La tragedia del oro
EL MINERO DE HOY Y EL DE LA COLONIA. Por: Eduardo Pérez-Valle. En: La Prensa, 15 de Mayo de 1959.
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MINERO TUBERCULOSO PIDIENDO LIMOSNA EN LA ACERA CONTIGUA AL PALACIO NACIONAL Fotografía del Dr. Eduardo Pérez-Valle, 1959 |
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El apetito del oro ha inducido al hombre a través de su
historia al trueque, la exploración, la invasión, la conquista, la
colonización.
La legendaria conquista del vellocino de oro por Jasón y sus argonautas es una de las primeras “fiebres del oro” de que se tiene noticia. E históricamente no tiene otro significado que el de una incursión pirática de parte de los griegos de la edad de bronce contra los güirises del Cáucas, que recogían oro en sus ríos valiéndose de una piel de carnero sumergida, en cuya lana quedaban prendidas las pepitas del codiciado metal.
Desde esa remota edad hasta nuestros días, a través de los grandes y de los insignificantes episodios de la historia, el oro ha sido causa de crímenes y horrores sin cuento, pero al fin siempre se ha podido decir que ha propiciado los mejores logros de la humanidad.
Sólo nuestro desdichado país no ha podido superar aún esa primera etapa nefasta de la actividad minera para empezar a sumar los valores positivos de tal actividad, vale decir, el incremento humano y la prosperidad económica de las zonas directamente afectadas con el correspondiente reflejo en la vida de la nación entera. Ocurre el triste caso de que una vez más tenemos que ser pesimistas ante el futuro de nuestra patria, porque las minas en Nicaragua no han dejado ni podrán dejar nada bueno, dada la persistencia de un cierto número de factores negativos determinantes, entre los cuales están el bajo grado de humanitarismo de sus dueños y explotadores; los métodos anacrónicos de explotación, ya proscritos de todos los demás países del globo; las despreciables o nulas contribuciones fiscales; y el estado de indefensión en que virtualmente ha quedado el trabajador por la timidez e insuficiencia de la legislación pertinente y la nulidad de la asistencia social para los alcanzados por enfermedades profesionales.
El concepto vigente de que la minería es industria exhaustiva porque no produce sino que agota a los yacimientos que la alimentan, en Nicaragua no deja paso a la menor esperanza de que la situación vaya a terminar en plazo divisable.
Nuestro oro tiene su origen en intrusiones volcánicas terciarias, con filones poco profundos, que se extienden desde México hasta Nicaragua. De los depósitos potencialmente existentes apenas se ha extraído una ínfima parte, así de vetas como de placeres y esto debido principalmente a las deficiencias de los métodos de uso. Así, pues, ante la perspectiva de una mayor explotación, que no del abandono de la industria del oro en nuestro país, se hace indispensable una revisión y ampliación de la legislación laboral, paralela a un sincero movimiento en pro de un mejor aprovechamiento por la nación de sus riquezas naturales. Allí cabría una inmediata extensión a las minas de los beneficios que brinda el Seguro Social, como lo insinuó el periodista Alejandro Bermúdez en reciente ocasión, en el Club de Universitarios.
Esto se hace tanto más urgente cuanto es un hecho que se está incrementando la actividad minera, por una poderosa compañía de capitales nacionales y extranjeros, en la región septentrional del país, Nueva Segovia y Jinotega. Es esta una de las regiones auríferas más ricas del país, y su explotación se ha llevado a cabo con diversos grados de intensidad desde los albores de la Colonia. En Nicaragua los españoles no tuvieron minas propiamente tales; y las que llamaron así, que fueron, aparte las de Olancho, las de Gracias a Dios o de Santa María de Esperanza, primera y segunda, no fueron sino lavaderos de arenas cuarzosas, provenientes del lento desintegrarse de la Sierra de Jalapa y montañas vecinas, en los ríos Jícaro (antiguo San Andrés) y Coco.
Dan mucho que pensar las provisiones y ordenanzas reales dictadas durante la colonia, concernientes al trato de los trabajadores de las minas. Todas ellas patentizan un primitivo espíritu humanitario y cristiano que contrasta vivamente con la realidad que sufren nuestros mineros de hoy día.
El descubridor de las segundas minas de Gracias a Dios y fundador de la segunda Santa María de Esperanza fue Gabriel de Rojas. Y consta en documentos de la época cómo este hábil capitán mandó hacer sementeras y cultivar viñas aún antes de iniciarse el laboreo del precioso metal, a fin de que los destinados a aquellos trabajos tuviesen de qué sustentarse. Así, el buen juicio de Gabriel de Rojas se adelantaba en más de 40 años a la disposición de Felipe II de 5 de Marzo de 1571, en que ordenaba se proveyesen los asientos de minas de los bastimentos necesarios. Estamos seguros de que ni los mineros de Gabriel de Rojas ni los que cobijó el mandato de Felipe II vivieron en un paraíso de delicias en lo que a alimentación se refiere; pero lo importante es que había una preocupación manifiesta por suministrar algún bienestar, el bienestar “necesario”, a los trabajadores de las minas en aquella lejana época en que la espesa montaña absorbía por igual al señor y el vasallo en el corazón de nuestro país. ¿Y ahora? No existe control de precios ni reglamentación alguna que ayude al minero a obtener por una determinada suma de dinero una dieta mínima para su subsistencia. La alimentación que ellos pueden obtener con su dinero, aun cuando el Código del Trabajo estipula que se les debe dar como complemento de su salario, es escasa, mal sazonada y antihigiénica, según lo denuncia ya el informe de la Comisión del Ministerio de Agricultura y Trabajo que en 1949 visitó los minerales de Siuna y Bonanza, donde la comida que se suministraba a los trabajadores era insuficiente para mantener alentado a un holgazán, qué menos a un organismo agotado por el duro trabajo en los socavones y el ataque artero de las malas condiciones higiénicas.
En 1601 Felipe II ordena que a los indios que trabajan las minas “se paguen muy competentes jornales conforme el trabajo y ocupación, los sábados por la tarde, para que huelguen y descansen el domingo; o cada día, como ellos quisieren. Y que tengan los ministros muy particular cuidado de su salud y buen tratamiento, espiritual y corporal; y los enfermos sean muy curados”. ¿Hasta dónde se cumplieron estas disposiciones? Lo importante es que en nuestra legislación laboral no existe siquiera una recomendación valedera para que los salarios se ajusten aunque sea lejanamente a las necesidades más apremiantes de la persona humana. Y ese sueño dorado que es el salario mínimo, sigue siendo nada más que un tema demagógico de ocasión en boca de nuestros politiqueros. Los salarios en las minas han sido y siguen siendo de hambre, hasta el punto de que el obrero que se ve atrapado en la red infernal de sus galerías está casi literalmente condenado a morir allí (como en aquella joya de la cinematografía francesa que se titula “El Salario del Miedo”), porque jamás llega a tener el escaso dinero indispensable para escapar. A la inversa de la recomendación real de que “los enfermos sean muy bien curados”, se ha fundado el sistema inhumano, del despido por enfermedad profesional. Y así se da el triste caso de que los silicosos y tuberculosos que han aniquilado sus pulmones en las entrañas de la tierra, siguen arrastrando su mísera existencia en la superficie, en el poblado minero, contagiando a familiares y extraños, implorando caridad donde no hay ni puede haberla; o bien, por una amarga ironía del destino, vienen a exhibir su miseria a la capital ya morir en las aceras, junto al Palacio Nacional, al paso y a la vista de los “representantes” y de los “padres de la Patria”, o bajo el pórtico augusto de la Catedral Metropolitana. Entretanto aumenta las ganancias del consorcio extranjero causante de aquella iniquidad; y a la par recogen sus propinas los cómplices nicaragüenses, por ejemplo, un médico que no hacía los chequeos radiológicos a su debido tiempo, mientras sus prójimos se consumían a su vista hasta que el rendimiento era nulo por causa de la avanzada enfermedad: entonces sí, el diagnóstico oportuno y fatal amputaba inexorable aquel miembro carcomido del infernal organismo devorador de vidas humanas.
En 1609 Felipe III dispone que las minas “no se labren por
partes peligrosas a la salud y vida de los indios…”, y que en el desagüe de las
minas que solía hacerse a lomos de hombres por medio de botas de cuero y sacas
de metal, no se empleasen indios, que padecían mucho con este menester, “sino
con negros o con otro género de gente”.
Las ordenanzas de Carlos III, 1783, prohíben que las aguas de las minas y lavaderos se echen a los arroyos que las lleven a poblaciones; y que se eleven los precios de víveres y ropas en los reales tiempos de bonanza.
Hoy en todos los minerales todas las aguas residuales de los diversos procesos a que se someten las menas, incluidos el de cianuración, va a dar a las corrientes y riachuelos de que la pobre gente no puede proveerse ya, aun cuando el agua que les dan por cañerías, cuando tienen este privilegio, no cubre las necesidades más elementales. Y cuando no es el cianuro son los excrementos humanos los que contaminan el necesario líquido, como es el caso concreto de la quebrada de Miskito Town, en Bonanza, donde todo un barrio, el más mísero del pueblo, quedó de esa manera privado del agua de bebida.
Aunque casi todas las disposiciones emanadas del poder real durante la colonia muestran aun en sus facetas más humanitarias una imborrable impronta utilitarista; y aun cuando a la luz del pensamiento y los conocimientos actuales muchas resulten contraproducentes y absurdas, es innegable que todas ellas propendían a colmar un primitivo anhelo de justicia y caridad latente en el espíritu de los que gobernaban. Y un poco de ese mismo anhelo es lo que ha faltado en nuestro suelo desde la independencia.
De las 50.000 toneladas de oro que se calcula ha producido el mundo desde que se tiene memoria, nuestro pequeño país no ha contribuido ni con el uno por ciento. No obstante para obtener este escaso aporte, se ha explotado y se sigue explotando el material humano, sistemática e inmisericordemente, hasta los límites, difícilmente alcanzados en ninguna otra parte del globo.
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