domingo, 29 de agosto de 2021

TRES HISTORIAS DOMINGUERAS: JUAN LUIS GUERRA, ELMER FIGUEROA ARCE (CHAYANNE) Y, LA GUANTANAMERA DIPLOMÁTICA. Por: Eduardo Pérez-Valle hijo

 
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EN LA TIERRA DE LAGOS Y VOLCANES SE PERDIÓ EL DEMO

Cuando por fin decidí asomarme a través de aquel retrovisor de sucesos artísticos, localizados por la divertida incontinencia verbal de un buen amigo que estuvo dedicado en Nicaragua a la promoción de espectáculos con famosos cantantes internacionales, nunca he podido hacerlo sin aprisionar la risa.

En cada relato de aquel personaje, era imposible separar los rasgos agravados de su rostro encajado en una testa semejante a un polígono rectangular, de rostro blanquecino y regordete, rematado por una frente espaciosa disimulada por un abundante pelo lacio y negro, entre los cuales sobresalían dos ojos centelleantes desdibujados por gruesos lentes.

Esos inquietantes y particulares episodios que abatían aquella administración artística, podrían llenar cualquier libreto teatral de comedia. Forman parte de lo inesperado y asombroso del comportamiento humano, en donde no dejan de surgir actos insospechados que alteran el orden del protocolo o quebrantan las reglas de la probidad.

La primera plana de la prensa nacional siempre me permitía anticiparme al telefonazo de este amigo del espectáculo musical, quien era medio o pariente completo del recordado Víctor de La Traba.

Conversar con él resultaba divertidísimo. Devoto de San Joaquín y Santa Ana, los santos de los abuelos, porque según decía, en ellos encomendaba el éxito de cada espectáculo con la esperanza de lograr asistencia masiva de viejos y de jóvenes.

Siempre apechugado ante cada divertido o preocupante traspiés, los circunstanciaba con la mención de un conjunto de reflexiones, la infaltable era: Soy promotor de espectáculos porque aprendí que la empresa del ideal debe tomarse muy en serio. Aquellas palabras de siempre, alejadas de la realidad, me movían a más risas.

Eran pláticas endomingadas, en círculo de amigos. Mientras el tiempo discurría en aquel espacio, siempre escuchábamos las canciones del invitado internacional al que le había correspondido atender, antes, durante y después del espectáculo.

Entre aquellos relatos a la llana, había tres de asombrosa pasmosidad: el primero, relacionado a la permanencia del cantante puertorriqueño Elmer Figueroa (Chayanne); el otro, al bachatero dominicano que al pisar Nicaragua por poco no “le llueve café” y por un buen rato quedó “Frío frío” por no decir congelado, y el tercer chichón le creció al amigo desde el mismo inicio de un acto protocolario celebrado entre cubanos y nicaragüenses, en el Auditorio 12 de la UNAN, Managua. Pero al saber cuántos más tenía guardados.

Si de algo hemos aprendido en este país de imprevistos es, que los diecisiete  músculos de la lengua no sirven para darle buen uso, no hay manera de lengüetear tantos entuertos, de los cuales sólo nos queda reírnos; tanto así que, si en Namibia hubo un hijo de pila bautismal con el nombre de Adolf Hitler, que en 2020 ganó una elección regional, en la primera visita a Nicaragua de Juan Luis Guerra, éste quedó atrapado en una burbuja de asombro cuando supo que el Disco Máster (el disco original) de sus famoso álbum Burbujas Amor había desparecido del interior de su maletín personal, colocado en uno de los asientos del microbús en el cual fueron transportados los integrantes del Grupo  440, desde el aeropuerto al hotel. Era el original del famoso éxito de Juan Luis Guerra que se estrenó en 1990. Valga decir que un disco máster es la grabación sonora original de la que se hacen las copias editadas.

Mientras escuchábamos la canción con mi entrañable amigo confidente, me sustanciaba cómo resolvió aquella catástrofe que jamás salió a luz pública. Alguien, sin saber la importancia de aquel disco “extraviado”, con la pecera intentó tocarle la nariz al embajador de la paz y el amor, alejado de la Guerra.

Según hilvanaba, lo primero fue, no dejar partir al personal del microbús propiedad del hotel, seguido de ofrecer una atractiva suma de dinero a quien encontrara o diera aviso sobre el valioso objeto, y para rematar la situación vergonzosa, propia y ajena, el dinero lo ofreció Guerra para alcanzar la paz.

Mi amigo, el promotor de espectáculos, puso un plazo de advertencia para continuar con otras medidas, fue lo primero y único que se le ocurrió, mientras imploraba y cruzaba dedos para que lo sucedido no traspasara los linderos de aquel hotel; que no se convirtiese en noticia mundial. Estaba abatido. Aquello era un total desprestigio. El interior del transporte fue revisado y no hubo resultados. Juan Luis Guerra, sin más alternativa que la paciencia, entró al hotel y subió a la habitación en donde probablemente no concilió el sueño. Nadie se explicaba cómo y en qué momento había desparecido el inestimable objeto.

Al día siguiente, por la noche, estaba prevista la presentación del bachatero y su grupo 440. Me preocupaba, --dijo-- que con semejante clavo atravesado podía apagársele el canto o el que iba a terminar sin voz, era yo.

Yo decidí acelerar aquel relato e inquirí ¿no me digas que te fuiste por la famosa frase de Mafalda?: Lo urgente no deja tiempo para lo importante.

--¡Nooo! ¡Qué va! — Todo era para ya, porque aquel desastre me tenía churreteado.

-- Reunió a los del microbús; a los Botones de equipaje, encargados de transportarlos hasta las habitaciones; a los porteros de la entrada principal, en fin, a todo el que estuvo en el entorno. Les hizo saber sobre la recompensa en papel moneda. Todos parecían estar cubiertos con la máscara del Güegüense.  

Después de todo aquello, -- me decía -- siempre voy a gritar a todo pulmón. ¡Vaya susto el que me llevé! Porque al día siguiente todo cambió. Me encontraba sentado y abatido, a pocos metros de las puertas de los ascensores, a la espera de Juan Luis Guerra y los demás integrantes de la agrupación 440. Divisé al chofer cuando entraba por la puerta principal del hotel, era un radar, volvía la mirada hacia todos los lados. Apenas me miró desde el lobby, caminó presuroso hacía mí y en voz alta soltó la noticia del “milagroso hallazgo”.

--¡Jefazo, no me va a creer! – Apenas llegué al estacionamiento me dediqué a revisar todos los rincones del microbús, y entre un asiento y la carrocería encontré un paquete. Sin dejar de hablar, abrió un bolso de tela que colgaba al hombro y lo extrajo. Yo creo que es el disco, --dijo--, con una cara de máscara, propia de la comparsa popular chancera del Toro Venado. Me pidió que lo tomara, lo revisara y le dijera que no estaba equivocado.

Aunque lo afirmado era contrario a la verdad, lo demás no le importaba al Productor de Espectáculos. No era momento para discrepancias. Antes que le sobreviniesen más desventuras, decidió correr en busca del poeta de aquellas metáforas musicalizadas. ¡Un segundo acto de magia había confirmado que Juan Luis Guerra y 440 estaban en Nicaragua!

Sin faltar a lo acordado y, correspondiendo a la milagrosa aparición, hubo recompensa para el conductor del microbús. De por medio no existió un documento justificante que hiciera constar aquel asombroso final.

