───── Ω Ω Ω ─────
───── Ω Ω Ω ─────
NOTA EXPLICATIVA
En el año de 1855 el sureño
norteamericano William Walker desembarcó en Nicaragua con un grupo de sus
compatriotas. A todos ellos se les dio luego el nombre de filibusteros.
Aprovechándose de la sangrienta lucha
armada entre las ciudades de León y Granada, que de esta manera se disputaban
el poder político, Walker se apoderó del país, se hizo elegir Presidente,
estableció la esclavitud, confiscó haciendas para repartirlas entre los suyos,
fusiló, incendió y cometió toda otra clase de crímenes.
Los países hermanos de la América
Central, temiendo por su propia seguridad, acudieron con sus ejércitos, con
ayuda de los nicaragüenses que combatían heroicamente al invasor. Unidos los
centroamericanos pudieron expulsarlo después de cruenta guerra. Esto ocurrió a
mediados de 1857.
Varias veces intentó Walker reanudar su
aventura, pero en 1860 los hondureños lo capturaron en el puerto de Trujillo y
lo pasaron por las armas. Contaba apenas con 36 años de edad.
La guerra de los centroamericanos
contra Walker se conoce con el nombre de Guerra Nacional. Algunas de sus causas
se examinan brevemente en las siguientes páginas.
I
- DIVERSAS INTERPRETACIONES
La mayor parte de los historiadores nicaragüenses
atribuyen la invasión de Walker y la dificultad para organizar su expulsión, a
causas puramente políticas, vale decir, humanas. Si pertenecen al partido
conservador –herederos de los antiguos legitimistas granadinos— echa la culpa
de aquellos sucesos a los liberales leoneses –antiguos democráticos— por haber
sido éstos los que contrataron a la falange filibustera. Recíprocamente, los
historiadores del otro bando corresponden acusando a los granadinos de ser
ellos los responsables por su intransigencia y su servilismo. Y salen a relucir
cada vez don Fruto Chamorro, el Padre Vijil por una parte, y el Licdo.
Francisco Castellón y Máximo Jerez, por la otra.
Tal vez
ambos tengan la razón. Pero también hay que contar con otros factores, quizás
más preponderantes, que como los antiguos dioses de la tragedia griega,
llamados ahora geografía, raza, espíritu, cultura, economía, etc., empujaron
los sucesos por su cuenta, y aún siguen siendo valederos, después de
transcurrido el siglo. La historia va tejiéndose por debajo, una veces a
espaldas de los protagonistas, otras contra su voluntad.
Pero, ¿cuál
es la causa determinante de los sucesos históricos? A esta pregunta todavía no
le han hallado respuesta satisfactoria los filósofos sociales. Algunos de
ellos, como el Obispo Bossuet, por ejemplo, creen que todo es una manifestación
de la Divina Providencia. Pero, con premisas de fe y deducciones silogísticas,
¿qué, no es, entonces, manifestación de la Providencia? Esto equivale a decir
que todo se halla escrito y que nada puede hacer variar los acontecimientos.
Sin embargo, y para dejar a salvo el principio del libre arbitrio, que supone
la responsabilidad personal, el ilustre Obispo opina que la Providencia actúa
al través de causas naturales y secundarias, las cuales, el historiador, debe
buscar e interpretar.
Otro hombre,
pero éste de tejas abajo, el inglés Buckle, afirma que todo depende del clima y
el suelo, la montaña o el llano, y de otros factores geográficos. El conde Gobineau
lo atribuye a la raza y asegura que todo lo bueno de la creación humana procede
de una misma raíz teutónica, de la cual él mismo, naturalmente, proviene.
Carlos Marx,
el más influyente de los filósofos sociales, hacía depender la historia de los factores
económicos: todo es una consecuencia de los métodos de producción. Hegel, otro
alemán, y su inspirador, enseñaba que los acontecimientos se hallan
determinados por el crecimiento de la Libertad, cuya meta consiste en que el
Espíritu pueda ser consciente y eternamente libre.
La historia,
dice Carlyle, la hacen los héroes. Y el norteamericano Lester Ward, que las
grandes invenciones.
Arnold
Toynbee, el célebre historiador contemporáneo trata de explicar los
acontecimientos mediante su teoría de “reto” y “respuesta”, una especie de
dinamia cuyo origen debe buscarse en el principio del movimiento de Heráclito.
