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Ayer falleció en la ciudad de Matagalpa, donde
ejerciera un ejemplar ministerio apostólico, Monseñor Octavio José Calderón y
Padilla, quien durante su vida episcopal se distinguió entre el clero
nicaragüense por denunciar con patriótica valentía las injusticias políticas,
económicas y sociales que han agobiado a nuestro pueblo.
Hijo del General Erasmo Calderón, que
fue Ministro de Gobernación del Presidente Zelaya, y de doña Carmen Padilla, el
ilustre prelado nació en Somoto el 17 de agosto de 1904, o sea que su
lamentable deceso se produce a los 68 años de su edad.
El padre Estanislao García, quien lo
acompañó en su Diócesis durante 14 años, nos ofrece los siguientes datos
biográficos:
Sus estudios primarios, secundarios y
sacerdotales los realizó en el Seminario Conciliar de San Ramón de León,
ordenándose el 20 de febrero de 1927.
Inmediatamente después de su
ordenación, fue enviado a Roma por el Obispo Monseñor Tijerino y Loáisiga a
concluir sus estudios religiosos en el Colegio Pío Latinoamericano, donde se
doctoró en Derecho Canónico y regresó a su patria en el año de 1930.
A su llegada pasó a desempeñar el cargo
de Secretario de la Curia Episcopal de León, siendo al propio tiempo Cura
Párroco de la Catedra y profesor de Derecho Canónico en el Seminario San Ramón.
Allí permaneció muchos años hasta que
fue preconizado Obispo de Matagalpa y consagrado el 26 de enero de 1947. Tomó
posesión el 3 de marzo del mismo año, y sirvió el cargo hasta hace poco tiempo
cuando por razones de una dolorosa enfermedad que venía padeciendo, hubo de
retirarse. Al tomar posesión del obispado sustituyó a Monseñor Isidro Oviedo
quien pasó a ser Obispo de León por haber fallecido Monseñor Tijerino y
Loáisiga.
SUS
OBRAS PRINCIPALES
Una de sus más destacadas misiones al
hacerse cargo como Obispo de la Diócesis de Matagalpa, que se recuerda con
mayor énfasis religiosos, fue desterrar todo lo que representara superstición
entre los habitantes indígenas.
Su labor en ese sentido fue de gran
trascendencia y conjuntamente logró fundar la Acción Católica Rural,
considerada como uno de sus logros pastorales de más significación, ya que a
través de ella se construyeron escuelas, caminos, capillas y cementerios
adecuados, en beneficio de la población de menores recursos.
Otra de sus grandes luchas fue educar y
trabajar exhaustivamente para liberar a los campesinos de la explotación
económica a que secularmente vienen sometidos.
Se señala también la construcción del
Palacio Episcopal de Matagalpa.
Dedicado a la dirección espiritual de
la Diócesis y preocupado por la difusión y mantenimiento de la fe, trajo de
Italia a los Padres Franciscanos quienes fueron la solución al gravísimo
problema de la escasez de Clero.
Trajo algunos sacerdotes de España y
ordenó sacerdotes nicaragüenses y así cambió el panorama de la Diócesis que
recibió con cinco sacerdotes y deja con dieciséis. Dedicó su vida a la
formación de la juventud en el Colegio San Luis, uno de los centros educativos
más prestigiado de la Diócesis; en las vacaciones se internaba hasta las
montañas del Musún en Matagalpa y Kilambé en Jinotega acercándose al campesino,
al obrero, al marginado de la vida más culta de las ciudades.
Siempre estuvo firme en atacar los
vicios, la inmoralidad, y en mantener pura la fe; cuando se encontraba con
injusticias llegó a exponer la vida por atacarlas y defender a quienes eran
víctimas de ellas. Fue muy conocido en la prensa nacional e internacional
cuando tuvo que enfrentarse a las autoridades y al gobierno en contra de sus
arbitrariedades y deshonestas ambiciones.
Asiste a la 1ra.etapa del Concilio
ecuménico Vaticano II en Roma para octubre de1962; regresa a Matagalpa y
después de dos años de continuar su labor es atacado por una grave enfermedad
que lo fue socavando física y moralmente, obligándole a renunciar del Gobierno
de la Diócesis a principios de junio de 1970. Su salud se vio quebrantada
siempre con sus altos y bajos hasta que hace un poco más de 1 mes, después de
sus bodas de plata episcopales que celebró en un ambiente familiar por la
muerte de su madre Dña. Carmen y de su única hermana, recayó en una etapa más
grave de su enfermedad que lo llevó hasta dormir dulcemente en la paz del
Señor.
