra 45 enfundada en la cintura. De inmediato, propulsados por la adrenalina, superamos a nuestro amigo en buscar salida a toda carrera. Salvador dijo que atrás de nosotros había un taxi con chofer y una puerta abierta.

    Habían pasado más de seis horas del incidente y el agraviado no salía del cuarto, no sé si por tristeza, miedo o ambas cosas, estábamos en la casa, únicamente él y yo. Los demás habían salido.

--- Rompió el silencio para decirme que era urgente bajar la temperatura, acompáñame a echarme un trago. No me hice rogar y como fiel escudero lo acompañé en su dolor.

--- No paraba de hablar. Tres veces dijo: ¡Ay amigo!  ¿Qué habrá sucedido?

    Al poco tiempo el ambiente era distinto, sonaba a Vicente Fernández con el estribillo Se me fue la que tanto adoraba. Música de mariachis, tríos, conjuntos norteños, guitarreros, marimberos, putas, putos, padrotes, turista y parroquianos en la Plaza de los Mariachis, los dos empinábamos el codo con justificación, lo menos que podía hacer era ser solidario.

    Un mesero en forma amable nos dice que un caballero, así textualmente, que está en uno de los reservados del bar, nos invitaba a tomar una copa con él, yo pensé… ha de haber alguien de la tercera avenida, pero me quedé callado. 

    —¡Dile a ese solapado, infeliz invitador, que venga él, si quiere! —  No sé si el mesero le dio la respuesta tal cual, pero frente a nosotros apareció un hombre sonriente, bajo, moreno, gordo, nariz ancha, mofletudo, con papada, panzón, pelo lacio negro pintado, envaselinado y copetón, embutido en un traje negro de mariachi. —

    ˗˗ Y con inconfundible timbre musical dijo: ¡Toñito! ¿Cómo has estado? Abrazándolo efusivamente. Era Cuco Sánchez, el cual al poco rato se fue al aeropuerto.

    La Estudiantina de la universidad grabó algunas canciones muy difundidas, pegajosas, simples y efímeras que se oyeron con frecuencia en la radio. Lograron editar un Long Play. Toño integraba la Estudiantina, ejecutaba la guitarra y la mandolina y por supuesto, cantor del coro; salía en la portada del disco realizado en un estudio de grabación del Canal 2 de televisión de la Ciudad de México, lo que hoy es TELEVISA, ahí conoció a José del Refugio Sánchez Saldaña conocido en el ambiente artístico como Cuco Sánchez.

    Pasada la medianoche, el ambiente de la Plaza de los Mariachis estaba en su clímax, pero Toño optó porque nos fuéramos a otro lado y tomamos otro taxi.

    — Cuando ingresamos al local, mi acompañante anunciaba el arribo: ¡Toñitooo, gitanito, bicicletooo! ¡Aquí está Toñito, jodidooo!  

  Desde la penumbra hubo respuesta:

—¿Dónde te habías perdido? —  La Inés estuvo llorando unos días por ti.

— No creas que ella te podía olvidar entre estos ajetreos.

    Otra vez estábamos rodeados de meseros, tintinear de vasos, voces aguardentosas, música de tríos, alternando con la rocola, --y era cierto lo de no olvidar al Toñito-- mucho menos con las notas de ese himno internacional magistralmente interpretado por Daniel Santos: “Virgen de Medianoche”.

    Aquel ambiente parecía extraído de algún pasaje novelesco de amores frustrados. Era ambiente de vaginas en alquiler, con historias de todo tipo, desde las sublimadas, hasta las ensordecedoras y miserables. Lo sorprendente fue constatar el recibimiento dispensado al Toñito por todos los del antro.

    Era un reducto repleto de olores, desde agradables hasta los que ahuyentan. Mezcla de perfumes, alcohol, sudor y, desinfectantes. El olfato de cualquier parroquiano competía con la visión, sometida a luces atenuadas por filtros de colores.

    El ambiente lúgubre no impedía distinguir la singular figura del Bicicleto, un ser de andar erguido, alto, blanco, acinturado y más abajo donde resaltaba el prominente culo respingado; el personaje nocturno gustaba mostrar prendas de seda entalladas, el torso estaba cubierto por blusa amarilla canario combinada con licra negra, remataban los zapatos taconudos y lustrosos, de charol luciérnaga. Verle el rostro era asunto encontrarle el parecido a Paquita la del Barrio, lleno de efectos especiales, mostraba un rubio de lava incandescente, cejas resacadas y pestañas postizas, dos cachetes carnosos donde anclaba el infaltable lunar estilo María Félixo o quizás era la madre de las verrugas, y al centro, tal sugestiva luz de semáforo en rojo, dos carnosos labios pintarrajeados.

    El Gitanito ensoñaba sentado entre sus piernas, deshaciéndose en arrumacos, y Toño, dejándose querer, porque para él, toda fea con su gracia. Por lo visto, en aquel sitio estaban ausentes los mandatos de género. Todo estaba englobado, sin arquetipos, putos y putas iban y venían a saludar a Toño, y yo no salía de mi asombro, sorprendido que a nadie le colgara el escapulario.  

    La voz aguda de Toño alejó el revoloteo. Otra alzada de voz con fuertes decibeles asentó la ordenanza de la noche: – ¡Váyanse de aquí cabronas! ¡Parecen moscas! ¡Déjenmelo a mí, solito! Palmeó coquetamente y con autoridad, mientras ordenaba que nos sirvieran tragos.

