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DANIEL VÁZQUEZ DÍAZ |
El 17 de Marzo (1969) recién pasado
falleció en Madrid el pintor español Daniel Vázquez Díaz, a la edad de 87 años.
Dos días antes había sufrido una trombosis, a cuya
consecuencia le sobrevino la muerte.
Ya no pintaba, y vivía para su familia, compuesta de su
hijo, nuera, una nieta y dos biznietas, que le cuidaban con esmero y le llevaban
los domingos a tomar el aire a la sierra.
De una pintura fuerte, intelectual, expresionista, Vázquez
Díaz conoció a Rubén Darío en París, e hizo de él la cabeza, tan divulgada, y
el famoso retrato mural en hábito de cartujo.
En 1867 Vázquez Díaz recordaba a Rubén –dice Cabezas—asociado
a Nervo y Gómez Carrillo. Conoció a Rubén hacia 1911, cuando el poeta vivía en
el Barrio Latino, en una calle cerca del Observatorio.
VÁZQUEZ DÍAZ EN LA PINTURA ESPAÑOLA
Vázquez Díaz, como ninguno, ostentaba el título de maestro
de la pintura española, contemporánea.
Era el mentor artístico de centenares de discípulos
dispersos en toda España, desde mucho antes de que se estableciera el
magisterio universal de Picasso.
Se formó artísticamente en París, pero con materia prima
española. Con ambición española, con conciencia, pensamiento, evocación,
nostalgia y visiones de España.
A través de su larga existencia nunca vaciló su fe en el
valor de su pintura. Y es extraordinaria su actitud rectilínea mantenida en
toda su carrera artística, sin complacencias ni mixtificaciones pequeñas o
grandes, ni aun en presencia de las más apremiantes situaciones, ni a la vista
de las más suculentas tentaciones. No dio cuartel al mal gusto circundante,
jamás torció su camino ni perdió vista su destino de apóstol del arte nuevo.
Por eso pudo existir en medio de la aventura del cubismo, departir y compartir
con sus fautores sin pizca de contaminación. Como alguien ha dicho, los más
arrolladores ismos pasaron junto a
él sin inmutarle.
COMIENZO Y FORMACIÓN
Nació el 15 de Enero de 1882 en la villa de Nerva, provincia
de Huelva. Tierra mineral, de hierro y cobre, rocas y cascajo, con apenas pizca
de vegetación pobre y descolorida.
Pueblo también árido y excluyente. Sólo el Nervión ponía sus colores y exhalaba
su frescura en aquel ámbito seco, de tonos ásperos.
Su padre lo llevó a Sevilla, donde estudió bachillerato y
comercio. Pasa a Madrid y de allí a París, por el camino de San Sebastián y
Fuenterrabía. Aquí, aspirando el acre soplo del mar, el alma de Vázquez Díaz se
transforma en presencia del paisaje vascuence: el mar Cantábrico, como un mar
homérico, negro y barbullante, todo fuerza y poder; y el pueblecito recostado
sobre frescos verdes, se yuxtaponen en su cerebro al reseco paisaje de la Nerva
natal.
En 1905 Vázquez Díaz está en la Ciudad Luz. Lleva en la mano
la tarjeta que Monsieur Calisk le dejara
al comprarle su primer cuadrito en Sevilla, con la leyenda al dorso: “Para que
me visite en París”. Calisk le recibe con los brazos abiertos, vende sus
cuadros, en que los críticos descubren “solidez continental, inquietud marina y
sensitiva inspiración”.
A los dos años Vázquez Díaz expone en una sala de
Montmartre. Es cuando Henri Barbusse da su voz de alerta: “¡Atención pintores! ¡Ha
aparecido un valor que dará mucho qué hablar en el mañana!
Conoce a Modigliani, pleno de sensibilidad,; a Renoir,
envejecido hasta lo increíble; el opulento Rodin y a su discípulo Bourdelle; a
Cézanne, Gaugin, Sisley, Monet, Degas, Pisarro, Matisse; a Zuluaga, Durrio,
Echavarría, a Juan Gris y a Picasso.