Durante su gravedad y a la hora de su
muerte sus feligreses visitaron al Pastor querido que entregó su vida por
ellos.
SU
LUCHA CÍVICA
Opinión generalizada entre miembros del
clero y laicos, es que una de las grandes obras de Monseñor Calderón y Padilla,
fue la de levantar el espíritu cívico de los nicaragüenses, asumiendo una
valiente, decidida y pública actitud al denunciar constantemente los más agudos
problemas de la vida política del país. En 1963 fue pedido como presidente del
Tribunal Supremo Electoral por la oposición.
Se recuerda en ese sentido, que no
fueron pocos los pronunciamientos y pastorales que, a lo largo de su
apostolado, suscribió Monseñor Calderón y Padilla, acusando ya sea en forma
abierta o indirecta las lacras políticas del régimen. Cuando los sucesos de
Jinotepe y Diriamba fue el único mediador aceptado por los rebeldes.
Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972
No obstante ello, se señala, gozó
siempre del respeto y en muchas ocasiones de la cordialidad de algunos
personeros del gobierno, que no lograron sin embargo un diálogo armónico con
Monseñor debido a sus profundas convicciones cívico-patrióticas.
SUS
BIENES PERSONALES
Las personas más allegadas a Monseñor
Calderón y Padilla admiten que el prelado deja una regular fortuna, pero
puntualizan que antes de ser escogido Obispo él poseía bienes, pues su familia
es muy adinerada, además de que en varias oportunidades tuvo la suerte de salir
favorecido con premios de la lotería nacional.
Finalmente, las mismas fuentes
indicaron que lo más probable es, porque así lo manifestó en vida, que todo su
capital lo dejó… en favor de instituciones benéficas confirmando aun en su
muerte su devoción por el progreso social del pueblo.
OPINA
DEL PADRE ALMENDÁREZ
Poco antes de conocerse la noticia de
la muerte de Mons. Calderón y Padilla, uno de sus más grandes amigos y
admiradores, el padre Luis A. Almendárez, nos dijo:
Calderón y Padilla fue el defensor de
la Justicia y el Derecho conculcados: el abanderado defensor del pobre y el
campesino.
“Vitalizó la diócesis de Matagalpa,
hasta en los últimos rincones de sus montañas y cañadas, con el sólido
establecimiento de la Acción Católica Campesina.
“Combatió los vicios y llenó de esplendor su catedral con lindas pontificales eminentemente litúrgicas.
Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972
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CALDERÓN
Y PADILLA, REFUGIO DE PERSEGUIDOS *
Muchas cosas se pueden decir de Monseñor Octavio José
Calderón y Padilla, el gran Obispo de Matagalpa fallecido durante las primeras
horas de este jueves. Tantas son esas cosas, que, al intentar hilvanar un
comentario sobre el triste acontecimiento de su muerte, uno no halla por dónde
comenzar.
Porque como sacerdote fue intachable,
como Obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y como ciudadano fue
simplemente extraordinario.
Nunca temió al poder, y su menuda
figura se vio más de una vez transitar rápidamente, hacia sitios de parlamento
para interceder por los perseguidos, o levantarse con airoso ademán reclamando
garantías ciudadanas, cese de persecuciones, o tocando a fondo el problema de todas
las lacras, de los vicios, sin excluir los políticos, los sociales y los
económicos, tan abundantes, pero también tan soslayados por algunas gentes
importantes.
Eso fue su figura pública, porque en
privado, es decir en el secreto de su intimidad, Calderón y Padilla llegó
muchísimo más lejos:
Tenía especial empeño en esconder
perseguidos; así como suena. Daba asilo en su casa a quienes estaban en peligro
de caer presos o quizá de ser muertos por fuerzas represivas. Abría sus puertas
para esa gente a cualquier hora del día, fuera de noche o de madrugada y bajo
su alero protector para quienes temblaban ante la cruel amenaza del exterminio
o de la tortura, había seguridad, paz, lecho, pan y cariño.
No importaba a Monseñor que esos
perseguidos fueran tildados de extremistas, comunistas o lo que fuera, porque
como decía él en la intimidad también, “yo nunca he leído en el evangelio esas
distinciones que hacen ahora, y para mí todo perseguido por causa de un ideal
está errado o no, merece asilo”.
Y se reía monseñor solazándose en esa
respuesta para insistir en ella repitiendo:
¿Decime si no es verdad…? ¿Has leído
vos en el evangelio que existan esas distinciones…?