-- ¡Hoy te corresponde tocar y cantar para mí! -- Dijo el Gitanito.

-- Lo haría, --dijo Toño-- pero la guitarra no me acompaña, excusa válida con intención de capear aquel deseo.

-- No te preocupes… Todo tiene solución. ¡Hey vos, sí, sí vos, fulana, trae la guitarra que dejó empeñada el Tin Tan!

    Tal fuera maestro de párvulos de escuela, ordenó que todos guardaran silencio y seguido, de aquel Toño virtuoso, fueron sucediéndose canciones empinacodos y rompecorazones.

    La rockola humana era imparable, cada canción mermaba el contenido espirituoso de las botellas. Aquel ambiente melódico evocaba, en recuerdos conjugados, las oxitocinas del amor filial, mientras escuchábamos Luna Callejera del perpetuo Jorge Isaac Carballo. Reina de la Noche¡Qué haces en su seno si sabes que la amo, buscas un reproche, sé que a ti te gusta! Mientras tanto, todos seguíamos la tonada, sin dejar de tararear.

    El tiempo avanzaba en busca del amanecer, cuando de repente apareció Inés con una amiga. La presencia de ambas hijas de la noche desplazó al Bicicleto, quien con actitud melindrosa no tardó en escabullirse. Como quien captura a su presa, nos condujeron a la planta alta de aquel sitio de amores fingidos. A Toño lo envolvía Inés, y yo, indeciso, me dejé llevar por la amiga. Lo último que pude escuchar al subir los peldaños en espiral, fueron las tonadas quejumbrosas de la guitarra… Por más que te dije que no te fueras, no duermo las noches llorando tu amor, no me hiciste caso Reina de mi vida, ven a curar la herida que tú amor dejó…

    Ocupamos cuartos contiguos y, en aquella encerrona, lo último que logré escuchar fue par de clamores de amor, en canciones de Luis Méndez y Víctor M. Leiva. Embriagado de sueño, no supe más. Cuando desperté apenas clareaba. Eran casi las seis y lo demás fue un gigantesco sobresalto. Mientras me largaba de aquel ambiente, repasaba los detalles de aquella celada de cuartería.

    Caminé en busca del autobús que me aproximara a la Escuela, localizada en el polo opuesto. En aquellos pasillos reencontré a mis tres amigos inseparables y como era habitual, retornamos juntos a la Pensión.

    El calendario deshojo el jueves, viernes, sábado y domingo, y Toño sin aparecer. Su cuarto intacto, con escasas prendas de vestir, en una mesita la máquina de escribir portátil Remington, bajo la mesa de noche estaba la Cámara Fotográfica Nikon y, en el centro del cuarto aún levantaba humo una veladora, que luego supimos, había puesto doña Esther, muestra de ese irrenunciable amor maternal, para que los Santos iluminaran los pasos de Toño, ya fuera en esta vida o en la otra.

    Preocupados por la inesperada desaparición, agotamos los recursos a nuestro alcance en el afán de encontrarlo, recorrimos hospitales, clínicas de urgencias, centros para indigentes, delegaciones de policía, morgues, pero todo fue inútil. Resignados y con alguna sensatez, aceptamos que se lo había tragado la tierra.

- II -

La transfiguración momentánea de un reaparecido  

    Cinco o seis meses después, un día en el cual no hubo clases, fui a comprar el periódico, al regresar me llamó la atención ver frente a la casa tres carros de modelos antiguos, en buenas condiciones y placas del Estado de California. Al ingresar a la casa miré a dos tipos desconocidos, jóvenes de mediana estatura, delgados, bien afeitados, con cortes de pelo tipo guacal. Uno era mestizo y, el otro, chele cambray, o sea, mota de algodón.  Ambos con pantalones de gabardina, de aquel aspecto campesino en misa dominical. Camisas blancas manga larga, almidonadas y abotonadas hasta el cuello, de donde colgaban rosarios de madera con cuentas y cruces de buen tamaño. El mestizo era hondureño, el otro dijo ser un militante de la concordia.

    Para mí asombro y alegría, en ese momento miré salir a Toño, ajuareado, venía de su cuarto, aquel dormitorio que por muchas semanas permaneció habitado por recuerdos.

    A los pocos minutos de estar en la calle, llegaron los inseparables, Lacayito, El Masaya, y Salvador. Frente a todos los reunidos, Toño nos brindó algunos pormenores relacionados con su desaparición.

    Dijo que se había ido a San Francisco, California, en donde encontró trabajó como obrero en una fábrica dedicada a fabricar piezas para aviones comerciales. En ese empleo –agregó—logró reunir dinero para comprar los carros con la finalidad de venderlos en Nicaragua. Todos dábamos como un hecho, el festejo de aquel reencuentro, pero nos dejó con las caras destempladas cuando, con mucha firmeza y convicción dijo: ya no tomo licor, encontré la luz en las tinieblas… y otro montón de dicharachos penitenciales. Estaba integrado a una secta religiosa de esas tantas que abundan en el Sur de los Estados Unidos. Su preparación le daba liderazgo, era Pastor o consejero espiritual.

