domingo, 2 de mayo de 2021

QUESO DE ÉGLOGA. Por: Ramón Sáenz Morales. Managua, Nic. 1918.

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QUESO DE ÉGLOGA

         Fue en esta querida Managua, ciudad de polvo y sol, pero de una belleza que nadie arranca del corazón a quien la vio una vez. En la residencia del Cónsul de Bélgica, Mr. Louis Layrac, propincua al cementerio de San Pedro; un lugar a donde llegan con balidos de vacas y ensueños de cantares aldeanos, las brisas de la Sierra. Noviembre. El aire se entretenía desgajando las hojas de los árboles y las últimas rosas con que suele adornarse el corazón. ¡Noviembre en Managua! La indiscutible y mundial tristeza de este mes, en Managua tiene siempre, por gracia del trópico, sol eficaz  y luz, calor, alegría tendida como un solio sobre las almas que, aunque no quieran recordar, recuerdan; perfume, aunque sea de las flores caídas o soñadas; luz, toda la luz que pueda ofrecer Dios… ¡El Noviembre de Managua no lo tiene ninguna ciudad sobre la tierra!  

         Hallábanse en el comedor de la casa, en un almuerzo que ofrecía el señor Layrac a Rubén Darío, después de éstos, Santiago Argüello, Francisco Huezo, Manuel Maldonado, Emilio Hernández y otros más, todos ellos cerebros, corazones, etc.; cerebros más que todo.

         En un momento del almuerzo, por una admirable ocurrencia de un ganadero feliz y sabio, ganadero tal como los que exigen las églogas del maravilloso Virgilio, sirvieron a la mesa con un queso nacional, de ganadería nacional; queso fresco, “de leche” como dice mi pueblo, que chorreaba en el plato la bella sangre blanca de las vacas.

         Darío pidió que cada uno de los comensales, cerebros todos, repetimos, ─ dijeran algo en elogio de aquel queso. Y todos hablaron. Largo, hermoso, bello tendido, gráfico; hasta hubo quien improvisara estrofas que ni el autor recuerda. Por último, obligado, habló Rubén y dijo, tomando en sus manos  y llevando a su boca un pedazo de queso que hacía cavilar cerebros: ¡Buen Quedo! ¡Maravilloso! ¡Fresco, chorreante, Blanco y suave! ¡Queso de égloga!

         Al oír esto, todos los asistentes prorrumpieron en aplausos, no diremos que por vasallaje, puesto que vasallos los tienen ellos mismos, — sino por cerebro. Todos habían adivinado que Rubén había “adivinado” el verdadero concepto, el aprecio necesario, el atributo exacto aquel queso merecía. En aquella frase, “queso de égloga”, dicha por Rubén, con ojos entornados, dulces, de añoranza inalcanzable, de fruición patriótica, esta resumida la verdad.

         Y es así como Virgilio se alzó de su sepulcro a abrazar a Rubén Darío, que se hallaba, bajo un noviembre de los trópicos, almorzando en la residencia del Cónsul de Bélgica en Managua.

                            RAMÓN SÁENZ MORALES

Managua, Nic. 1918.

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LA FIRMA DE SÁENZ MORALES

    Sacuy era una especie de apodo con que distinguíamos a Sáenz Morales, en los cenáculos exclusivamente literarios.

    Sucedió que en 1911, el poeta adolescente Alberto Ortiz— quien años más tarde murió en Chile, perdiéndose así uno de nuestros mejores númenes— logró que la casa Maucci, de Barcelona, editase un Parnaso Nicaragüense, que dicho sea de paso casi resultó un adefesio.

    Ortiz envió directamente a la casa Maucci los originales escritos por nuestros poetas, entre ellos los de Sáenz Morales, quien tenía excelente caligrafía; ¡pero cosa rara! su firma siempre la escribió de cierto modo. El cajista barcelonés leyó Sacuy donde decía Sáenz, y en el Parnaso Nicaragüense, libro de la casa Maucci, apareció un joven poeta que se llamaba Ramón Sacuy Morales.

    Así fue cómo, por un mal corrector de pruebas de Barcelona, a Sáenz Morales le decíamos Sacuy sus íntimos, en Managua.