domingo, 5 de diciembre de 2021

LA PURÍSIMA. Por Adolfo Calero Orozco. El Centroamericano, 6 de Diciembre de 1962

 

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        Nicaragua es tierra de María. Ella, por antonomasia la Virgen, la Purísima, a su vez es nuestra.

   De niños, bajo el alar solariego, aprendimos a amar la entrañablemente Bendita tradición, la que mantiene una imagen de la Reina del Cielo en los altares hogareños de toda familia que pueda  y merezca llamarse familia nica.

        De niños, cuando el corazón humano tanto necesita, si bien más lo siente que lo sabe, del cálido amor maternal, aprendimos a contemplar con arrobamiento la dulce imagen de la Madre de Dios y Madre Nuestra. Ella fue siempre uno de nosotros en la familia Cristiana, como lo quiso y expresamente lo dijo en la Cruz su Divino Hijo: allí está para sonreírnos en la hora buena, para escuchar nuestros ruegos y acompañarnos en la aflicción.

    Para ella son las mejores rosas del jardín casero, las velas encendidas y los alegres cantos de la Purísima.

    Para el aniversario de su Inmaculada Concepción se le festeja como a una cumpleañera. Los altares de la Virgen adornan, se iluminan se perfuman; la vida hogareña se exalta de regocijo filial; parientes, vecinos y amigos se asocian y entre ellos se distribuye el cargo de los nueve días de celebración con rezos, cantos y las clásica reparticiones. Refrescos, los inevitables gofios y alfajores, los limones dulces con la característica banderita de papel de color clavada airosamente en la fruta misma, con la bandeja de la repartidora se viste de alegres matices y la caña de azúcar, y los paquetes de golosinas…  todo ellos es parte importante de la “novena”, conforme las más elementales reglas de la tradición.

        Es entonces la temporada del saludo mariano, tan nicaragüense tan profundamente popular y efusivo. ¿Quién causa tanta alegría? ¡La Concepción de María!

    Diáfana alegría de la Purísima nicaragüense, emanada de la centenaria devoción hondamente arraigada en nuestro suelo, y que culmina, que estalla en la fiesta popular, colectiva, del 7 de diciembre: LA GRITERÍA. Las nutridas y ruidosas salvas a la hora del Angelus, los cohetes y petardos; luz en los altares, música, cantos y los grupos que los entonan en las calles, visitando las casas que “la gritan”; júbilo y entusiasmo de chicos y grandes: es nuestra “Gritería”.

        Y hay que ver tales altares. Desde lo más humildes hasta los más rumbosos, muestran el cariñoso empeño por honrar y reverenciar a la Madre del Inefable Amor: en los colores domina el celeste de las mañanas claras del cielo nicaragüense; entre las flores; las del madroño azules y olorosas y las del sardinillo, que semejan estallidos de oro sobre el ramaje verde, imponen la nota tropical en el homenaje a la Flor de las Flores.

        Los cantos son la expresión más viva de la filial devoción, su música tan dulce y enamorada, sus tiernas y rendidas alabanzas, sintetizan el sentimiento popular, sincero y vehemente por la Virgen María en su Inmaculada Concepción. No  son entonaciones litúrgicas ni tienen semejanza con los cantos religiosos propios para elevarse en las iglesias. Son una forma popular de alabar y glorificar a la Madre de Dios en las novenas de diciembre y el 7 por la noche se los oye en las calles cantados en coro por grupos en marcha, a pie y en vehículos, o frente a los altares, a múltiples voces de hombres, mujeres y niños.

         Y sigue las explosiones de cohetes y petardos, como un recurso de los que no pareciéndoles bastante la voz de su pecho buscaran en los estallidos de la pólvora una manera de hacer oír más y mejor la manifestación de su alborozo.

        ¿Y quién causa tanta alegría? ¡La Concepción de María! La Purísima la Madre amante y amada, la Patrona del pueblo nicaragüense. 

      ¿De cuándo data esta entrega del corazón de Nicaragua a los pies de María Santísima? No podría precisarlo; los eruditos no nos lo han hecho saber. Antes bien pareciera que todos preferimos creer que siempre ha sido así; pero en todo caso es ya cosa de siglos, lo cual, dada la cortedad de nuestra historia como pueblo españolizado y organizado, es bastante.

      Evidentemente la devoción a la Inmaculada Concepción nos vino de España y en cierto modo arranca del mismo tiempo en que los misioneros españoles bajaban de los altares americanos a los ídolos de piedra que nuestros antepasados adoraban, y los sustituían con la Cruz del Redentor.

        Pero reconozcamos, digo: proclamemos con satisfacción, que la devoción mariana halló entre nosotros campo propicio: se fincó se extendió y se generalizó. De océano a océano, de frontera a frontera, en el corazón del pueblo nicaragüense, el amor a la Virgen María halló el más rendido de sus altares.

        El nica ama a María con afección cordial y espontánea sin imposición ni rigidez. No encuentra la venerada presencia sobrecogedora o solemne, sino familiar y grata, por eso la quiere como un hijo favorecido, con amor andaluz, de pie, a brazos abiertos y alegre el rostro, feliz de poder llamarla “Madre mía”.

      Muchas décadas antes de la proclamación del Dogma, la Purísima Concepción de María era ya una arraigada devoción nicaragüense. El castillo desde cuyas torres Doña Rafaela Herrera disparó sus cañones en 1762 contra el osado pirata de allende el Atlántico, era el Castillo de la Inmaculada Concepción; y todavía cien años antes sobre el otros rumbo de Nicaragua, en 1672, el obispo Bravo y Laguna atestaba formalmente que “en el Convento de Nuestra Señora de la Concepción del Pueblo Viejo” tuvo en sus manos “un libro antiguo” donde pudo ver una información autorizada en enero de 1626 por Fray Benito Rodríguez de Baltodano, haciendo constar que la imagen de María Inmaculada venerada en dicho convento, había sido traída y donada por un religioso llamado Fray Rodrigo Sánchez Cepeda de Ávila y Ahumada, hermano de Santa Teresa de Jesús, religioso que según la tradición murió hen dicho convento y allí fue sepultado.

       Otras imágenes de María Inmaculada que se veneran en distintos lugares de Nicaragua tienen también, sino su historia, sus propias leyendas, que por muy leyendas que sean, siempre dan fe de que el culto es popular y antiguo.

        Una imagen muestra un dedito quemado, y se lo quemó una vez que detuvo una corriente de lava para salvar a su pueblo; otra llegó flotando sobre las olas del Cocibolca para que le hicieran un templo en Granada; muy natural en Nicaragua, “tierra de lagos y volcanes” como la llama Dionisio Martínez Sanz.

     De cómo pasó el culto a María Inmaculada del templo a los altares hogareños, sí, lo sabemos de ciertos:  fueron los padres de la iglesia de San Francisco, de Santiago de los Caballeros de León, a fines del siglo diez y ocho quienes observando las multitudes que asistían a la celebración de la novena de la Purísima Concepción que no cabían en el templo, optaron por distribuir imágenes entre los distintos vecindarios y recomendar que la novena fuera rezada en las casas donde pudieran levantarse y adornarse altares, con asistencia de los vecinos devotos. Corresponde pues, esta gloria a León, tierra de obispos y poetas.

    Dichosos nosotros, en nuestra América Española y Católica, de poder proclamar: Nicaragua es tierra de María. Ella por antonomasia la Virgen, la Purísima, a su vez es nuestra.

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