Según explica el inglés, la lucha es aquí planteada por el medio ambiente que
lanza un reto al cual responde el hombre tratando de vencerlo y dominarlo a
voluntad. Es la dialéctica en su constante agonía, forcejeando en zig-zags
entre sus dos contrarios.
Pero
entonces, ese episodio centenario de la historia centroamericana denominado
Guerra Nacional, o sea, la expulsión de Walker y sus filibusteros por los
ejércitos del Istmo, con sus antecedentes y consecuentes ¿a qué causas
determinantes deben atribuirse?
II
- LA GEOGRAFÍA
El mar caribe es la plaza pública de América. Desde el
descubrimiento hasta nuestros días, el gran mar azul ha sido húmeda palestra de
disputas. A veces se ha decidido allí el predominio del poder mundial. Vivir en
sus litorales es todo un riesgo. Sus aguas, de arenas doradas y peces
traslúcidos son traicioneras.
En este mar
la España convaleciente se batió en retirada tratando de conservar en vano, con
armas anacrónicas, el imperio que el tiempo le iba desmoronando. Ingleses,
franceses y holandeses –sus grandes rivales europeos— decidieron aquí las
últimas escenas del gran drama de mayoría de edad americana. Y alguno de ellos
hubiera predominado, de no ser el crecimiento extraordinario de los Estados
Unidos, terciador victorioso, que contuvo, con la doctrina Monroe, el doble
filo, los postreros zarpazos de la Santa Alianza.
Sus aguas
atestiguaron la vergüenza de tropas napoleónicas derrotadas por un puñado de
esclavos negros que habitaban una isla verde. Y la piratería, transferida del
Mediterráneo, supo lucir a veces, gestos gallardos al contribuir en la defensa
de las nacientes soberanías del Nuevo Mundo, que eran como las suyas propias,
o, por lo menos, la esperanza de mantener su estilo, y el “derecho” de merodear
libremente entre sus costas. De hecho, lo hicieron, pero disfrazados con
variados disfraces: dese el traje filibustero hasta el pantalón a rayas de la
diplomacia.
Lo que más
ha atraído la atención de las potencias mundiales en este mar de tan extraño
temperamento, es su tesoro de istmos propicios la tentación de henderlos para
establecer el tránsito marítimo hacia el Pacífico, el océano que esquivó a
Colón. Hallar ese paso fue una obsesión desde la época de las Conquista.
Tehuantepec, Nicaragua o Panamá, cada uno de esos angostos diques geográficos
hubo de pagar, o sigue pagando, el privilegio de poseer una colina desde la
cual puedan divisar mares con sólo volver la cabeza.
Cuando la
Guerra Nacional se desenvolvía en Nicaragua, aún faltaba medio siglo para que
Panamá se abriera al comercio mundial. Los Estados Unidos se hallaban en plena
expansión, volcándose del Este al Oeste en fervor del oro y tierras. Y para
trasladarse los nuevos colonos más seguros y rápidos de una a otra costa, se
venían hacia el sur, en donde la geografía les facilitaba el paso.
Pues aquí,
en el sur, los esperaban un río de vocación histórica –el San Juan o antiguo
desaguadero— un lago de agua dulce con tiburones de mar salado –el Cocibolca— y
una estrecha faja de tierra –el Istmo de Rivas, lares de Nicarao— que se podían
atravesar en barcos de vapor y en diligencias, sobre un camino de cuatro
leguas. Mucho más seguro que lanzarse sobre dos mil millas de montes y llanuras
que separaban las costas de los Estados Unidos, y disputarles el pase a indios
peligrosos.
Y con esta
geografía, ¿qué país, no queda abierto a la codicia?
III
- LA EXPANSIÓN
Los campesinos dicen que “vecindad de rico es
perjuicio de pobre”. Se entiende, cuando el rico sigue creciendo tan
desmesuradamente que se traga lo que encuentra a su alcance.
El papel de vecino rico lo desempeñan aquí los Estados
Unidos y tal cercanía tiene sus PROS y sus CONTRAS. Sus contras: cuando
comenzaron a expandirse rompiendo la barrera del Oeste y el Sur –la piel, el
traje, le quedaban demasiado chicos—. Y como les resultó echarle el guante a
Louisiana, que un Napoleón entretenido en la ratonera de Europa cedió por un
puñado de oro, volvieron los ojos y garras hacia el mediodía, hacia los
territorios mexicanos que, a tiro de pistola, que no de dolor, se hallaban
descuidados al Norte del Río Grande. México, supo, desde Chapultepec, el precio
de aquella geografía próxima. Y Centroamérica, un poco lejana, habría de
saberlo muy pronto, también.
