jueves, 18 de agosto de 2022

EL TEATRO EN NICARAGUA… UN ARTE SIN AUTOR - Por: Rolando Steiner. Junio de 1971

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    La aparición de “EL GÜEGÜENSE” en el siglo XVII, dio a Nicaragua el privilegio de ser cuna del arte teatral latinoamericano. Hija del mestizaje; barroca y primitiva, nació esta obra con virtudes y defectos que no han sido superados, sin embargo, por toda la producción teatral de los siglos posteriores, incluyendo la producción dramática contemporánea nicaragüense. Su fuerza primigenia; la excepcional personalidad histórica del protagonista; la unidad dramática y el sentido satírico impresos a toda la obra, la convierten en una pieza clásica del teatro americano.

    Sorprende también el hecho de que esta extraordinaria producción popular y anónima, no haya promovido un movimiento teatral trascendente y definido, impulsando la creación de nuevas piezas autóctonas. Después de ella, nuestros poblados y villas se limitaron a escenificar “Retablos”, “Misterios” y “Autos Sacramentales” que exponían temas bíblicos, tales como “Original del Gigante”, “Pastorela Para Obsequio del Niño Dios”, “Historia Titulada La Restauración del Sacramento”, “Historia de Sansón y Dalila” y “Lega del Niño Dios”, entre otras, y que constituyen variaciones folklóricas de Autos Sacramentales españoles, comunes en todo el teatro mestizo de la época.

    En los siglos XVIII y XIX, autores de raquítica calidad dramática intentaron individualizarse como creadores escénicos; pero sus obras fueron un fidelísimo reflejo de sus lecturas o la dramatización intrascendente de hechos históricos nacionales y de anécdotas familiares.

    En 1847, el Prócer de la Independencia Centroamericana Don Miguel de Larreynaga, escribió una “Comedia sobre las Quiebras Fraudulentas”, que destacamos únicamente por la importancia histórica de su autor.

    En 1854 Juan Solistagua publicó su “Diálogo Entre Uno de los Que Llaman Serviles y El Ciudadano Cleto Ordóñez”, escrito en Granada, durante la Guerra Civil que afligió a la recién formada República de Nicaragua.

    “La Familia de Padilla”, (1874), del Canónigo Salvador Delgado; “Tragedia en Verso”, (1881), de Francisco Díaz; “Don Ruperto y Doña Bombalia”, (1882), del poeta popular Procopio Vado y Zurrizana, resumen la escasa calidad teatral lograda en esa fecha.

    Encontramos en 1886 una curiosísima vocación dramática que pudo haber alzado a alturas inesperadas al teatro latinoamericano. Fue cuando Rubén Darío escribió dos pequeñas obras, estrenadas con éxito: “Cada Oveja” … y “Manuel Acuña”, valiosas por la emoción lírica del genio adolescente. Darío desistió prematuramente de su producción teatral; pero conservó siempre intacto su amor para este difícil arte y en su extensa obra se encuentran numerosas


referencias a personajes dramáticos, críticas de estrenos, notas sobre actores, aplausos y elogios a compañías y comediantes.

    Nombres y obras fueron perfilando una fisonomía particular de nuestro teatro, caracterizado por la absoluta carencia de auténticos valores escénicos; por la excesiva abundancia de producciones melodramáticas y de comedias de factura grotesca: “Al Borde del Abismo”, (1887), de Manuel Blas Sáenz, “Carlos El Tartamudo”, (1887, de Pedro Ortiz; “El Escalafón de Don Gustavo”, (1890), de Miguel Ramírez Goyena y Carlos A. García; “Ocaso”, (1905), de Santiago Argüello “La Casa del Doctor”, (1907), de Feliciano Gómez; “Los Ciegos”, (1917), de Juan Ramón Avilés; “Aquella Canción”, (1917), de Ramón Caldera; “El Vendaval”, (1918), de Hernán Robleto; “La Rifa”, (1919) de Anselmo Fletes Bolaños; “Los Amigos… Sabes?”, (1929), de Juan F. Aguerri; y “Cora, la Cortesana”, (1932) de Hugo Vid, que sumieron al teatro nacional en una marcada mediocridad.

    El movimiento literario de Vanguardia, surgido en Nicaragua en 1928, intentó vitalizar al anémico teatro de la época, iniciando la búsqueda de una expresión netamente nicaragüense; recogiendo parte de nuestro teatro folklórico y re-elaborando la tradición dramática española en obras propias.

    En este período sobresalen: “El Árbol Seco”, “Satanás entre en Escena”, “Coloquioo del Indio Juan de Catarina”, “Pastorela”, “El que Parpadea Pierde#, “La Cegua” y “Por lo Caminos Van los Campesinos”, de Pablo Antonio Cuadra. Esta última subió a escena en 1937, con arrollador éxito de críticos y de público nacionales porque reflejaba fielmente la tragedia y la angustia que han asolado al hombre de la tierra nicaragüense, dividido por las guerras partidarias. Sus personajes logran un auténtico carácter humano y sus conflictos y pasiones están expresados con excelente dominio escénico. Toda la obra está impregnada de poesía, y es sin duda, alguna, la más valiosa y representativa pieza social del teatro nicaragüense.