Especial afecto tenía Monseñor Calderón
por el campesino, o mejor dicho especial cuidado y atención, y hablaba con él y
compartía su tortilla lleno de esa naturalidad muy propia de los hombres
entregados al servicio de sus semejantes, del prójimo que es el pueblo, y tanto
dedicó su vida al campesinado, que las cañadas y montañas de Matagalpa están cuajadas
de su obra, y en ellas resuena su nombre.
Calderón y Padilla se adelantó en
muchas cosas al Concilio Vaticano II, porque su Diócesis no fue representativa
de una iglesia aliada de los poderosos, de los ricos, sino definitivamente
defensora del pobre, del humilde, y además fue sencillo en sus modales, lleno
de humor y alegría, humano y perdonador como Cristo, pero firme y de látigo
duro, cuando se trataba de echar a los mercaderes del templo.
A raíz de su renuncia al obispado, una
gran concentración de ciudadano le rindió homenaje en Matagalpa, y cosa extraña
en este país fraccionado, en esta patria de divisiones y subdivisiones, allí
estuvieron presentes para rendirle tributo: liberales nacionalistas, liberales
constitucionalistas, liberales independientes, conservadores oficialistas,
conservadores independientes, socialcristianos, socialistas y comunistas.
Y todos tomaron la palabra, y todos
hablaron extensamente, pero ninguno habló de política o de cuestiones
partidistas, o de propaganda, sino que todos hablaron de las muchas virtudes de
Monseñor Octavio José Calderón y Padilla.
Este recuerdo es el mejor tributo que puede hacerse a su memoria.
*Columna
EL PESAMIENTO NACIONAL. (Editorial). Por: Pedro J. Chamorro Cardenal. – La
Prensa, 3 de Marzo de 1972.
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UN DIGNÍSIMO OBISPO DE LA DIGNIDAD
Por: Erick Blandón Guevara*
La Prensa, 15 de agosto de 2004
En la escarpada ladera
del cementerio de Matagalpa, a pocos metros de donde corre la quebrada Agualcás
que baja del cerro Apante, uno se topa con una modesta tumba de la que ha
desaparecido las representaciones del báculo y la mitra que una vez indicaran que
quien yace allí había sido obispo. Un obispo que pidió ser sepultado entre los
mortales sin importancia, y no bajo la cripta de una catedra, como acostumbran
los príncipes de la Iglesia. Es la sepultura de monseñor Octavio José Calderón
y Padilla (1904-1972) quien fue obispo de Matagalpa y Jinotega, de 1947 a 1970.
Hasta hoy, el más extenso episcopado desde que se fundó la diócesis en 1924, y
–por mucho— el que más se ha hecho sentir en la vida nacional.
Cuando
la iglesia circunscribía su ministerio a la administración de los sacramentos,
y sus jerarcas medraban a la sombra de los poderosos, Calderón y Padilla, el
primero entre sus pares, protegió a los perseguidos y torturados, defendió a
los humildes y fustigó a los corruptos. Intransigente con los curas palaciegos,
fue implacable con aquellos que procuraban el favor y las dádivas de generales
o senadores. Estuvo entre los padres conciliares del Concilio Vaticano II, que
presidió en Roma el Papa Juan XXIII. Fustigó la corrupción, y su dedo índice
nunca tembló cuando señalaba con nombre propio a los corruptos, así fuera el
comandante, el cacique político, el mismo dictador o un encumbrado miembro de
la curia.
A
raíz del atentado en que murió el dictador Anastasio Somoza García, monseñor
Calderón tuvo enfrentamientos con la Guardia Nacional por reclamar a favor de
los prisioneros que atestaban las cárceles del país. En 1959 amparó moral y
materialmente a los familiares de algunos delos perseguidos por los sucesos del
Chaparral, como Fanor Rodríguez Osorio y Carlos Fonseca Amador; defendió a los
estudiantes después de la matanza del 23 de julio (de 1959); y se interpuso
entre los fusiles Garand de la Guardia Nacional que apuntaban, bala en boca, en
contra de los manifestantes que un año después, en el Parque Darío de
Matagalpa, conmemoraban la masacre de León. Fue el mediador, ese mismo año, que
evitó el derramamiento de sangre durante la toma de los cuarteles de Jinotepe y
Diriamba y alzó su voz airada exigiendo respeto a la integridad de Doris
Tijerino, quien siendo prisionera de la Oficina de Seguridad Nacional, en 1969,
tuvo el coraje de denunciar las torturas y vejámenes a que la habían sometido
sus captores. En las celebraciones del Primero de Mayo, de ese entonces, no era
extraño ver a la cabeza de las manifestaciones de obreros y campesinos a
monseñor Calderón y Padilla, no porque tuviera como bandera el Manifiesto
Comunista, como decían los voceros del régimen, sino porque era el seguro que
imploraban los sindicalistas para protegerse de la represión sanguinaria de la
Guardia Nacional.