    Como estábamos al filo del mediodía, nuestro apetito demandaba el respectivo almuerzo. Nos fuimos acompañados de Toño y su comitiva. En total éramos siete, sentados alrededor de aquella cubierta rectangular; sus acompañantes situados a la diestra y siniestra de él, que tomó asiento en el extremo frontal de la mesa. Toño, con gesto adusto, inclinó la cabeza y, con voz grave, casi ordenó que hiciéramos lo mismo. Acto seguido nos pidió que nos tomáramos de las manos y, con voz modulada empezó un rezo, al que denominó bendición de los alimentos.

    Aquel proceder de Toño, -- para nosotros-- que lo conocíamos en muchos detalles existenciales, no dejaba de constituir lo más inesperado y asombroso. En nuestro interior surgían mil dudas y preguntas, ¿cómo surgió ese borrón y cuenta nueva conductual? Porque aquella desaparición sin señas ahora nos dejaba más preguntas que respuestas, sin lograr ponerle distancia con el antiguo refranero popular nicaragüense, donde es de costumbre advertir: ese come santos y caga diablos.

    En aquel ambiente intentamos disimular, pero El Masaya situado a mi lado, no dejaba de agacharse para soltar en voz baja, entre dientes, las opiniones más mordaces y socarronas:

--- ¡Ey! ¡Ver para creer! ¿No será que estaba perdido en España, entre los municipios de Ramera de Arriba y Ramera de Abajo, o en Villapene?

--- ¡No me jodan! ¡Ahora si estoy convencido! A Toño, el Guardia mal nacido no le sacó plasta, --por lo visto y comprobado-- lo asustó a tal punto que ahora casi está envuelto en incienso y con aureola de santo.

--- No me pude contener y me solté en risas. Toño y sus acompañantes volvieron las miradas hacia mí, todos eran rostros ceñudos, de severas miradas reprobatorias, mientras El Masaya seguía en susurros imparables.

--- ¡Date cuenta! Ahora tenemos otro del santoral.

    Entretanto, la comida fue servida. Comimos en silencio, y apenas hubo platos vacíos, los visitantes dijeron que en breve se iban para Tapachula, rumbo a la frontera con Guatemala al que esperaban llegar después de 24 horas de recorrido. Ese fue el momento de separarnos, cada quien por su ruta.

    En las calles aledañas al comedor popular se mezclaban todo tipo de voces pregoneras, vendedores y compradores en incesantes idas y venidas. Sobre las aceras permanecían incontables canastos repletos con verduras y frutas, donde la actividad sensorial atrapaba olores y colores. Aguardábamos la despedida definitiva de Toñito, en aquel ambiente de mamones, marañones, mangos, guabas, guayabas, jocotes, mandarinas, chilotes, elotes, repollos, yuca, quequisques

    Un mar de marchantes envueltos por gritos de avisos en competencia: ¡Últimas noticias, La Prensa, Novedades! ¡Cosa de Horno! ¡Chanchooo con yucaa! ¡Chicha helada! ¡Vigorón! ¡Tajadas con queso! ¡Enchiladas! ¡Repochetas! ¡Cabeza de chancho con tortilla! ¡Llevo Chanfaina, chanfaina!

    --- Frente a nosotros se detuvo una cachetona, prominente de arriba y de abajo, soltaba la oferta y la sonrisa: ¡Vas a querer amorcitooo!

    A poca distancia otra joven mercadera, chiquita y chillona, regañaba a un joven: ¡Corazoncito, si no comprás no mallugues! A media cuadra avistábamos la marimba desde donde llegaba la buena resonancia y tesitura de Los dos bolillos.

    En ese instante entre la estrechez de la calle avanzaba un autobús de latón amarillo, el que alguna vez, antes de ser descartado y luego enviado al ombligo de Centroamérica, debió transportar párvulos de colegio. Por la puerta de atrás, el ayudante guindado y con medio cuerpo de fuera daba avisos del sitio de destino: --¡La Paz Centro, Mateare, Nagarote, León, ¡Chinandegaaa…! Aquel ambiente era de calor infernal, mezclado con olor a frutas podridas, gasolina quemada, sudor, alientos a guaro lija y resacas.

    Frente a nosotros pasa una mujer morena, murruca, con vestido blanco de poplín ajustado, transparentando el calzón, chinelas de gancho, piernas torneadas y zangoloteando las nalgas en forma rítmica natural y cadenciosa. Con una batea de frutas en la cabeza y en perfecto equilibrio atravesaba los estrechos espacios entre carretoneros y cargadores con miradas preñadas de lascivia y deseos, la piel de cacao arrancaba chiflidos y piropos; el más atrevido le advertía: --¡No toqués el mostrador que se para el dependiente! –

    Ella proseguía el batido corporal con actitud indiferente, casi orgullosa, cual modelo de pasarela continuaba su andar. Por allá, en sentido opuesto llegaba otra inconfundible voz: ¡Baisano, baisano... aquí está más barato! ¡Entre, entre…!

  - III y Final -

En Nicaragua de los 70, después de un regreso momentáneo desde el Anáhuac

    Años más tarde, en ese mismo revoltijo nos encontrábamos mi padre y yo; en el regateo habitual con los turcos, en sus tiendas de tela y ropa que invadían las aceras. En ese momento sentí una mano en mi hombro; alguien me llamó por mi nombre. Sorprendido vi a un hombre de aparentes 50 años, bajito, moreno, panzón, barba irregular de meses, enmarañada, negra y tupida, con restos de comida. Nariz y ojos enrojecidos, lagañosos, de escaso cabello oscuro y seboso. Vestía camisa manga corta, mal abotonada, descolorida y sucia, con manchas de achiote; a los pies descalzos le antecedía un pantalón de casimir negro sujetado con un mecate de cabuya, brinca charcos, lustroso, tieso por arriba y arrugado por abajo; alrededor de la portañuela podía distinguirse la humedad de la última meada.