Mi amigo, el Promotor de Espectáculos aseguraba que al recordar todo lo vivido, siempre seca sudor de su frente.  “Después permanecí atento a las noticias internacionales, a las novedades de Juan Luis Guerra, siempre temí encontrar una nueva composición, musicalización y arreglo titulado Entre lagos y volcanes se me perdió el Demo.  

 DOS BALDES DE AGUA PARA CHAYANNE 

A mitad de la década de los 90, aconteció la primera presentación de otro famoso cantante internacional. En aquella época, nuestro país continuaba en un ambiente de los cíclicos conflictos políticos, por lo general fatigantes para la población en general. La capital, Managua, era el escenario de los enfrentamientos entre fuerzas policiales y manifestantes. La escasa infraestructura hotelera pasaba por grandes limitaciones de servicio.  

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              CHAYANNE NO CANTÓ BAJO LA REGADERA

Siempre con la espalda contra la pared, nuestro amigo, el obstinado Promotor de Espectáculos, decidió aceptar otro reto, en esa vez, preparar todo lo concerniente a la presentación de otro famoso cantante, Elmer Figueroa Arce conocido en el mundo artístico con el nombre de Chayanne.

La mayor parte de los hoteles y pensiones de Managua, desde aquellos de mala fama, hasta los de cuatro y cinco estrellas, tenían rentadas todas las habitaciones a turistas, corresponsales de agencias de prensa, representantes de organismos internacionales, porque durante la semana en la cual estaba fijada la presentación de Chayanne, además de las protestas callejeras, acontecería un importante acto gubernamental.

Aquella situación era inenarrable; entonces, tras previas explicaciones, hubo acuerdo con el cantante para sacarlo de Managua y alojarlo temporalmente en el Hotel Jinotepe, localizado en la ciudad de su nombre y cabecera del departamento de Carazo.

Según lo convenido, en ese mismo día entró la comitiva a la vieja y amplia casona de dos plantas, en donde el Ministerio de Turismo de Nicaragua administraba el mejor hotel de aquella ciudad. La llegada estuvo antecedida por una conversación telefónica con el gerente del hotel, que lo puso sobre aviso del arribo del famoso cantante y las atenciones requeridas.

Con una enorme sonrisa de satisfacción, en la creencia de tener todo resuelto, nuestro amigo de inesperadas soluciones para la Producción de Espectáculos, extendió la mano a Chayanne, quien en señal de conformidad y agradecimiento la estrechó con fuerza. El nica le dijo al puertorriqueño que estaría en otro hotel cercano, pero siempre pendiente de todo. Indicándole que ante cualquier eventualidad el Administrador de Turno del hotel Jinotepe sabía dónde localizarlo.

Pero, en menos de una hora, la situación de Chayanne se tornó literal al título de la canción Daría cualquier cosa, pero no por amor a una mujer sino por conseguir un poco de agua potable para bañarse. En aquel entonces, la población de Managua y otras ciudades del interior, sufrían por las interrupciones en el suministro de agua potable y energía eléctrica. Jinotepe no era la excepción.

Por suerte, el aviso del problema higiénico llegó antes de que la luz del día se rindiera. El encargado de limpieza pegaba gritos frente a la casa en donde el Promotor, a pocas cuadras del hotel había alquilado un cuarto. Una vez explicado el problema y de haberle confesado que los tanques estaban vacíos, caminaron presurosos rumbo al afamado hotel para buscar solución y explicarle a Chayanne lo que acontecía.

Mi bien ponderado amigo pidió hablar con Chayanne, quien pronto estuvo en la planta baja. El asustado y avergonzado anfitrión, en aquellas disculpas ponía todas sus habilidades, mientras le decía: en Nicaragua no hay problema sin solución, quien se mete a ese tipo de empresa, siempre permanece alerta. Dirigiéndose hacia el encargado de la recepción le preguntó cómo hacían cuando tenían este tipo de problema. Ni corto y sin cancaneos, el empleado les dijo en voz alta: -- A tres cuadras hacia el Sur, frente a un árbol de chilamate, vive una señora que suele vender agua por balde.

Con todas las señas indicadas, el encargado de las habitaciones salió en busca de los baldes. En todo ese tiempo, Chayanne estuvo atento, sin moverse del mismo lugar. Apenas estuvo de regreso con los baldes y, para asombro de todos los presentes, el corpulento cantante avanzó y le pidió los dos recipientes. Con cara de asustado los pasó a manos de Chayanne, quien volvió la mirada hacia el famoso Productor de Espectáculos y le dijo: ˗˗ De salida, usted me guía, vamos por el agua ˗˗.

Al verlo tan resuelto, nadie intentó oponerse. En Jinotepe, Chayanne cargó uno de los baldes. El otro recipiente regresó en manos del Promotor de agua potable. Cuando caminaban, algunos jinotepinos lograron identificarlo, sorprendidos, lo acompañaban con las miradas. La vende agua lo reconoció desde el primer instante, a tal punto que no cobró. Ese día Chayanne no cantó bajo la regadera, lo hizo tras cada panada de agua. Este relato también estuvo acompañado con música ambiental de fondo.

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 LA GUAJIRA GUANTANAMERA Y EL HIMNO DE CUBA

A la razón calculadora de este Sancho sin Quijote y a la divulgación interesada de sus propósitos, se le sumaban los entusiastas colaboradores subcontratados para cada espectáculo. Aquel día, el reto estaba en empezar y culminar el respaldo técnico de un acto protocolario, entre funcionarios del gobierno de Cuba y Nicaragua, relacionado a la Educación Superior.

El ceremonioso evento se efectuaría en el Auditorio 12 de la UNAN de Managua. Una ancha cretona de blanco inmaculado cubría el fondo de aquel local. Esa vez no hubo músico, compositor y cantante de fama internacional. La responsabilidad del contratado era exclusiva al sonido y el sonidista. Con respectivas pistas de sonido. El auditorio estaba lleno de bote en bote, adelante las guayaberas de color blanco, atrás los invitados especiales, y más atrás, el estudiantado universitario.

Estaba claro que el sonidista tenía largo recorrido en el oficio, en la transmisión de sonido. Bajo su responsabilidad estaba cada micrófono, activar y apagar el reproductor de música.

Cada vez que el Maestro de Ceremonia anunciaba, el sonidista debía proceder conforme al plan trazado. El sonidista había sido advertido por el Promotor de Espectáculos: -- Empezaremos con el Himno de Nicaragua y una vez finalizado le das entrada al Himno de Cuba, le dijo.

-- ¿Ya los tienes listos? – ¿Sabes cuál es el himno de Cuba? --

-- ¡Claro que sí! ¡No se preocupe, todo lo tengo bajo control! --

A solicitud del Maestro de Ceremonia, los funcionarios que presidían el acto y todos los asistentes se pusieron de pie.

En ese instante empezó a escucharse el Himno de Nicaragua. A continuación, el encargado del Protocolo anunció el Himno de Cuba. El silencio era absoluto.