Sus pros: Cuando los Estados Unidos, por su propio
interés, se entiende, habrían de ponerse al lado de las débiles repúblicas
hispanoamericanas para defenderlas de la voracidad británica o de la codicia
gala, que todavía andaban dando vueltas por el mar Caribe.
La invasión de Walker y sus filibusteros fue, hasta
cierto punto, consecuencia de aquella expansión, o, mejor, explosión, y se
halla, en parte, entre las dificultades de la vecindad. Sin embargo, y a pesar
de que solamente habían transcurrido muy pocos años desde que los ricos del
vecindario usurparon los territorios de Texas, Arizona, California y Nuevo
México –una gran tajada a la que aplicaron por eufemismo el vocablo “anexar”—
la aventura walkeriana se realizó inoportunamente, fuera de tiempo y lugar…
Cuando Estados Unidos ocuparon aquellos territorios,
éstos eran casi espacio vacío, abandonados a la buena de Dios –en este caso,
del Diablo— escasamente habitados por grupos indolentes y desorganizados
vegetando sobre una inmensa extensión de tierra tenida como inútil, grano de
maíz en calabaza, que no pudieron oponer resistencia a la nueva gente que
llegaba, golpeando duro el piso a galope de caballos y el aire a disparos de
pistola. Como que ya estaban ensayando las películas del Oeste.
Al tratar Walker de seguir la huella de los nuevos
conquistadores –probablemente uno de tantos disfraces de la difunta piratería—
y extender su aventura un poco más al Sur, hacia el mero vientre del Caribe,
elegía ya un camino equivocado. Centroamérica no era espacio vacío y la
habitaban gentes combativas y reñidoras, como que llevaban tres décadas o más,
de andar a la greña.
Eso de llegar tarde a la cita de la historia ocurre a
menudo. Naciones conquistadoras como Inglaterra, Prusia, Francia, Italia,
entraron así a disputa de territorios. No los pudieron sojuzgar por mucho
tiempo, pues se hallaban habitados por pueblos homogéneos con tradición de
vicios y virtudes, que son los constituyentes de la nacionalidad.
En casos así, el método de conquista es diferente: Se
emplean armas como los productos de la industria: automóviles, radios,
ametralladoras, etc., o “culturales” como el beisbol y el cine.
Pero éstos se comenzaron a utilizar mucho tiempo
después de Walker.
IV
– AVENTURA Y AVENTUREROS
La
vertiginosa expansión de los Estados Unidos a mediados del siglo pasado, se
debió al coraje, audacia y ambición de puñados de hombres que no cabían en sí.
Pertenecían a una nueva nación que entraba a la pubertad con ímpetus
biológicos. Potros que piden riendas y camino, como dicen los chalanes.
En
los tiempos de Walker la conquista de territorios nuevos era el sueño de
aquellos jóvenes. Muchos se aburrían en California en donde la ley ya comenzaba
a estorbarles y las autoridades a vigilarles. Necesitaban salir de allí y
respirar aires sin trabas, utilizando su nacionalidad como patente de corso.
La
expedición a Sonora, que Walker dirigió de tan mala manera poco antes de entrar
en nuestra vida, y en la que mostró las sucias uñas rapaces y su incapacidad,
fue realizada por esta clase de aventureros en quienes el sueño y la codicia
suele habitar juntos.
“Hay unos hombres que nunca se aquietan
que viven en perpetua zozobra…”
así
dicen los dos primeros versos de un poema de Robert Service que Clinton
Rollins, camarada de Walker, estampa al comienzo de la crónica de su aventura
nicaragüense y que calzan muy bien para describir el carácter de sus
compañeros. Y termina:
“Son fuertes, valientes, honrados;
pero les cansa lo estable
y siempre persiguen lo nuevo y lo
raro”.
Les
atraían riqueza y paisaje. “Donde quiera que el español ha ido, allí debemos ir
porque es donde se encuentran las riquezas”. No se daban cuenta, por supuesto,
que tras las huellas de Cortés y Pizarro había un mundo de obstáculos muy
difíciles de salvar.
La
juvenil imaginación se les exaltaba fácilmente con relatos de viajeros. En vez
de andar excavando roca en las laderas de Sacramento y plantando viñas en el
valle de San Joaquín, mejor venirse al sur, sitio en donde se hallaba El
Dorado. A las “tierras de ríos de ámbar y arenas de oro”.
