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La celda de Cortés en el Hospital Psiquiátrico se convirtió durante sus años de reclusión en centro de peregrinaje para estudiantes e intelectuales. |
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La camioneta
vuela como obsedida y raspando el paisaje veloz produce una sensación de locura
verde. Vamos hacia ALFONSO CORTÉS.
Para llegar
hasta Alfonso se atraviesa un paisaje horrendo. Primero, la cinta de la
carretera, que hipnotiza; el cadáver azul del lago cercano, un espantoso diente
de piedra quemada surgiendo del suelo junto a la carretera, deteniendo todo el
sol bútrico de Occidente, los nubarrones indecisos, era ya noviembre, el portal
frío y negro del asilo, las primeras caras de extravío.
Se va llegando a Alfonso Cortés. Son: Luis Rocha, Yllescas, Sergio Ramírez, Octavio Robleto y un amigo. Entramos en fila india, con recogimiento. Alguien nos conduce: allá es, en aquella celda. Solo vemos una ventana a lo lejos. Otra adorable ventana
Aquí se asomó Alfonso Cortés, diremos 100 años más tarde. Allí se asomó Rubén Darío, venimos diciendo desde hace 100 años. Desde aquella torre se asomó Joaquín Pasos, diremos 1000 años después.
Antes de Alfonso Cortés, están: un joven que conozco y ojalá sea visitante. Laboramos un tiempo en aquel lindo manicomio áureo que es el Banco. El joven lee su novela policial, me mira, retorcidos lo ojos, por debajo del libro; me ignora enseguida. Se echa encima del rostro las páginas que lee, mira pensar qué, Dios mío, mira las copas de los árboles azulosos, medita, se distiende en un sillón, con los ojos, vuelve a mirar la luz, vuelve a pensar a pensar qué, ¡Dios mío! Mira las copas de los árboles azulosos, medita, se distiende en un sillón, con lasitud; mira a lo lejos, mira atentamente el aire, es feliz. Y yo desfallezco de envidia.
Después, otra fase de lo espantoso. Es ahora un niño, escasos diez años. Un niño a quien los padres quizás, abortaron y se deshicieron de él. Es como un ternero maneado, empiyamadito. Y maneado, atado de pies y manos, derribado en el suelo por la tara que lo acorrala por todas partes. Emite uno como “chist, chist” constante, como de chicharra desalada. Se golpea de cabeza, de pies, de manos, tremendamente contra los ladrillos helados; se dijera invadido de pronto por un “ataque” y que se va a destrozar contra el suelo. Se vuelve repentinamente y muestra la naricita fina, los pómulos núbiles, la miradita remota, anhelante, y el labio espantosamente hendido, con pequeñas granulaciones repelentes. Echa espuma, vomita, juega con su espuma, se revuelca y creo que está contento. Va golpeando el suelo con cada porción de su cuerpo, otra vez, otra vez…
Se va llegando a Alfonso Cortés. Son: Luis Rocha, Yllescas, Sergio Ramírez, Octavio Robleto y un amigo. Entramos en fila india, con recogimiento. Alguien nos conduce: allá es, en aquella celda. Solo vemos una ventana a lo lejos. Otra adorable ventana
Aquí se asomó Alfonso Cortés, diremos 100 años más tarde. Allí se asomó Rubén Darío, venimos diciendo desde hace 100 años. Desde aquella torre se asomó Joaquín Pasos, diremos 1000 años después.
Antes de Alfonso Cortés, están: un joven que conozco y ojalá sea visitante. Laboramos un tiempo en aquel lindo manicomio áureo que es el Banco. El joven lee su novela policial, me mira, retorcidos lo ojos, por debajo del libro; me ignora enseguida. Se echa encima del rostro las páginas que lee, mira pensar qué, Dios mío, mira las copas de los árboles azulosos, medita, se distiende en un sillón, con los ojos, vuelve a mirar la luz, vuelve a pensar a pensar qué, ¡Dios mío! Mira las copas de los árboles azulosos, medita, se distiende en un sillón, con lasitud; mira a lo lejos, mira atentamente el aire, es feliz. Y yo desfallezco de envidia.