Estuvo
en 1970 con el magisterio, en las jornadas por su dignificación; y de nuevo con
los estudiantes cuando reclamaban la libertad de los prisioneros políticos, con
la primera toma de la Catedral de Matagalpa. Su alero fue el asilo de muchos
que huían de la cárcel o la muerte a manos de las fuerzas represivas, como lo
ha recreado Chuno Blandón en su novela La noche de los anillos.
Pero
sería un error pensar que este hombre de Iglesia fuera un cura de izquierda; al
contrario, Calderón y Padilla era de ideas conservadoras; pero entendía que la
violencia revolucionaria era engendrada por la violencia institucional y por la
injusticia prevaleciente en la Nicaragua de la era somocista.
En
sus tiempos la montaña era impenetrable y no existían las actuales vías
modernas de comunicación, pero remontó en cayuco el río Coco para llegar a las
comunidades indígenas de Bocay; a caballo recorrió las estribaciones de la
Cordillera Isabelia y Dariense organizando la Acción Católica Rural, a la vez
que alentando a los indios despojados de tierras y sometidos a la servidumbre
en las haciendas. No hubo caserío del norte que no visitara en sus giras
pastorales. El historiador eclesiástico Edgar Zúñiga cuenta que fue testigo de
cómo Octavio José (así firmaba el obispo) retenía en su memoria los nombres de
cada una de las personas del campo que en las misiones se acercaban a mojarse
en su bendición.
Al
asumir el obispado, en marzo de 1947, se encontró con una diócesis desolada
donde la ausencia de sacerdotes era crítica. La gente de Matagalpa y Jinotega
llegó a considerar como uno de sus aportes más grandes, haber procurado la
venida a Nicaragua de la misión franciscana de Asís, en 1951. Los padres
italianos que apenas hablaban español, llegaron con un espíritu emprendedor a
muchos rincones de ambos departamentos. En Ciudad Darío y Matiguás, en Mui Mui
y San Rafael del Norte, en Matagalpa, la obra de los frailes en escuelas,
dispensarios, casas comunales, templos parroquiales, campos deportivos, aún
pervive; pero, sobre todo, en el corazón de quienes lo trataron y compartieron
con ellos sacrificios y trabajo. Una sencilla placa a la entrada de la casa
cural de la iglesia San José, registra el nombre de los primeros franciscanos
que vinieron aquel año, y el de monseñor Calderón y Padilla como el obispo que
auspicio su arribo a estas tierras.
También
fue él quien hizo posible la venida de las Misioneras de la Caridad,
provenientes de España, para que regentaran el Colegio de Niñas Santa Teresita
de Jesús, que su fundadora y propietaria, Lucila Aráuz Cantarero, dejó en
herencia a la diócesis. A su decisión de dotar a Matagalpa y Jinotega de
centros católicos de enseñanza se debió que en esta última ciudad se
establecieran los Hermanos Cristianos de La Salle, y el Colegio de las
Betlemitas. La educación para Calderón y Padilla era impensable sin la virtud
ética que dinama de la disciplina y el estudio. La rectitud la entendía como el
ejercicio cívico que todos los días engrandece a la Patria, y la presencia de
Dios era consustancial a la estima propia.
Bajo
su dirección, el Colegio San Luis de Matagalpa adquirió el sólido prestigio
intelectual y moral de que gozó hasta hace algunos años, cuando se
caracterizaba por la enorme cantidad de muchachos pobres que estudian “becados
por monseñor”. El San Luis de entonces fue un centro de élites por la calidad
de su personal docente y por la excelencia académica exigida al alumnado, pero,
sobre todo, por la insistencia en los más elevados principios cristianos, como
el amor al prójimo. Es que, en su prédica, Calderón alertaba a no confundir la
caridad con la justicia; y decía: “si practicamos la caridad damos al prójimo
lo que es nuestro, si practicamos la justicia damos al prójimo lo que le
pertenece”.
Siempre
se opuso a que –fuera de los aranceles de colegiatura— se recargara el
presupuesto de los padres de familia con contribuciones forzosas para regalos a
los sacerdotes o para ampliaciones de la planta física. Y a monseñor Octavio
José Calderón y Padilla se debe –entre otras obras— la reconstrucción del
imponente edificio de la Residencia Episcopal, donde antiguamente funcionó el
Seminario San Luis.
