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jueves, 6 de enero de 2022

RUBÉN DARÍO. Por Tobías Zúñiga Montúfar*. 18 de abril 1916.

 

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              Cuando Rubén Darío, en la plenitud de la vida, abandonó, en incierto viaje de aventuras, sus tierras solares, donde al amor de sus lagos había cantado las garzas blancas y garzas morenas, iba repitiendo por el mundo, con nostálgicas entonaciones, la clásica frase que cristaliza, más que ingratitud de los pueblos para sus hombres de genio, la superioridad individual al medio ambiente de cultura en que nacieron: “nadie es profeta en su tierra”.   

            Y al volver al regazo natal de Nicaragua, coronada la frente apolínea por el prestigio universal, era ya el gran profeta, consagrado por su pueblo después de la consagración de una raza, que iba a morir a la ribera de sus lagos y bajo el sol de sus amores, como un príncipe glorioso conquistador de vastos imperios en lejanas tierras.

    Pompas, ditirambos, fúnebres oraciones, salmos, elegías, campanas que lloran, flores de cariño, músicas de réquiem, liturgias episcopales, civiles procesiones, el alma selecta de la Patria, rindiéndole pleito homenaje a la vera del sepulcro, después de haber colmado de postreras bendiciones y ternuras en su lecho de muerte.

            ¡Gran emperador que moría sin otro cetro que el poder de su mágica palabra!

            ¡Gran pontífice en la Iglesia del Arte, sin otra tiara que la de su cabeza esclarecida!

            No tuvieron muchos hombres de genio la misma ventura, la suprema felicidad de este mago de la palabra en las horas de agonía ni al tramontar las regiones de la Eternidad.

        Su nombre había llenado por un cuarto de siglo, en ondas magistrales, las tribunas de las letras hispanoamericanas.

           En el Boulevard de los Inválidos de la Ciudad Luz, en el regio salón lirico del quinto piso, donde el Carlomagno de la poesía, Leconte de Lisle, presidía el cenáculo parnasiano con la asistencia de los iniciados Catulle Mendés, Francois Coppée, Villiers de L̕ Isle Adam, Luis Menard, José María de Heredia, León Dierx, Armand Silvestres, Sully Prudhomme y demás devotos de la secta, se unían, omnipresentes, en sus espíritus, en el pasado, presidiéndoles, el alma inmensa de su divino precursor, el sacro cesáreo Víctor Hugo, Dios del pensamiento que está en el cielo del Arte santificado; y en el futuro, en el viejo y nuevo mundo de las hispanías, el espíritu de Rubén Darío, que vagando por el ambiente de luz astral del Parnaso, recogía las magníficas orquestaciones verbales de la hechicera lengua de Lutecia, para inundar después de las innovadoras armonías la lírica hispano-americana.

        Víctor Hugo fue el precursor, el Dios creador de las nuevas formas literarias que rompieron los clásicos decires y pensares de la Francia inmortal; y Rubén Darío, arrancando los secretos del verbo innovador, los sustituyó con las melodías de su tropical inspiración en las viejas prosas tribunicias de América y de España y en las monótonas y por largos siglos estacionarias rimas del habla castellana.

        Si Leconte de Leslie brillará siempre al fulgor de Hugo –al decir de Darío—, Darío brillará siempre al fulgor de Leconte de Lisle, por mucho que, como él mismo lo confirmara, hubiera cedido a otras vigorosas influencias de antaño y de la modernidad.

    “ ¿Qué portalira de nuestro siglo –dijo Darío— no desciende de Hugo? ¿No ha demostrado triunfalmente Mendés –ese hermano menor de Leconte de Lisle— que hasta el árbol genealógico de los Rougon Macquart ha nacido al amor del roble enorme del más grande de los poetas? Los parnasianos proceden de los románticos, como los decadentes de los parnasianos. “La leyenda de los siglos” refleja su luz cíclica sobre los “Poemas Trágicos, Antiguos y Bárbaros”. La misma reforma métrica de que tanto se enorgullece con justicia el Parnaso, ¿quién ignora que fue comenzada por el colosal artífice revolucionario de 1830?

        Por lo mismo, la revolución hispano-parlante de Rubén Darío nace indirectamente del romanticismo hugueano, pero arranca inmediatamente del pontífice del Parnaso, Leconte de Lisle.

    Miguel de Cervantes Saavedra, Teresa la Santa, Gracián, Don Francisco de Quevedo y Villegas, Góngora, entre los españoles, según su propio decir, saturaron su espíritu de viejas armonías  y pensamientos seculares; Gautier, Flaubert, Verlaine, Mallarmé, los simbolistas como los decadentes  diéronle matices diversos a su genio; pero fue el sumo sacerdote Leconte de Lisle, con sus “versos de bronce, versos de hierro, rimas de acero, estrofas de granito”, quien engendró, dándole la sangre, el hueso, la médula y el inicial arranque, al portalira del modernismo hispano-americano.

    El mismo amor del Jefe del Parnaso a la belleza helénica, en la cual encuentra la fuente caudalosa de la inspiración artística, se plasma en las obras perdurables de Darío. Y cuando no es la Grecia clásica de los dioses inmortales la que refleja su majestuoso panorama en las concepciones estelares de Darío, cuando no es la trompa épica de Homero la que percute en las vibraciones de su tricorde lira o en las cañas de su flauta pánida, es la magia seductora del Versalles del dorado siglo diez y ocho y la ática floración de ingenios exquisitos de la Francia del Rey Sol, la luz que cristaliza en diamantes su criollo pensamiento.

         El poeta así lo dice:

                   Y entonces era en la dulzaina un juego

            De misteriosas gamas cristalinas,

            Un renovar de notas del Pan griego

            Y un desgranar de músicas latinas.

 

                   Y muy siglo diez y ocho y muy antiguo

            Y muy moderno; audaz, cosmopolita;

            Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo

            Y una sed de ilusiones infinitas.

          No decimos que Rubén Darío cincelara todas sus concepciones en el mármol pentélico de Leconte de Lisle en que Núñez de Arce, en España, cinceló todas sus estrofas. El espíritu creador, amplio y variado de Darío tuvo muy distintas manifestaciones, hasta el punto de modernizar los antiguos romances españoles. Decimos que era parnasiano en su iniciación y que en sus transformaciones y modulaciones sucesivas mantuvo su carácter inicial en el afán de renovación del verso, dándole mayor vigor, más dulzura y más altas sonoridades, objetivándolo, precisándolo más a ideas concretas, en la íntima melodía de una música ideal y fonética.

        No hacemos obra de análisis. La trascendencia de la revolución métrica rubendariaca, de sus procedimientos, de sus ideales, de su fuerza generatriz, de sus aspectos diversos, ha sido expuesta, magistralmente, por los más doctos artistas de la crítica castellana y por el mismo Darío en múltiples dilucidaciones y manifiestos. Nuestras palabras son de entusiasmo, de admiración ingenua, que bien podrán calificarse como inconsultas lucubraciones por los sabios doctores de las letras, o como infecundas y ociosas cavilaciones por los intransigentes monoteístas devotos del alado Mercurio.