    “Chinfonía Burguesa”, de José Coronel Urtecho y Joaquín Pasos, escrita en 1939, es una excelente sátira de la alta clase media del país, y evidencia la sutileza y el buen humor de dos de nuestros mejores poetas.

    “La Novia de Tola”, (1939), de Alberto Ordóñez Argüello; “El Congreso se Divierte”, (1940), de GE ERRE ENE (Gonzalo Rivas Novoa) y “La Niña del Río”, (1943), de Enrique Fernández, son producciones teatrales con positivos valores escénicos y literarios.

     El Teatro Infantil ha estado representado discretamente por Josefa Toledo de Aguerri, Gratus Halftermeyer, Sofonías Salvatierra, Diego Manuel Sequeira, María Berríos y Ofelia Morales, escenificando temas históricos locales, versiones de fábulas y de cuentos folklóricos.

  Influenciados por los complejos temas norteamericanos y europeos, desvinculados de la pobrísima tradición dramática del país; con garra e intereses propios, los autores de la generación posterior a 1940, intenta exteriorizar su “YO” creativo”, a través de obras como “La Venganza”, (1954), de José de Jesús Martínez; “La Luna y Una Canción (1954), de Octavio Robleto; “Judith”, (1957) de Rolando Steiner; “Un Incidente”, (1964), de Armando Urbina Vázquez, y “Ancestral 66”, (1966) de Alberto Ycaza.

    En resumen, el teatro nicaragüense se ha mantenido en un segundo tono menor, como expresión creativa. Ninguna obra escrita hasta la fecha ha alcanzado la necesaria madurez y el indispensable dominio de la trama, para que destaque del conjunto de obras nacionales, del que es parte. Existen por supuesto, piezas con méritos parciales, con aciertos notables, sin lograr una unidad dramática característica.

    Méritos y aciertos que han aplaudido críticos y espectadores, y, que permiten esperar, en el futuro, la aparición de la obra de teatro nicaragüense.

ROLANDO STEINER

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domingo, 7 de agosto de 2022

LOS ÚLTIMOS INSTANTES. Por Roberto Ledesma. El Libro y el Pueblo. Época VI, no. (13) pp. 40-42.

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Rubén Darío, obra del artista Sergio Trujillo Magnenat (Manzanares, Caldas, 21 de febrero de 1911 - Bogotá, 8 de diciembre de 1999)

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    Andaba entonces por los cuarenta y cinco años. Con la publicación de El Canto errante, 1907, y Poema del otoño, 1910, lo fundamental de su obra estaba realizado. Había alcanzado, a la vez que la admiración de una comunidad de veinte pueblos, otras aspiraciones gratas a su vocación por las pompas propias de la época. Ministro Plenipotenciario en Madrid, si bien la precariedad de los gastos de representación no le permitieron mucho despliegue, había tenido una de las emociones más grandes para su temperamento palaciego al ser graciosamente recibido por los monarcas, ataviado con las galas que siempre fueron tan de su gusto. En una visita a su país natal, del que saliera tantos años antes, había sido glorificado en vida, en unas fiestas que los biógrafos llaman apoteosis y en las que nada faltó: ni la corona de laurel, ni la lluvia de flores, ni el desfile de las escuelas, ni los discursos, ni las bandas militares, ni el ser conducido en hombros por la multitud, honra popular reservada a los jugadores de fútbol.

    Pero bien es verdad –como tanto se ha dicho— que las ambiciones de la juventud sólo se logran demasiado tarde, pues al mismo tiempo había comenzado para él un envejecimiento prematuro, así físico como intelectual. La primera manifestación alarmante, acaso, le sobrevino a su paso por Buenos Aires, cuando bajó en ocasión de su viaje a Brasil, para asistir a un gran banquete que le ofrecieron sus amigos porteños. Un serio ataque, cuenta Torres-Ríoseco, lo obligó a demorar su regreso a París.

   En esa declinación anticipada, ni siquiera tuvo el consuelo del desprendimiento de la vida que suele traer una senectud natural. El amor –uno de sus grandes motivos poético— abandonó su carne exhausta, pero no su alma, y siguió torturando su imaginación hasta el fin “con la lujuria, madre de la melancolía”.

   La muerte –otro de sus grandes temas— a medida que se aproxima se convierte en sombra inseparable. Su obsesión llega a ser tal, que vacila en trasponer una puerta por miedo de encontrársela del otro lado. Inútilmente busca una fuga en la embriaguez y los raptos de religiosidad. Y los reconocimientos oficiales y multitudinarios de un extremo a otro de Iberoamérica no le han traído tampoco un seguro frente a la vida, con su “vasto dolor y cuidados pequeños”. Con esos cuidados pequeños tiene que debatirse a su regreso a Europa. Perdido su cargo diplomático, saqueado en sus derechos de autor, se ve reducido a ganarse la subsistencia, como al principio de su carrera, con la improvisación diaria del periodismo, cuando ya es un ser agotado.