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PAISAJE. Por Vázquez Díaz |
En el apogeo del impresionismo, transcurrido el rococó, la
consiguiente reacción neoclásica y después la no menos consecuente insurgencia
romántica. La luz y el aire juegan en el cuadro; y en el lenguaje conciso del
impresionismo se expresa lo que ya asomó
una vez en la obra de Velázquez, Goya, Fortuny…
Flaubert había preconizado en la novela una puntual
objetividad realista; predicado un arte desmaterializado en sus elementos de
expresión, capaz de sostenerse por sí mismo, sin puntos de apoyo: es la marcha
secular hacia la síntesis, que surge siempre tarde o temprano tras el análisis
que lleva en sí la exposición clásica. Después vino Marineti, enarbolando la
bandera de la insurrección futurista en sus manifiestos.
En esta época, en París, Vázquez se mueve entre escritores,
más que entre pintura y pintores. En la redacción de Mundial entabla contacto
con Darío, Lugones, Rodríguez Larreta, Blasco Ibáñez, Gómez Carrillo, Amado
Nervo.
“Todos incuban el pensamiento de Flaubert”, aunque cada uno
a su manera.
Pero la asiduidad de Vázquez al círculo de Mundial no
significa que su pintura se nutriese de las ideas de sus componentes. Aunque sí
la concisión flaubertiana le preocupó como pintor, de la misma manera que
preocupó a Monet y a Cézanne a Rubén y
Unamuno.
Hay una influencia decisiva en la vida y obra de Daniel
Vázquez Díaz, que determina esa disposición arquitectural, por grandes masas,
que se observa en sus cuadros, así como su predilección por las formas
escultóricas. Es la amistad profunda y
prolongada con Bourdelle, el genio discípulo y sucesor de Rodin.
Vázquez Díaz, que admira la obra de Rodin, se admira y
entusiasma ante la obra de Bourdelle. El joven pintor es presentado al maestro
en medio del ajetreo del taller, en una época de intenso trabajo, que casi
impide que el gran escultor le preste alguna atención. A los pocos días Vázquez
le muestra algunos de sus cuadros. Bourdelle, después de verlos, observarlos,
estudiarlos intrigado por su mensaje, confiesa lacónicamente: “creo en Usted”.
Es el ansiado espaldarazo que robustece sus alas y las hace aptas para emprender vuelos de
águila…
Entre la edad de Bourdelle y la de Vázquez Díaz había una
diferencia de cerca de veinte años. No obstante algo muy fuerte los acercaba, ponía
afinidad en sus temperamentos: la sensibilidad. La escultura de Bourdelle no es
sólo forma; la pintura de Vázquez no es sólo pintura, --dice un autor--. He ahí
el gran eslabón que los reúne espiritualmente.
Establecida la relación de maestro a pupilo, Bourdelle le expresa
su opinión de que “hacía falta a los pintores apreciar los lados de las cosas”.
Es una advertencia clave en el desarrollo de toda la obra posterior de Vázquez
Díaz.
En 1911 contrajo matrimonio en Copenhague con la escultora
danesa Eva Aggerholm, cuya escultura
como la de Bourdelle, siendo sobre todo forma, respira emoción. Es un
encuentro estimulante para la obra del pintor. Juntos visitan asiduamente a
Bourdelle en su estudio y en su tertulia.
Un día Bourdelle le llama a trabajar con él en la decoración
del teatro de los Campos Elíseos, la obra que colocó al maestro en el primer
sitial del arte francés de esa época. Vázquez Díaz trabaja allí como un
operario; pero aun esto mismo significa allí una distinción. Allí aprendió las
primeras y más importantes nociones técnicas de la pintura al fresco, que más
tarde debía aplicar en su grandiosa obra de La Rábida.
Es interesante observar la reacción de Vázquez Díaz ante la
irrupción del cubismo. Vázquez vive su furor. Lo han puesto en marcha Marinetti
y Picasso. Otros lo adulteran y desvirtúan y aun el mismo Picasso cae en una
etapa de excentricidad y anonadamiento, Vázquez Díaz resistió la marejada de la
gran moda. Su intelectualismo lo salvó del naufragio que cobró tantas vidas de “cubistas”.