Era asunto de pocos minutos para que mi ocurrente amigo sumara otra impensada y súbita turbación. El famoso controlista de sonido lo volvió a ver y levantó el pulgar; mientras el maestro de ceremonia repitió: -- a continuación, escucharemos el Himno de la República de Cuba—

Las ondas sonoras bien ecualizadas eran agradables a los oídos de los presentes, pero, lo inesperado volvió a suceder, en el auditorio empezó a escucharse:

Guantanamera

Guajira Guantanamera

Yo soy un hombre sincero

De donde crecen las palmas

Aquel día hubo ojos sobresaltados y disimuladas risas placenteras. Mientras continuó la Guajira Guantanamera, nadie abandonó la posición de firme. Ese día se escucharon tres composiciones… los Himnos de cada país, y el Himno del Sonidista. ¡Así es Nicaragua! 

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sábado, 28 de agosto de 2021

DISCURSO EN EL ENTIERRO DE JOSÉ DE LA CRUZ MENA. Por: Antonio Medrano. Revista "El Alba". León, Nicaragua, 10 de Octubre de 1907.

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DISCURSO EN EL ENTIERRO DE JOSÉ DE LA CRUZ MENA*

Pronunciado por Antonio Medrano en representación de la Academia de Bellas Artes.

Don Antonio Medrano, cuando cifraba 30 años de edad

(1881-1928), político y poeta, falleció el 27 de agosto de 1928, al tiempo de ser proclamado candidato para la Vicepresidencia de la República, en la fórmula del general José María Moncada Tapia, fue sustituido por el doctor Enoc Aguado Farfán, quien perdió en forma fraudulenta la Presidencia de la República en 1947.

Señores:

         ¡JOSÉ DE LA CRUZ MENA ha muerto!

         El último canto del cisne moribundo háse extinguido,  y las brumas de la noche descendieron ya sobre la quietud mística del hondo lago azul de las tristezas cuyas espumas gemidoras coronáronse con las gotas amargas del dolor.

         Por eso plañen los oboes y sollozan las flautas y el alma vibrante del violín esquelético desgarra los aires con la flébil y dolorosa armonía de sus lamentaciones. Y es, señores, que esos instrumentos sienten como si el eterno mutismo fuera a invadirlos al faltarles para siempre la inspiración del más grande de los compositores nacionales. Es que esos instrumentos saben y aman el melódico idioma de ese príncipe que se ha marchado en el carro armonioso y entre un enjambre de pájaros canoros a escuchar la inmensa orquestación del infinito, a emborracharse con la armonía perdurable de los mundos.


         Aun se estremece el aire por las palabras últimas de las solemnes lamentaciones que ha repetido el coro de los instrumentos, de esos instrumentos que saben que el solo consuelo en la orfandad que los entristece, será rumiar el pasto lírico del fecundo huerto que cultivó genero ese Isidro del Arte, con el entusiasmo de una exuberante primavera entre las brumas gélidas de un invierno desesperador. ¿Lo habéis oído? Desde el manso susurro de la fuente que lame las riberas con la monotonía del sollozo, deslizándose a través de los huecos de la caña pánica, hasta el lamento desgarrador de la selva, cuando el viento iracundo apresta sus hachas y va mutilándola por abatir la soberbia de los mejores árboles, saliendo del caracol sonoro que hacen estallar los tritones, entre el  clamor de las olas y la blasfemia de los huracanes; desde el piar del pájaro que entumece la lluvia, pasando entre los agüeros del pícolo, hasta el rugido de la fiera herida, brotando del aliento de los trombones, toda la pauta del dolor: queja  y suspiro, deprecación y gemido, imprecación y grito!

         Con los pies en el estercolero de su propia miseria y con la frente nimbada con los resplandores de su propia grandeza, cruzó José de la Cruz Mena el proscenio de la vida, soberbio actor que encarnaba los dolores y las luchas de Job, el trágico de la Biblia, desgraciado como él y como él raído por la lepra, poeta aquel del dicterio sublime y de la execración magnífica, intérprete éste de los infinitos rumores que como enjambre musical revuelan entre la adamantina malla pentagrámica.

         En su derruida torre vivió ese espíritu cristalino embriagándose con la alegría triste del recuero. ¡Por eso hay siempre sobre la pompa de sus concepciones como el hálito de una suprema melancolía que pasara atenuando la jovialidad de los aires ingenuamente ricos de vida y de sol! Pero sobre todas sus composiciones, señores, la que mejor expresa, la que cristaliza por mejor decirlo, el estado psíquico de ese poeta del sonido, es el vals Ruinas. En él hánse como estereotipado, a fuerza de idealización, los sentimientos que embargan el ánimo ante la imponencia majestuosa de las ruinas. Óyese el siseo del reptil entre las grietas, el vuelo a la sordina del murciélago y el estridor espeluznante del canto del búho, y a la mágica evocación de la Armonía, entre el coro desgarrador y melancólico, la óptica mental muestra al espíritu el rayo macilento de la luna que se quiebra en la columna rota, en el friso yacente entre los escombros, en el bajo-relieve mutilado por la mano impasible de los tiempos y que dora con sus reflejos de oro envejecido el híspido cardo y la punzante ortiga de las grietas.

         Duéleme, señores, la premura del tiempo y la sorpresa con que este dolorosamente esperado acontecimiento háme turbado, que si no, algo diría la modestia de mi expresión que pudiera aspirar a llamarse elogio del artista ido a las lejanías donde fulge sin nubes el sol de la inmortalidad. Estas frases, que llevan como un sello el desaliño de la improvisación, no son otra cosa que el cumplimiento de un deber reglamentario, ya que la Academia de Bellas Artes que escribió en sus registros el nombre de José de la Cruz Mena, como socio honorario, háme discernido el honor de interpretar su pesadumbre.

                                                               Dije.


*Publicado en “El Alba”, edición dedicada a José de la Cruz Mena. Publicación Mensual, León, Nicaragua, 10 de Octubre de 1907. Segunda Época. Director: Antonio Medrano. Redactores: Manuel Tijerino y Belisario Salinas. Tipografía J. C. Gurdián & Cía.

 

RUBÉN DARÍO. FRAGMENTOS I. Por: Alfonso Ayón. Escritos publicados por J. Andrés Urtecho. Managua, 1914.

 

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Dr. Alfonso Ayón López. / León,  Agosto 1858 - Sept. 1944

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No poco he vacilado antes de resolverme a dar a la prensa éste, que no me atrevo a llamar estudio crítico, sino ligero y familiar entretenimiento  literario, acerca del celebrado autor de AZUL, y de PROSAS PROFANAS, del  bardo errante y soñador, que llegado apenas a una edad en que otros precoces ingenios sólo son una halagüeña promesa de gloria para su patria, alcanzó el desarrollo casi completo de su hercúlea pujanza intelectual, y acertó a aprisionar las inspiraciones de su numen, inquieto y arrogante, dentro de formas rítmicas espontáneas, primorosamente combinadas, teñidas de la suave y vaporosa languidez de los cantos germánicos, y que corresponden a una de las más nuevas y características manifestaciones de la poesía lírica española en nuestros días. 