            Para juzgar a Rubén Darío en la plenitud de su obra, para comprender la amplitud de su alma, la profundidad de su pensamiento, su amor a la suprema belleza, su respeto por todas las manifestaciones de fuerza del intelecto humano –aun aquellas más alejadas de su temperamento de artista, — y su meditación religiosa sobre los problemas de la vida cuando no sobre los misterios de la muerte, hay que leer con ascética devoción sus bellas y nutridas y cinceladas y rutilantes prosa

        Prosa policroma y de estudio, de erudición sabia y de revelaciones estéticas, de labor benedictina y apostólicas propagandas, en “Los Raros”.

        Prosa de arte, seductora, de encanto, de delectación y de ensueños; prosa de colores y armonías, de músicas aladas y amargos símbolos, en “Azul”.

        Prosa robusta y preciosa; prosa rica de expresiones y de giros, opulenta de ingenuas admiraciones y llena de dolorosas verdades; prosa patriótica y aristocrática, inflamada por ardorosas ansias de renacimiento, en “La España Contemporánea”.

        Prosa sutil y reverente, de síntesis y análisis, de exégesis de arte, prosa musical y religiosa, en “Peregrinaciones”, en “Parisiana”, en “La Caravana Pasa”.

       Prosa, en fin, delectable, de sus relatos de viajero, de sus estudios de pequeños y grandes hombres, de ilustres o frívolas mujeres, de cosas extraordinarias y acontecimientos singulares; prosa de selección, laborada al amor del jardín de sus ideales en el reino de su fecunda fantasía, recopilada o diseminada por el mundo como cauda luminosa de un éxodo de cometa. 

        Leyendo en sus prosas a Darío, se comprenderá mejor que quien a los asuntos por él tratado lleva tan minuciosas acotaciones, tan sucintos análisis , tan refinado amor a los progresos del espíritu humano en sus complejos y múltiples aspectos, tan personales observaciones hijas de su genial talento, tan raras, sutiles, elegantes y nuevas formas de lenguaje, no era, no podía ser, en la poesía, como le suponen el vulgo letrado de las gentes o sus menguados imitadores de pacotilla, un simple gaitero mendicante, producto de extravagantes fanfarrias, sino una mentalidad de superior cultura, un artista, un poeta, que conocía a lo hondo en su complejo mecanismo y en su vasta trascendencia estética el maravilloso instrumento verbal con que la naturaleza le dotara.

        La América Indo-Hispana, conglomerado en fermentación de levadura cosmopolita, tierra de inmigración para todas las razas del Continente Antiguo, después de ensayar por medio siglo orientaciones distintas a las heredadas de la colonia y de los tiempos heroicos de la independencia, con su espíritu abierto a la rosa de los vientos de la cultura universal, con su amor fervoroso a la civilización francesa y con su predominante eclecticismo literario, era ambiente propicio para la reforma del verbo nuevo. Y Rubén Darío, acogido y celebrado en las grandes urbes sudamericanas como alto exponente de las letras continentales y como mentor de nuevas generaciones, fue ungido en América, si no como precursor sí como individualidad representativa de sus nobles ansias de reforma y de sus étnicas tendencias a la posesión de una cultura superior autóctona.

        Después el poeta, en su peregrinación sideral, llegó de la América a España, la España conservadora, agarrada entonces con raíces seculares al siglo de oro de sus clásicas letras. Cumpliéndose la predicción profética del pensador y estilista uruguayo José Enrique Rodó, si Darío no cosechó en España las asperezas de una guerra sin tregua, porque ya entonces estaba consagrado por el Pontífice de la crítica española, el ático don Juan Valera, y benévolamente la atendían algunos de sus proyectos intelectuales, encontró “un gran silencio y un dolorido estupor, no interrumpidos ni aun por la nota de una elegía, ni aun por el rumor de las hojas sobre el surco en la soledad donde aquella madre de vencidos caballeros sobrellevaba –menos como la Hécube de Eurípides que como la Dolorosa del Ticiano— la austera sombra de su dolor inmerecido.

        “Llegó a España el poeta levando nuevos anuncios para el florecer del espíritu en el habla común, que es el arca santa de la raza; destacóse en la sombra la vencedera figura del arquero; habló a la juventud, a aquella juventud incierta y aterida, cuya primavera no daba flores ras el invierno de los maestros que se iban, y encendióla en nuevos amores y nuevos entusiasmos. Y en el seno de esa juventud que dormía, su llamado fue el signo de una renovación; y pudo ser saludada, en el reino de aquella agostada poesía su presencia, como la de los príncipes que, en el cuento oriental, traen de remotos países la fuente que da oro, el pájaro que habla y el árbol que canta”.

        Así, hoy que ha muerto, le glorifican en España como el precursor del moderno renacimiento literario, al punto de que, vigorosas personalidades de su intelectualidad dirigente le marcan ya, desde las más altas tribunas de la prensa, un puesto ideológicamente insustituible en el desenvolvimiento del habla castellana.

        “La historia del teatro y de la novela castellanos modernos, ha dicho Gómez Barquero (Andrenio) después de la muerte de Darío, --se puede escribir prescindiendo de América. La de la poesía lírica no. Ella es obra de Rubén Darío, principalmente. Para apreciar su importancia, para ver la trascendencia de su influencia poética, hagamos esta sencilla consideración: ¿Faltaría algo esencial en la historia de la literatura española moderna, si no mencionásemos a los otros ingenios americanos, a Bello, a Cuervo, a Montalvo, a Caro, a tantos otros? Evidentemente no. ¿Y si quisiéramos omitir a Rubén Darío, al tratar de la lírica moderna, se notaría la omisión en esa historia? Sí. Quedaría incompleta, mutilada, sin lógica, con una laguna o un enigma en los orígenes de su transformación. Esto da la medida de lo que representa Rubén Darío en la literatura castellana contemporánea”.

        Hemos hablado del artista de la palabra. Para el hombre no tenemos ditirambos. Nunca hemos creído que los estímulos de la disipación de la vida acrecienten la potencia de la inspiración artística; antes bien, por leyes fisiológicas constituyen fuente lamentable de prematuras cuando no suicidas decadencias para los astros del pensamiento humano.

            Dejamos, por tanto, al hombre, en el sagrado inviolable de su vida bohemia y de sus paraísos artificiales.

            No es en las oquedades de su revuelto nido donde el águila nos cautiva, ni en las penumbras de su cubil donde el bello leopardo nos seduce. Estas fuerzas de la naturaleza las admiramos: al águila, con sus hipnotizantes pupilas y su frondoso plumaje, cuando tramonta los cielos en raudo vuelo soberano en las glorias del sol; y al leopardo, con su marcial apostura, con su piel de manchado terciopelo y sus fauces de misterio, cuando impera, ¡gran rey! en sus dominios de las selvas seculares.

            Ya el liróforo llegó en lo eterno a la ciudad por él imaginada a la muerte de un genio, a la ciudad de Walhalla o Jerusalén, “ciudad de héroes, de artistas, de sabios y de poetas, ciudad de los genios de la fuerza, los genios de la belleza, los genios del carácter y del corazón, los genios de la voluntad, ciudad de las almas soberanas que giraron por la tierra, actualmente cumpliendo con su misión semidivina”.

            Llega Darío al coro magno de los inmortales, por él soñado en mística visión.

        “Junto a los boscajes de ensueño de esa sublime ciudad, Jerusalén o Walhalla, los pensadore y los soñadores siguen en peregrina ascensión construyendo las fábricas de sus cálculos, los palacios dew sus fantasías. En un aire de luz cruzan las ondas de los pensamientos como en una electricidad suprema”.