Cuando
a Walker le endosó Byron Cole su contrato para traer hombres armados a
Nicaragua en ayuda de una de las facciones políticas en lucha, no le fue
difícil de hallar gentes dispuestas a seguirle, a pesar de que algunos le
conocían el fracaso de Sonora. Pero eso no importaba. Estarse quieto y en paz
era lo imposible. La aventura les atraía, y puesto que eran valerosos y
jóvenes, y pertenecían a una raza que se decía superior, ¿por qué no ir a
encontrar alivio a su inquietud en las verdes playas indolentes que les
invitaban para decidir sus dispuestas?
Hasta ya muy tarde se dieron cuenta de su
equivocación. Cuando se convencieron de que el camino de la gloria es harto
dificultoso.
V
– LA ASTUCIA DE LA IDEA
La sangrienta rivalidad entre las ciudades de
León y Granada, causa inmediata de la invasión filibustera, no obedece a simple
capricho de la historia. Es el resultante de un conflicto de ideas contraria,
la dialéctica de dos modos de ser del hombre universal: Libertad versus
Autoridad. Sólo que, llevado por los nicaragüenses a pasión tan extremosa, que
lo primero se convierte en anarquía cuando grita airadamente en la plaza
pública y lo segundo en absolutismo, cuando se acuartela tercamente el cabildo.
Durante los años posteriores a la
Independencia, Centroamérica-Hispanoamérica también se debatía así entre las
ideas de la monarquía colonial y el liberalismo republicano. (En la actualidad
el choque sigue siendo de la misma índole, sólo que operando con valores
diferentes, y a los cuales el tiempo nuevo ha hecho comparecer más anchos y
responsables, y con otros nombres y preocupaciones).
En la época de Walker, dos personajes o
sus herederos y seguidores políticos encabezaban la terrible lucha sin cuartel:
Don Frutos Chamorro y el Dr. Máximo Jerez. Ambos, muy honradamente, creyendo en
sus propias ideas con la misma intransigencia de su pasado religioso judío. El
primero proclamando que había que dotar al poder público de suficiente
autoridad para vigilar los actos de los individuos y castigar a los revoltosos
con toda severidad: era el Estado Policía. El segundo, que había que otorgar al
individuo toda clase de libertades a costa del Estado: era la utopía
jefersoniana.
Pero don Frutos ignoraba que ese siglo
XIX, tan bullanguero, había perdido ya el respeto a la majestad del poder, y
don Máximo, por su parte, que para implantar una democracia liberal era
preciso, contar con un pueblo capaz de administrarla.
Del verdadero sentido de esta guerra
civil, y de las otras que le precedieron y siguieron en Centroamérica, muy
pocos de sus protagonistas se dieron cuenta. Los animaban odios localistas o
ambiciones personales o simplemente, el deseo de aventura. Sin embargo, por
debajo de la pólvora y de la sangre, como delgada veta de oro entre las oscuras
galerías minerales, iba emergiendo, bien delineada y en su justo medio,
mostrándose para que todo el pueblo viera, la idea de la Libertad, a cuyo
servicio se encuentra la Historia.
(Nadie puede negar que de un siglo a
esta parte hemos avanzado mucho hacia un mejor sentido de la dignidad humana,
aunque para ello, diría Hegel, la idea de la Libertad haya tenido que operar
con astucia para no tropezar con los protagonistas).
La guerra de Walker nos vio a mostrar
hasta qué tope de exageración pueden llevarse los extremos dialécticos de
Libertad y Autoridad, mucho más lejos que el sitio en donde se situaron
tercamente los legitimistas en su Granada y los democráticos en su León. Nos
enseñó que el absolutismo puede convertir la disciplina en esclavitud y la
anarquía disolver los controles de la moral.
Es posible que entre las tretas de la
historia haya sido la guerra contra Walker, el mejor de sus recursos.
Pero, como todavía andamos en la
adolescencia política ¿habremos sacado de todo ello la lección verdadera?
VI
– SUCURSAL DE LA ESCLAVITUD
En el año de 1856 la guerra separatista
de los Estados Unidos, se podía olfatear de lejos. Los señores del sur norteamericano,
alegremente entretenidos en sus haciendas de esclavos negros, jugaban al
feudalismo, mientras tanto, la nueva clase industrial de los burgueses yankis
de la Nueva Inglaterra, irrumpía audazmente en el comercio mundial tratando de
acaparar negocios, dinero y poder. Como buenos protestantes, sentíanse elegidos
del Todopoderoso por el buen éxito de sus empresas y para implantar su forma de
vida a los demás, muy optimistas del “destino manifiesto”, al que se hallaban
comprometidos.
