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QUESO DE ÉGLOGA
Fue en esta querida Managua, ciudad de
polvo y sol, pero de una belleza que nadie arranca del corazón a quien la vio
una vez. En la residencia del Cónsul de Bélgica, Mr. Louis Layrac, propincua
al cementerio de San Pedro; un lugar a donde llegan con balidos de vacas y
ensueños de cantares aldeanos, las brisas de la Sierra. Noviembre. El aire se
entretenía desgajando las hojas de los árboles y las últimas rosas con que
suele adornarse el corazón. ¡Noviembre en Managua! La indiscutible y mundial tristeza
de este mes, en Managua tiene siempre, por gracia del trópico, sol eficaz y luz, calor, alegría tendida como un solio
sobre las almas que, aunque no quieran recordar, recuerdan; perfume, aunque sea
de las flores caídas o soñadas; luz, toda la luz que pueda ofrecer Dios… ¡El Noviembre
de Managua no lo tiene ninguna ciudad sobre la tierra!
Hallábanse en el comedor de la casa, en
un almuerzo que ofrecía el señor Layrac a Rubén Darío, después de éstos,
Santiago Argüello, Francisco Huezo, Manuel Maldonado, Emilio Hernández y otros
más, todos ellos cerebros, corazones, etc.; cerebros más que todo.
En un momento del almuerzo, por una
admirable ocurrencia de un ganadero feliz y sabio, ganadero tal como los que
exigen las églogas del maravilloso Virgilio, sirvieron a la mesa con un queso
nacional, de ganadería nacional; queso fresco, “de leche” como dice mi pueblo, que chorreaba en el plato la
bella sangre blanca de las vacas.
Darío
pidió que cada uno de los comensales, cerebros todos, repetimos, ─ dijeran algo
en elogio de aquel queso. Y todos hablaron. Largo, hermoso, bello tendido,
gráfico; hasta hubo quien improvisara estrofas que ni el autor recuerda. Por
último, obligado, habló Rubén y dijo, tomando en sus manos y llevando a su boca un pedazo de queso que
hacía cavilar cerebros: ¡Buen Quedo! ¡Maravilloso!
¡Fresco, chorreante, Blanco y suave! ¡Queso de égloga!
Al
oír esto, todos los asistentes prorrumpieron en aplausos, no diremos que por
vasallaje, puesto que vasallos los tienen ellos mismos, — sino por cerebro.
Todos habían adivinado que Rubén había “adivinado” el verdadero concepto, el
aprecio necesario, el atributo exacto aquel queso merecía. En aquella frase, “queso
de égloga”, dicha por Rubén, con ojos entornados, dulces, de añoranza
inalcanzable, de fruición patriótica, esta resumida la verdad.
Y
es así como Virgilio se alzó de su sepulcro a abrazar a Rubén Darío, que se
hallaba, bajo un noviembre de los trópicos, almorzando en la residencia del
Cónsul de Bélgica en Managua.
RAMÓN
SÁENZ MORALES
Managua, Nic. 1918.
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LA FIRMA DE SÁENZ MORALES
Sacuy era una
especie de apodo con que distinguíamos a Sáenz Morales, en los cenáculos
exclusivamente literarios.
Sucedió que en
1911, el poeta adolescente Alberto Ortiz— quien años más tarde murió en Chile,
perdiéndose así uno de nuestros mejores númenes— logró que la casa Maucci, de
Barcelona, editase un Parnaso
Nicaragüense, que dicho sea de paso casi resultó un adefesio.
Ortiz envió
directamente a la casa Maucci los originales escritos por nuestros poetas,
entre ellos los de Sáenz Morales, quien tenía excelente caligrafía; ¡pero cosa
rara! su firma siempre la escribió de cierto modo. El cajista barcelonés leyó Sacuy donde decía Sáenz, y en el Parnaso
Nicaragüense, libro de la casa Maucci, apareció un joven poeta que se llamaba
Ramón Sacuy Morales.
Así fue cómo, por
un mal corrector de pruebas de Barcelona, a Sáenz Morales le decíamos Sacuy sus íntimos, en Managua.
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