Sus intercambios intelectuales con poetas, filósofos, escultores, sus amigos,
coadyuvaron con su natural talento para darle una visión clara y precisa de la ruta a seguir. La experiencia “cubista”
sirvió para depurar y reafirmar las esencias de su arte. Durante los quince
años de su estancia en París este arte fue aflorando los aportes modernistas
que paradójicamente había aprehendido en los españoles antiguos. Quizás por
esto en París le llamen “el Español”, porque en su obra está presente el sello
étnico que aporta el Grego, los violentos juegos de luz de Ribera y Zurbarán,
la concisión de Velázquez en su San
Pablo y San Antonio, el pintoresquismo de Goya…
LUCHA Y TRIUNFO EN PARÍS
En 1907 asiste por primera vez al libérrimo Salón de los
Independientes. A pesar del enorme volumen de expositores, sus obras, tres en
total, son notadas y elogiosamente comentadas por los críticos. Acude en los
dos años subsiguientes.
En 1910 decide concurrir al discrepante y rebelde Salón de Otoño. Mucho se habló en la
prensa de sus obras, y pude afirmarse que cosecho un triunfo sin contar con la
anuencia de los consagrados pontífices de las exposiciones oficiales. En 191
presenta en la Exposición de Artistas Franceses su Romería al Cristo de la Vega: el cuadro es exhibido en sitio
destacado y la crítica la colma de elogios. Por fin en 1912 acude a la
Exposición Nacional con el Torero Muerto.
El triunfo es clamoroso; se le confiere el título de “asociado” al exclusivo
círculo, al cual lleva el año siguiente Los ídolos: fue exhibido en el salón de
honor, y a su autor le valió el título máximo de “societaire”. Ese mismo año el
cuadro fue expuesto en Londres, y el siguiente en Ginebra.
RUBÉN Y VÁZQUEZ DÍAZ
Es precisamente en los años de sus triunfos en la Exposición
Nacional de París que toca a Vázquez Díaz hacer los retratos de Rubén. Ya hemos
esbozado al pasar las relaciones del pintor andaluz con el círculo de Mundial. Si bien es cierto que la
empresa de Mundial juntó en su
redacción artífices de la plástica y del verbo, no lo es menos que la relación
entre Darío y los pintores y dibujantes notables era caso de rutina.
Oliver Belmás en uno de sus más interesantes capítulos
estudia con acierto esta realidad; y con él puede llegarse a la conclusión de
que con los artistas plásticos tuvo Darío a veces, más amistad que con los
poetas.
Como lo estableció Marasso, las obras de Angélico,
Boticelli, Guido Reni, De Chavannes, Boucher, Rubens, Watteau, etc., son fuente
de inspiraciónen poemas de Prosas
Profanas, Cantos de Vida y Esperanza,
El Canto Errante.
Azul está escrito
con técnica de pintor, dice Oliver Belmás.
En el período argentino (1893-1898) Darío convive en
tertulias y redacciones con artistas plásticos. Y se inicia como crítico de
arte. En el grupo del Ateneo intima con Carlos Zuberbuhler, Ernesto de la
Cárcova, Eduardo Sívori y con Schiaffino, quien en su retrato en 1896, cuando
se publican Prosas Profanas y Los Raros.
A su llegada a España en 1899 lo toma en serio como crítico
de arte. El resultado de sus observaciones aparece en varios artículos en La Nación, luego recogidos en España Contemporánea. –En uno de ellos—“Una
Exposición”—se queja de que para los pintores españoles, tal y como se exhiben
en la muestra del “Salón Amare”, no parece existir el mundo interior. Aun el
paisaje, afirma, no es más que una reproducción inanimada de tierra, árboles y
agua, solitarios o acompañados de figuras anecdóticas, “sin que la secreta vida
de la naturaleza se presente una sola vez, y mucho menos el alma del artista”…”Velázquez
pintaba la realidad, pero sus colores animaban no solamente rostros, sino
caracteres, y con un bufón y un perro deja entrever todo un espectáculo
histórico”. Goya es realista –agrega--, pero ponía en sus copias de lo natural
quíntuple cantidad de espíritu. “Sus incursiones al bosque misterioso de las
almas humanas le daban su singular dominio”.