Lo que el viento se llevó se fue con
mucha sangre. En la época de nuestra historia la tormenta se avecinaba. Los
señores del sur, sospechando lo que venía, comenzaron a precaverse de aquel
rigor puritano que se estaba llevando dólares e hipotecas. Y así proyectaron
extender su señorío abajo del Río Grande, principalmente a la América Central,
de donde venían muy buenas noticias de viajeros que atravesaban por Nicaragua.
Allí podía organizarse un imperio de esclavos y ponerlos a su servicio.
El hombre para llevar adelante aquel
negocio era William Walker, pero ni él supo corresponder, ni la historia alcahuetear.
Ya no se podía sostener en teoría la esclavitud, aún cuando se siguiera
creyendo en la desigualdad humana y en la inferioridad de los indolentes y
soñadores “nativos” del litoral caribe.
Si es cierto que la riqueza siempre ha
gobernado al mundo, también lo es que hay que montarla inteligentemente sobre
una idea congruente con el tiempo que se vive. El descuido de Walker fue
desconocer esa ley al decretar el restablecimiento de la esclavitud, sin hacer
caso del asombro del Continente.
Sostenía, como buen sureño, que el
blanco, por derecho divino, era superior al negro o al cobrizo. En cambio, los
puritanos de Nueva Inglaterra, más prácticos en sus necesidades de brazos para
sus nacientes factorías, declaraban que la diferencia sólo se halla en el color
de la piel. Pero como seguían creyendo que la justicia vale más que la caridad,
opinaban que había que meter a los indios en “reservas”, verdaderos campos de
concentración, en vez de quemarlos, ahorcarlos o lapidarlos como hicieron sus
antepasados del Mayflower.
Este determinante fue una cuestión de
raza. No cabe duda que Walker vino con una misión esclavista, aun cuando muchos
de sus camaradas lo ignorarán. Pero su objetivo era claro, él, que habían
nacido pobre y un poco tarde para disfrutar del señorío y hacienda que tanto envidiara
en los emporios sureños, que carecía de estabilidad profesional, se dejó llevar
por falsos sueños anacrónicos, en un país que esperaba someter a servidumbre,
en el fértil trópico de blandas hamacas, paisajes dorados y verdes montañas,
recibiendo con estudiado desdén a los orgullosos comodoros de la Compañía del
Tránsito.
Pero todo se le dislocó. Ya no era su
tiempo. La idea de la Libertad se hallaba demasiado patente, aun en el dulce
trópico de los ríos azules.
VII
– POLÍTICA Y ECONOMÍA
Uno de los métodos más eficaces para
afianzar la conquista de un pueblo, es el de estimular los celos de las
facciones políticas de la víctima elegida y ponerse al lado de una de ellas,
alternativamente, según la conveniencia circunstancial. Así procedieron Corteses
y Alvarados, con lecciones aprendidas de la antigüedad; y así también los
políticos norteamericanos y los magnates de sus grandes corporaciones
metiéndose de cuña en el agitado acontecer del Caribe.
Cierto que algunas veces se han
guardado las formas y que las maneras se han refinado con la práctica en el arte
de politiquear. Ya desde 1818 el Congreso de Estados Unidos había dado una ley,
la llamada de neutralidad, que prohibía las expediciones de sus nacionales a
países extranjeros, pero las leyes, cuando se quiere, bien pueden escamotearse;
todo es cuestión de palabras. Así los filibusteros se disfrazaron de colonos y
salieron sin obstáculos de California hacia las costas nicaragüenses, ayudados
por las autoridades del puerto de San Francisco, que se hicieron de la vista
gorda. En Washington el Secretario de Guerra, Jefferson Davis manifestó su
expresa simpatía por los expedicionarios y el presidente Pierce,
deliberadamente indeciso, su tácito, O.K.
Cuando ya Walker se había elegido presidente
de Nicaragua “en elecciones libres y honestas”, el Ministro Wheeler le extendió
inmediato reconocimiento, y el presidente Buchanan, que sucedió a Pierce,
hubiera dejado de buena gana correr las cosas, si no es porque las protestas
del cuerpo diplomático en Washington, puesto en alarma por los representantes
centroamericanos, lo hace variar de opinión y lo obliga a repudiar, al menos
oficialmente, el flamante atraco de su compatriota.
