martes, 5 de octubre de 2021

MONSEÑOR OCTAVIO JOSÉ CALDERÓN Y PADILLA: VIDA, OBRA Y MUERTE DE UN GRAN OBISPO - La Prensa, 3 de marzo, 1972.

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Ayer falleció en la ciudad de Matagalpa, donde ejerciera un ejemplar ministerio apostólico, Monseñor Octavio José Calderón y Padilla, quien durante su vida episcopal se distinguió entre el clero nicaragüense por denunciar con patriótica valentía las injusticias políticas, económicas y sociales que han agobiado a nuestro pueblo.

         Hijo del General Erasmo Calderón, que fue Ministro de Gobernación del Presidente Zelaya, y de doña Carmen Padilla, el ilustre prelado nació en Somoto el 17 de agosto de 1904, o sea que su lamentable deceso se produce a los 68 años de su edad.

         El padre Estanislao García, quien lo acompañó en su Diócesis durante 14 años, nos ofrece los siguientes datos biográficos:

         Sus estudios primarios, secundarios y sacerdotales los realizó en el Seminario Conciliar de San Ramón de León, ordenándose el 20 de febrero de 1927.

         Inmediatamente después de su ordenación, fue enviado a Roma por el Obispo Monseñor Tijerino y Loáisiga a concluir sus estudios religiosos en el Colegio Pío Latinoamericano, donde se doctoró en Derecho Canónico y regresó a su patria en el año de 1930.

         A su llegada pasó a desempeñar el cargo de Secretario de la Curia Episcopal de León, siendo al propio tiempo Cura Párroco de la Catedra y profesor de Derecho Canónico en el Seminario San Ramón.

         Allí permaneció muchos años hasta que fue preconizado Obispo de Matagalpa y consagrado el 26 de enero de 1947. Tomó posesión el 3 de marzo del mismo año, y sirvió el cargo hasta hace poco tiempo cuando por razones de una dolorosa enfermedad que venía padeciendo, hubo de retirarse. Al tomar posesión del obispado sustituyó a Monseñor Isidro Oviedo quien pasó a ser Obispo de León por haber fallecido Monseñor Tijerino y Loáisiga.

SUS OBRAS PRINCIPALES

         Una de sus más destacadas misiones al hacerse cargo como Obispo de la Diócesis de Matagalpa, que se recuerda con mayor énfasis religiosos, fue desterrar todo lo que representara superstición entre los habitantes indígenas.

         Su labor en ese sentido fue de gran trascendencia y conjuntamente logró fundar la Acción Católica Rural, considerada como uno de sus logros pastorales de más significación, ya que a través de ella se construyeron escuelas, caminos, capillas y cementerios adecuados, en beneficio de la población de menores recursos.

         Otra de sus grandes luchas fue educar y trabajar exhaustivamente para liberar a los campesinos de la explotación económica a que secularmente vienen sometidos.

         Se señala también la construcción del Palacio Episcopal de Matagalpa.

         Dedicado a la dirección espiritual de la Diócesis y preocupado por la difusión y mantenimiento de la fe, trajo de Italia a los Padres Franciscanos quienes fueron la solución al gravísimo problema de la escasez de Clero.

         Trajo algunos sacerdotes de España y ordenó sacerdotes nicaragüenses y así cambió el panorama de la Diócesis que recibió con cinco sacerdotes y deja con dieciséis. Dedicó su vida a la formación de la juventud en el Colegio San Luis, uno de los centros educativos más prestigiado de la Diócesis; en las vacaciones se internaba hasta las montañas del Musún en Matagalpa y Kilambé en Jinotega acercándose al campesino, al obrero, al marginado de la vida más culta de las ciudades.

         Siempre estuvo firme en atacar los vicios, la inmoralidad, y en mantener pura la fe; cuando se encontraba con injusticias llegó a exponer la vida por atacarlas y defender a quienes eran víctimas de ellas. Fue muy conocido en la prensa nacional e internacional cuando tuvo que enfrentarse a las autoridades y al gobierno en contra de sus arbitrariedades y deshonestas ambiciones.

         Asiste a la 1ra.etapa del Concilio ecuménico Vaticano II en Roma para octubre de1962; regresa a Matagalpa y después de dos años de continuar su labor es atacado por una grave enfermedad que lo fue socavando física y moralmente, obligándole a renunciar del Gobierno de la Diócesis a principios de junio de 1970. Su salud se vio quebrantada siempre con sus altos y bajos hasta que hace un poco más de 1 mes, después de sus bodas de plata episcopales que celebró en un ambiente familiar por la muerte de su madre Dña. Carmen y de su única hermana, recayó en una etapa más grave de su enfermedad que lo llevó hasta dormir dulcemente en la paz del Señor.