Después, otra fase de lo espantoso. Es ahora un niño, escasos diez años. Un niño a quien los padres quizás, abortaron y se deshicieron de él. Es como un ternero maneado, empiyamadito. Y maneado, atado de pies y manos, derribado en el suelo por la tara que lo acorrala por todas partes. Emite uno como “chist, chist” constante, como de chicharra desalada. Se golpea de cabeza, de pies, de manos, tremendamente contra los ladrillos helados; se dijera invadido de pronto por un “ataque” y que se va a destrozar contra el suelo. Se vuelve repentinamente y muestra la naricita fina, los pómulos núbiles, la miradita remota, anhelante, y el labio espantosamente hendido, con pequeñas granulaciones repelentes. Echa espuma, vomita, juega con su espuma, se revuelca y creo que está contento. Va golpeando el suelo con cada porción de su cuerpo, otra vez, otra vez…
De repente las voces, las grandes voces de mis compañeros
hablando con Alfonso Cortés. La voz de Alfonso Cortés desconcierta un poco. Es
más bien baja, suavemente aguda y su vida no está a tono con el gran corpachón
de Alfonso. No percibo lo que dicen los jóvenes poetas y el poeta loco.
Presentaciones insulsas que el gran viejo no oye. ¿Y usted, que tal está,
poetá? Alfonso Cortés se retrae y mira atentamente, agazapando en su interior
toda su locura esplendente. Hablan. Sabe, poetá, mañana viene Ernesto Cardenal,
el poeta, amigo suyo ¿recuerda? Alfonso medita un momento. Ah, sí Cardenal, el
poeta, ya sé, sí. Pero dígame, y el otro Cardenal, poeta, el otro, ¿sí el otro?
No, no es cardenal, es poeta, digo, o cosa así, el otro, vive en León. ¿Cuál
otro? preguntamos ¿el Padre Pallais, poetá? Ah sí, ése, él, el Padre Pallais,
vive en León, pero viene aquí a Managua y lo conozco, somos amigos. ¿Saben?
Dicen, uno dijo que somos iguales. Tal vez cuando yo use la tonsura o cosa así,
verdad? Porque yo no soy igual, yo no soy… Alfonso baja la cabeza anciana,
medita un poco y vuelve a nosotros. Yo siempre creí que él era un poeta
detestable, siempre lo creí, pero ustedes saben, el respeto religioso, se
trataba de un sacerdote o cosa así, así me recomendó mi amigo Félix Pedro
López. Yo soy otra cosa, yo soy apóstol de las letras, como San Pablo, como San
Andrés; no, como San Andrés, no. San Andrés es el de la pornografía, es
pornográfico. Yo soy buen tipo, yo soy hombre regular, sí, yo, pero yo estoy
aquí desde el tiempo del doctor Sacasa, preso, yo estoy aquí, y quiero irme
para Costa Rica o aunque sea a León. Sí. Yo soy apóstol, como Núñez de Arce,
que es apóstol, pero el poeta más grande de España es Quevedo. Sí, muchachos.
¿Cómo te llamas tú? ¿Rocha? Ah, sí, Rocha; ¿no eres Solórzano? Yo maté a
Solórzano. Lo maté porque soy apóstol o cosa así, pero eso era política o cosa
así; muchas gracias, muchachos, cuando ustedes me dicen eso, es política.
Alfonso
Cortés no admite diálogo Le preguntan los visitantes, le repreguntan, pero
quizá sus voces son muy tímidas, respetuosas y temerosas, porque saben que
ellos están ante Alfonso Cortés, así, loco, sucio y de saco, amable y amado, verboso de locura, sonrosado, anciano,
blanco, apostólico, puro, seguro de sí mismo, saber de su propia altitud en
medio de las sombras, dramático, enternecedor y sollozante, pues Alfonso Cortés
sabe que habla con poetas y llega hasta las lágrimas cuando “ebrio de azur” nos
confiesa algo.