   De lo que escribe por entonces, Fitzamaurice-Kelly pudo muy bien observar que “un espíritu suspicaz y exigente podría rastrear señales de fatiga”. Su obra poética había terminado con El poema del otoño y otros poemas, en una suprema serenidad que resume la perfección final de la sencillez con la experiencia de la vida y el conocimiento del hombre, y que tiene su paradigma, para mí, en Los motivos del lobo, el “lobo manso y bueno”, al cual, por serlo, “un buen día todos le dieron de palos”.

    Bondad y mansedumbre que en Rubén –viene bien recordarlo aquí como toque conclusivo de esta desordenada semblanza— alcanzaron la superlación nazarena de poner la otra mejilla, con actos complacientes y aun defectuosos hasta con sus enemigos, con los mismos que lo combatían o lo denigraban. Es lo que después de su muerte le arranca a Unamuno –lamentando haber sido también él injusto con el poeta mientras todavía alentaba— estas conmovidas palabras, con las cuales inicia un mea culpa, sí que tardío en quien, como Unamuno, si anhelaba la inmortalidad, no escribía precisamente para la posteridad. “!Pauvre Lelian!” se dijo de Verlaine, y Rubén lo recordaba. ¡Pobre Rubén! digo yo ahora. Porque este otro niño grande era también, como aquél, bueno, entrañablemente bueno. Débil, entrañablemente débil. No podía consigo mismo. Y paseó por ambos mundos su pavor ante la muerte y su insaciable sed de reposo, para ir a morir junto a su cuna, él, el hombre de todos los países, cuya patria no era de este mundo.”

   Sus últimos años en Europa se parecen en mucho a los de Verlaine. Presumo que aquí n tiene interés (que sí lo tendría en la novela de la decadencia de un inmortal) seguirlo paso a paso en su caída: sus crisis cada vez más frecuentes de dipsomanía; sus ataques de delirium tremens; sus dificultades domésticas, junto a una mujer en quien la gracia juvenil se había convertido en acritud no siempre disimulada, “las escaseces que sufría y la impotencia absoluta en que se hallaba para trabajar”, al extremo de que sus amigos concibieron el propósito, dignamente rechazado, de pedir ayuda pecuniaria para él, aquella mercenaria explotación de su nombre, en fin, por un empresario de glorias ajenas, al embarcarlo como paloma de la paz, en los años de la Primera Guerra Mundial, para que diera conferencias en América.

    Es así como hace por última vez el cruce del Atlántico, el cruce entre ambos mundos, que él había acercado como ningún otro por vía de la expresión lírica, y cumple su retorno definitivo a la tierra de origen, tras penosas andanzas que rematan su sino ambulatorio, para ir a refugiarse en sus días finales bajo el techo de la mujer de la que había vivido huyendo, la mujer del destino: la “garza morena” de su adolescencia.

  Sometido a una operación al hígado, muere el 7 de febrero de 1916, en León, donde se había criado.

   La posesión de su cerebro, ya exangüe, renueva una vez más las polémicas que había suscitado cuando palpitaba con ritmos y armonías nunca oídos.

  Embalsamado y velado, primero en el municipio, luego en la universidad, acabó sepultado en la catedral de su bautismo, después de seis días de funerales. Los honores oficiales fueron los de ministro de guerra y marina; las ceremonias religiosas, las correspondientes a los príncipes y nobles. Todo esto a él le habría gustado verlo y cantarlo.

  Muchos pueblos se disputan la gloria de este indoamericano, y asimismo España lo reivindica como suyo. Ello no es más que otra prueba de su universalidad y cosmopolitismo. Hijo de Centroamérica, y con alguna parte de sangre india, no sale de este continente hasta los veinticuatro años. Formado en los clásicos, en su pequeño país tropical, inicia en Chile su obra renovadora, pero con inspiración francesa. La remata en Buenos Aires, donde reside como cónsul de Colombia, y la afianza en España, que visita como periodista desde la Argentina, y como cónsul de Nicaragua en París. Por su inagotable capacidad de asimilación y simpatía, fue chileno en Chile, al que cantó; argentino en la Argentina, a la que cantó; español en España, a la que también cantó, como había cantado las leyendas indígenas americanas y cantaría después, frente al peligro, a la Francia que fue el sueño de su infancia y la residencia habitual de su madurez. Del mismo modo, habría sido hindú en la India y griego en Atenas, pues el misticismo de Oriente impregna su obra tanto como el paganismo helénico y la fe católica. De él, en fin, cantor a la vez del Versalles exquisito y del Arauco bárbaro, se puede repetir que nada humano le fue ajeno; y de ahí proviene, seguramente, su grandeza: de ser un poeta universal y de todos los tiempos.

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