Al hablar de Rubén Darío —lo declaro sin fingida modestia— acobárdame la consideración de que, para juzgarlo con acierto y desde el punto de vista de un criterio elevado y filosófico, quilatando el valor y hermosura de sus obras, poniendo de realce las singulares condiciones de su temperamento artístico y dando a conocer las diversas y aun contradictorias influencias que se han hecho sentir en el desenvolvimiento de sus facultades mentales y en la dirección de sus tendencias estéticas, no basta haber hojeado los insípidos compendios de retórica y métrica, en que se dan instrucciones minuciosas sobre el modo de componer poemas, endechas y madrigales con la menor parte posible de poesía, ni atesorar cierta erudición clásica enteca y de segunda mano, única que nos ha sido dable poseer a los que, salidos ya de las aulas , y sin la preparación metódica indispensable, nos dimos a estudiar de prisa y a cultivar empíricamente las humanidades castellanas. Para apreciar a conciencia la copiosa labor poética de Darío, definir su carácter y determinar su actual importancia en el mundo literario, se requiere no ser extraño al poderoso espíritu de reflexión y análisis que de Alemania han traído a la teoría general del arte las corrientes reformadoras de nuestra época, y de haber observado con atención el novísimo movimiento —ora regular y sosegado, ora indisciplinado y tormentoso— de la literatura, en los veinte últimos años del recién pasado siglo, tanto en aquella nación como en Francia y en España.

Desprovisto de tan útiles y amenos conocimientos, y ya no en tiempo y sazón de adquirirlos, no aspiro a ofrecer a los lectores de este imperfecto trabajo el juicio profundo y detenido de que es merecedor el ilustre escritor nacional que ha pagado a Nicaragua, con un inmenso caudal de honra, la dicha de haber nacido en su suelo. Indicando aquí algunos de los varios y más interesantes aspectos por los cuales puede ser considerado el entendimiento privilegiado de Darío, me propongo solamente atraer al cultivo de un género de crítica interna, de más amplio y libre vuelo, la afición de personas capaces de ejercerlo, y en especial de la bizarra juventud que entre nosotros se dedica a las letras, recelosa de todo dogmatismo de escuela, y rebelde a la tiranía del infecundo y falso clasicismo, que así oscurece y desacredita a sus adeptos, como degrada la augusta majestad del arte.

Si alguien me tachar de extremado en la alabanza, quiero desde ahora hacerle entender que no he tomado la pluma para censurar, sino para admirar: que por irresistible inclinación de mi carácter, soy tan negligente para procurarme fama propia. Como solícito y entusiasta en proclamar la ajena; y que poca o ninguna gracia tiene el mostrarse lince en descubrir lunares contrarios a la nimia corrección del lenguaje, cuando se trata de juzgar las obras de autores que por sistema no se cuidan mucho de ella, o cuyos principios en materia de idioma son notoriamente opuestos a los del rígido censor que las examina. Darío, como todo artista que tiene el convencimiento del propio valer y que confía en la creadora virtud de su genio, no puede resignarse a torturar y hacer efímeras sus grandiosas concepciones, por ajustarlas a la menguada estrechez de la plantilla académica; antes bien, propende a adaptar a la espontaneidad, valentía y vida inmortal del pensamiento, la forma en que ha de contenerlo y perpetuarlo como oriental urna de delicadas esencias, que conserva su olor eternamente.

Y no ha tenido que emplear grandes esfuerzos para no caer en la triste servidumbre a que en mala hora se entregan débilmente otros felices talentos poéticos, favorecidos por el cielo con el don nativo de una inspiración vehemente y robusta, pero en quienes el frío soplo del formalismo retórico apaga el fuego del sentimiento ingenuo y profundo, engendrador de la verdadera poesía. Ambicioso e indómito por naturaleza, ˂˂ despreciador altivo de fáciles triunfos y de trillados caminos, ˃˃ encontró señalado por sus mismos imperiosos instintos de independencia estética, el rumbo definitivo que había de seguir el vuelo de su musa. Si en sus primeros ensayos juveniles le vemos divagar aquí y allá en la elección de asuntos y modelos, como queriendo probar la fuerza de sus alas, no tarda en decidirse por los que mejor se acomodan al recio temple de su ingénita potencia lírica; y si, entrado ya en la madurez de la razón y del gusto y en plena posesión de su estilo, aprende en los clásicos castellanos la dicción fluida y sonora, al mismo tiempo que busca en literaturas extrañas la novedad y el atrevimiento de la idea, es indudable que a todo ello comunica el calor que sale de lo íntimo de su alma e infunde el impulso de vida de su propio varonil aliento…

A un mediano filósofo griego tuviéronle a mal sus amidos, que se hubiese atrevido a discurrir ante ellos acerca de la naturaleza de los dioses. El les respondió:  ˂˂ quizás no podré enseñaros a comprenderlos, pero de seguro no os induciré a profanarlos. ˃˃ Con igual o parecida respuesta podría yo defenderme de quien me reprochara el acometer una empresa tan superior a mis escasos ánimos, como lo es, sin duda la de bosquejar la fisonomía literaria de Darío. No espero que el resultado corresponda a la osadía del intento; no presumo de poder tasar en su altísimo valor las peregrinas dotes de originalidad, lozanía y gentil desembarazo de dicción y de estilo, que distinguen a Darío como escritor en prosa y verso; ni seguir los varios y majestuosos giros de su inteligencia vencedora, admirablemente dispuesta a recoger en sí y reflejar por todas partes las olímpicas irradiaciones del pensamiento moderno; ni encomiar cuanto es debido las brillantes galas de su opulenta fantasía, la abundancia y novedad de sus imágenes, unas veces graciosas y delicadas, otras enérgicas y aun temerarias, siempre ricas de animación y colorido, y con tan firme pincel modeladas, que no parecen producto de la elaboración mental del artista, sino sacudimientos repentinos de su sensibilidad apasionada, suavemente enrojecida en la llama devoradora del deleite y menos propensa a dejarse enseñorear por el influjo de un idealismo cándido y enfermizo, que a recibir las impresiones vivas y seductoras de la naturaleza real.

Si se quiere retratar íntegramente la compleja personalidad intelectual y poética de Rubén Darío, con todas sus luces y sus sombras, con toda la simultánea multiplicidad de fases que presenta, con todo el extraño conjunto de sus cualidades y aptitudes, algunas de las cuales parecen entre sí antagónica, es preciso componer un libro. Ese libro no he de escribirlo yo; más ya que a tanto no llegan mi ambición ni mis fuerzas, cuidaré a lo menos, como el obscuro filósofo ateniense a quien aludí, de no profanar con irreverente desparpajo lo que no alcanzo a dar a conocer en su completa y extraordinaria grandeza: no quiero incurrir en la vulgar injusticia de aplicar a obras como las de Darío el procedimiento de esa crítica bisoja y de mala fe, tan de moda hoy entre algunos festivos escritores españoles, y que consiste en desdeñar el fondo de las más hermosas producciones del ingenio, el elemento esencial que da vida y ser a la poesía, para detenerse con fastidiosa y pueril prolijidad en señalar leves descuidos de elocución o de estilo, o perdonables tropiezos en la parte mecánica de versificación, lanzando con tal motivo sobre los autores los dardos envenenados de maligna zumba y a veces también las más groseras injurias. No: al pasar por delante del poeta, no me empinaré para arrojar mi puñado de escoria sobre su frente soberana.