         Durante su gravedad y a la hora de su muerte sus feligreses visitaron al Pastor querido que entregó su vida por ellos.

SU LUCHA CÍVICA

         Opinión generalizada entre miembros del clero y laicos, es que una de las grandes obras de Monseñor Calderón y Padilla, fue la de levantar el espíritu cívico de los nicaragüenses, asumiendo una valiente, decidida y pública actitud al denunciar constantemente los más agudos problemas de la vida política del país. En 1963 fue pedido como presidente del Tribunal Supremo Electoral por la oposición.

         Se recuerda en ese sentido, que no fueron pocos los pronunciamientos y pastorales que, a lo largo de su apostolado, suscribió Monseñor Calderón y Padilla, acusando ya sea en forma abierta o indirecta las lacras políticas del régimen. Cuando los sucesos de Jinotepe y Diriamba fue el único mediador aceptado por los rebeldes.

Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972

         No obstante ello, se señala, gozó siempre del respeto y en muchas ocasiones de la cordialidad de algunos personeros del gobierno, que no lograron sin embargo un diálogo armónico con Monseñor debido a sus profundas convicciones cívico-patrióticas.

SUS BIENES PERSONALES

         Las personas más allegadas a Monseñor Calderón y Padilla admiten que el prelado deja una regular fortuna, pero puntualizan que antes de ser escogido Obispo él poseía bienes, pues su familia es muy adinerada, además de que en varias oportunidades tuvo la suerte de salir favorecido con premios de la lotería nacional.

         Finalmente, las mismas fuentes indicaron que lo más probable es, porque así lo manifestó en vida, que todo su capital lo dejó… en favor de instituciones benéficas confirmando aun en su muerte su devoción por el progreso social del pueblo.

OPINA DEL PADRE ALMENDÁREZ

         Poco antes de conocerse la noticia de la muerte de Mons. Calderón y Padilla, uno de sus más grandes amigos y admiradores, el padre Luis A. Almendárez, nos dijo:

         Calderón y Padilla fue el defensor de la Justicia y el Derecho conculcados: el abanderado defensor del pobre y el campesino.

         “Vitalizó la diócesis de Matagalpa, hasta en los últimos rincones de sus montañas y cañadas, con el sólido establecimiento de la Acción Católica Campesina.

         “Combatió los vicios y llenó de esplendor su catedral con lindas pontificales eminentemente litúrgicas.

Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972

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CALDERÓN Y PADILLA, REFUGIO DE PERSEGUIDOS *

Muchas cosas se pueden decir de Monseñor Octavio José Calderón y Padilla, el gran Obispo de Matagalpa fallecido durante las primeras horas de este jueves. Tantas son esas cosas, que, al intentar hilvanar un comentario sobre el triste acontecimiento de su muerte, uno no halla por dónde comenzar.

         Porque como sacerdote fue intachable, como Obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y como ciudadano fue simplemente extraordinario.

         Nunca temió al poder, y su menuda figura se vio más de una vez transitar rápidamente, hacia sitios de parlamento para interceder por los perseguidos, o levantarse con airoso ademán reclamando garantías ciudadanas, cese de persecuciones, o tocando a fondo el problema de todas las lacras, de los vicios, sin excluir los políticos, los sociales y los económicos, tan abundantes, pero también tan soslayados por algunas gentes importantes.

         Eso fue su figura pública, porque en privado, es decir en el secreto de su intimidad, Calderón y Padilla llegó muchísimo más lejos:

         Tenía especial empeño en esconder perseguidos; así como suena. Daba asilo en su casa a quienes estaban en peligro de caer presos o quizá de ser muertos por fuerzas represivas. Abría sus puertas para esa gente a cualquier hora del día, fuera de noche o de madrugada y bajo su alero protector para quienes temblaban ante la cruel amenaza del exterminio o de la tortura, había seguridad, paz, lecho, pan y cariño.

         No importaba a Monseñor que esos perseguidos fueran tildados de extremistas, comunistas o lo que fuera, porque como decía él en la intimidad también, “yo nunca he leído en el evangelio esas distinciones que hacen ahora, y para mí todo perseguido por causa de un ideal está errado o no, merece asilo”.

         Y se reía monseñor solazándose en esa respuesta para insistir en ella repitiendo:

         ¿Decime si no es verdad…? ¿Has leído vos en el evangelio que existan esas distinciones…?