            A su llegada saturan súbitamente las altas claridades un rumor de alas, un hálito de flores, un resplandor de estrellas y la música infinita del alma de las cosas que moran en la Tierra. Un murmullo de salutación nace en la ciudad eterna de los inmortales, y Víctor Hugo se adelanta para recibir, --El lo dice, -- a su Vicario de América y España.

         18 de abril 1916.

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*** Del libro SELECCIONES (de la Tribuna y de La Prensa).  Editorial Apolo, San José, Costa Rica, 1935. Pp. 145 – 154.

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lunes, 16 de enero de 2017

UNA VISITA A FRANCISCA SÁNCHEZ, MUSA CAMPESINA DE RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Fiallos Gil. Septiembre de 1962.


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Francisca Sánchez del Pozo, en su hogar en Madrid, contempla reverente
el retrato de su amado Rubén. -- (Foto archivo. 1961).
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         El primero de mayo fuimos a visitar a Francisca Sánchez del Pozo, que vive en uno de esos barrios nuevos de Madrid, colonia de San Vicente de Paúl, en Carabanchel Bajo. El gobierno español le ha dado este pisito soleado, frente a una pequeña plaza todavía desprovista de árboles, como homenaje práctico y justo a la compañera de Rubén Darío. Nos acompañaba Concha Castroviejo, clara periodista gallega que escribe crónicas de excelente estilo, en el diario “Informaciones” de Madrid, y don Antonio Oliver Belmás, ilustre literato y muy humano señor del Seminario Archivo Rubén Darío, fundado y cuidado por él, y a quien Francisca tiene en gran estima, pues ha sido su protector, el amigo a quien confió los papeles del poeta, guardados celosamente por ella durante más de cuarenta años en un pueblecito de la sierra, después de defenderlos de polillas y otros bichos, y  de los saqueos y engaños de visitantes que la obligaron a desconfiar de todo el mundo. En su libro “Este otro Rubén Darío”, don Antonio cuenta las incidencias del caso.

         Francisca salió a recibirnos en persona, Pese a su origen campesino, ella impresiona por su dignidad. Desde su vejez iluminada de recuerdos y sufrimientos, nos mira con ojos  húmedos. Llegan dos nicaragüenses a visitarla (mi mujer y yo) y eso es mucho. Y son de León de Nicaragua, la patria chica del poeta. Nos abraza para ahogar sus sollozos de anciana y para mostrarnos su emoción. Pronto se recobra y habla agradeciéndonos la visita.

         --“Oh –dice— todo lo que sea de allá, yo lo adoro. Cuánto quería Rubén a su tierra!”.

         El cronista –genuino nicaragüense— comienza a saludar a la señora. Ella se queda escuchando para retroceder medio siglo. El idioma que el cronista habla tiene las suavidades aborígenes del nahoa en el que las palabras y las sílabas fuetes carecen de la prosodia rígida y militar del castellano. Ella trata de remedar la pronunciación evocadora de los dulces momentos: Nicaragua… y lo hace sin la recia ka o la tajante gua del habla madrileña… sobre todo, esta última sílaba diluida en impresionista de Nicaragua

Hogar de Francisca Sánchez. De izq. a derecha:
don Antonio Oliver Belmás, doña Rosario de Fiallos Gil, Dr. Mariano
Fiallos Gil, doña Francisca Sánchez del Pozo y la periodista gallega
Concha Castroviejo. 1962. 
         En la pequeña sala comedor que mira a la plaza de esta colonia nos sentamos en torno a la mesa. De las paredes cuelgan retratos del poeta. Ella tiene también un álbum con algunos recuerdos  y de su mente clara de más de ochenta años, comienza a extraer hechos pasados hace mucho tiempo… Pese a que algunos son muy tristes o dolorosos, su voz no refleja amargura. Es una mujer sólida y bella, de firmes convicciones y hablar preciso. Lleva un traje carmelita de tela basta. Es el hábito de la Virgen del Carmen que ella usa desde que el poeta se fue a Barcelona. Esto le da un carácter monacal, severo, pero el hábito no la cohíbe para sonreír, a veces con socarronería.

         Nos muestra la borrosa fotografía en la cual ella está muy elegante. “Ah –dice— este es un traje de barbas de ballena que me ceñía el talle como “una avispa”. Es un retrato de París. Llevaba también un mantón de Manila y fue en un baile de máscaras. Lo recuerdo. Rubén se sentía orgulloso de mi elegancia y presumía de mí, como si fuera una dama a quien él acabara de conquistar esa noche…

         Oh, cómo lo veo. Sus amigos no me conocieron por supuesto… Todos se sorprendieron de verlo con tan bella mujer. Y lo felicitaron: Manuel y Antonio Machado, Francisco Villaespesa, Andrés Eloy Blanco… El único que me conoció fue Antonio Palomero…” Cuando él dijo: “Pero si es Francisca… hasta yo me sentí desilusionada…”

         Y  sonríe dulcemente por aquel engaño pasajero.

         “Rubén no fumaba ni tomaba café” –dice—. “Oh, qué bueno era… Muchos lo han calumniado porque decían que bebía demasiado, pero no es cierto. Era muy laborioso. Escribía de noche para los periódicos y corregía poemas. Lo más que hacía era tomar, de vez en cuando, una copita de coñac Martel de tres estrellas que era su preferido… Era muy casero. Le encantaba la vida hogareña, las cosas sencillas, los recuerdos de su casa de León, de la tía Bernarda a quien mucho amaba”.

         “Mientras Rubén trabajaba yo rezaba el rosario quedamente o tejía… nunca le hablaba hasta tanto él no me hablar o pedía algo… así nos pasábamos largas horas en silencio: yo contemplándolo de reojo y él en su mundo de fantasías, escribiendo, corrigiendo… A veces levantaba los ojos. Y  ¡cómo le gustaba comer en casa! ¡Y era gran cocinero, sabía hacer arroz suelto y su orgullo era voltear la cazuela para demostrar que ni un grano se quedaba pegado en el fondo”.

         “Le encantaba la sopa de tortuga, el pichón asado a la parrilla que yo le hacía. Él me enseñó a cocinarle platos nicaragüenses por los cuales suspiraba: frijoles fritos, plátanos fritos en rebanadas y las tortillas de maíz”.

         “Mi padre era sacristán en Navalsauz, un pueblo pequeñito  y pobre en la sierra de Gredos. De allí, por amistad con un señor que después supe era el primer ministro, creo que Sagasta, nos vinimos a servir en los jardines del Rey. Allí en la Casa de Campo, conocí a Rubén. Al principio no me impresionó. El que me impresionó fue su compañero, un señor de largas barbas que resultó ser don Ramón del Valle Inclán… Rubén me pidió una flor. Yo se la dí con gusto… Me prometió volver… Claro que no le creí, él era un joven caballero muy galán, muy bien vestido y meticuloso, de hablar suave y facciones raras pero muy agradables. ¿Por qué iba a volver si yo era una campesina ignorante… y analfabeta? Pero al día siguiente volvió solo trayendo aquella flor. Allí empezó la cosa y nos seguimos viendo. Me enamoré de él  y me sedujo. ¿Qué iba a hacer? (Por el rostro de Francisca asoma un leve rubor). No nos podíamos casar… él ya estaba casado en Nicaragua…”

         “Pero después aprendí a leer. El mismo me enseñó y don Amado Nervo, su gran amigo. Yo aprendía bastante rápido, y una vez quise adelantar más y le dije a Rubén que me consiguiera un maestro para aprender más ligero aún y así poder ayudarle, copiarle cosas y  escribirle cartas… pero Rubén se enojó. Yo sabía cuándo estaba enojado de verdad… se ponía muy serio con el ceño cerrado… no dijo nada hasta después de largo rato… “Ve Francisca –me dijo— no quiero que aprendás más que para escribirme a mí…” Y allí acabó todo… ¡Ah! una vez don Amado Nervo se puso malo, pero muy malo, y que yo lo cuidé! Se escapó de morir… Rubén decía que era enfermedad de amor. Nunca creí que alguien pudiera morir de amor, como decimos en mi pueblo, pero don Amado se moría. Lo cuidamos mucho. Rubén lo quería como un hermano… y Amado se salvó… dijo Rubén que se había salvado por algo que escribió, “La Amada Inmóvil”… que por allí se había escapado la muerte”.

         ¡Oh… mucha gente venía donde nosotros, aquí en Madrid o en París”.

         “Qué terrible cuando supe la muerte de Rubén… Él me quería mucho, tenía muy buen carácter… Yo lo adoraba, pero el mundo es así… Con sus papeles en un cofre me fui a Navalsauz mi pueblo de treinta vecinos a pasar hambre y desdichas por cuarenta años… a veces no había qué comer y tenía que ir a buscar patatas sobrantes bajo los terrones para masticar algo… De vez en cuando alguna visita… De allí salí una vez para casarme con Villacartín, José Villacartín, que era un buen hombre y muy inteligente. Él supo comportarse muy bien conmigo y trató de proteger mis derechos con los libreros y me dio una hija con quien vivo y tengo nietos que me consuelan… Me casé como en 1921 en la Iglesia de San Marcos, Distrito de la Universidad, con lo cual sentí también que había santificado mi unión con Rubén. Nada tenía registrado en propiedad, ni el testamento, pero él me hizo todo… fue muy comprensivo… pero se me murió y pronto tuve que regresar otra vez a mi pueblo con mis recuerdos…allí me encontró Don Antonio y desde el primer momento que lo vi me di cuenta que era un hombre de bien y le confié mis tesoros… antes ya habían llegado algunos que parecían señores y con engaños me quitaron manuscritos originales, autógrafos, retratos de Rubén y los publicaron en libros y revistas como cosas propias… mientras yo envejecía en el pueblo… pero don Antonio es un santo… qué hubiera hecho yo sin don Antonio?”

         —Nada señora –era mi obligación… ¡ca! Francisca… el mundo le está a Ud. muy agradecida por haber guardado estas cosas… no se impresione que Ud. ha hecho muy bien… (Y don Antonio, comprensivo, sonreía halagado por aquella justa manifestación).

         “Vea –continuó Francisca— lo más conocido de Rubén son sus versos, porque los editores retorciendo los contratos se negaban a publicar la prosa porque los versos son más vendibles… así son… Rubén siempre fue víctima de los libreros que siempre le robaron…”

         Los visitantes se quedaron en silencio el cronista preguntó:

         —Y usted señora, ¿cómo está de salud?

         —“Pues verá, me siento bien, pero tengo aquí, cerca de la oreja esta cosa que no se me cura… me han llevado al hospital y viera… que no quería ir por lo caro que son las operaciones… pero los doctores que me examinaron me dijeron… “pero si ésta es doña Francisca, la compañera de Rubén Darío… trátenla como a una princesa… como a una princesa…”

         Ella se sentía llena de pueril vanidad por este homenaje. Afuera había una ligera garúa de primavera… entró una nieta. Amohinándose saludó a los visitantes… Nos despedimos disimulando alegría. En el fondo estaba la tristeza de ver, por última vez, a la que consoló por largos años a ese genial y extraordinario niño provinciano que siempre fue Rubén Darío, el poeta más humano del modernismo.

         León, Nicaragua

         Septiembre de 1962. 

miércoles, 17 de febrero de 2016

INTIMIDADES DE RUBÉN DARÍO Por J. Esteban Buñols*


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Retrato de Rubén Darío, elaborado por el Dr. Eduardo  Pérez--Valle para la edición filatélica del centenario. 

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          Cuando comenzaron a despertar en mí las aficiones literarias, siendo yo muy joven, eran mis autores favoritos Luis Bonafoux, Leopoldo Alas y Rubén Darío, y muy particularmente este último, cuyos versos y cuentos tan delicados y  exquisitos, de puro sabor parisiense, le habían dado gran popularidad en toda América, considerándosele un prodigio de las letras, primero en Nicaragua, donde nació en una aldea bastante humilde, llamada Metapa, de la cual pasó niño a la ciudad de León. En ésta escribió los versos que lo apellidaron el Cisne de América, no sin causar ellos una revolución literaria.

     Nunca pensé conocer personalmente a Rubén Darío y me lo imaginaba un ser apolíneo, por sus facciones, esbeltez, blancura y refinadas maneras, codeándose en aristocráticos salones con duquesas y marqueses y otra gente del gran mundo, apurando exquisitos vinos, en medio a la crujientes sedas, sonoridades de abanicos que se abren y  se cierran, en cuyo país artistas famosos habían pintado paisajes versallescos, perlas y  brillantes, bajo el derroche de luz de arañas de cristal. Todo esto en París.

     El tiempo transcurría y seguía siempre  admirando a Rubén Darío. Leía y releía sus versos y  cuentos y cada vez me sentía más atraído hacia tan raro y celebrado autor, de quien la crítica no acertaba a comprender cómo un hijo de Nicaragua, en plena adolescencia, antes de salir de allí, ya había producido versos dignos del más refinado de los poetas franceses y lo cual no lograban poetas españoles residentes por años en París aspirando a calzarse el coturno de un Alfredo de Musset.

     Era el año de 1907, si mal no recuerdo. Me encontraba en Nueva York como Canciller del Consulado General Dominicano, siendo el Cónsul General el poeta Fabio Fiallo, muy amigo de Rubén Darío, y con quien sostenía correspondencia. Mi amor a las letras, no sé por qué, se había disminuido –me refiero a las puramente literarias— prefiriendo la prosa de índole didáctica; pero siempre venía a mí mente el recuerdo de Rubén Darío, con sus cuentos primorosos como La Muerte de la Emperatriz de la China, La Ninfa, y la crónica sobre el entierro de Castelar, “lengua y gesto de su raza”, y aquellos versos como El Faisán, Blasón, Era un Aire Suave y La Princesa Está Triste, hechos de seda, de perfumes, de rayos de luna y burbujas de champaña; sí, Rubén Darío no se apartaba de mi mente y lo consideraba como la encarnación de su propia poesía.

     El consulado se encontraba situado en un viejo caserón de cinco pisos, en Broadway, casi frente al poderoso edificio del Standard Oil. Consistía en dos cuartos, uno de oficina para el Cónsul y el otro de despacho de los asuntos consulares para el Canciller, y ambos se comunicaban por una puerta de cristal opaco. Una tarde, que voy  a hablar con el Cónsul, no bien empujo la puerta, siento una resistencia,  y ya medio abierta, me dice Fiallo, en voz baja, que no pasara porque Rubén Darío, completamente ebrio, dormitaba sobre el sofá de terciopelo rojo, y lo velaba para cuando estuviera en condiciones llevarlo a su casa en automóvil. Pude ver por primera vez, al poeta de mis ilusiones juveniles, al Cisne de América, allí tendido, de macizo cuerpo, color amulatado, facciones más bien toscas  y un tanto abotagadas por el alcohol. Fue un golpe de rápida vista y la puerta quedo cerrada con gran misterio.