Pero si la conquista del poder político
es uno de los grandes motores de la historia, el del económico lo es, quizás,
aún más. Y cuando van juntas, soberbia y codicia, ¡qué tremenda potencia desarrollan!
Dios nos guarde entonces del Imperialismo y de sus agencias: los despotismos
hispanoamericanos.
En aquel tiempo no se había comenzado
en el Caribe la explotación de las riquezas naturales: minas, maderas,
ferrocarriles, bananos, petróleo; ni, por lo tanto, habían aparecido las United
Fruit, las Ircas, las Standard Oil… Entonces el negocio de transporte ofrecía
las mejores ventajas en el atraer y llevar del Atlántico al Pacífico, por lo
cual, comodoros y banqueros organizaron la Compañía del Tránsito. ¿Qué mejor,
para su garantía, que disponer de un gobierno compuesto de gente propia que
dejara fluir tranquilamente los ríos de oro, materia prima, manufacturas y
emigrantes?
Pero los dioses nos favorecieron,
momentáneamente. Walker, tropezando con sus ideas demasiadas anticuadas, no supo
comprender la magnitud de intereses ni los métodos de la naciente plutocracia
que venía pisándole los talones a los sueños esclavistas del sur, y que, al
fin, dieron con él por tierra.
VIII
– ENTREGUISMO POLÍTICO
Al hablar de factores determinantes de
la historia, no se quiere afirmar con ello la creencia en la conocida teoría del
Determinismo, lo que supondría casi una interpretación fatalista de los hechos
y la exención de responsabilidad moral. El determinismo es ya cosa del pasado, particularmente
después de los recientes descubrimientos de los físicos en el comportamiento
del átomo.
Lo que se ha intentado en estas
páginas, es la descripción de algunos de dichos factores, pero como condiciones
o elementos dados en determinado tiempo y lugar, y con los cuales la voluntad
humana, a la que se le reconoce la beligerancia debida, tiene que operar,
tratando de ponerlos al servicio de un objetivo, que en este caso es el de la
grandeza de la patria.
El inventario de los determinantes de
la historia, ajenos, por supuesto, a los deseos humanos, es muy extenso y
variable en número e intensidad; pero los que se han enumerado en las páginas
precedentes, son, a juicio del que
escribe, los principales entre los que contribuyeron a la llegada y expulsión
de los filibusteros de Nicaragua, que es lo que en Centroamérica se conoce como
Guerra Nacional.
En medio de aquel tejido de sucesos, el historiador tiene que hacer resaltar si, un hecho doloroso, muy conocido y justamente censurado en el exterior, y que es la clave de la interpretación de casi toda la historia patria hasta nuestros días: El de que la inmensa mayoría de los principales políticos nicaragüenses son proclives a la intervención extranjera en la política del país, y a esperar que dicha intervención incline a su favor los acontecimientos, cueste lo que cueste. Muchas veces clamando a que caiga maná del cielo; no pocas otras, golpeando a las puertas de la Embajada de los Estados Unidos suplicando inspiración, como en el antiguo oráculo de Delfos, y ofreciendo rendidas promesas –verdaderos sacrificios humanos— ante el altar de los ajenos dioses.
Y este cargo que la historia hace es
valedero para orientales y occidentales, democráticos o legitimistas.
¿Habrá en todo ello un residuo de rivalidades
indígenas precolombinas sobreviviendo como sentimientos localistas y de tal intensidad
que logran apagar cualquier orgullo patrio?
Pero hay un consuelo fortificante, y
es, que, en compensación a tal vicio de entreguismo de los políticos, que nos
ha llevado a tantos enredos, se halla el repudio que la gente del pueblo hace a
la ocupación extranjera, si no por conocimiento deliberado –puesto que se
hallan en la ignorancia— al menos por instinto de conservación.
Por ese repudio que hace un siglo llegó
al heroísmo, se salvó Nicaragua y el resto de Centroamérica. Esta lucha fue una
cuestión del pueblo y la victoria debe acreditarse al soldado desconocido.
Porque la gente del pueblo defendía la
nacionalidad ciega y simplemente, sin el adorno de teorías políticas que
estaban fuera de su comprensión.
Los otros pequeños señores feudales,
pelearon por sus siervos, sus haciendas y su derecho de pernada.
(Revista
Educación No. 5, Ministerio de Educación Pública, Managua, Nicaragua. Pág. 7 –
17.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario