RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Barreto. En: La
Patria. Publicación Quincenal de
Literatura, Ciencias y Artes. León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año
XXV. Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.
El 5
de Noviembre de 881, celebraba yo mis primeras bodas.
Me
sentía rebosando de ilusiones frescas y
olorosas como flores primaverales.
La
esperanza había tendido a mis ojos finísima red de ensueños, sobre cuyas mallas
dormían apacibles y tranquilos mis delirios sonrosados.
La
felicidad con su velado rostro de diosa, había tocado a las puertas de mi
hogar.
La
fiesta de aquel día fue –como era natural—una deliciosa fiesta de amor.
Todo
hubo en aquellos momentos, que corrían veloces, como leves aristas en las alas
impalpables de los vientos: efusivos apretones de mano; augurios de eterna y
suprema felicidad; palabras entrecortadas, promesas, requiebros, sonrisas.
A la
hora del café, una charla animada y festiva. Después… versos en que dulcemente
se desgranaban notas de inefable ternura, como si retozasen allí bandadas de
parleras alondras.
Pero
de aquellos seres amigos, que alegres y risueños, escanciaban conmigo la copa
del placer ¿qué ha sido?
¡Ah!
Los unos, mochila al hombro, se han marchado ya, camino de lo obscuro, de lo
desconocido de lo ignoto, camino sin quiebras, sin barrancos, sin despeñaderos,
pero del que, una emprendida la marcha, no se retornará jamás; y de los otros,
se han ido también algunos, impulsados por la mano del destino o atraídos por
los seductores espejismos de la gloria.
Liberato
Moncada, olvidado ya, fue inteligencia y
corazón. Con la toga sobre los hombros se vuelve a su patria, a calentar
el nido donde dormían sus primeros recuerdos; a orear su frente con las
refrescantes brisas de los gentiles pinares hondureños; cuando poco tiempo después,
desconsolado y triste, cae para no erguirse más, atravesado el corazón por un
flechazo del traidor Cupido.
Carmen
Cantarero, ilustrado profesor de ciencias, se vuelve también a los suyos, y
forma un hogar, que el talento engrandece y la virtud sacrifica; pero muere
lejos de nosotros, sin que le cerrásemos los ojos, los que en este pedazo de
tierra le conocimos y le quisimos.
Cesáreo
Salinas, poeta y escritos festivo, saleroso y alegre, se fue repentinamente de
nuestro lado, llevando en su pecho la amargura de ver todavía dormidos en la
cuna a los dos primeros ángeles de su amor…
Pero
volvamos a aquella fiesta, lejana ya y sobre, la cual han ido cayendo
lentamente las borrosas nubes de los años.
Después de Felipe Ibarra y de Cesáreo Salinas, que
habían cristalizado en sus versos la hiblea miel de la poesía, llegó Rubén, ya
tarde, a tomar parte en la geniosa e íntima fiesta.
Salvo
el mirar hondo y sereno, el Rubén de entonces, difiere mucho del Rubén de hoy.
Era delgado y ágil, de color trigueño y limpia, las manos sedosas, nacidas para
quemar incienso en los altares de los dioses. Se le veía por las
calle, con una andar lento y reflexivo; el libro en las manos o bajo el
brazo. Recitaba pausadamente, como si quisiese hacer más duradera la grata y
sonora música de sus versos. Improvisaba con sorprendente facilidad, era
inagotable mina de oro, esparcida en anchos y riquísimos filones. Silvas,
décimas, quintillas, sonetos… todo lo dominaba, todo lo vencía ¿Dispondría hoy
de la misma vena torrencial con que en los años pretéritos deleitaba y
asombraba? ¡Quién sabe!
Casi
niño en aquellos tiempos, recogía los fugaces aplausos del momento, y con ellos
se embriagaba.
Joven
después, estudia, piensa y escribe para la inmortalidad y la gloria.
Aquello
era espuma, lo de hoy ambrosía.
Lo de
ayer se pagaba con sonrisas, con hurras, con aplausos, lo de hoy reclama el mármol y el bronce.
El
Rubén de entonces era el Poeta-niño, el Rubén de hoy, el Poeta-Rey.
Que
brinde Rubén, dijeron los concurrentes; y él después de algunas excusas, se
puso de pie, y dijo:
“¿Qué
brinde? Brindaré, pues:
y esta
flor mustia, marchita,
hoy de la
bella Chepita
colocaré
yo a sus pies.
Le diré
que aquesta es
ofrenda
sencilla y pura
de una arpa ignorada, obscura.
que sea
siempre querida,
y nunca bañen su vida
las olas de la amargura.”
Calló
el poeta, la concurrencia aplaudió, y poco después, de aquella simpática fiesta
de amor, no quedaba sino un recuerdo, como queda en los campos el perfume de
las marchitas flores…
Tres
años después, Rubén, meditabundo y triste, les decía adiós, quizá para siempre,
a las playas queridas de su patria.
¿Para
dónde iba? ¿Qué perseguía? ¿En pos de qué sueños caminaba?
Con
la pluma en la mano y la lira al hombro, recorrió los pueblos, ciudades,
repúblicas, imperios; y por do quiera que pasaba los sonoros clarines de la
fama pregonaban su nombre de cantor glorioso y de escritor excelso.
Unos
le decían rey de la rima, pontífice del
arte; otros le aclamaban maestro,
le ascendían a las alturas del genio,
y le llamaban el primer poeta de los
modernos tiempos.
Aplausos,
honores, triunfos, ovaciones ruidosas, todo recogía a su paso de príncipe
soberano, dominador del arte.
Abrió
nuevos caminos; surcó mares desconocidos; echó su barca sobre las olas
encrespadas, y experto timonel, guiado por la luz de su inspiración y de su fe,
supo siempre abordar el ansiado puerto de sus esperanzas y de sus sueños.
Pero
el tiempo volaba; los años se deslizaban rápidamente, y él con su tesoro de glorias, y su cargamento de
dolores, iba inclinando ya al suelo su frente rugosa de pensador eximio.
Cuando
comprendió que la muerte no estaba ya lejana para él, escribió estas
dolorosísimas palabras: “Decidle a mi patria que dentro de pocos días llegaré,
y que si no pudo poseerme vivo, que al menos me posea muerto.”
Y
llegó a nosotros pálido, enfermo, triste, silencioso, con el temor pertinaz de
su próximo fin, pero con un rayo todavía de esperanza. Esa esperanza se esfumó
luego, y el 6 de Febrero de 1916, fecha para nosotros y perdurable recordación,
nos dijo su último, inolvidable adiós.
¡Contrastes del destino!
Él,
alegre y risueño, cantó en mis bodas, y
yo, pensativo y triste, llegue a su lecho de dolor a recoger los últimos
alientos de su vida, las últimas palpitaciones de su gran corazón.
Después
le llevé, sollozando, sobre mis hombros, eché sobre su fosa un puñado de
tierra, y pensé en lo amarga y fugaces que son las glorias de los hombres.
¡Descanse
en paz!
A él
que me cantó vivo, yo lo lloro muerto. El estrecho mis manos ardientes de amor,
y yo estreché las suyas, rígidas y frías, santificadas ya por el ósculo glacial
de la muerte.
Hoy descansan a la
sombra de nuestra augusta basílica dos dioses inmortales: en el santuario, el Dios
de las conciencias, y al pie de la gran
columna del Apóstol de las gentes, Rubén, el dios excelso de la poesía y el
arte
No hay comentarios:
Publicar un comentario