     No bien transcurrieron algunas semanas, cuando una mañana suena el teléfono del Consulado. Es Rubén Darío que tiene urgencia de hablar con Fabio Fiallo, quien se pone al punto el auditivo al oído para escuchar con avidez. Tan pronto termina, me dice: “Rubén Darío tiene necesidad de que lo vea sin pérdida de tiempo, porque se encuentra en un trance que me hace gracia”.

     Existía en Nueva York una alegre casa de citas, muy conocida  y costosa, que llamaban One, Two, Three, precisamente porque el 123 era el número de la casa. Se encontraba en los alrededores del Times Square, distrito de los teatros y de mucha animación a todas horas del día y de la noche. Entró Rubén Darío solo a dicha casa, pasadas las once de la noche, cuando comenzaban a visitarla algunas coristas de las comedias musicales entonces en boga –tales como Modelos Parisienses, Los Alegres Solteros y La Reyna del Molino Rojo— y otras vendedoras de caricias, quienes al transitar por la calle, parecían damas de la alta sociedad. La apariencia de Darío era la de un príncipe hindú y sólo le faltaba el turbante. Era un parroquiano a quien había que prestarle especial atención y así lo comprendió la dueña de la casa. Fue presentado al punto a varias de las muchachas allí reunidas, jóvenes, bellas y rubias las más. Entonces no había restricciones en Nueva York para rendirle culto a Venus, diosa perseguida a veces por la policía a nombre de la moralidad, pero siempre triunfante  y demostrando que dirige los destinos del mundo. Encerrado en una de las habitaciones de lujo, rodeado de varias de las muchachas en trajes vaporosos tras los cuales se veían sus cuerpos blancos y esculturales, tentadores, Darío se creería un Sultán en su harén, pensando en la Noche de la Fuerza que existió en Turquía en que había que dar prueba de virilidad, y las botellas de champaña se sucedían unas después de otras en medio a las caricias. Las paredes de la habitación, revestidas de espejos, reproducían las escenas y  las multiplicaban a la luz de un verde pálido y sólo faltaba que del cielo raso llovieran rosas, muchas rosas, que el poeta sin duda se las imaginaba, él que soñaba con Los Cuentos de las Mil y Una Noches.

     Al mediodía siguiente Darío despertaba. Todo había pasado como en un sueño y volvió a la realidad cuando la dueña de la casa se le presentó con la cuenta, bastante crecida, no teniendo Darío consigo lo suficiente para pagarla. En vano trató de que la dueña de la casa fu era amable y esperara hasta por la tarde cuando él regresaría a dejarla cumplida, explicando quién era él y las relaciones que tenía en la ciudad. Nada, que uno de sus amigos valiosos viniera a pagar la cuenta y entonces quedaría en libertad. Pensó que nadie mejor que su hermano en lo azul, el poeta Fiallo, comprendería su situación sin censurarlo, y lo redimiría. Y así fue, pero no sin mediar en el rescate el Cónsul de Nicaragua.

     Noches después, en lujoso palco de la Opera Metropolitana, estaban Rubén Darío y  Fabio Fiallo, a quien aquél había invitado, oyendo La Tosca, en que cantaba el célebre tenor Caruso. Y la mirada de Darío se extasiaba en ver por sus binóculos, cuando se iluminaba el teatro en los entreactos, la hilera de palcos que parecían canastillos de flores, las gargantas blancas con los collares de brillantes y los caballeros de rigurosa etiqueta que era la clases de gente que él amaba, porque aquella de malas trazas mantenían sus entusiasmos mudos, y según solía repetir prefería que le dijeran todo en la vida, menos que era pobre, porque él siempre se consideró millonario, por lo menos en su mundo interior, poblado de grandezas y de ensueños.

     Pasaron los meses y como que me había olvidado de Rubén Darío, cuando una tarde, frente al Hotel Astor, me dice Fiallo: “Vamos a saludar a Rubén Darío, quien se encuentra hospedado en este hotel, de paso para Madrid, a donde va a presentar credenciales de Ministro de Nicaragua, y desea verme”.

     Después de anunciarnos, subimos por el ascensor al piso de su habitación precisamente en momentos en que el Secretario de Darío le hacía el nudo de la corbata, preparándose para hacer una visita ya anunciada. No bien vio a Fiallo, mostró mucho regocijo; pero pude observar que Darío se tambaleaba. Estaba bajo la influencia del alcohol. Confirmé que era más bien alto de estatura, fuerte, facciones toscas y de raza nada blanca y sí de una mezcla de mulato o indio. Él decía que tenía las manos de marqués, pero sangre de indio chorotega. Ya hecho el nudo de la corbata, se plantó Darío delante de Fiallo y le preguntó si debía o no hacer la visita. Fiallo comprendió que en su estado de embriaguez, no debía tener lugar la visita, y con diplomacia le persuadía que se quedara conversando entre nosotros. Entonces Darío se le encaró a Fiallo y le dijo: “Pues voy a la visita”. No se le podía contrariar y Fiallo se inclinó a su parecer. Se pone Darío a reflexionar y exclama: “Ya no voy a la visita y  me quedo con ustedes conversando”. Se sentó, medio somnoliento, a una mesa sobre la cual había algunas cuartillas y libros, y dijo que estaba concibiendo una poesía Seminola y deseaba que Fiallo le fuera buscar un disco de fonógrafo que tenía impresa la música de ese canto que quería oír para inspirarse. Fiallo le dijo que como era sábado, pasadas las seis de la tarde, ya los establecimientos estaban cerrados. Darío insistía y recitaba algunas de las estrofas de la poesía en preparación y luego hablaba de mitología y otras cosas de arte. Lo encontraba muy interesante y era de lamentarse su estado de embriaguez. Pude notar realmente que tenía sus manos finas, y que su alma encerraba muchas delicadezas. Fiallo lo miraba con una mezcla de admiración, cariño y lástima. “Aprovecho esta ocasión, le dijo, para pedirte que le dediques uno de tus libros a Jacinto B. Peynado de Santo Domingo, que tanto te admira y se sabe muchas de tus poesías y las recita entre sus amigos”. Extendió Darío la mano y cogió un ejemplar de Cantos de Vida y Esperanza y escribió en él la dedicatoria solicitada, poniendo antes de la fecha Océano Atlántico en vez del Hotel Astor o New York, donde nos encontrábamos, sin duda porque él pensaba que estaba navegando rumbo a España, en dicho Océano, bajo el mareo que le producía el alcohol.

     Nos despedimos, dejando a Darío sumido en un gran sopor, y fue la última vez que lo vi en vida.

     Ya no estaba yo en el servicio consular. Andaba como agente viajero por Centro y Sur América, perdiendo el contacto de hombres de letras hispanoamericanos que había conocido en Nueva York como Bolet Peraza, Zumeta, Chocano, Jacinto López, etc. En mi itinerario figuraba Nicaragua, la tierra de Rubén Darío, y al pisarla vuelve de nuevo a ocupar mi mente el Cisne de América, y no bien llego a León, visito la Catedral donde se encuentra enterrado, en la nave principal, en un mausoleo que custodia un león de mármol.

     Recuerdo que doña Fidelina de Castro, esposa de don Chico de Castro, Ex Ministro de Hacienda del extinguido gobierno de Zelaya, residía en León, y en Guatemala me había ofrecido su casa para que los visitara cuando llegara a aquella ciudad. Ellos fueron muy amigos íntimos de Darío desde la niñez  y conservaban muchos recuerdos del célebre poeta. La visita la hice un domingo en la tarde. Nos encontrábamos reunidos en la galería de la casa que da al patio y se me obsequiaba con un refresco de granadilla, que gustaba mucho al poeta. La conversación giraba sobre él y evocaban las temporadas que pasaron en su compañía en un lugar de mar nicaragüense llamado Escardón (“El Cardón”), si mal no recuerdo. Allí estuvo con ellos la niña Margarita Debayle, a quien escribió Darío aquella poesía que se ha hecho tan popular. Mas luego fui presentado a Margarita, ya una señorita bastante crecida. Doña Fidelina me mostraba abanicos de seda en los cuales había escrito Darío sonetos a ella y cartas desde París. Me decía qué fino y delicado era Darío, qué conversación tan amena, con sus conocimientos de la Mitología, la historia de los reinados de Francia, los nombres de las flores, de los perfumes y de las comidas y vinos exquisitos, y sus maneras de mesa tan elegantes, y su pulcritud en el vestir y su buen corazón. Don Chico de Castro y el doctor Luis Debayle, que fueron sus compañeros de escuela, se dieron cuenta al comenzar a escribir, siendo niño, que sería un gran poeta de América, mostrándome don Chico una poesía muy ingeniosa de Darío que le dirigió en la tierna edad, en solicitud de un préstamo. “Qué lástima –exclamó doña Fidelina— que el vicio del alcohol lo hubiera dominado. Me parece ahora estarlo viendo, sentado en ese banco de piedra del jardín, quizá meditando alguna de sus poesías, mientras un alcaraván le pasaba por delante con sus pasos misteriosos. ¡Y que impresión le hacía el alcaraván!” En ese instante vi un alcaraván salir del jardín, atravesar la galería y perderse en las habitaciones interiores de la casa, dando zancadas, con su cuello largo, alas blancas y  negras y resto del cuerpo rojo.

     Y yo con gran interés escuchaba todo lo que me refería doña Fidelina, quien traía a su memoria los últimos días del malogrado poeta y amigo. Muy enfermo, llegó Darío a León, viniendo de la ciudad de Guatemala, donde se encontraba por cuenta del Presidente Estrada Cabrera, que solía proteger a los poetas cortesanos hispanoamericanos. Sucedió que Darío, mal de salud y desprovisto de recursos, se encontraba en New York. El cónsul guatemalteco le comunicó a Cabrera, quien al punto ordenó que se atendiera al poeta por su cuenta y  tan pronto lo permitiera el estado de salud de éste, lo embarcaran para Guatemala. Ya en esta ciudad, fue alojado Darío en el Hotel Imperial, con todos sus gastos a cargo de su protector. Allí visitaban con frecuencia al poeta sus admiradores y amigos y  todos los aficionados a las letras de la ciudad, formándose verdaderas tertulias, en que las botellas de Champaña eran destapadas a todas horas. Cuando vio la cuenta el Presidente Cabrera, crecida en demasía, consideró lo más prudente que doña Rosario, esposa de Darío, residente en León, viniera por él cuanto antes. Ellos estaban separados hacía tiempo y el infortunio de Darío los volvía a unir, siendo para éste en nada grato la presencia de su esposa.

     Los primeros días de la llegada de Darío a León, en tanto que doña Rosario preparaba casa, los pasó con la familia de don Chico de Castro, a donde iba muy a menudo a verlo. Doña Rosario entró un día a la habitación con una pisada muy ligera que no pudo evitar que despertara Darío, quien al verla de cerca, lleno de ira, exclamó: “No camines como un fantasma, sino taconeando  para fuerte para sentirte venir, ¡o mejor no vengas!” Se mantenía en un estado nervioso y lleno de caprichos. Llama a doña Fidelina y  le pide que traigan al patio algunos animales como una vaca con su becerro, chivos, pavos reales, palomas, etc., para hacerse la ilusión que estaba en una granja, en plena poesía bucólica. Había que complacerlo y se trajeron algunos animales. Una mañana oye berrear el becerro y llama un criado para que le meta un tiro a ese animal que lo molesta, diciendo que la casa se ha vuelto un infierno y “¡al diablo con la poesía bucólica!” Otra mañana se despierta gritando. Corren a ver lo que le pasa. “Una cosa muy horrible –dice— en la calle se están disputando mi cerebro y ha tenido que intervenir la policía”. “Tranquilízate”, le contestaron, y abrieron la ventana del cuarto para que viera la calle tranquila y luminosa.

     Muere Darío a pocos días y el doctor Luis Debayle procede a la autopsia del cadáver, en la madrugada, y ya terminada en la mañana, se presenta la viuda acompañada de algunos de sus familiares a reclamar el cerebro que el doctor Debayle deseaba poseer. Como se negara a la entrega, surge una disputa que se acalora y culmina en un pleito en que corre la gente e interviene la policía. Por fin, se conviene en que el doctor Debayle se quede con el corazón del querido amigo y poeta Darío, y la viuda con el cerebro, por el cual dizque la Argentina ofrecía una suma considerable.

     No transcurrieron unos minutos de oír estas narraciones de la vida de Darío y se disponía doña Fidelina a referir otras, cuando se estremece la tierra rajando las paredes, saltan del techo de la galería las tejas, y nos pusimos de pie y corremos al patio, vacilantes nuestros pasos con el movimiento del suelo, y al llegar cerca de una pila, sus aguas se desbordan en una sacudida y nos salpican. El temblor fue de corta duración y como a las seis y media de la tarde.

      Me despido en breve de don Chico de Castro, su esposa y sus hijos, quedándoles muy agradecido por su amabilidad y  atenciones. Temo que la tierra volviera a temblar y por precaución camino por el medio de la calle. Paso por delante de la Catedral, antigua construcción española y no exenta de mérito arquitectónico, hecha con piedra de sillería, veo algunos grupos de personas que habían salido de sus casas por el temblor, pero la ciudad, que en otro tiempo fue Capital de Nicaragua, con sus casas bajas y humildes, la tranquilidad que reina siempre en sus calles, de día, bañada por los rayos de un sol que nunca he visto ni más luminoso ni más alegre en parte alguna,  y de noche, por los resplandores de la luna y del fulgor de las estrellas, desde un cielo de terciopelo azul oscuro, me pareció que en ese ambiente de romántico amor, palpitaba un poema, que existió en el alma de Rubén Darío y que nunca escribió.


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* Este artículo fue escrito en 1945; publicado en el libro “Rubén Darío  y sus amigos dominicanos”. Por Emilio Rodríguez Demorizi, con la siguiente dedicatoria: A NICARAGUA, patria de Rubén Darío, y  a la patria de José Asunción Silva  y de Valencia. (Homenaje Dominicano) Bogotá, 1948. Ediciones Espiral. Pp.  244 a 249.

viernes, 5 de febrero de 2016

RUBÉN DARÍO EN NUEVA YORK. Por: Dr. A. Ramón Ruiz*

           
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8 de Febrero de 1964.
Dr. Fernando Centeno Zapata,
Director de PANORAMA,           

Librería Siglo XX
3ª Calle S. O. No. 106.
Managua, D.N. Nicaragua, C.A.

De mi más alta consideración:

   Permítame, compatriota, hacerle llegar por este medio mi sincera felicitación por el singular triunfo que viene Ud. obteniendo por medio de su cada día más interesante e instructiva Revista PANORAMA.

   Interesado como siempre he estado, en nuestra ciudadanía goce del completo acopio de detalles sobre las realidades inalterables relativas a nuestra Historia y sus hombres, cometo hoy la audacia de dictarle estas líneas, al haber notado un lapsus importante en la Cronología de Rubén Darío, aparecida en el Volumen 11, Número 9, fechada esta edición de PANORAMA, el 25 de enero del corriente año:

   No aparece en ella, la fugaz visita que hizo Rubén a la Ciudad de Nueva York; cosa que, para la postrimería, considero de sumo interés. Por ello, con sumo gusto le hago la siguiente narración:

   Era yo un muchacho de unos 12 años. Estudiaba el bachillerato ya, en el Colegio de Loyola en Sevilla, España, en 1914, cuando mis padres resolvieron llevarme a Nueva York, al comienzo del otoño en 1914.

   Una media hermana mía cayó enferma, y un médico nicaragüense fue llamado para atenderla. Era el doctor Aníbal Zelaya.

   El doctor Zelaya me cogió gran afecto, que en mí fue ampliamente reciprocado. Residía él en el “West End Avenue”, y tenía él la costumbre de reunir todos los domingos al mediodía –durante el otoño y el invierno— a un grupo de sus amigos entre los que hice grandes amistades, a pesar de las diferencias en nuestras edades. Ellos, todos era profesionales e intelectuales, y yo, un simple chavalo.

   Un día me dijo el doctor Zelaya: “Voy a necesitar de ti. Tendré que atender a un gran hombre nicaragüense: “No por el hecho de que haya sido nuestro Embajador en España, sino por amistad y por sus grandes valores personales. Se llama Rubén Darío y es un gran escritor  y poeta. ¿Me ayudarás?

   No me di cuenta del valor del individuo a quien tendríamos que atender, pero me sentí “importante” cuando Don Aníbal me pedía lo ayudara. Fuimos pues (creo fue a fines de 1914 o principios de…1915) al muelle a esperar a aquel “distinguido nicaragüense”. Vívidamente recuerdo que, entre otros componían nuestro grupo, el doctor Zelaya, el intelectual José Manuel Bada; los también intelectuales españoles don Federico de Onis y don José Manuel Torres Perona, y, como “carga maletas” el entonces mozalbete que redacta esta líneas.

   Pasadas todas las tramitaciones de aduana, inmigración, sanidad, etc., pude tener el inmenso honor de estrechar la mano del inmortal. Declaro hoy, con toda humildad, que jamás pasó por mi mente que aquel “Don Darío” llegaría a ser y a ocupar el lugar que ocupa hoy en la Literatura castellana.

   Hombre que vestía con elegancia; sombrero alón de fieltro negro; uñas pulidas; mirada profunda, indagatoria siempre. Noté le afectaba el frío, y que no traía bufanda. Con la espontaneidad del niño, le cedí la mía, de lana inglesa, y que, aún cuando vestía sin abrigo, la usó siempre durante su permanencia en Nueva York.

   Yo estaba feliz y contento, cuando aquellos intelectuales de calibre me trataban de igual a igual. Nunca me dí cuenta  de la significancia que en mis recuerdos históricos tendría jamás aquel accidente. Me fascinaba estar en las tertulias donde Don Rubén era siempre la figura central. Allí oía con devoción, las pláticas sobre alta literatura;  y con jovialidad, las anécdotas, los chiles de multifacéticos colores…

   Siempre me causó “Don Rubén” la impresión de ser un hombre profundamente melancólico. Muchas veces se acomodaba en uno de los grandes sillones, y descansando su cabeza sobre la mano, meditaba en silencio, el cual jamás me atreví interrumpir. Le atendí, como un simple mensajero y en ocasiones, hasta como un ayuda de cámara. Le llevaba sus ropas a la lavandería;  y tantas otras cosas.

   El doctor Zelaya por medio de un millonario filósofo y filántropo –que luego supe era Mr. Huntington, fundador, mantenedor y Director del Instituto “Hispanic Society of New York”— había obtenido la presentación de Darío en conferencia que dictaría en el Paraninfo –o auditórium— como en Estados Unidos le llaman— de la Universidad de Columbia.

   Llegó la fecha señalada. El auditórium estaba casi lleno, y, con más de media hora de retraso a la fijada por fin, Darío fue presentado, habiendo sido recibido con atronadora ovación del público puesto de pie; cosa que se repitió al haber terminado la conferencia.

   El doctor Zelaya me dio un sobre grande “con papeles muy importantes” para que se los cuidara con “mucho cuidado”, y que no saliera del camerino de Darío; privándome así de poder oír la conferencia, aunque tuve que observar las instrucciones del Doctor Zelaya por la confianza que en mí depositó. No oí la conferencia, pero sí llegaron hasta mí las cerradas y  entusiastas ovaciones con que el público premiaba al inmortal “Señor Nicaragüense”. Más luego me enteré que, entre otras cosas, en el sobre había un cheque de Mr. Huntington para Rubén Darío.

   Luego fuimos a un restaurante, donde se cenó y libró finos licores, pasando las horas como minutos, al extremo de que cuando regresamos a nuestros hogares ya el Sol alumbraba las calles de Manhattan.

   Una tarde, llevamos a Darío al “down-town” (parte baja) de Nueva York. Allí admiró, entre otros, el entonces edificio más alto del mundo que era el “Woolworth” o Singer, hoy día convertido en un “pigmeo” al lado de los colosos “Empires States”, “Chrysler” y tantos otros. Por la noche asistimos a un convivio íntimo, y al comentar sus impresiones sobre la Ciudad de Nueva York, recuerdo Darío hizo este comentario: “Sabe Dios en qué acabarán estos “gringos” en Nueva York. Nada extrañaría que de aquí a cincuenta años, las calles dejen de ser horizontales para convertirlas en verticales”. Este comentario siempre vivió en mí, cuando he pululado por aquellos lugares entre verdaderos “cañones” constituidos por edificios inmensos de más de 50 pisos en Wall Street, Broadway, etc. De ahí que más tarde, diera a luz aquella frase de “Nueva York”, ciudad de calles verticales”.

   Convendría, mi distinguido doctor Centeno, que PANORAMA pidiese detalles más completos sobre la visita de Darío a Nueva York, en su viaje de regreso a Nicaragua para poder enriquecer la historia. Especialmente, detalles de su conferencia, fecha exacta, etc. en la Universidad de Columbia. Así también de detalles posteriores a las relaciones entre Darío y su benefactor neoyorkino Mr. Huntington,  si a éste caballero, la República ha hecho el reconocimiento a su cooperación al presentar a Darío nada menos que en más alto centro de cultura allá. Y, si por cualquiera de esos motivos de inercia, apatía o desinterés, Mr. Huntington ha sido ignorado, que se le haga saber a nuestro insigne Presidente Schick, en la seguridad de que esta deuda de honor patrio, será cancelada, al otorgársele post-mortem, la Gran Cruz de la Orden Rubén Darío.

   Jamás he sido partidario de conferir honores a individuos por el hecho de ocupar tal o cual cargo; pero, si me mantengo firme en el principio de que esos honores deben conferirse por servicios prestados: Huntington y Zelaya, rindieron servicios merecedores al reconocimiento de la Patria.

   Aprovecho esta feliz oportunidad para ofrecerme a sus órdenes, cual su obsecuente servidor, amigo y compatriota.

    Dr. A. RAMÓN RUIZ 

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*Publicado en “Panorama”. Vol. II. Núm.11. 28 de febrero de 1964. Pp. 29-30. Director: Dr. Fernando Centeno Zapata.


Rubén arribó a los Estados Unidos (Nov. 1914 a Abril de 1916) invitado por el banquero e hispanista Archer M. Huntington, Presidente de la Hispanic Society of America.

martes, 19 de enero de 2016

RUBÉN DARÍO GENEROSO.


Inauguración del Monumento a Rubén Darío. Managua, 24 de Septiembre de 1933

RUBÉN DARÍO GENEROSO. En: “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de abril de 1940. Serie XXI. Número 63. Pág. 1595. Director: Froylán Turcios.

                                                    París, 14 de noviembre de 1911.

Sr. D. José Enrique Rodó.
Montevideo.

Mí distinguido amigo:

    Recibí sus amables palabras y su artículo para el Noel de Mundial. Mil gracias, y mi admiración de siempre. Ocupará su trabajo el primer lugar en el número.

    Aunque usted envía un recibo por cien francos, he dicho a la administración que se le giren ciento cincuenta, pues es lo que he presupuesto para las primeras firmas. Hay que comenzar a hacer valer algo nuestra pobre producción castellana. El retrato, excelente. Servirá para una cabeza suya en la serie que he iniciado.

    Aunque poco nos hemos comunicado, sabe que le admira y quiere su aftmo. amigo.


                                                 RUBÉN DARÍO

miércoles, 13 de enero de 2016

NO HAY PASARELA. Por: José Ortega y Gasset.



NO HAY PASARELA. Por: José Ortega y Gasset. En: “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 15 de junio de 1939. Serie XV. Número 44. Pág. 1144. Director: Froylán Turcios.

…De la conversación ordinaria a la poesía no hay pasarela. Todo tiene que morir antes para renacer luego convertido en metáfora y en reverberación sentimental. Esto vino a enseñarnos Rubén Darío, el indio divino, domesticador de palabras, conductor de corceles líricos. Sus versos han sido una escuela de forja poética. Ha llevado diez años de nuestra historia. Pero ahora es preciso más, que es su capacidad limitada de expresión; salvado el cuerpo del verso, hace falta resucitar a su alma lírica. 

RECUERDOS SOBRE DARÍO Y EL HIMNO AL LIBERTADOR


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Rubén Darío - Nueva York, 1915

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GLORIAS DEL ARTE*

I

    Se hacían preparativos en la capital salvadoreña, para celebrar unos festejos en homenaje al Libertador; y hallándose presente Rubén Darío en dicha ciudad, escribió el Himno a Simón Bolívar.

     El insigne maestro Juan Aberle también se encontraba en aquella República, en donde ejercía su profesión.

   Discípulo éste de eminentes artistas italianos, y  dotado de relevantes  cualidades, descolló como gran compositor y excelente  Director de bandas y orquestas; y en la referida ocasión compuso la música del Himno a Bolívar.

   Y, cosa muy natural, el himno es grandioso.

   No me ha sido posible conseguir en estos tiempos un ejemplar de ese canto admirable; y aunque tuve en mis manos uno, sólo conservo en mi memoria la primera estrofa que dice así:

¡Gloria al Genio! A la faz de la tierra
de su idea corramos en pos,
que en su brazo hay ardores de guerra
y en su frente vislumbres de Dios.

   Y me siento verdaderamente ufano de que en mi patria El Salvador, ese pequeño gran país, según ha sido llamado en justicia, hayan tenido realización sucesos que le dan timbre de honor, y que son signo inequívoco de elevada cultura, como el de que  hablo.

II

   Lo mismo puede decirse del Himno Nacional de El Salvador, cuya letra es del que fue decano de los poetas salvadoreños, Juan J. Cañas, y la música del renombrado maestro Juan Aberle.
  
   Fiesta que revistió gran solemnidad fue la que se celebró en la capital de la República el 15 de septiembre de 1879, aniversario de la independencia.
  
   Hallábanse reunidos en la amplia explanada del palacio nacional, las altas autoridades del Estado, escuelas primarias capitalinas y numeroso público, para escuchar el Himno Nacional, que por vez primera iba a ser ejecutado por los alumnos de las referidas escuelas.
  
    El éxito del mencionado acto fue espléndido, y, para los oyentes, de perdurable recuerdo.
  
   Este himno ha merecido también los mayores elogios de artistas de exquisito gusto; y el genial maestro Enrique Drews, que fue Director de la Banda de los Supremos Poderes de San Salvador,  y de la que formó un cuerpo de primer orden en los países americanos, no escatimó sus juicios favorables, respecto de él; conceptuándolo obra musical de magnífica, hasta con sublimidad en algunas de sus partes.
                                               Dr. FCO. MARTÍNEZ SUÁREZ

San José, Costa Rica, 1938.

* Fue publicada en “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 15 de julio de 1938. Serie VIII. Número 22. Pág. 601. Director: Froylán Turcios.

III

Dos años más tarde, la remembranza del Dr. Martínez Suárez animó a don Mario Briceño-Iragorry, Ministro de Venezuela en la República de El Salvador, quien escribió esta carta a don Froylán Turcios:

CARTA DEL MINISTRO DE VENEZUELA. En: “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de agosto de 1940. Serie XXIV. Número 71. Pág. 1786. Director: Froylán Turcios.

                                                    San José, julio 16 de 1940
Señor
don Froylán Turcios.
                                                                                                      Presente.
Mi muy admirado amigo:

   Al recibir el hermoso tomo que hacen los primeros sesenta y cuatro números de la magnífica revista Ariel me di a la grata tarea de deleitarme una vez más con tan bien seleccionada literatura. A la página 601 encontré la apostilla de mi malogrado y buen amigo y colega, Dr. Francisco Martínez Suárez, acerca del eminente Profesor Aberle y del himno al Libertador que compuso en 1883 el gran Darío. Curioso por el relato del Dr. Martínez Suárez, fue especial empeño mío al ir a la bella capital cuscatleca, en el curso del año pasado, el conseguir su letra y música. A mi excelente amigo don Joaquín Leiva debí tan valioso obsequio y, como el Dr. Martínez Suárez apenas recordaba la primera de las estrofas de Darío, le trascribo el Himno completo:

Letra de Rubén Darío
Música de Juan Aberle /  Circa 1883

¡Gloria al Genio! A la faz de la tierra
de su idea corramos en pos,
que en su brazo hay ardores de guerra
y en su frente vislumbres de Dios.

¡Epopeya! No pinta la estrofa
del gran héroe la espléndida talla
que en su airoso corcel de batalla
es su escudo firmeza y verdad.

Y subiendo a la cima del Ande,
asomado al fulgor infinito
coronado de luz lanza un grito
que resuena doquier ¡Libertad!

Soy su afectísimo amigo y admirador,

                                                        Mario Briceño-Iragorry
                                                        Ministro de Venezuela