Ahora se ase
a los conceptos, formula cuidadosamente la frase que se le derrumba después en
el abismo de su mente en derrota. Sin embargo, prepara nuevamente, y la ensaya.
Yo maté a un hombre, no, fue a dos hombres o cosa así, a Félix Pedro López, mi
amigo, él me dijo que no, que Argüello y al otro. Quisieron sacar pistola y yo
sin moverme los maté. Pero soy hombre
regular, casi no hay hombre regular, sólo alguien, buen intelectual, puede
llegar a ser hombre regular. Sólo Quevedo. ¿Y Cervantes, poetá? le preguntan.
Ah sí, le he estado leyendo, pero es místico, es de iglesia y yo no tengo
compromiso con nadie, menos con el clero. Yo soy grande. ¡Yo me echo con ese hijueputa de Rubén Darío!
(Alfonso grita esto y se exalta). La familia Martínez ya ha dicho que soy más grande que Darío. Se aplaca
un tanto, apenado. – Perdón, existe allá
arriba un Jesucristo y yo no debo decir cosa mala, por respeto, pero me echo
con ese, me echo, ¡porque soy más grande!
La voz de
Alfonso Cortés suena ahora exaltada y profunda, ha adquirido gravedades de tonos
que él no usa normalmente. Yo miro la arboleda verdioscura que circunda su
celda, en esta hora santa de la tarde, y
noto una bruma blanquecina que se mezcla y destaca entre las cosas, se adentra
en el ramaje elevado, persistiendo, lucha entre todo aquello, y me agrada mucho
porque es neblina, rara en Managua, este noviembre, y ya voy sintiendo el frío
de la helada próxima. Pero no es niebla, es humo blanco de los desechos de
ramas secas que queman los otros locos afuera, entre los árboles; así lo avisa
la nariz y enseguida lo compruebo.
Varias
“salta piñuelas” entre tanto bajan chillando con grititos que suenan como besos
rápidos, chupados, de amantes de mal gusto o de padres de familia exagerados. Y
hay, rodeando la celda de Alfonso, una tapia enana con tejas, como en un
cortijo, y unos rosales pálidos, casi junto a la ventana de Alfonso, que una
mujer repelente (¿será enfermera cuerda o enemiga de lo bello?) va arrancando y
acomodando violentamente.
Un anciano
abrazando tiernamente un bote grande, la mirada fija y perdida, seguro,
inevitable, va bajando interminablemente una grada, y subiendo, y retrocediendo
y volviendo a bajar, y volviendo a subir, con la mirada pobre y senil en alto, cansado y decidido y quizá
feliz. El poeta Robleto me da un codazo y señalando ingenuamente, pregunta:
— ¿Y a ese pobre señor, qué le pasa?
— Pues que
es loco, poetá; estás loco?
La voz de
Alfonso Cortés vuelve a subir por encima de todos. Ha estado hablando toda la
tarde con nosotros, sin dialogar; no admite diálogo. Como su propia poesía es
él, no admite diálogo, ni mensura, ni referencia alguna. Habla y habla. Le
piden opiniones que diga lo que piensa sobre ciertos poetas nuestros. Se vuelve
a exaltar. ¡A ese hijueputa un billón de veces de Darío Sarmiento, yo lo voy a
derribar! Ya me han dicho. Perdonen. Ahí está Cristo Jesús. Es pecado, pero ya
van a ver. Estoy escribiendo una comedia social o cosa así y ya van a ver.
Después va decir la gente si yo o él. Hay poetas, pero no conductores. Sólo
José Martí es más grande que Darío. Núñez de Arce es grande en España, pero
respeta a Quevedo, que es el señor, así me dice mi amigo Félix Pedro López, o
cosa así. Y si no, oigan. (Lee un libro
que lleva bajo el brazo un presunto elogio de Núñez de Arce para Quevedo y mis
amigos me aseguran que no lee nada, recita de memoria algo).