˗˗ ¿Lo conoces?  Preguntó mi padre.

˗˗ ¡Si! Es un doctor en leyes.

˗˗ ¡Qué!

˗˗ ¿Un profesional en esas condiciones?

˗˗ Si.

    Superado el asombro de mi papá y con su característica habitual de respeto a las profesiones, quizás porque para él fueron quiméricas, sacó de su cartera un billete de cincuenta córdobas y me dijo: ˗˗Ayúdalo. Entonces, además de tomar los productos que comprábamos para vender a los campesinos, incluí un par de “zapatos burros” y una mudada de ropa, más una botella de aguardiente Santa Cecilia, para luego llevarlo a un hotelito de esos de medio piquito estrella, cuartuchos en los alrededores de esas rinconadas del culto a Baco.

    Antes de retirarme, de aquel reclusorio, decidí hacerle breve compañía con guareada a pico de botella. Un trago por cabeza, para luego emprender rápido retorno a la estación de buses interdepartamentales, las agujas indicaban que pronto saldría el último autobús de Los Vargas con rumbo Norte.

    Estaba de regreso a la rutina habitual del curso, plagado de discusiones interminables con los compañeros de aula, algunos con aires políticos de la Derecha y, otros, sacudidos por los vientos moscovitas de la Izquierda, agregadas al ambiente las noticias alarmantes sobre la guerra de Vietnam y las manifestaciones en su contra en Washington. Eran los años sesenta de las fumarolas.

    Aquello era un enjambre de opiniones, en donde no faltaban los apuntalamientos sobre la mayor afluencia de gringos en la Universidad que rehuían el Servicio Militar; las manifestaciones de  hippies con lemas de amor y paz; las ejecuciones de republicanos perpetradas por el Generalísimo Francisco Franco, la Revolución Cultural China, los movimientos guerrilleros en África y Latinoamérica, los discursos interminables de Fidel, echándole el salbeque de sus desaciertos o de todas sus cagadas cubiertas de aferramientos estalinistas, al imperialismo gringo; la infaltable Guantanamera, de tonada lloriqueada y lastimera, el enjuague lagrimal de muchos vivales y oportunistas arribados a La Florida. Al escenario cotidiano de aquella época se agregaba la represión del movimiento estudiantil y de los movimientos de izquierda nacional, y nosotros, literalmente de espectadores.

    Todas las mañanas abordábamos un autobús urbano en dirección a la Universidad. En uno de aquellos viajes me enteré que ocupaba asiento a la par de un compañero de nacionalidad salvadoreña, empático, y con el cual platiqué sobre diversos temas hasta llegar a nuestro destino.

    Aquella animada comunicación estaba por finalizar porque faltaban pocas cuadras para entrar a la terminal de buses. En ese momento mencionó algo sobre la literatura nicaragüense y el segundo lugar obtenido por su hermano en un concurso centroamericano de cuento corto, realizado en San Salvador. El epílogo de aquella animada conversación estuvo referido al primer lugar de ese certamen, premiado con una beca para iniciar estudios universitarios en España.

    ¡A que no sabes…! –Exclamó— ¡El premio lo obtuvo un nicaragüense! Según agregó, por la trama novelesca alrededor de la vida de un nica indigente, bazuquero. Bajamos del autobús y tras despedirnos me enrumbe a la Pensión de estudiantes universitarios.

    Al llegar revisé el buzón de correspondencia. Encontré una postal con La Fuente de Cibeles, en Madrid; dirigida a doña Esther, con escueto saludo y expresión de cariño, firmado por Toño. Esa inesperada postal fue la última señal relacionada con su existencia.

    Dos o tres años después, a través de rumores supe que ese personaje de cataclismos existenciales había obtenido trabajo en alguna dependencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), pero aquellas historias tuvieron otro agregado, en esa vez, el epílogo, porque a Toño lo encontraron muerto dentro del apartamento donde vivía rodeado de infinita soledad. Al parecer, la parca le dio boleto de muerte súbita.

*Médico – Cirujano General / Cirujano del Aparato Digestivo.

martes, 5 de octubre de 2021

MONSEÑOR OCTAVIO JOSÉ CALDERÓN Y PADILLA: VIDA, OBRA Y MUERTE DE UN GRAN OBISPO - La Prensa, 3 de marzo, 1972.

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Ayer falleció en la ciudad de Matagalpa, donde ejerciera un ejemplar ministerio apostólico, Monseñor Octavio José Calderón y Padilla, quien durante su vida episcopal se distinguió entre el clero nicaragüense por denunciar con patriótica valentía las injusticias políticas, económicas y sociales que han agobiado a nuestro pueblo.

         Hijo del General Erasmo Calderón, que fue Ministro de Gobernación del Presidente Zelaya, y de doña Carmen Padilla, el ilustre prelado nació en Somoto el 17 de agosto de 1904, o sea que su lamentable deceso se produce a los 68 años de su edad.