Por otra parte, afirma con énfasis: “No, no es ese el arte
pictórico de la España de hoy”. Para él se hallaba bastante mejor representado
en el Museo de Arte Moderno. Pero ha dejado constancia de su emoción por el
realismo verdadero, animado al soplo milagroso de la sensibilidad.
En París Darío convive con el torturado Henri de Groux, a
quien le presentaron “la admiración, el arte y
la pobreza”; el “artista de horror y de misterio”, el de la concepción
lujuriosa del encanto femenino, el del “Cristo de los ultrajes”; tan feo en la
expresión de pavor y del espanto humanos; el del pincel dantesco de quien
Baudelaire fue uno de los peligrosos guías en su senda de tinieblas y de
espantos”.
En París conoce también al colombiano Domingo Bolívar, “lleno
de desencantos y de tristeza, a pesar de su buen humor y de su buen talento”; y
a los mexicanos Enrique Guerra, Juan Téllez y Alfredo Ramos Martínez. Los tres
hacen su retrato, y Guerra, que es escultor, le hace un busto de yeso. Pero el
grande, el íntimo amigo es el acuarelista Ramos Martínez, de quien dice “es de
aquellos artistas natos, que tienen hermanos en todos los siglos”. Con él pasea
por los alrededores de París y visita el Louvre y el Luxemburgo, exposiciones y
galerías. Le acompaña en Mallorca en 1907-1907. Le atiende en México en 1911.
Andaluz y de Huelva, como Vázquez Díaz, es Francisco Pompey,
que le sobrevive, pintor y escritor. También amigo de Rubén en París y autor de
un poco divulgado retrato al óleo, en que aparece el poeta con aspecto de
insignificante burócrata exitoso. Fue logrado en unas cuantas sesiones, cuando
Pompey intimó con Darío en 1910, en París, donde vivía frente al Odeón. Se lo
habían presentado en un café cercano al Panteón, adonde concurría porque se
conservaba allí la mesa en la que conoció a Verlaine, cuando llegó a París por
la primera vez.
Rubén retorna a París después de su fracasada misión
diplomática en México, cuando el hambre asedia a su familia en su apartamento
de la calle Herschel.
Se presenta el dibujante Leo Merelo a comunicarle el
proyecto de los jóvenes uruguayos, ricos y emprendedores, Alfredo y Armando
Guido, de fundar una revista de la que le ofrecen la dirección literaria, con
sueldo de 400 francos mensuales. Merelo será el director artístico. Aunque el
sueldo es miserable, en su apretada situación, Darío acepta. El No. 1 de Mundial sale en Mayo de 1911.
Paralelamente publican otra revista, femenina, bajo el título Elegancias.
Rubén colabora en
Mundial con una reseña informativa histórico-geográfica sobre cada país de
América; con los artículos de la serie “Cabezas”, sobre personalidades
literarias y políticas de España y América; con cuentos, fantasías y poemas. Parece que según lo convenido él
tiene derecho a cobrar por tales aportaciones. Pero los Guido no quieren
pagarle. Tampoco a otros colaboradores, por lo que Darío se ve envuelto en
penosos incidentes, como el ocurrido con Blanco-Fombona, quien llegó a
dispararle al rostro un puñetazo que afortunadamente no dio en el blanco.
A pesar de todo, Mundial
y Elegancias van adelante, y
parecen rendir buenos dividendos a los Guido y Merelo. Proyectan una jira de
propaganda de Alfredo Guido y el director por España y América, acompañados de
cronista y fotógrafo. La inician en París el 27 de Abril de 1912. Darío pasa
triunfalmente por Barcelona, Madrid, Lisboa. Es recibido con grandes honores en
Río de Janeiro, Sao Paulo, Montevideo y Buenos Aires. Se enferma. Escribe –dictándola
a Julio Castellanos—su Autobiografía,
para “Caras y Caretas”; y para “La Nación” la Historia de mis libros.
