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EL LIBRO DEL PADRE
ESPINO
Por: Eduardo Pérez-Valle*
A mediados de
1968 salió a luz, publicado por la UNAN como primer número de su Colección
Documento, dirigida por Ernesto Gutiérrez, la “Relación Verdadera de la
Reducción de los Indios Infieles de la provincia de Taguisgalpa, llamados
Xicaques”, por el Padre Fr. Fernando Espino, con prólogo y notas de Jorge
Eduardo Arellano, 78 páginas en octavo menor.
La obrita es
rara en verdad. Y su publicación cabe perfectamente dentro del propósito de la UNAN “de rescatar par el público todas
aquellas aportaciones que histórica y tradicionalmente contribuyan al mejor
conocimiento de nuestra estructura nacional
y centroamericana”.
La edición
príncipe es de Pineda Ybarra, de 1674. Y
decía Manuel Serrano y Sanz que era “uno de los libros más raros, con serlo
tanto muchos de los publicados acerca de la historia de América en los siglos
XVI y XVII; baste decir que sólo hay noticias de un ejemplar, propiedad de D.
Antonio Graiño”.
Ni Beristain ni
el P. Civezza que se ocupan de P. Espino en sus obras bibliográficas,
conocieron directamente la “Relación Verdadera”, dada la forma inexacta en que
la describen según lo cita Serrano y Sanz. Este reprodujo el ejemplar del Sr.
Graiño en la que no muy divulgada “Colección de Libros y Documentos referentes a la Historia de
América”, publicada por Librería General de Victoriano Suárez, de Madrid, a
principios de siglo. La “Relación Verdadera” está en el tomo VIII, intitulado
“Relaciones Históricas y Geográficas de América Central”, preparado y
enriquecido con una brillante
introducción por el mismo Serrano y Sanz, y publicado en 1908. Reproducción
facsimilar de las páginas 329-374 de esta segunda edición es la tercera, que
nos ofrece la UNAN.
La primera
edición de la obrita del P. Espino, como bien lo señala Serrano y Sanz, es
fuente principalísima del Tratado Primero del Libro Quinto de la “Crónica del
P. Vázquez (de la provincia franciscana de Guatemala), que trata de la
predicación en Taguzgalpa y la Totogalpa. El P. Vázquez menciona expresamente
la “Relación Verdadera” en el capítulo XVIII, del tratado y libro, mencionados;
y los capítulos XXII y XXIII contienen un resumen de ella.
A su vez
Juarros resume los capítulos del P. Vázquez en los capítulos XVII y XVIII,
Tratado V de su conocido “Compendio”. Ya se ve, pues, la importancia de la
obrita de Espino, como fuente prístina en la materia que trata.
Por lo que hace
a la figura personal del P. Espino, constituye una auténtica gloria para
nosotros el que tan distinguido franciscano y eficiente apóstol haya sido
nuestro compatriota. Puede decirse sin temor a exagerar que su vida llena de
luz y de nobles acciones la historia
franciscana de Centroamérica.
Polifacético le
vemos predicando a los xicaques en la oscura Taguzgalpa, donde desde la
creación del mundo jamás se había oído hablar del verdadero Dios; le vemos
“continuo en el confesionario” procurando la reforma y el consuelo de las almas
descarriadas; o escribiendo un catecismo en lengua xicaque, para que sirviese
de herramienta eficaz a los futuros obreros de aquella inculta mies; o como
rígido maestro de novicios, templando en la virtud y las privaciones a sus
pupilos, como a aquel Fr. Jacinto de Ayala, a quien “por verle enfermizo,
juzgándole por inepto, y deseando hallar motivo para que fuese expelido, le
ejercitó grandemente en la humildad y rendida tolerancia”; o como constructor,
ordenando la reedificación de la iglesia de San Francisco de Guatemala,
ajustando en su calidad de Ministro Provincial (1673), con los maestros carpinteros
Nicolás y Juan López, la calidad y costo de las obras; o como provincial de
Guatemala (1674) enviando a Fr. Pedro Lagares al nicaragüense valle de la
Pantasma, en prosecución de la obra civilizadora entre los xicaques; misión que
dio origen a la fundación del Hospicio de Nueva Segovia por este digno varón,
así como a la fundación de Quilalí (Culcalí) Paraka, San José de Pantasma y San
Francisco de Nanica, hasta culminar con la muerte del apóstol en Segovia el 24
de julio de 1679. O como Comisario Visitador de la tercera Orden, dando ejemplo
personal como obrero, cargando adobes y maderos para la construcción del
Calvario de Guatemala ; y luego como amante de las bellas obras pictóricas,
encargando los cuadros de la pasión al “más excelente, discreto y primoroso
artífice”, el capitán D. Antonio de Montúfar, quien, concluida su obra en tres
años de labor, hubo de perder la vista para el resto de sus días.