         El padre Estanislao García, quien lo acompañó en su Diócesis durante 14 años, nos ofrece los siguientes datos biográficos:

         Sus estudios primarios, secundarios y sacerdotales los realizó en el Seminario Conciliar de San Ramón de León, ordenándose el 20 de febrero de 1927.

         Inmediatamente después de su ordenación, fue enviado a Roma por el Obispo Monseñor Tijerino y Loáisiga a concluir sus estudios religiosos en el Colegio Pío Latinoamericano, donde se doctoró en Derecho Canónico y regresó a su patria en el año de 1930.

         A su llegada pasó a desempeñar el cargo de Secretario de la Curia Episcopal de León, siendo al propio tiempo Cura Párroco de la Catedra y profesor de Derecho Canónico en el Seminario San Ramón.

         Allí permaneció muchos años hasta que fue preconizado Obispo de Matagalpa y consagrado el 26 de enero de 1947. Tomó posesión el 3 de marzo del mismo año, y sirvió el cargo hasta hace poco tiempo cuando por razones de una dolorosa enfermedad que venía padeciendo, hubo de retirarse. Al tomar posesión del obispado sustituyó a Monseñor Isidro Oviedo quien pasó a ser Obispo de León por haber fallecido Monseñor Tijerino y Loáisiga.

SUS OBRAS PRINCIPALES

         Una de sus más destacadas misiones al hacerse cargo como Obispo de la Diócesis de Matagalpa, que se recuerda con mayor énfasis religiosos, fue desterrar todo lo que representara superstición entre los habitantes indígenas.

         Su labor en ese sentido fue de gran trascendencia y conjuntamente logró fundar la Acción Católica Rural, considerada como uno de sus logros pastorales de más significación, ya que a través de ella se construyeron escuelas, caminos, capillas y cementerios adecuados, en beneficio de la población de menores recursos.

         Otra de sus grandes luchas fue educar y trabajar exhaustivamente para liberar a los campesinos de la explotación económica a que secularmente vienen sometidos.

         Se señala también la construcción del Palacio Episcopal de Matagalpa.

         Dedicado a la dirección espiritual de la Diócesis y preocupado por la difusión y mantenimiento de la fe, trajo de Italia a los Padres Franciscanos quienes fueron la solución al gravísimo problema de la escasez de Clero.

         Trajo algunos sacerdotes de España y ordenó sacerdotes nicaragüenses y así cambió el panorama de la Diócesis que recibió con cinco sacerdotes y deja con dieciséis. Dedicó su vida a la formación de la juventud en el Colegio San Luis, uno de los centros educativos más prestigiado de la Diócesis; en las vacaciones se internaba hasta las montañas del Musún en Matagalpa y Kilambé en Jinotega acercándose al campesino, al obrero, al marginado de la vida más culta de las ciudades.

         Siempre estuvo firme en atacar los vicios, la inmoralidad, y en mantener pura la fe; cuando se encontraba con injusticias llegó a exponer la vida por atacarlas y defender a quienes eran víctimas de ellas. Fue muy conocido en la prensa nacional e internacional cuando tuvo que enfrentarse a las autoridades y al gobierno en contra de sus arbitrariedades y deshonestas ambiciones.

         Asiste a la 1ra.etapa del Concilio ecuménico Vaticano II en Roma para octubre de1962; regresa a Matagalpa y después de dos años de continuar su labor es atacado por una grave enfermedad que lo fue socavando física y moralmente, obligándole a renunciar del Gobierno de la Diócesis a principios de junio de 1970. Su salud se vio quebrantada siempre con sus altos y bajos hasta que hace un poco más de 1 mes, después de sus bodas de plata episcopales que celebró en un ambiente familiar por la muerte de su madre Dña. Carmen y de su única hermana, recayó en una etapa más grave de su enfermedad que lo llevó hasta dormir dulcemente en la paz del Señor.

         Durante su gravedad y a la hora de su muerte sus feligreses visitaron al Pastor querido que entregó su vida por ellos.

SU LUCHA CÍVICA

         Opinión generalizada entre miembros del clero y laicos, es que una de las grandes obras de Monseñor Calderón y Padilla, fue la de levantar el espíritu cívico de los nicaragüenses, asumiendo una valiente, decidida y pública actitud al denunciar constantemente los más agudos problemas de la vida política del país. En 1963 fue pedido como presidente del Tribunal Supremo Electoral por la oposición.

         Se recuerda en ese sentido, que no fueron pocos los pronunciamientos y pastorales que, a lo largo de su apostolado, suscribió Monseñor Calderón y Padilla, acusando ya sea en forma abierta o indirecta las lacras políticas del régimen. Cuando los sucesos de Jinotepe y Diriamba fue el único mediador aceptado por los rebeldes.

Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972

         No obstante ello, se señala, gozó siempre del respeto y en muchas ocasiones de la cordialidad de algunos personeros del gobierno, que no lograron sin embargo un diálogo armónico con Monseñor debido a sus profundas convicciones cívico-patrióticas.

SUS BIENES PERSONALES

         Las personas más allegadas a Monseñor Calderón y Padilla admiten que el prelado deja una regular fortuna, pero puntualizan que antes de ser escogido Obispo él poseía bienes, pues su familia es muy adinerada, además de que en varias oportunidades tuvo la suerte de salir favorecido con premios de la lotería nacional.