II

Es ya lugar común en casi todos los trabajos de crítica, personificar en los grandes hay genios de la poesía el conjunto de las ideas, tendencias y preocupaciones generales constituyen el espíritu o carácter distintivo de la época en que han vivido, o por lo menos, el de la escuela o pandilla literaria bajo cuya más directa influencia se han formado. Así, hay quien considere a Dante, menos que como autor de una grandiosa epopeya, como la personificación del arte moderno en su esplendente amanecer, como una especie de humano crisol en quien se funden toda la religión, toda la poesía y toda la ciencia de su siglo. En concepto de ilustres admiradores del egregio cantor de Gama, la orgullosa y noble musa que adornada a la vez con las frescas galas de la inspiración popular y con los arreos artificiosos de pagana erudición, celebró en el poema inmortal de Los Lusíadas las más altas glorias lusitanas, no hizo más que recoger  en un solo y excelso himno de amor patrio, el entusiasmo que arranca a los corazones españoles y portugueses el recuero de las hazañas casi legendarias de aquella heroica raza ibérica que, fiera y audaz en el Salado, generosa y constante en las ardientes regiones de la India,

˂˂ no halló en el mundo quien su frente dome, 

Pues ni a Roma lograrlo fue posible ˃˃*

De Calderón se ha dicho que con él despidió sus últimos reflejos el genio caballeresco, guerrero y supersticioso de la España de la Edad Media. Para algunos, el espiritualismo de Schiller es el lado estético de las doctrinas severamente idealistas de Kant, mientras otros miran en el sereno eclecticismo de Goethe, en su culto instintivo a la plástica desnudez de la materia, en la objetividad un tanto grosera con que concibe los misterios de la naturaleza y de la vida, una eflorescencia prematura del panteísmo científico de Alemania. En la incredulidad aterradora de Leopardi, se ha querido encontrar la vestidura poética de la filosofía cartesiana; en la soberbia satánica de Byron, una imagen de lo que había de ser la anarquía moral e intelectual del siglo XIX, en el estrolúbrico y doliente de Espronceda, la encarnación genuina del romanticismo español; en fin, para con el fogoso autor de Los Castigos y de El Año Terrible, se ha llevado hasta lo ridículo la manía de concentrar en la personalidad aislada de un escritor, la infinita variedad de elementos exteriores, coetáneos o su producción intelectual y artística: no hay imagen incoherente, antítesis descabellada, ni comparación monstruosa, que no se le hayan aplicado al gran poeta francés, tomadas muchas de ellas de su mismo abundante repertorio. Lo que nunca habrá de ponderarse bastante, es el desastroso influjo que en las inteligencias, en las costumbres yen las manifestaciones del gusto, han ejercido sus vagos transportes de sentimentalismo humanitario, la peligrosa y fascinadora indulgencia de su criterio moral, llevada hasta el extremo en dramas y novelas; la amargura intensa y algunas veces feroz de que solía impregnar sus versos cuando lo cegaba el fiero hervir de sus delirios políticos y también, por desgracia, de sus implacables rencores de partido; en una palabra, toda aquella abrasadora vehemencia de su inspiración lírica, con que por espacio de más de medio siglo tuvo ofuscada y electrizada a la Francia y al mundo, y que hoy, mirada desde las cimas serenas de la historia, parece a un tiempo mismo la postrera vislumbre de la Revolución que se aleja y el relampagueo precursor del socialismo brutal de nuestro tiempo.

Esta manera, demasiadamente sintética y menos sólida que ingeniosa, de entender y explicar las peculiaridades condiciones de los más insignes vates, el aspecto en cierto modo universal de algunas de sus obras, y los puntos de afinidad o de mera relación que en general tiene la poesía, en su manifestación histórica, con el medio social en que se desenvuelve y con los demás órdenes de la vida, apenas puede aceptarse como simple recurso retórico. Cuando se le exagera o se le quiere dar una significación enteramente real, es común incurrir en error o en infidelidad al examinar la índole excepcional de un autor y juzgar de su importancia literaria; porque, o bien se le atribuyen como por fuerza caracteres, tendencia o puntos de vista que no le corresponden, pero que parecen avenirse con las circunstancias del tiempo y lugar en que se le considera colocado; o bien se despoja de los que efectivamente le son propios, pero que no encajan dentro de la unidad ideal del tipo preconcebido por la imaginación del crítico. Mirar al poeta, o al artista en general, como manifestación emblemática del espíritu colectivo de su nación o de su raza, como producto casi necesario de alguna de las frecuentes evoluciones que se suceden en la existencia de la especie humana, como cifra o resumen de abstrusos sistemas filosóficos o de intereses políticos que se disputan el predominio en el campo de las más tristes y prosaicas realidades, es empequeñecerlo, bajarlo de la categoría de ser racional a la de símbolo, y arrebatarle la corona de eterno laurel que la fama no concede sino a las grandes creaciones del libre ingenio del hombre, en que va estampado el sello de su actividad viva y consciente.

No se niega por esto, que las revoluciones y mudanzas sociales , los adelantamientos que se alcanzan en el cultivo de las ciencias, la atmósfera, constantemente renovada, de ideas y afecciones, en que se mueve el espíritu, buscando alimento a su insaciada aspiración a lo mejor; en el cúmulo, en fin, de accidentes de todo género que constituyen los diversos estados de civilización de cada pueblo, ejercen influencia en el movimiento y dirección de las artes. Antes, por el contrario, hay que reconocer que todas éstas, y la literatura principalmente, participan de la acción de tales elementos y reciben las veces su impulso. Puede también admitirse sin esfuerzo, que en los antiguos poemas épicos y en la poesía llamada popular, alienta el alma misma del pueblo, de cuyas creencias, costumbres y tradiciones más sencillas y arraigadas sale directamente la materia del canto. Pero pretender que en la cabeza de un solo hombre, aunque se le llame genio, se reúnan y hermanen tantas doctrinas extremas, tantos móviles opuestos, tantos principios contradictorios y circunstancias tan desemejantes, como los que componen cada uno de los diferentes ciclos o edades de la literatura, es empeño desatinado y arbitrario en que entran por mucho las ilusiones del amor propio nacional, el exclusivismo sectario y el ciego espíritu de partido.

Todas esta prolijas reflexiones, que alguien habrá de tener, y  con razón por farragosas y mal traídas a cuento, vienen a servirme como de exordio o explicación preparatoria para decir que, en mi concepto, Darío no personifica, ni condensa, ni encarna, ni simboliza cosa alguna; lo cual, por otra parte, poca falta le hace. Y aunque a primera vista parezca que para dar semejante noticia no valía la pena de que yo insistiese tanto en este punto, exponiéndome a pasar por machacón y fastidioso, todavía encuentro disculpa en las circunstancia de que no faltan críticos apreciables que circunscribiendo voluntariamente la mirada a solo parte más débil y accidental de las obras de nuestro poeta, se empeñan en considerarlo como representante de determinadas y rastreras aficiones de frase, y como afiliado —y aun cabeza de secta— en alguna de las fracciones literarias, más o menos reducidas y no bien definidas y deslindadas aún, que propenden en nuestros días a sustituir toda tendencia, todo impulso verdaderamente estético, con el exquisito primor técnico, o con una sistemática profusión de armonías, lumbres y colores.