         Especial afecto tenía Monseñor Calderón por el campesino, o mejor dicho especial cuidado y atención, y hablaba con él y compartía su tortilla lleno de esa naturalidad muy propia de los hombres entregados al servicio de sus semejantes, del prójimo que es el pueblo, y tanto dedicó su vida al campesinado, que las cañadas y montañas de Matagalpa están cuajadas de su obra, y en ellas resuena su nombre.

         Calderón y Padilla se adelantó en muchas cosas al Concilio Vaticano II, porque su Diócesis no fue representativa de una iglesia aliada de los poderosos, de los ricos, sino definitivamente defensora del pobre, del humilde, y además fue sencillo en sus modales, lleno de humor y alegría, humano y perdonador como Cristo, pero firme y de látigo duro, cuando se trataba de echar a los mercaderes del templo.

         A raíz de su renuncia al obispado, una gran concentración de ciudadano le rindió homenaje en Matagalpa, y cosa extraña en este país fraccionado, en esta patria de divisiones y subdivisiones, allí estuvieron presentes para rendirle tributo: liberales nacionalistas, liberales constitucionalistas, liberales independientes, conservadores oficialistas, conservadores independientes, socialcristianos, socialistas y comunistas.

         Y todos tomaron la palabra, y todos hablaron extensamente, pero ninguno habló de política o de cuestiones partidistas, o de propaganda, sino que todos hablaron de las muchas virtudes de Monseñor Octavio José Calderón y Padilla.

         Este recuerdo es el mejor tributo que puede hacerse a su memoria.

*Columna EL PESAMIENTO NACIONAL. (Editorial). Por: Pedro J. Chamorro Cardenal. – La Prensa, 3 de Marzo de 1972.

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Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972
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Fotografía: La Prensa, 3 de marzo de 1972

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UN DIGNÍSIMO OBISPO DE LA DIGNIDAD

Por: Erick Blandón Guevara*

La Prensa, 15 de agosto de 2004

En la escarpada ladera del cementerio de Matagalpa, a pocos metros de donde corre la quebrada Agualcás que baja del cerro Apante, uno se topa con una modesta tumba de la que ha desaparecido las representaciones del báculo y la mitra que una vez indicaran que quien yace allí había sido obispo. Un obispo que pidió ser sepultado entre los mortales sin importancia, y no bajo la cripta de una catedra, como acostumbran los príncipes de la Iglesia. Es la sepultura de monseñor Octavio José Calderón y Padilla (1904-1972) quien fue obispo de Matagalpa y Jinotega, de 1947 a 1970. Hasta hoy, el más extenso episcopado desde que se fundó la diócesis en 1924, y –por mucho— el que más se ha hecho sentir en la vida nacional.

         Cuando la iglesia circunscribía su ministerio a la administración de los sacramentos, y sus jerarcas medraban a la sombra de los poderosos, Calderón y Padilla, el primero entre sus pares, protegió a los perseguidos y torturados, defendió a los humildes y fustigó a los corruptos. Intransigente con los curas palaciegos, fue implacable con aquellos que procuraban el favor y las dádivas de generales o senadores. Estuvo entre los padres conciliares del Concilio Vaticano II, que presidió en Roma el Papa Juan XXIII. Fustigó la corrupción, y su dedo índice nunca tembló cuando señalaba con nombre propio a los corruptos, así fuera el comandante, el cacique político, el mismo dictador o un encumbrado miembro de la curia.

         A raíz del atentado en que murió el dictador Anastasio Somoza García, monseñor Calderón tuvo enfrentamientos con la Guardia Nacional por reclamar a favor de los prisioneros que atestaban las cárceles del país. En 1959 amparó moral y materialmente a los familiares de algunos delos perseguidos por los sucesos del Chaparral, como Fanor Rodríguez Osorio y Carlos Fonseca Amador; defendió a los estudiantes después de la matanza del 23 de julio (de 1959); y se interpuso entre los fusiles Garand de la Guardia Nacional que apuntaban, bala en boca, en contra de los manifestantes que un año después, en el Parque Darío de Matagalpa, conmemoraban la masacre de León. Fue el mediador, ese mismo año, que evitó el derramamiento de sangre durante la toma de los cuarteles de Jinotepe y Diriamba y alzó su voz airada exigiendo respeto a la integridad de Doris Tijerino, quien siendo prisionera de la Oficina de Seguridad Nacional, en 1969, tuvo el coraje de denunciar las torturas y vejámenes a que la habían sometido sus captores. En las celebraciones del Primero de Mayo, de ese entonces, no era extraño ver a la cabeza de las manifestaciones de obreros y campesinos a monseñor Calderón y Padilla, no porque tuviera como bandera el Manifiesto Comunista, como decían los voceros del régimen, sino porque era el seguro que imploraban los sindicalistas para protegerse de la represión sanguinaria de la Guardia Nacional.

         Estuvo en 1970 con el magisterio, en las jornadas por su dignificación; y de nuevo con los estudiantes cuando reclamaban la libertad de los prisioneros políticos, con la primera toma de la Catedral de Matagalpa. Su alero fue el asilo de muchos que huían de la cárcel o la muerte a manos de las fuerzas represivas, como lo ha recreado Chuno Blandón en su novela La noche de los anillos.

         Pero sería un error pensar que este hombre de Iglesia fuera un cura de izquierda; al contrario, Calderón y Padilla era de ideas conservadoras; pero entendía que la violencia revolucionaria era engendrada por la violencia institucional y por la injusticia prevaleciente en la Nicaragua de la era somocista.

         En sus tiempos la montaña era impenetrable y no existían las actuales vías modernas de comunicación, pero remontó en cayuco el río Coco para llegar a las comunidades indígenas de Bocay; a caballo recorrió las estribaciones de la Cordillera Isabelia y Dariense organizando la Acción Católica Rural, a la vez que alentando a los indios despojados de tierras y sometidos a la servidumbre en las haciendas. No hubo caserío del norte que no visitara en sus giras pastorales. El historiador eclesiástico Edgar Zúñiga cuenta que fue testigo de cómo Octavio José (así firmaba el obispo) retenía en su memoria los nombres de cada una de las personas del campo que en las misiones se acercaban a mojarse en su bendición.

         Al asumir el obispado, en marzo de 1947, se encontró con una diócesis desolada donde la ausencia de sacerdotes era crítica. La gente de Matagalpa y Jinotega llegó a considerar como uno de sus aportes más grandes, haber procurado la venida a Nicaragua de la misión franciscana de Asís, en 1951. Los padres italianos que apenas hablaban español, llegaron con un espíritu emprendedor a muchos rincones de ambos departamentos. En Ciudad Darío y Matiguás, en Mui Mui y San Rafael del Norte, en Matagalpa, la obra de los frailes en escuelas, dispensarios, casas comunales, templos parroquiales, campos deportivos, aún pervive; pero, sobre todo, en el corazón de quienes lo trataron y compartieron con ellos sacrificios y trabajo. Una sencilla placa a la entrada de la casa cural de la iglesia San José, registra el nombre de los primeros franciscanos que vinieron aquel año, y el de monseñor Calderón y Padilla como el obispo que auspicio su arribo a estas tierras.

         También fue él quien hizo posible la venida de las Misioneras de la Caridad, provenientes de España, para que regentaran el Colegio de Niñas Santa Teresita de Jesús, que su fundadora y propietaria, Lucila Aráuz Cantarero, dejó en herencia a la diócesis. A su decisión de dotar a Matagalpa y Jinotega de centros católicos de enseñanza se debió que en esta última ciudad se establecieran los Hermanos Cristianos de La Salle, y el Colegio de las Betlemitas. La educación para Calderón y Padilla era impensable sin la virtud ética que dinama de la disciplina y el estudio. La rectitud la entendía como el ejercicio cívico que todos los días engrandece a la Patria, y la presencia de Dios era consustancial a la estima propia.

         Bajo su dirección, el Colegio San Luis de Matagalpa adquirió el sólido prestigio intelectual y moral de que gozó hasta hace algunos años, cuando se caracterizaba por la enorme cantidad de muchachos pobres que estudian “becados por monseñor”. El San Luis de entonces fue un centro de élites por la calidad de su personal docente y por la excelencia académica exigida al alumnado, pero, sobre todo, por la insistencia en los más elevados principios cristianos, como el amor al prójimo. Es que, en su prédica, Calderón alertaba a no confundir la caridad con la justicia; y decía: “si practicamos la caridad damos al prójimo lo que es nuestro, si practicamos la justicia damos al prójimo lo que le pertenece”.

         Siempre se opuso a que –fuera de los aranceles de colegiatura— se recargara el presupuesto de los padres de familia con contribuciones forzosas para regalos a los sacerdotes o para ampliaciones de la planta física. Y a monseñor Octavio José Calderón y Padilla se debe –entre otras obras— la reconstrucción del imponente edificio de la Residencia Episcopal, donde antiguamente funcionó el Seminario San Luis.