         Finalmente, las mismas fuentes indicaron que lo más probable es, porque así lo manifestó en vida, que todo su capital lo dejó… en favor de instituciones benéficas confirmando aun en su muerte su devoción por el progreso social del pueblo.

OPINA DEL PADRE ALMENDÁREZ

         Poco antes de conocerse la noticia de la muerte de Mons. Calderón y Padilla, uno de sus más grandes amigos y admiradores, el padre Luis A. Almendárez, nos dijo:

         Calderón y Padilla fue el defensor de la Justicia y el Derecho conculcados: el abanderado defensor del pobre y el campesino.

         “Vitalizó la diócesis de Matagalpa, hasta en los últimos rincones de sus montañas y cañadas, con el sólido establecimiento de la Acción Católica Campesina.

         “Combatió los vicios y llenó de esplendor su catedral con lindas pontificales eminentemente litúrgicas.

Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972

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CALDERÓN Y PADILLA, REFUGIO DE PERSEGUIDOS *

Muchas cosas se pueden decir de Monseñor Octavio José Calderón y Padilla, el gran Obispo de Matagalpa fallecido durante las primeras horas de este jueves. Tantas son esas cosas, que, al intentar hilvanar un comentario sobre el triste acontecimiento de su muerte, uno no halla por dónde comenzar.

         Porque como sacerdote fue intachable, como Obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y como ciudadano fue simplemente extraordinario.

         Nunca temió al poder, y su menuda figura se vio más de una vez transitar rápidamente, hacia sitios de parlamento para interceder por los perseguidos, o levantarse con airoso ademán reclamando garantías ciudadanas, cese de persecuciones, o tocando a fondo el problema de todas las lacras, de los vicios, sin excluir los políticos, los sociales y los económicos, tan abundantes, pero también tan soslayados por algunas gentes importantes.

         Eso fue su figura pública, porque en privado, es decir en el secreto de su intimidad, Calderón y Padilla llegó muchísimo más lejos:

         Tenía especial empeño en esconder perseguidos; así como suena. Daba asilo en su casa a quienes estaban en peligro de caer presos o quizá de ser muertos por fuerzas represivas. Abría sus puertas para esa gente a cualquier hora del día, fuera de noche o de madrugada y bajo su alero protector para quienes temblaban ante la cruel amenaza del exterminio o de la tortura, había seguridad, paz, lecho, pan y cariño.

         No importaba a Monseñor que esos perseguidos fueran tildados de extremistas, comunistas o lo que fuera, porque como decía él en la intimidad también, “yo nunca he leído en el evangelio esas distinciones que hacen ahora, y para mí todo perseguido por causa de un ideal está errado o no, merece asilo”.

         Y se reía monseñor solazándose en esa respuesta para insistir en ella repitiendo:

         ¿Decime si no es verdad…? ¿Has leído vos en el evangelio que existan esas distinciones…?

         Especial afecto tenía Monseñor Calderón por el campesino, o mejor dicho especial cuidado y atención, y hablaba con él y compartía su tortilla lleno de esa naturalidad muy propia de los hombres entregados al servicio de sus semejantes, del prójimo que es el pueblo, y tanto dedicó su vida al campesinado, que las cañadas y montañas de Matagalpa están cuajadas de su obra, y en ellas resuena su nombre.

         Calderón y Padilla se adelantó en muchas cosas al Concilio Vaticano II, porque su Diócesis no fue representativa de una iglesia aliada de los poderosos, de los ricos, sino definitivamente defensora del pobre, del humilde, y además fue sencillo en sus modales, lleno de humor y alegría, humano y perdonador como Cristo, pero firme y de látigo duro, cuando se trataba de echar a los mercaderes del templo.

         A raíz de su renuncia al obispado, una gran concentración de ciudadano le rindió homenaje en Matagalpa, y cosa extraña en este país fraccionado, en esta patria de divisiones y subdivisiones, allí estuvieron presentes para rendirle tributo: liberales nacionalistas, liberales constitucionalistas, liberales independientes, conservadores oficialistas, conservadores independientes, socialcristianos, socialistas y comunistas.

         Y todos tomaron la palabra, y todos hablaron extensamente, pero ninguno habló de política o de cuestiones partidistas, o de propaganda, sino que todos hablaron de las muchas virtudes de Monseñor Octavio José Calderón y Padilla.

         Este recuerdo es el mejor tributo que puede hacerse a su memoria.

*Columna EL PESAMIENTO NACIONAL. (Editorial). Por: Pedro J. Chamorro Cardenal. – La Prensa, 3 de Marzo de 1972.

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Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972
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Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972

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UN DIGNÍSIMO OBISPO DE LA DIGNIDAD

Por: Erick Blandón Guevara*

La Prensa, 15 de agosto de 2004

En la escarpada ladera del cementerio de Matagalpa, a pocos metros de donde corre la quebrada Agualcás que baja del cerro Apante, uno se topa con una modesta tumba de la que ha desaparecido las representaciones del báculo y la mitra que una vez indicaran que quien yace allí había sido obispo. Un obispo que pidió ser sepultado entre los mortales sin importancia, y no bajo la cripta de una catedra, como acostumbran los príncipes de la Iglesia. Es la sepultura de monseñor Octavio José Calderón y Padilla (1904-1972) quien fue obispo de Matagalpa y Jinotega, de 1947 a 1970. Hasta hoy, el más extenso episcopado desde que se fundó la diócesis en 1924, y –por mucho— el que más se ha hecho sentir en la vida nacional.