El error de los que piensan juzgar en última instancia del mérito de Darío y precisar su filiación poética, con sólo aplicarle desdeñosamente una de las innumerables denominaciones de grupo, que abundan en la moderna jerga literaria francesa, proviene, a mi ver, de que para clasificar las diversas escuelas, tanto en filosofía como en literatura, se acostumbra ahora atender más de lo que fuera razonable a las vagas y remotas semejanzas o diferencias que entre sí presentan los medios puramente externos de ejecución artística, a insignificantes pormenores, coqueterías y artificios de lenguaje, a notas distintivas que en realidad no lo son o que sólo asoman de un modo incompleto y  confuso prescindiéndose casi en absoluto de todo principio superior, de toda idea capital y profunda, al analizar los elementos que entran en cualquiera evolución psicológica, al comparar las inclinaciones y capacidades de los varios ingenios y al ponerlas en relación con la atmósfera intelectual en que se desenvuelven.

No hago más que apuntar muy a la ligera esa diferencia  y superficialidad de miras, que tanto ha venido a estrechar el horizonte de la observación estética, y de que especialmente dan muestra ciertos zoilos de bohemia y cronistas de salones literarios, que han invadido España y en Francia los dominios de la crítica contemporánea. Así queda prevenido el lector de que no seguiré el mismo sistema cuando examine en el curso de este artículo las tendencias y aptitudes poéticas de Darío, a quien tampoco habré de mirar como a jefe de ninguno de los bandos que actualmente se dividen el campo de las letras. A este  propósito recuerdo haber leído la acerba queja de Emilio Zola contra los que ˂˂ han hecho de él una grosera caricatura presentándolo como pontífice y maestro de una nueva escuela˃˃… Me imagino que el poeta nicaragüense no ha de ser menos modesto que el novelista francés; mas si por uno de esos arranques de inofensivo engreimiento, no infrecuentes en los hombres de más firme y serena elevación de espíritu, atravesó por la mente de Darío la idea de ser corifeo o caudillo único de alguna flamante agrupación que blasone de traer al arte nuevos y duraderos ideales y de poder imprimirle una dirección exclusiva, ya debe de haber advertido con mejor acuerdo –que no son los turbados días en que vivimos los más propios al aparecimiento de verdaderos jefes de escuela; que en medio de la febril ansiedad de las inteligencias y  del aturdimiento con que la impaciente actividad humana se da a producir algo nuevo a cada hora, para enmendar en seguida o destruir lo que produce, ningún progreso se afianza, ningún proyecto madura, ninguna verdad fructifica; que el mundo marcha, pero con tal celeridad y confusión, que a los reformadores no les queda tiempo para sucederse unos a otros, sino que se empujan y se atropellan por remplazarse en el puesto, y sus nombres, sus sistemas y enseñanzas tienen acción tan limitada y vida tan efímera, que muchas veces apenas acaban de nacer, cuando ya envejecen y caducan…

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jueves, 26 de agosto de 2021

CÓMO SE LOCALIZABA A LAS PERSONAS EN EL MANAGUA ANTIGUO Por Juan García Castillo. En: El Centroamericano, 1 de septiembre de 1967.

 

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    Los apodos, único medio de identificación.- Los “Machos”; la “Luisa Pintada”; las “Dormilonas”, etc.

    En el Managua de antaño era peculiar el identificar a las personas, no por su nombre y apellido, sino por sus apodos o sobrenombres.

    Si usted preguntaba en aquella época, dónde vivía determinada persona, mencionando su nombre y apellido, nadie le daba cuenta.

    Muchas veces sucedió eso a los forasteros que indagaban a una dirección.

    Y era típico: ¿Sabe usted dónde vive la familia Morales?

    --No, le respondían.

    -- Son unas que les dicen Ratonas.

    E inmediatamente el vecino, a quien se había pedido la dirección, identificaba a la familia o persona.

    Así no era raro oír en aquellos tiempos, las direcciones del domicilio en la siguiente forma:

    --Llega usted a la esquina de las “Dormilonas”, dobla “para abajo” y a la media cuadra en una casa contiguo a las “Cuero de Chancho”, allí es la casa.

    No conozco de dónde vino esa costumbre de llamar con apodo a los residentes de la ciudad aldea. Supongo que el espíritu festivo de los habitantes; talvez la similitud física de ciertas personas con el sobrenombre o sus costumbres.

    Sí, puedo asegurar que de los managuas autóctonos, pocos, muy pocos, no tienen sobrenombres, que se han ido transmitiendo de generación en generación y los últimos retoños o la generación actual de esas familias todavía a veces se les llama con el remoquete de antaño.

    La costumbre de los sobrenombres, transmitido de padres a hijos, perduró mucho tiempo hasta en los colegios.

    Un sobrenombre que se ha extendido a todos lo que llevan el apellido Robleto, no sólo en Managua, sino en Nicaragua, es el de “Macho”.

    Hubo una vez una familia de muchachas simpáticas de cuna humilde, pero alegres, comunicativas, que usaban mucho el colorete, costumbre desconocida en aquellos tiempos, “que se pintaban mucho” y como creen ustedes que fueron bautizadas, “Las Pintadas”. Yo creo que casi todas ellas ya murieron, pero hubo una que se destacó en cuanto a que logró tener una o dos propiedades en el barrio Santo Domingo, donde tuvo también una taberna. Se llamaba la “Luisa Pintada”. Su verdadero nombre y apellido era Luisa Noguera, pero vaya usted a preguntar por ese nombre y ese apellido y nadie le daba cuenta de ella, pero apenas usted decía, la Luisa Pintada, la localizaba inmediatamente.

    Pintorescos son los sobrenombres de los moradores del Managua antiguo, que aún perduran.

    Vamos a mencionar los que recordamos en momentos que estamos escribiendo esta crónica, sin ánimo de molestar a nadie, sino como un dato que muestra las costumbres del Managua de antaño y no sólo del Managua de antaño y no sólo de Managua, sino de toda Nicaragua. 

    He aquí algunos: Las Cabezonas: las Ratonas y las Macho Ratón, las Cuero de Chancho, las Dormilonas, Salvador Chas Chas, las Sebuco, las Chajinas, los Ri-Rha, los Perro Mojado, los Tío Doña, los Chapetones y pare  usted de contar los centenares de apodos que llevaban las humildes familias managüenses, muchos de los cuales todavía no han sido eliminados y se les aplican a los “agraciados”.

    Ni las personas de personalidad extranjera se han escapado del remoquete  tan usual en el Managua antiguo. . Y así vemos como al ciudadano francés, que trajo el “pirulí”, del cual ya me he ocupado en otras crónicas, no se le conoció por otro nombre, que el del Pirulí. Y así el del Cande Suizo y otros más.

    Se podrían llenar páginas con los sobrenombres y los incidentes que dieron motivo a esos apodos, pero quizás heriría la epidermis de muchos como me ha sucedido en otras crónicas, debiendo repetir una vez más que estos relatos no tienen por objeto molestar a nadie. Son simples recuerdos de la vida de la aldea silenciosa, de vida patriarcal, hoy en vías de convertirse en una ciudad alegre, bulliciosa, ruidosa, con sus millares de vehículos motorizados y esa fiebre de trabajo, de actividad para ganarse el sustento de cada día.

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HIPÓTESIS DE E. PÉREZ-VALLE Su teoría sobre la cauda del Cometa Resurrección respaldada por “Science N. Letter” En: La Prensa, 27 de Octubre de 1957.

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En nuestra edición correspondiente al domingo 1 de mayo próximo pasado, publicamos bajo el título “El cometa de la Resurrección” un interesante artículo de E. Pérez-Valle en el que se hablaba en general sobre esos misteriosos pobladores del espacio y se trataba de explicar la doble cola del Arend-Roland, visible por aquel entonces.

