Relatos de Hospital
El pobre don Ambrosio Araquistain permanecía echado boca arriba, convaleciendo de una “delicada operación” que por
poco lo mata.
--¡Cuánta soledad!
--pensaba a ratos-- Ya tengo
varios años de sufrirla.
Apareció la Patricia con una jeringa en una mano y un algodón
en la otra, dispuesta a administrarle una inyección. Era negrita fina, cuerpo
regular y cara graciosa; risueña, amable, de ojos vivos e inteligentes.
Don Ambrosio aprovechó para tirarle sus luces, al
principio desatinadas, como:
--Qué bonito tu pelo; no es negro ni castaño...
(El pelo no era precisamente lo mejor de Patricia:
cuatro mechas medio murrucas y desteñidas). La muchacha sonrió y se adivinó
cierto sonrojo tras lo moreno de sus mejillas. Don Ambrosio siguió adelante:
--¡Y
esos camanances, y esos ojitos brillantes están como para robárselos!
--¡Ay, don Ambrosio, con sus cosas! --dijo la muchacha, visiblemente complacida.
Don Ambrosio no se dio ni cuenta de a qué hora le
pusieron la inyección.
--¡Qué linda que estás! –agregó--, y alargó la mano
para tomar la de Patricia.
Esta permanecía como hipnotizada. Sonreía tontamente,
esperando otro piropo, y le cruzaban
instantáneamente ciertos rictus nerviosos por el rostro. No opuso resistencia.
Se acercó dócilmente a don Ambrosio, que se incorporó un tanto en el lecho para
poder abrasar la fina cintura y las hermosas caderas, cuando... ¡tras! la
puerta se abrió de golpe y entró sor Cristina.
Patricia salió corriendo, en busca de refugio para su
llanto. El pobre Don Ambrosio casi se desnuca, pues al soltar a la enfermerita
perdió el balance y fue a dar al suelo, patas arriba, lastimados el coxis y el
occipucio.
Patricia fue corrida del hospital; y don Ambrosio,
encima, recibió un papel escrito de la Administración , con
copia a la junta de beneficencia, en que le decían que de no observar el
comportamiento debido “este centro se verá en el caso de tener que negarle sus
servicios”.
Don Ambrosio aun permaneció cosa de seis meses en el hospital,
ardiendo en deseos de salir a la calle para tratar de averiguar el paradero de
la que él ya consideraba “su” Patricia. Cada vez que una enfermera hermosa
llegaba a ponerle inyecciones, cataplasmas o supositorios, inconscientemente se
llevaba la mano al pecho, donde guardaba doblada la nota de la Administración ; e
inexplicablemente veía en la puerta la imagen de una gran vieja parada, gorda y
ceñuda, mirándolo con fijeza: ¡Sor Cristina!
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