La siguiente parada
en el itinerario debía ser Santiago, pero la salud perdida a causa de tanto
homenaje le obliga a regresar, y en
Noviembre está de nuevo en París, tras siete meses de ausencia.
Vargas Vila considera la etapa de Mundial como el inicio para Darío de un “período de exhibicionismo
de Circo, que anunció su decadencia, y fue tan fatal a su Gloria y a su Vida”.
“Los empresarios –dice—se habían apoderado ya de él, y no lo
soltarían; la sombra de Barnum, seguiría la sombra del Poeta, hasta estrangularla;
hacía así, su primera jira, llevado por los empresarios de una Revista, que
pensaban enriquecerse con la exhibición del Poeta”… “Los verdaderos amigos de
Darío, admiradores y cultores de su
Gloria, permanecíamos con muy raras excepciones, lejos de ese movimiento de
empresarios, que tomaban el nombre del Aeda, como una marca comercial, para
literatura de Exportación”… “En medio del innoble tráfico de su nombre, que se
ocultaba tras esta falsa admiración, pero, no tenía la fuerza de sustraerse a
él…
además, era pobre, vivía de esos periódicos y de esas cosas…
¿qué
hacer
dejar
hacer…
así me lo decía él, muy triste, una tarde…
“Allí me reveló todas las miserias, todas las explotaciones,
de las cuales lo habían hecho, y lo hacían víctima…”
De la jira de Mundial
Vázquez Díaz tenía un sencillo recuerdo: alguien había advertido a Rubén: “Eso no
es digno de Ud.”.
Vázquez Díaz se había acercado a Rubén al iniciarse la
publicación de Mundial, en la avalancha de recomendaciones y peticiones para
ilustrarla. Era por entonces discípulo de Bourdelle.
Con apuntes tomados al vuelo, en la redacción, ya que Rubén
es difícil que pose, va plasmando en el taller la cabeza, tan famosa, “vigorosa,
potente, monolítica y profundamente humana”. Se hallaba el poeta en la jira
propagandística por América, cuando, para sorprenderlo gratamente, los
redactores la insertaron en la sección “Cabezas”, que habitualmente él miso
escribía, acompañada de un esbozo literario por Gómez Carrillo. Era aquel el No
16 de Mundial, y la página 319 del volumen III (Agosto de 1912).
Vázquez Díaz pintó también en 1913 el famoso “retrato mural”,
con hábito de cartujo, “el más interesante retrato que se hizo de Rubén”. Para
él posó con el traje monacal, y aún se conserva alguna fotografía del poeta
vistiendo el hábito, con el breviario en la mano izquierda.
Al comenzar la guerra –decía Vázquez Díaz--, por miedo a
ella o por causas de salud, Darío marchó a Mallorca. “Me invitó a que lo
acompañase. Recuerdo aún sus palabras: Si no conoce el Paraíso, venga conmigo.
Está en Marllorca”.
Con la difusión de su nombre, en alas de la crítica, aún
fuera del territorio francés, a Vázquez Díaz le llueven los encargos, obtiene
buena venta de lo producido, goza de prosperidad económica, de trabajo sosegado
y tranquilidad hogareña. Le ha nacido un hijo. Pero vino la guerra…
LA LUCHA EN ESPAÑA
Su patria lo recibe con indiferencia y aun con hostilidad.
En la Exposición Nacional le discuten la admisión. Logra exhibir el Torero muerto, la obra que había
significado su triunfo en París, y apenas obtiene una tercera medalla, de
consolación.
No obstante, su vuelta de París fue para España una
revelación. Y como supremo emisario del arte nuevo, propició una verdadera
revolución estética, tanto entre los artistas a través de su acción
magisterial, como en el público causando un cambio radical en la sensibilidad
artística.
Fue consciente de haber aportado a la pintura española un
orden y un rigor que, según sus propias palabras, “se iba perdiendo en ella”.
Entre 1918 y 1930 tuvo Vázquez Díaz que sufrir la ola de
incomprensión y aún la adversidad de sus compatriotas. Sólo estaban con él algo
así como una veintena de intelectuales, entre ellos Unamuno, Azorín, García
Lorca y Juan Ramón Jiménez.