Decía Pérez-Valle: “La cola supranumeraria en un caso como el presente, bien podría no ser exclusivamente gaseosa, sino formada por partículas sólidas sobre las cuales se ejercía la atracción solar y no la presión de radiación”.

Y al pie de un dibujo ilustrativo de esta hipótesis suya, decía: “La causa (de la por él llamada CAUSA HELIOTROPICA) podría ser un anillo o cúmulo de meteoritos, que habitualmente acompañan a los cometas, el cual sufriría la atracción del sol, mientras escapa a la presión de radiación. Estando el anillo de perfil, es decir, de canto, se vería como una línea muy fina, tal como aparece en la espléndida foto de LA PRENSA del 30 de Abril”.

Ahora bien, en un número de “Science News Latter”, posterior al artículo de Pérez-Valle, leemos lo siguiente:


“ASTRONOMÍA: SE EXPLICA LA COLA

 DEL COMETA


La extraña cola “heliotrópica” del más brillante cometa visible después del de Halley, el cometa Arend-Roland, consiste en pequeñas partículas vista de canto, dice un astrónomo americano.

El cometa Arend-Roland, señalado la primera vez en Noviembre último por dos astrónomos belgas, fue visto por millones hacia fines de Abril, cuando se mostró brillantemente al N.O. del firmamento. Asombró a muchos por tener dos colas: una convencional, generada a partir del núcleo por la luz solar; y otra, sorprendente, que consistía en un largo y angosto chorro apuntando directamente hacia el sol.

El doctor Fred L. Whipple, Director del Smithsonian Astrophysical Observatory, Cambridge, Mass., dice que no es necesario recurrir a teorías “extraordinarias” para explicar el desarrollo de la cola “heliotrópica” en cerca de 16.000.000 de kilómetros en pocos días y su rápido desvanecimiento. La cola se debió “casi ciertamente a una concentración de residuos separados del cometa por el calor solar y luego esparcidos en cierta área del plano orbital.

Cuando se ven bajo cierto ángulo, dice el doctor Whipple, estos materiales no pueden distinguirse fácilmente. Sin embargo, cuando se miran de canto, como ocurrió al atravesar la Tierra el plano de la órbita del cometa hacia el 21 de Abril, los residuos se ven claramente como una línea de considerable intensidad.

La cauda “heliotrópica” del cometa Arend-Roland evolucionó de una especie de abanico difuso (22 de Abril) a un largo y angosto espigón que alcanzaba varios millones de kilómetros el 21 de Abril. Hacia el 29 el chorro desapareció porque, además de habernos alejado mucho del cometa, lo veíamos desde fuera del plano de su órbita”.


            “Science News Letter”

                    June 29, 57

 

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Nos es grato publicar esta confirmación

 autorizada de una reconocida publicación

 científica a la teoría de nuestro colaborador

 Pérez-Valle, joven de profundos estudios a

 quien, junto con Incer, siempre consultamos los

 problemas de nuestras informaciones

 científicas y cuyos artículos dan a nuestro

 público datos bien fundados y de altísimo

 interés como en este caso que comentamos.

miércoles, 25 de agosto de 2021

JOSÉ DE LA CRUZ MENA . Por: Dr. Manuel Maldonado. León, 15 de Octubre de 1920

 


JOSÉ DE LA CRUZ MENA*


Por Manuel Maldonado




         Señores:

         La esclavitud la siente el hombre en todo tiempo y en toda forma. Desde que nacemos venimos dentro de nuestra cárcel que es la materia. A sus necesidades y miserias, a sus dolores y flaquezas vivimos atados mientras llevamos el cuerpo, el cuerpo que nos abruma, el cuerpo que nos hace infelices y cobardes, que nos hace llorar, porque él es al espíritu lo que el manto cáustico de Deyanira pegado a las carnes desnudas de Hércules.

         Crecemos, y nos encontramos con la familia que tal vez nos ama. Esta es una cadena de seda, así como el hogar es un poste de pórfido; pero, para los que han nacido para servir a los demás, para los que traen al mundo una misión apostólica y llevan en sus pies las sandalias del peregrino, para esos, la cadena resulta pesada y el poste se torna de hierro e insoportable.

         Viene la Sociedad y esta Mesalina nos seduce y nos corrompe. En sus brazos deshojamos nuestras blancas flores, nuestras inocencias primitivas, las alburas morales. En sus deslumbrantes salones en sus pintorescos jardines, a la vista de sus frescos y de sus lagunas donde juegan los sátiros revueltos con las ninfas, donde Leda es violada por el Cisne Olímpico, allí perdemos el pudor y nos convertimos en esclavos del Vicio.

         Viene la edad proyecta y con ella vienen también los ensueños de la gloria mundana, las insensatas ambiciones políticas, la avaricia con su insaciable sed de oro, parecida al tonel de las Danaides, y entonces somos esclavos del aplauso popular que nos embriaga; del patrón que nos compra y nos envilece; del oro que nos becerriza; y cada triunfo lisonjero, cada gratitud que nos obliga, cada hurto feliz, es un eslabón que agregamos a la cadena que vamos arrastrando por la tierra. (Ya en otra ocasión he dicho cosas parecidas, pero no me parece importuno ampliarlas y repetirlas).

         Un día llegamos a ser ricos, ya sea por un antojo de loca fortuna, ya sea porque heredamos un patrimonio deshonesto, porque nos vendemos, porque nos cotizamos en los mercados de la infamia, porque robamos fraudulentamente llenando nuestras arcas a expensas de las hambres ajenas y de los mendrugos de los pobres, ¿y qué ganamos con esa riqueza, si en cambio somos pordioseros del honor que nos falta?

Otro día llegamos a ser potentados y nos llaman altas personalidades, pero en cambio somo menesterosos de la piedad cristiana que nos abandona.

         Otro día se escucha en nuestro derredor un suave abejeo: en la muchedumbre que nos aclama, llamándonos herederos de una corona imperial, caudillos libertadores de un pueblo, yen cambio se oyen en el interior de nuestra conciencia golpes de protesta, aullidos de remordimiento y gritos de desesperación, porque para sostener nuestros privilegios sacrificamos a las masas indefensas, mutilamos  el derecho ageno (sic), escarnecemos la justicia o violamos la libertad.

         Siendo así, yo no quiero ser galeoto; yo no quiero cadenas; no quiero la gloria: no quiero el oro; no quiero la sociedad; no quiero la carne. Quiero la libertad, pero la libertad absoluta. Prefiero ser como Diógenes y decir “¡quítate de allí Alejandro que me haces sombra!” porque en verdad, los triunfos de carnaval, los honores funambulescos del poder, las tentaciones de la materia vil, son demasiados tiranos y crueles; y sus halagos, sus sonrisas y sus mieles, son carlancas doradas, venenos sabrosos y embriagantes y pérfidos cantos de sirena.

         Siendo así, quiero decir a la sensualidad; tu filtro es muy dulce, y hace soñar como el hatchis (sic) indio, ¡ah! pero él me llenará el alma de hastío y el cuerpo de úlceras y de gusanos. Entonces, renuncio a tu copa de ágata rosada y prefiero el cáliz mundificador de la amargura, el cáliz de Getsemaní.