         Cuando la iglesia circunscribía su ministerio a la administración de los sacramentos, y sus jerarcas medraban a la sombra de los poderosos, Calderón y Padilla, el primero entre sus pares, protegió a los perseguidos y torturados, defendió a los humildes y fustigó a los corruptos. Intransigente con los curas palaciegos, fue implacable con aquellos que procuraban el favor y las dádivas de generales o senadores. Estuvo entre los padres conciliares del Concilio Vaticano II, que presidió en Roma el Papa Juan XXIII. Fustigó la corrupción, y su dedo índice nunca tembló cuando señalaba con nombre propio a los corruptos, así fuera el comandante, el cacique político, el mismo dictador o un encumbrado miembro de la curia.

         A raíz del atentado en que murió el dictador Anastasio Somoza García, monseñor Calderón tuvo enfrentamientos con la Guardia Nacional por reclamar a favor de los prisioneros que atestaban las cárceles del país. En 1959 amparó moral y materialmente a los familiares de algunos delos perseguidos por los sucesos del Chaparral, como Fanor Rodríguez Osorio y Carlos Fonseca Amador; defendió a los estudiantes después de la matanza del 23 de julio (de 1959); y se interpuso entre los fusiles Garand de la Guardia Nacional que apuntaban, bala en boca, en contra de los manifestantes que un año después, en el Parque Darío de Matagalpa, conmemoraban la masacre de León. Fue el mediador, ese mismo año, que evitó el derramamiento de sangre durante la toma de los cuarteles de Jinotepe y Diriamba y alzó su voz airada exigiendo respeto a la integridad de Doris Tijerino, quien siendo prisionera de la Oficina de Seguridad Nacional, en 1969, tuvo el coraje de denunciar las torturas y vejámenes a que la habían sometido sus captores. En las celebraciones del Primero de Mayo, de ese entonces, no era extraño ver a la cabeza de las manifestaciones de obreros y campesinos a monseñor Calderón y Padilla, no porque tuviera como bandera el Manifiesto Comunista, como decían los voceros del régimen, sino porque era el seguro que imploraban los sindicalistas para protegerse de la represión sanguinaria de la Guardia Nacional.

         Estuvo en 1970 con el magisterio, en las jornadas por su dignificación; y de nuevo con los estudiantes cuando reclamaban la libertad de los prisioneros políticos, con la primera toma de la Catedral de Matagalpa. Su alero fue el asilo de muchos que huían de la cárcel o la muerte a manos de las fuerzas represivas, como lo ha recreado Chuno Blandón en su novela La noche de los anillos.

         Pero sería un error pensar que este hombre de Iglesia fuera un cura de izquierda; al contrario, Calderón y Padilla era de ideas conservadoras; pero entendía que la violencia revolucionaria era engendrada por la violencia institucional y por la injusticia prevaleciente en la Nicaragua de la era somocista.

         En sus tiempos la montaña era impenetrable y no existían las actuales vías modernas de comunicación, pero remontó en cayuco el río Coco para llegar a las comunidades indígenas de Bocay; a caballo recorrió las estribaciones de la Cordillera Isabelia y Dariense organizando la Acción Católica Rural, a la vez que alentando a los indios despojados de tierras y sometidos a la servidumbre en las haciendas. No hubo caserío del norte que no visitara en sus giras pastorales. El historiador eclesiástico Edgar Zúñiga cuenta que fue testigo de cómo Octavio José (así firmaba el obispo) retenía en su memoria los nombres de cada una de las personas del campo que en las misiones se acercaban a mojarse en su bendición.

         Al asumir el obispado, en marzo de 1947, se encontró con una diócesis desolada donde la ausencia de sacerdotes era crítica. La gente de Matagalpa y Jinotega llegó a considerar como uno de sus aportes más grandes, haber procurado la venida a Nicaragua de la misión franciscana de Asís, en 1951. Los padres italianos que apenas hablaban español, llegaron con un espíritu emprendedor a muchos rincones de ambos departamentos. En Ciudad Darío y Matiguás, en Mui Mui y San Rafael del Norte, en Matagalpa, la obra de los frailes en escuelas, dispensarios, casas comunales, templos parroquiales, campos deportivos, aún pervive; pero, sobre todo, en el corazón de quienes lo trataron y compartieron con ellos sacrificios y trabajo. Una sencilla placa a la entrada de la casa cural de la iglesia San José, registra el nombre de los primeros franciscanos que vinieron aquel año, y el de monseñor Calderón y Padilla como el obispo que auspicio su arribo a estas tierras.

         También fue él quien hizo posible la venida de las Misioneras de la Caridad, provenientes de España, para que regentaran el Colegio de Niñas Santa Teresita de Jesús, que su fundadora y propietaria, Lucila Aráuz Cantarero, dejó en herencia a la diócesis. A su decisión de dotar a Matagalpa y Jinotega de centros católicos de enseñanza se debió que en esta última ciudad se establecieran los Hermanos Cristianos de La Salle, y el Colegio de las Betlemitas. La educación para Calderón y Padilla era impensable sin la virtud ética que dinama de la disciplina y el estudio. La rectitud la entendía como el ejercicio cívico que todos los días engrandece a la Patria, y la presencia de Dios era consustancial a la estima propia.

