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El lago de Managua y el volcán de Messiah, Nicaragua, 1857. Dibujo de S. G. Squier. |
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Don Federico Solórzano, managüense que conoció la vida de la
aldea y de la ciudad, nació en 1828 y murió en 1918, es decir a los noventa
años de edad.
Relataba a sus amigos, entre ellos don Gustavo Uriarte,
detalles de la vida de esta ciudad a principios del siglo pasado y que
gentilmente don Gustavo me ha repetido, contribución suya a esta labor de
remembrar Sucesos de Ayer, con especialidad de esta nuestra ciudad de Santiago
de los Caballeros de Managua.
LA ERUPCIÓN DEL COSIGÜINA
Tenía don Federico siete años de edad cuando ocurrió la
erupción del Cosigüina, pero recordaba la tragedia y cómo se oscureció el sol.
Pero aquella oscuridad era noche profunda, “donde no se veía ni la palma de la
mano”.
El cura de almas de la época convocó a los vecinos para realizar
diariamente procesión de rogaciones. En la enorme oscuridad iban congregándose
los vecinos de la Parroquia, el mismo lugar donde hoy se alza la Catedral
Metropolitana.
Y de allí salían todos los días, millares de managüenses,
hombres y mujeres y niños en procesión de rogaciones alrededor del templo
primero y después por algunas calles aledañas, con cirios o candelas de sebo encendidas,
que eran apagadas a cada instante por la fuerte lluvia de ceniza. Pero los
concurrentes eran tenaces. Provistos de sus “eslabones” volvían a encenderlos y
el desfile continuaba.
Los managuas llenos de unción y de temor, elevaban en
alta voz las preces de rogaciones. Los que presenciaron esas procesiones
refieren que era conmovedor y solemne el acto, cuando millares de gentes en voz
alta decían las oraciones de ritual.
POBLACIÓN INDÍGENA EN
EL MANAGUA DEL SIGLO PASADO
La parte más poblada de la aldea, en esa época, los primeros
sesenta años del siglo pasado, era a lo largo de las orillas del lago. Caseríos
de chozas compactas, que comenzaban en Acahualinca y terminaban en Tipitapa.
Todos los moradores de esa zona eran netamente indígenas.
Los pocos habitantes blancos, entre los cuales estaba don Federico, residían en
el mismo lugar que hasta hace pocos años fue el barrio solariego de los Solórzano
y que abarcaba desde el Parque Central hasta más allá del derruido templo de
Candelaria.
En la faja del lago, vivieron los antecesores de todas esas
gentes totalmente de la raza india: López, Lezama, Pérez, Largaespada, Maltez,
Obando Uriarte, Estrada, Vallecillo. Su alimentación principal era el pescado y
por ello fueron familias prolíficas.
Hasta hace poco menos de cincuenta años, los que llevaban
esos apellidos, residían en zonas aledañas al lago, en las orillas. Muchas
viven todavía allí. Como eran muy pobres, la choza era la habitación
tradicional: varillas de caña brava o de bambú formaban las paredes y los
techos de palmas de coco o “huate”. Era una típica población indígena, la aldea
managüense de los primeros sesenta años del siglo pasado.
Pescadores fueron los habitantes de esa zona de la antigua
aldea y cuentan los que alcanzaron a ver todavía los caseríos de chozas a lo
largo del lago, que era admirable el espectáculo del enorme número de botes,
anclados en toda la ribera. En el crepúsculo y después en el amanecer,
centenares de hombres con sus avíos de pesca, remontaban en sus botes las aguas
mansas a veces agitadas otras, del Xolotlán. Las atarrayas tejidas por las
manos amorosas de la madre, la esposa o la hija, de una blancura inmaculada,
brillaban al sol del amanecer y semejaban enormes jibias en el atardecer,
regresando de la pesca del día.
La "Plaza de Managua", dibujo de James MacDonought, acompañante de E. G. Squier, en 1849. |
EL CÓLERA MORBUS
En el año de 1854 abatió a Nicaragua el cólera morbus. El
barrio de Candelaria fue el más afectado por la peste.
Santiago Vallecillo, del barrio Candelaria, sufrió un ataque
de cólera y cayó al suelo. Se le consideró sin vida y lo llevaron a enterrar.
Era tal la cantidad de fallecidos, que abrían grandes zanjas y allí amontonaban
los cadáveres. Muchas veces los sepultureros estaban tan borrachos que sólo
ponían en el suelo los cuerpos sin vida.
Santiago Vallecillo fue llevado a sepultar. Cuando iban a
echarlo en la fosa común, principió a caer un enorme aguacero. Los sepultureros
ebrios, tambaleándose, dejaron en tierra el cadáver y huyeron.
A Vallecillo le cayó lluvia por varias horas y a la
medianoche, el agua tuvo la virtud de reanimarlo. Abrió los ojos y vio que a su
lado estaban varios cadáveres. Comprendió entonces su situación: recordó su
desmayo anterior y quiso levantarse, pero estaba muy débil. A gatas salió del cementerio y a gatas
recorrió la gran distancia que le separaba de su casa. Pero luego logró llegar.
Golpeó la puerta. Respondió su esposa. Preguntó quién era.
Una voz débil, muy débil, contestó. Soy yo, Santiago
Vallecillo.
--Eso no puede ser, si hoy en la tarde te enterramos, Jesús,
María y José y de los aparecidos líbranos Señor, dijo la consorte, temblando de
miedo.
Pero en la casa estaba la madre del “muerto” y madre en fin,
creyó que era su hijo y abrió la puerta. Santiago penetró a su casa. No cabía
de gozo. La noticia cundió en la aldea. Todos querían verlo, tocarlo,
convencerse.
Cuando ya salió a la calle, la gente desde las puertas al
verlo decía: Ahí va el muerto.
Y desde entonces en el Managua donde todo el mundo tenía su
apodo, hubo uno más, Santiago Vallecillo, el muerto.
HUYENDO AL OTRO LADO
Las gentes que tenían facilidades y haciendas en el Otro
Lado, entre ellos los Solórzano, buscaron cómo huir del flagelo. Fletaron una
embarcación y el piloto que debía conducirla. Ya estaba todo listo para el
zarpe, cuando repentinamente el piloto fue acometido del cólera. Bajó a la
costa y allí murió a los pocos minutos. Los fugitivos, allí iba don Federico
Solórzano, llenos de terror, levantaron anclas y pusieron proa hacia el Otro
Lado, atenidos nada más que a la buena suerte y la protección de Dios. Rezaron
en alta voz en la nave, mientras recorrieron el trayecto con toda felicidad. Y
así se salvaron muchas familias de Managua, del cólera morbus del 54.
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