Tal fue nuestro
compatriota, Fr. Fernando Espino: un sol de ilustración, un volcán de caridad, un
mar de incansable de energía en todas las actividades nobles que puede abarcar
un ser humano.
La edición de
su “Relación Verdadera” que nos entrega la UNAN, por ser, como dijimos,
facsimilar de la de 1908, contiene sus mismas erratas, entre ellas la ya
señalada en el prólogo por Arellano (p. 43), y otra, más importante, en la 53
mil seiscientos sesenta y nueve en vez de mil seiscientos sesenta y ocho.
La “Relación”
se ocupa primordialmente de lo referente a la misión del P. Espino entre los
xicaques. Pero está complementada por una “Declaración para que no ayga
confusión”, que trata de la misión del P. Verdelete y Fr. Juan de Monteagudo; después de la
misión de los PP. Martínez y San Francisco y el lego Fr. Juan de Baena; y, por
último de los aprestos que hacen para su salida los PP. Lagares y Guevara, a la
Pantasma y a Iamastrán y la Cuscateca, respectivamente. Sobre estos dos últimos
misioneros y sus compañeros se dan noticias complementarias en otro opúsculo
del P. Espino, publicado en 1675 bajo el título “Razón del estado en que se
hallan las reducciones de indios infieles”, etc., a que se refiere Arellano en
la nota 7 de su prólogo de la “Relación Verdadera”.
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*Publicado en “Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación” No. 1. Banco Central de Nicaragua. Julio-Septiembre 1974. Págs. 14-16.
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TESTIMONIO
de
un caso sucedido en el partido de Jalapa que toca al obispado de Nicaragua, y
junto a las tierras de xicaques, cuyas conquistas y reducciones pertenecen a
esta provincia del Santísimo Nombre de Jesús de Guatemala.
Yendo a la ciudad de la Nueva Segovia,
de donde soy natural y el primer sacerdote indigno de aquella ciudad (dice el
R. y V. religioso que testifica), fui al valle de Jalapa, donde era cura Isidro
Castellanos, el cual no sabía la lengua materna, y me pidió por amor de Dios
confesase a aquellos indios y les predicase, porque le parecía que nunca se
habían confesado en su lengua materna, sino en medio castellano; porque los
curas sus antecesores tampoco sabían la lengua, como fueron Antonio Berzú y
Alonso Pérez de Rivadeneira. Y movido de caridad fui, y habiéndome visto un
indio llamado Gonzalo, anciano de más de setenta años se compungió y casi lloró
y me dijo: Seáis bien venido, Padre, que ya se ha cumplido y veo lo que dijo un
Padre de tu vestido y traje, al principio de nuestra conversión. Díjele yo:
¿Pues habéis visto otro hombre como yo vestido?
--Sí, Padre (me respondió), vestido de
jerga como tú (pareciéndole que el sayal era jerga). ¿Pues, cómo? ¿o cuándo?
(le pregunté). Díjome entonces el indio Gonzalo: Siendo yo mozo, al principio
que conquistaron aquestas tierras, se apareció aquí un hombre como tú vienes
ahora vestido, un mecate atado a la cintura.
Era un hombre alto de muy linda cara, muy blanco, y descalzo, sin tener nada en los
pies, el cual sabía nuestra lengua materna, como si fuera indio nacido aquí.