         Bajo su dirección, el Colegio San Luis de Matagalpa adquirió el sólido prestigio intelectual y moral de que gozó hasta hace algunos años, cuando se caracterizaba por la enorme cantidad de muchachos pobres que estudian “becados por monseñor”. El San Luis de entonces fue un centro de élites por la calidad de su personal docente y por la excelencia académica exigida al alumnado, pero, sobre todo, por la insistencia en los más elevados principios cristianos, como el amor al prójimo. Es que, en su prédica, Calderón alertaba a no confundir la caridad con la justicia; y decía: “si practicamos la caridad damos al prójimo lo que es nuestro, si practicamos la justicia damos al prójimo lo que le pertenece”.

         Siempre se opuso a que –fuera de los aranceles de colegiatura— se recargara el presupuesto de los padres de familia con contribuciones forzosas para regalos a los sacerdotes o para ampliaciones de la planta física. Y a monseñor Octavio José Calderón y Padilla se debe –entre otras obras— la reconstrucción del imponente edificio de la Residencia Episcopal, donde antiguamente funcionó el Seminario San Luis.

         De acuerdo con Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, monseñor Calderón y Padilla “como sacerdote fue intachable, como obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y como ciudadano fue simplemente extraordinario”. Esas virtudes lo hicieron víctima de la persecución política y la inquina clerical. Somoza lo apodaba “faja roja”, y en alianza con los curas palaciegos y burócratas intrigó en la Santa Sede, hasta que fue obligado a renunciar a su cargo, a los 66 años de edad, según lo hizo saber él mismo en carta pública del 5 de julio de 1970. Al retirarse del gobierno de la diócesis, las fuerzas vivas de la nación le tributaron un homenaje nacional en el que participaron líderes políticos de oposición, sindicalistas, dirigentes estudiantiles y gremios de profesionales. Ahí, Domingo Sánchez Salgado, “Chagüitillo”, lo llamó el obispo de la dignidad, por su actuación siempre rectilínea, y la cabeza erguida ante el poder y sus halagos.

         Al final de su vida pidió al morir no llevaran su cadáver a la catedral, y que su misa de cuerpo presente se celebrara en la humilde iglesita de Molagüina. Quiso que la extremaunción se la administraran dos sacerdotes que habían sido sus subordinados leales: Etanislao García y Bendicto Herrera, ante quienes se arrodilló para pedirle perdón. Pero no todos sus deseos fueron cumplidos.


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         A la noticia de su muerte, 2 de marzo de 1972, de las cañadas bajaron entristecidos los indios. Los dobles de las campanas de todas las iglesias se dejaban oír cada hora de los días que el cadáver permaneció insepulto. Las radios y los periódicos habían dado seguimiento a su enfermedad y desenlace fatal. Matagalpa se volvió un hervidero de gente que quería manifestar su pesar. De todo el país llegaron curas y monjas, sindicalistas, políticos de oposición, intelectuales y estudiantes.

         La Iglesia y el Gobierno temieron que aquel cadáver se levantar como bandera de los inconformes y oprimidos, y no permitieron que las manifestaciones de duelo se salieran de su control. El obispado, junto con el Estado Mayor de la Guardia Nacional y el Partido Liberal Nacionalista, organizaron el funeral. La banda musical de la Guardia Nacional, y la Compañía de Caballeros Cadetes marcando el paso, y la disciplina. La misa fue en la catedral y la concelebraron todos los obispos de Nicaragua, encabezados por Monseñor Miguel Obando y Bravo, Arzobispo de Managua, y otrora obispo auxiliar. Monseñor Manuel Salazar Espinosa, obispo de León, pronunció la oración fúnebre de la Conferencia Episcopal. Coros de novicias y seminaristas entonaron el réquiem. El templo abarrotado parecía estremecerse. Afuera las banderas ondeaban a media asta. Arriba de una unidad del Cuerpo de Bomberos el féretro fue transportado hasta el cementerio, y una sirena no cesó de aullar hasta que los restos mortales bajaron a la tumba. Matagalpa no había visto antes semejante pompa fúnebre.

         Los opositores al régimen de Somoza fueron, por supuestos, excluidos. En el atrio de catedral fue silenciada la maestra Lucidia Mantilla, cuando intentaba expresar el sentir popular y particularmente el del magisterio nacional; en el cementerio le cortaron la palabra al sindicalista Domingo Vargas, que trató de hacerse oír en nombre de los obreros. El diputado somocista, Juan F. Palacio, fue el orador principal; y el Arzobispo de Managua estuvo de pie junto a la tumba rezando un responso antes que la tierra cubriera los despojos de aquel pastor de tempestades. El último en hablar fue monseñor Julián Barni, destacó la humildad de quien pudiendo ser enterrado en una catedral prefirió quedarse eternamente entre su pueblo. También allí estuvo el Jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional, para dar fe de que el obispo de la dignidad había sido doblegado por la muerte, y que no volvería a incomodar a los cómodos.

         Este 17 de agosto se cumplen cien años del nacimiento de ese prohombre del siglo XX. Los hechos que he rememorado nos enseñan que no siempre a las cabezas mitradas las doblegó la corrupción y la indiferencia. Que la letanía escrita por Pedro Joaquín Chamorro Cardenal para titular su Editorial del día siguiente que monseñor murió: “Calderón y Padilla, refugio de perseguidos”, sirva para cerrar este tributo a quien siempre honró su dignidad episcopal.

*El autor es escritor nicaragüense. 

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