         Quiero también decir al oro: Tú eres demasiado fascinante y tentador; tú pudiste haber hecho a los hombres útiles, generosos y dignos; pero por el contrario, los has hecho estériles, egoístas, voraces, cínicos y hasta ladrones. Con tú sangre roja se nutren las almas débiles y bajas, las alas de todos los mercenarios que infectan toda la superficie del planeta. Con tu ojo fatal de basilisco matas los sueños de la casta virgen y la hundes en la degradación; tú eres el príncipe, tú, el segundo después de tu padre Satanás, que es el emperador de las tinieblas…

         Todo esto piensan y dicen los que tienen el preciso concepto de la vida; todo esto debe de haber pensado más de una vez el pobre artista ciego, quien vivía suspirando por la libertad de su espíritu. Su cuerpo, en aquel estado de podredumbre y de miseria ya no era celda opresora, era más bien una verja de cristal, al través de la cual, contemplaba en sus éxtasis armoniosos y en sus nostalgias celestes el vago azul de la bóveda infinita, el indeciso resplandor de las estrellas y la beatitud inefable de los ángeles.

         Señores:

         Estamos glorificando al más triste quizá de los mortales, al que fue leproso como Job, hambriento como Homero, ciego como Milton.

         Me figuro a José de la Cruz Mena como un árbol fatídico y trágico a donde llegaron a picotearlo pá hacer sus nidos sombríos todos los cuervos el infortunio y del dolor. Sin embargo, el dolo es a veces, el agujero por donde penetra el alma humana, como un rayo de sol, la mirada piadosa del Buen Dios.

         En efecto, Dios, vio más a Job que a Sardanápalo. Diríase que el ojo divino es como ciertos intensos rayos X que transparentan y profundizan, pero deteriorando la materia obscura por donde pasan. Por eso fue e cuerpo de Job una sola llaga, por donde un día el fulgor celeste lo envolvió cual si hubiese sido una fundente sábana de luz.

         Para extraer el alma de las flores, para concentrar su perfume en un alcoholaturo incorruptible, hay que pasar primero por la dolorosa maceración; hay que mezclar la rosa mártir o el lirio fragante con una substancia astringente o corrosiva. Luego surge de la pasta informe, de los pétalos disueltos, el aroma sutil, el último aliento escapado en medio de una agonía silenciosa y resignada.

         Lo mismo pasa con el hombre. Para conocerlo profundamente, para extraer el oro de sus pensamientos, de sus íntimas ternuras o de sus melodías  secretas, hay que martirizarlo; hay que cavar hondo, muy hondo, hay que quebrantar brozas muy duras, hay que macerar carnes y huesos, y enseguida se verá, que la queja tiene la devoción de una plegaria; que el grito resuena como un cántico, que la úlcera brilla como una condecoración celestial, que las lágrimas se tornan fecundas como el rocío de la mañana, y es porque después de una noche de desolación, despunta casi siempre la aurora de la esperanza.

         ¡Pasó ya la hora de las sombras, y vienen ya las claridades redentoras! José de la Cruz Mena, vencido ayer por el hambre, por el dolor y por la lepra, hoy vence él a su vez, a la lepra, a la muerte y al olvido; y digo que vence a la muerte y al olvido puesto que él vive y vivirá familiarmente entre nosotros.

         Tal es así, que su nombre lo pronuncian todos los días las teclas de los pianos cuando la dama gentil arranca de sus fibras ocultas los sentidos Amores de Abraham: su nombre lo musitan las hojas de los árboles en los parques, cuando en las argentadas noches de luna, las orquestas derraman sobre las multitudes las dolientes notas de su valse Ruinas; su nombre lo repercuten las naves de los templos cuando los pulmones del órgano sonoro preludian o entonan su Requien soberano.

         José de la Cruz Mena, libre ya de los anillos constrictores de la lepra, está en vísperas de marmolizarse; quiero decir, que las carnes putrefactas de antes van a ser sustituidas por otras blancas, puras y perdurables, y el inmundo estercolero se ha transformado en montaña sagrada cubierta de palmas rumorosas, de abetos odorantes y de lauros eternos. En la cima de la montaña está la radiosa joven Hebe, que es la compañera de todos los mártires geniales, y en esa noche solemne, la ninfa divina me manda ofrecerle al lírico ciego, como la promesa de una boda ideal, su excelso regazo que equivale a la consagración de la inmortalidad.

         En la lucha de la vida, señores, hay muchas maneras para vencer. Al buey que es el tipo de la ignorancia paciente, se le domina con el yugo. Al potro que es el tipo de la rebeldía brutal, se le somete con el látigo. A las inteligencias mediocres, se les fascina con las lentejuelas del éxito: a las inteligencias vivaces, se las hipnotiza con el brillo sideral de la idea. A las almas viles y corrompidas se las compra con el oro; a las almas egregias y delicadas se las cautiva con la Lira del divino Orfeo, con la flauta del Dios Pan o con el Arpa del Rey David.

         El triunfo definitivo, será, pues, de la Harmonía, porque Harmonía quiere decir, perfección y Belleza. La perfección se aplica al espíritu, o lo que es lo mismo a la esencia de las cosas: la belleza se aplica a la forma, o lo que es lo mismo, al vaso que encierra la esencia.

         La Harmonía, como Dios, está en todo. Está en los pétalos uniformes de un lirio: está en el óvalo de un rostro circasiano: está en las curvas gloriosas de un busto femenino; está en la euritmia de un templo gótico; en el eco de un beso de amor; en el timbre de una voz argentina; en el canto triste de una sirena; en el ruido triunfal de un golpe de alas; en el noble ritmo del corazón humano; en la soberana cadencia del metro; en la sonora campana del idioma; en el trino inimitable de los ruiseñores; en el blando susurrar de las frondas; en el doliente murmurio de los ríos; en el estruendoso caer de las cataratas; en el vibrante diapasón de los océanos, y en la pasmosa tonalidad de los crepúsculos; en fin, cada acento leve o grave, cada forma extraña o nueva, es una nota que sube y que baja en la escala del pentagrama universal, y tan armoniosa resulta la estalactita con sus facetas brillantes hechas de lágrimas cristalizada, —concreción quizá, del dolor de un peñasco que llora su  mudez—, como es armónica la bóveda celeste, con sus millones de mundos formados de espíritus luminosos y perfectos, girando en maravilloso concierto al compás de una batuta que probablemente dirige la mano Diestra del Gran Dios.

 

                            MANUEL MALDONADO


·        Discurso pronunciado por su autor, el doctor Manuel Maldonado, en el Teatro Municipal de esta ciudad, en velada que celebróse en 1915 con la magna objetiva de organizar fondos para la erección del mármol que glorificará la muerte del artista, del pobre artista infortunado, que igual al cisne en duelos que fue el alma de Chopín, desmayaba sus trinos enfermos, saturados de asfódelos mortuorios, que surgían desde el fondo de su alma, como del fondo del sepulcro. Al publicar dicho discurso, es como un justo homenaje de recordación que hacemos, ya que se cubre de olvido su memoria, al cumplir el XIII aniversario de su muerte.

* Publicado en la Revista Arte y Vida. Año I. No. 3. Revista Quincenal de Literatura y Variedades. Director: Antenor Sandino. Administrador: Pedro Rafael Alvarado. León, 15 de octubre de 1920. Editada en los talleres tipográficos de La Prensa.