Nos predicaba y confesaba, pero no decía
misa, tenía corona como tú, y no le vimos comer jamás, solamente decía, que
después de medio día le trajesen para comer una olomínitas, que son unos
pescaditos muy pequeños, como los de la laguna de Atitlán, y que cocían estos
pescaditos y se los ponían en la mesa y se iban. Y esto era sólo sobre tarde al
ponerse el sol, y otro día por la mañana venía el indio que le asistía y
hallaba los pescaditos sin disminución ninguna, ni haberlos comido, ni llegado
a ellos al parecer; y esto fue continuamente todo el tiempo que duró y asistió
dicho religioso en este partido de Jalapa, y en los pueblos que andaba predicando
el S. Evangelio, y confesando, como fue en este pueblo de Jalapa, Teotecacinte
y Poteca, que fueron más de seis meses, andando siempre los caminos a pie, sin
criado ni cama. Item más, dijo el dicho Gonzalo, no dormía en las casa de los
Padres, ni pedía luz, sino que anocheciendo se iba a un arroyo que estaba allí
cerca, y debajo de un árbol o zapotal grande (que yo ví, y duraba este tiempo)
se albergaba y veían todos los indios
del dicho pueblo de Jalapa una gran llamarada de fuego y chispas que salían de
ella, y no hallaban cenizas ni rastro de haber habido fuego en aquel lugar. Y
esto fue todas las noches, que dicho religioso venía allí a predicar, y cumplidos los seis meses, poco más o menos,
que había estado allí, y asistido en este partido; mandó a llamar a este pueblo
de Jalapa a todos los indios de los otros dos pueblos de Teotecacinte Poteca, y una tarde puesto en un cerrito, les
predicó y se despidió de todos los indios, diciéndoles que andando el tiempo
vendría otro religioso u hombre vestido como él estaba, y que éste les
predicaría y confesaría; que no tuviesen pena; y diciendo esto con grande
llanto de los indios e indias, se apartó de ellos y se fue, y entró en un
carrizal muy pantanoso y cenagoso, espeso, a donde nunca entran ni pueden entrar hombres ni animal alguno,
por lo pantanoso, cenagoso y espeso que es el dicho carrizal, un gran trecho de
sabana que coje este sitio y nunca más vieron a dicho religioso ni salir de
dicho carrizal, aunque con el amor que le tenían, rodearon dicho sitio para
verle. Esta misma relación como la tengo aquí hecha me contó un hidalgo llamado
Juan Beltrán, natural de Córdoba, que está avecindado cerca de este pueblo de
Jalapa, hombre de gran talento, y
curioso en saber cosas antiguas e historias.
Dijome cómo había oído esto al mismo indio
Gonzalo y a otros antiguos y viejos
y a su suegra de dicho Juan Beltrán, el
cual está casado en este valle, y su suegra es encomendera de dicho Jalapa, la
cual murió. Sabía muy bien la lengua materna
y cuando yo fui era viva, y le
pregunté este caso, y me dijo que así era, y que desde el tiempo que se había
casado con Hernando de Herrera lo contaban y decían los indios; y cuando me
vieron decían a la dicha mujer: De esta manera estaba vestido aquel Padre que
vino aquí, y nos prometió había de venir otro a predicarnos y confesarnos en
nuestras lengua materna. Y así fue Dios servido de que les prediqué, confesé a
muchísimos que nunca se habían confesado, de cuarenta y de cincuenta años de
edad, y algunos de más, y hasta el dicho
Gonzalo que tenía más de setenta con hartas lágrimas se confesó. Así mismo
salieron de los platanales o montañas muchachos de cinco y de seis años, que no
se habían bautizado, y los bauticé, y puse
óleo y crisma, hijos de los indios cristianos de este pueblo de Jalapa; serían
más de diez o doce de los cuales fue padrino dicho Juan Beltrán, que hoy vive,
hombre de gran capacidad y rico. Y al despedirme de los indios (que estuve más
de un mes) lloraron mucho, sospechaban que aquel dicho religioso de nuestra
Orden era S. Antonio de Padua, que en aquellas partes remotas apiadándose de
aquellos indios ya cristiano, por no tener quien les enseñase la fe católica,
lo enviaría allí Dios Ntro. Señor. Está este valle tan cerca de los xicaques o indios
caribes, una legua o media de distancia. He dicho todo esto para honra, gloria
de Dios y de nuestra sagrada Religión Seráfica, in verbo sacerdotis que es así,
como lo oí, y los ví, y había veinte y
ochos años poco más o menos, que vi lo que tengo dicho y lo firmé.
Fr.
Fernando Espino
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