Obtiene trabajo como ilustrador o reportero gráfico, primero
en El Sol y luego en La Voz, dos de los periódicos nuevos,
que tratan de modernizar su presentación.
Concurre a todas las Exposiciones Nacionales.
Nunca olvidó ni dejó de referir, ya no con amargura, sino
con humor, que su amistad con Solana se debió a la frecuencia con que ambos se
encontraban en la “Sala del Crimen” en los primeros años de su vuelta a España.
“La crítica de aquellos días –refería--, si es que aquello
podía llamarse crítica, ¡me tildó de cubista! ¡Qué cubismo ni qué gaitas! Oía
decir que sólo gustaban mis dibujos. ¡Claro! Porque no comprendieron la pintura”.
(Aun en la actualidad, Oliver Belmás afirma con
despreocupada ingenuidad, que cuando Vázquez Díaz dibuja la cabeza de Rubén,
siendo entonces discípulo de Bourdelle, “representa el cubismo moderado”. Sus
cuadros son geométricos, pero no descomponen la figura”).
En 1926 obtuvo segunda medalla con El Padre Getino. Y por fin, en 1934 alcanza la primera con el
retrato de Dimitrí Tsapline. En esta ocasión aún hubo quienes quisieron
desechar su obra, tildándola de no
española, aunque ya había producido sus murales de La Rábida.
En 1951 obtiene el Gran Premio de la Bienal Hispanoamericana
de Arte.
LA RÁBIDA
El proyecto de decorar los muros del convento franciscano de
Santa María de La Rábida, fue largamente acariciado por Vázquez Díaz. En la
Exposición de 1925 presentó el proyecto del primer mural, El Navegante y El Monje,
el cual interesó sobremanera a Alfonso XIII, visitante de la Exposición.
Después de innumerables conversaciones y
trámites, vencidas todas las rémoras, hacia fines de 1928 inicia la obra; el 12
de Octubre de 1930, “Día de la Raza”, Vázquez pone su firma en el último
fresco. Han quedado plasmados en los venerables muros las cinco páginas de la
monumental inspiración: El Navegante y
el Monje, El pensamiento del
Navegante, Las conferencias, Heroicos hijos de Palos y de Moguer y
Salida de las naves.
En sus últimos años Vázquez Díaz opinaba que de volver a
pintar su obra de La Rábida lo haría mejor. Decía de ella que únicamente fue la
que lo divulgó como pintor, pero no la que lo hizo, porque él ya estaba hecho,
es decir, consagrado por la fama, con Torero
muerto y Los ídolos.
No obstante, y sin que deje de apreciarse contradicción en
sus juicios, también llegó a considerar los cinco frescos como un tanto
carentes de seguridad estética. Lo que más le satisfacía de la obra era la composición
mural, sobre todo en ciertos fragmentos. Y decía que quizás no estaba aún
plenamente formado al emprenderla… “Pero me encontraba en el momento más pleno
de ilusiones”…
LAS ÉPOCAS DE VÁZQUEZ DÍAZ
Puede establecerse diversas épocas o etapas bien definidas
en la creación artística de Vázquez Díaz, a saber:
ANDALUZA: colorista, decorativa y blanda murillesca.
VASCUENCE: el color pasa a segundo término, como auxiliar
del dibujo, que se dramatiza y robustece.
SICOLÓGICA: es la de los retratos de intelectuales latinos,
sus amigos, a la sombra de París. Hay en ella recuerdos del Greco y están presentes
las esculturas de Bourdelle.
DE PLENA MADUREZ: en ella el maestro se mueve con toda
libertad en los campos de las épocas anteriores, en su afán de superar los
ideales que las inspiraron y las realizaciones que prohijaron. Así pudo pintar
más de diez años después de La Rábida, La anunciación del Descubrimiento, en
torno al mismo tema central; pinta nuevos retratos, paisajes, cuadros de género…
ÚLTIMOS AÑOS
Según confesión propia, hacía muchos años había vuelto a lo
que empezó cuando niño: al sentimiento virginal que hay en el albor de la
juventud. Le había sido provechoso, decía, agregar a aquellos primeros años la
etapa de cuarenta años de inquietud para llegar a ser más español. “Ahora estoy
más con el Greco, Velázquez y Goya. Al principio incluso llegué a olvidarlos.