Mis amigos
le ofrecen una libreta para que escriba, y lápices. Los rehúsa. Le piden
poemas. Pregunta por los que dio otro día y promete dar nuevos cuando vea
publicados aquellos. Pide que le ayuden a salir de allí, para ir a fundamentar
su literatura aunque sea a León o Costa Rica. Yllescas lo acosa a preguntas,
quiere saber, es primera vez que ve al enorme Alfonso Cortés y quiere
asombrarse aún más. Alfonso se retrae, alerta, acechante, escamado. Y tú, ¿está
enfermo? ¿Yo, poetá?, es la camisa amarilla, tal vez, y la penumbra de la t
arde, contesta Edwin. No, tú está enfermo,
yo lo veo, me has atacado toda la tarde, cuatro veces me has atacado.
Estás enfermo…
Ramírez
insiste en darle la libreta que compramos para él. Es para que escriba, poeta,
papel limpio. No, —rehúye Alfonso— aquí tengo papel, pero si insistes, yo
podría robártelo, digo, yo podría hurtártelo o cosa así, en mi provecho, pero
no quiero. Entonces, dice Yllescas, quisiéramos alzar (sic) la libreta aquí en
su cuarto, para la semana próxima que vengamos… Pues yo no soy cofre de
ustedes, ¿verdad?, exclama olímpicamente Alfonso, y nos señala la puerta de su
celda. Nosotros reímos alegres, reímos mucho y él también. Está contento. Nos alegramos
todos. Yo miro los barrotes tristes. Miro la tarde azul. Me aparto. Los oigo ya
de lejos a mis amigos.
Un hombre va
y viene muy serio, acomodando ropa limpia de locos un buen rato. Lo toco en el
brazo: Eh, oiga, aquel joven que está allá, ¿también es enfermo? El hombre me
contesta con un silbido, se aleja cantandito y retorciendo los ojos. Un tipejo
extraño, con la camisa roja salida y sin calcetines, toda la tarde ha estado
jode que jode con un radio que le cuelga del pescuezo. Se acuesta, se levanta,
nos escucha un rato, cambia la estación, la vuelve a cambiar, camina, vuelve,
se va. Por fin, después de dos horas, se decide —¡es el loquero de Alfonso!— y
nos notifica. Les voy a sacar el loco allí afuera, porque aquí es prohibido.
Alfonso no le hace caso, se resiste, dice no sé qué cosas confusas acerca de
León y la poesía; y nos recomienda que
no seamos abogados; no puede ser hombre de letras ni poeta un abogado, afirma.
Nos agregó otras declaraciones de esteta que me recuerdan su verso admonitivo:
“Soñad,
soñad, entre la vida diaria”.
Otro
hombrecito, con sombrero absurdo, de bluyín arrollado y de cara empolvada,
pretende retirar al anciano que baja y sube. El enfermero. El anciano muge y
quiere llorar, pero no habla. Muestra con gestos desolados que en alguna parte
hiede mucho por ahí y que no quiere ir. El hombre lo guiña y retuerce los ojos,
pide ayuda al tipo del radio; éste se cansa del forcejeo y vuelve a cambiar la
estación. Yo miro la tarde que nos reclama urgentemente desde afuera. Hay un
muchacho que hace malabarismos obsesionados con un cigarrillo que no fuma
nunca; y varios hombres impasibles como estatuas, idos.
La tensión
del encuentro que hemos tenido y el paisaje angustiosos nos va ascendiendo y
girando como una gran temperatura dentro del cráneo: La tarde, esta tarde,
estos locos, los poetas, los amigos, los locos, tapias, voces, rosales pálidos,
Alfonso Cortés, humo, voces, la voz de Alfonso Cortés resonando todavía.
Una mujer
aniquilada sonríe anhelante a nuestro paso. Quiere decir adiós, alza su brazo y
se me prenden sus ojos abismados para siempre.
JUAN
ABURTO