De
acuerdo con Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, monseñor Calderón y Padilla “como
sacerdote fue intachable, como obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y
como ciudadano fue simplemente extraordinario”. Esas virtudes lo hicieron
víctima de la persecución política y la inquina clerical. Somoza lo apodaba
“faja roja”, y en alianza con los curas palaciegos y burócratas intrigó en la
Santa Sede, hasta que fue obligado a renunciar a su cargo, a los 66 años de
edad, según lo hizo saber él mismo en carta pública del 5 de julio de 1970. Al
retirarse del gobierno de la diócesis, las fuerzas vivas de la nación le tributaron
un homenaje nacional en el que participaron líderes políticos de oposición,
sindicalistas, dirigentes estudiantiles y gremios de profesionales. Ahí,
Domingo Sánchez Salgado, “Chagüitillo”, lo llamó el obispo de la dignidad, por
su actuación siempre rectilínea, y la cabeza erguida ante el poder y sus
halagos.
Al
final de su vida pidió al morir no llevaran su cadáver a la catedral, y que su
misa de cuerpo presente se celebrara en la humilde iglesita de Molagüina. Quiso
que la extremaunción se la administraran dos sacerdotes que habían sido sus
subordinados leales: Etanislao García y Bendicto Herrera, ante quienes se
arrodilló para pedirle perdón. Pero no todos sus deseos fueron cumplidos.
A
la noticia de su muerte, 2 de marzo de 1972, de las cañadas bajaron
entristecidos los indios. Los dobles de las campanas de todas las iglesias se
dejaban oír cada hora de los días que el cadáver permaneció insepulto. Las
radios y los periódicos habían dado seguimiento a su enfermedad y desenlace
fatal. Matagalpa se volvió un hervidero de gente que quería manifestar su
pesar. De todo el país llegaron curas y monjas, sindicalistas, políticos de
oposición, intelectuales y estudiantes.
La
Iglesia y el Gobierno temieron que aquel cadáver se levantar como bandera de los
inconformes y oprimidos, y no permitieron que las manifestaciones de duelo se
salieran de su control. El obispado, junto con el Estado Mayor de la Guardia
Nacional y el Partido Liberal Nacionalista, organizaron el funeral. La banda
musical de la Guardia Nacional, y la Compañía de Caballeros Cadetes marcando el
paso, y la disciplina. La misa fue en la catedral y la concelebraron todos los
obispos de Nicaragua, encabezados por Monseñor Miguel Obando y Bravo, Arzobispo
de Managua, y otrora obispo auxiliar. Monseñor Manuel Salazar Espinosa, obispo
de León, pronunció la oración fúnebre de la Conferencia Episcopal. Coros de
novicias y seminaristas entonaron el réquiem. El templo abarrotado parecía
estremecerse. Afuera las banderas ondeaban a media asta. Arriba de una unidad
del Cuerpo de Bomberos el féretro fue transportado hasta el cementerio, y una
sirena no cesó de aullar hasta que los restos mortales bajaron a la tumba.
Matagalpa no había visto antes semejante pompa fúnebre.
Los
opositores al régimen de Somoza fueron, por supuestos, excluidos. En el atrio
de catedral fue silenciada la maestra Lucidia Mantilla, cuando intentaba
expresar el sentir popular y particularmente el del magisterio nacional; en el
cementerio le cortaron la palabra al sindicalista Domingo Vargas, que trató de
hacerse oír en nombre de los obreros. El diputado somocista, Juan F. Palacio,
fue el orador principal; y el Arzobispo de Managua estuvo de pie junto a la
tumba rezando un responso antes que la tierra cubriera los despojos de aquel pastor
de tempestades. El último en hablar fue monseñor Julián Barni, destacó la
humildad de quien pudiendo ser enterrado en una catedral prefirió quedarse
eternamente entre su pueblo. También allí estuvo el Jefe del Estado Mayor de la
Guardia Nacional, para dar fe de que el obispo de la dignidad había sido
doblegado por la muerte, y que no volvería a incomodar a los cómodos.
Este
17 de agosto se cumplen cien años del nacimiento de ese prohombre del siglo XX.
Los hechos que he rememorado nos enseñan que no siempre a las cabezas mitradas
las doblegó la corrupción y la indiferencia. Que la letanía escrita por Pedro
Joaquín Chamorro Cardenal para titular su Editorial del día siguiente que
monseñor murió: “Calderón y Padilla, refugio de perseguidos”, sirva para cerrar
este tributo a quien siempre honró su dignidad episcopal.
*El autor es escritor nicaragüense.
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