Afirmaba que de haber continuado en París toda la vida, su
nombre hubiera llegado a ser más universal, hubiera corrido aún más por el
mundo. Pero hubiera sido un “ista”, como Gris y tantos otros; y no hubiera
hecho lo que hizo.
Vivió confiado y sin temor
a sufrir una etapa decadente. No la temía ni la creía. “¡Vive en mí una ilusión tan alta! No cambiaré
de ruta; pero aspiro a la superación de mi obra última”. Por eso decía que de
volver a pintar incluso el archi-famoso retrato de Modigliani lo pintaría
mejor.
Con emocionada expresión explicaba el advenimiento supremo
del sentimiento a infundir calor vital a
la obra de arte en gestación: “Siempre me ha ocurrido que al comenzar un
cuadro lo pinta el cerebro; pero hay un momento en que éste llama al corazón y
le dice: ¡te necesito para acabarlo!”
Hacia 1962, acuciado tal vez por el vehemente amor a sus
biznietas, le rondaba el deseo de pintar retratos de niños, como un último
afán, y captar la inocencia de las miradas infantiles. “Ese misterio y esa
inocencia es acaso lo que me queda por decir”.
En ese mismo año confesaba: “Querría haber realizado el
definitivo cuadro de don Miguel. Con su cabeza, tan estudiad por mí. ¡Porque la
cabeza de Unamuno es la cabeza más bella que ha producido España! Es una obra
que todavía me ilusiona… Lo tenía ya comenzado, y él me había posado dócilmente,
en actitud y en movimiento. Era el retrato, grande en dimensión, cuya preparación
tuve tan cuidada, previa la realización de una serie de dibujos matizados de
movimiento, ya que la cabeza la tenía tan hecha. En él Unamuno habría de
caminar por el paisaje vasco, descubierta la cabeza, teniendo atrás la vista de
sus tierras”.
Y del arte abstracto ¿qué opinión tenía?
A los pintores abstractos –decía—se debe el descubrimiento
de la materia. Comprendo que la materia, en la pintura, es una cosa hermosa. Claro
está, cuando con la materia se construye
la estatua, dando vida a lo inorgánico. Pero sólo ofrecer algunas calidades de
la materia, sin apoyo en ninguna representación, no lo creo suficiente: yo
quisiera que el sentimiento expresivo informal se viera enriquecido de ese
precioso sentimiento de la materia que la abstracción ha encontrado. Cada día
soy más amigo de lo concreto. Matisse, Gris, Delaunay, Braque, Miró y Picasso,
en tanta búsqueda, no han encontrado nada en el campo abstracto.
Consideraba que lo abstracto se presentaba a veces
inesperadamente, sin quererlo, en la obra en ejecución. En Piedra y agua, pintado por
mí en 1948 –decía--, muchos trozos son completamente abstractos.
Y agregaba: “En la obra de todo buen pintor hay algún trozo
de abstracto. Si ampliásemos un fragmento de la base de mi Retrato de una vida veríamos algo completamente abstracto. He
encargado una foto para ampliar a un metro, a fin de satisfacer mi curiosidad”.
Eduardo PÉREZ-VALLE
Managua, 1º de Abril, 1969
BIBLIOGRAFÍA
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Española. Managua, Diario “La Prensa”, Mayo de 1962.
CABEZAS, JUAN ANTONIO: Estuvieron a su lado (artículo sobre Rubén
Darío). Madrid, Revista Mundo Hispánico, Septiembre de 1967.
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Contemporánea. Obras Completas. Madrid, Afrodisio Aguado, S. A., 1950-1955.
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13 de Mayo de 1962.
VARGAS VILA, JOSÉ MARÍA: Rubén Darío. México, Edit. Don Quijote,
1964.