         De acuerdo con Pedro Joaquín Chamorro Cardenal, monseñor Calderón y Padilla “como sacerdote fue intachable, como obispo excelente, como hombre no tuvo mácula y como ciudadano fue simplemente extraordinario”. Esas virtudes lo hicieron víctima de la persecución política y la inquina clerical. Somoza lo apodaba “faja roja”, y en alianza con los curas palaciegos y burócratas intrigó en la Santa Sede, hasta que fue obligado a renunciar a su cargo, a los 66 años de edad, según lo hizo saber él mismo en carta pública del 5 de julio de 1970. Al retirarse del gobierno de la diócesis, las fuerzas vivas de la nación le tributaron un homenaje nacional en el que participaron líderes políticos de oposición, sindicalistas, dirigentes estudiantiles y gremios de profesionales. Ahí, Domingo Sánchez Salgado, “Chagüitillo”, lo llamó el obispo de la dignidad, por su actuación siempre rectilínea, y la cabeza erguida ante el poder y sus halagos.

         Al final de su vida pidió al morir no llevaran su cadáver a la catedral, y que su misa de cuerpo presente se celebrara en la humilde iglesita de Molagüina. Quiso que la extremaunción se la administraran dos sacerdotes que habían sido sus subordinados leales: Etanislao García y Bendicto Herrera, ante quienes se arrodilló para pedirle perdón. Pero no todos sus deseos fueron cumplidos.


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         A la noticia de su muerte, 2 de marzo de 1972, de las cañadas bajaron entristecidos los indios. Los dobles de las campanas de todas las iglesias se dejaban oír cada hora de los días que el cadáver permaneció insepulto. Las radios y los periódicos habían dado seguimiento a su enfermedad y desenlace fatal. Matagalpa se volvió un hervidero de gente que quería manifestar su pesar. De todo el país llegaron curas y monjas, sindicalistas, políticos de oposición, intelectuales y estudiantes.

         La Iglesia y el Gobierno temieron que aquel cadáver se levantar como bandera de los inconformes y oprimidos, y no permitieron que las manifestaciones de duelo se salieran de su control. El obispado, junto con el Estado Mayor de la Guardia Nacional y el Partido Liberal Nacionalista, organizaron el funeral. La banda musical de la Guardia Nacional, y la Compañía de Caballeros Cadetes marcando el paso, y la disciplina. La misa fue en la catedral y la concelebraron todos los obispos de Nicaragua, encabezados por Monseñor Miguel Obando y Bravo, Arzobispo de Managua, y otrora obispo auxiliar. Monseñor Manuel Salazar Espinosa, obispo de León, pronunció la oración fúnebre de la Conferencia Episcopal. Coros de novicias y seminaristas entonaron el réquiem. El templo abarrotado parecía estremecerse. Afuera las banderas ondeaban a media asta. Arriba de una unidad del Cuerpo de Bomberos el féretro fue transportado hasta el cementerio, y una sirena no cesó de aullar hasta que los restos mortales bajaron a la tumba. Matagalpa no había visto antes semejante pompa fúnebre.

         Los opositores al régimen de Somoza fueron, por supuestos, excluidos. En el atrio de catedral fue silenciada la maestra Lucidia Mantilla, cuando intentaba expresar el sentir popular y particularmente el del magisterio nacional; en el cementerio le cortaron la palabra al sindicalista Domingo Vargas, que trató de hacerse oír en nombre de los obreros. El diputado somocista, Juan F. Palacio, fue el orador principal; y el Arzobispo de Managua estuvo de pie junto a la tumba rezando un responso antes que la tierra cubriera los despojos de aquel pastor de tempestades. El último en hablar fue monseñor Julián Barni, destacó la humildad de quien pudiendo ser enterrado en una catedral prefirió quedarse eternamente entre su pueblo. También allí estuvo el Jefe del Estado Mayor de la Guardia Nacional, para dar fe de que el obispo de la dignidad había sido doblegado por la muerte, y que no volvería a incomodar a los cómodos.

         Este 17 de agosto se cumplen cien años del nacimiento de ese prohombre del siglo XX. Los hechos que he rememorado nos enseñan que no siempre a las cabezas mitradas las doblegó la corrupción y la indiferencia. Que la letanía escrita por Pedro Joaquín Chamorro Cardenal para titular su Editorial del día siguiente que monseñor murió: “Calderón y Padilla, refugio de perseguidos”, sirva para cerrar este tributo a quien siempre honró su dignidad episcopal.

*El autor es escritor nicaragüense. 

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