miércoles, 13 de octubre de 2021

UNA MALAGUEÑA QUE CONOCIÓ A DARÍO. Por: Vicente Urcuyo Rodríguez. Novedades. Managua, Nicaragua. 6 de Diciembre de 1964.

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Liminar de EPV h., Director y editor del Blogspot:

Don Vicente Urcuyo Rodríguez contribuyó de forma decisiva con ese primer homenaje a Rubén Darío en la ciudad de Málaga. Fue Embajador de Nicaragua en España. Como puede apreciarse en la fotografía, en el pedestal del Monumento que fue obra del artista José Planes, está consignada la fecha de su erección. El artículo que hoy ponemos en el balcón de la historia, fue publicado en diciembre de 1964. 

Antes de publicar el presente artículo, ingresé a la Web con el propósito de localizar voces actuales agrupadas alrededor de aquel homenaje al Darío malagueño, fue en vano. No hubo manera de juntar dos artículos de noble inspiración histórica y literaria. El único artículo, a la sazón vinculante, que permite reencontrarse con el homenaje tributado en 1963, fue intitulado: Rubén Darío, príncipe de la hispanidad en Málaga, publicado el 23 de Agosto de 2021, bajo la firma del Historiador Jorge Chauca García, catedrático de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad de Málaga. 

El poeta nicaragüense Rubén Darío estuvo en Málaga. Y dejó huella de su presencia en el patrimonio cívico y en su escritura. Hoy no se le recuerda y su paso por nuestra ciudad permanece casi inadvertido entre los malagueños. Su busto, situado estratégicamente en el Paseo del Parque, no se hace acreedor a ofrenda conmemorativa alguna. 

Prosigue el autor de ese interesante y motivador artículo, de cuyo contenido no podría reclamarse corrección alguna: Ni la cercana casa en la cual vivió durante su estancia meridional ha visto cumplido el deseo de enseñorear una placa en su fachada. Glosó el arte marinero del copo a un lado del esbelto y blanco faro, nuestra farola, permítame que le corrija. Y a Torrijos y su sacrificio, y desde Málaga fechó algunos de sus mejores versos en el poema ¡Pax!, recuperado en una conferencia neoyorkina en la turbulencia de la Gran Guerra poco antes de morir. Aquí lo halló y también el olvido. No se me ocurre un padre literario americano tan grande de la Hispanidad con mayúscula como Rubén Darío desde el Inca Garcilaso, allá por Montilla. Gimió por las Españas en un tiempo de llantos generacionales noventayochistas y lo hizo con acierto estético, rotunda sinceridad y asaeteado corazón hispano. 

Siendo de notar lo exhortado en uno de los últimos párrafos de ese certero artículo de Chauca García, a saber:  Reposan los restos de Félix Rubén García Sarmiento en Santiago de los Caballeros de León (Nicaragua), y sus bustos por doquier, incluida la esquina de la plaza del general Torrijos de Málaga. Bien se merece atención su  persona y su fructífero paso malacitano por parte de la SEAP Casa de América de Málaga. Estoy convencido del eco de mis deseos... 

Deseos que también son nuestros y, quizás, los lectores de este blogspot, contribuyan en terruño propio para poner la intención a la vista de los merodeadores del protocolo, de esos  acostumbrados a vestir trajes de ocasión festiva. Sumémonos al deseo de enseñorear una placa en la fachada de la casa en la cual vivió durante su estancia meridional y que año con año llegue al pie del Monumento algún festejo literario con ofrenda conmemorativa. 

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    Descansaba frente al mar en un hotel de Torremolinos, después de las grandes y simpáticas ceremonias del domingo 23 en Málaga. El Ayuntamiento rindió culto a la memoria de Rubén Darío construyendo en el parque, lleno de belleza casi tropical, una glorieta y un hermoso pedestal que mi Gobierno regalo a Málaga, correspondiendo así al gesto noble del señor alcalde Francisco García Grana* de la bella y alegre ciudad de Málaga.  

    Miraba yo hacia el mar, gustosamente acomodado en una silla playera, desde la terraza de una tercera planta del hotel. Veía ese continúo, incesante movimiento de las olas que se elevan y bajan una y otra vez para desvanecerse, por fin, en espuma sobre la arena. Son las olas del mar como la vida misma: nacen, se forman y van así creciendo hasta llegar a ser toda una enorme fuerza y toda una gran belleza, para luego empequeñecerse, terminando así su ciclo en burbujas blancas como blancos son los cabellos de la ancianidad.

    El Mediterráneo no era azul ese día; era acero; lloviznaba, y el cielo anunciaba tormenta. Sin embargo, tenía el mar siempre esa belleza tan peculiar, tan graciosa, tan bien proporcionada podríamos decir, como de lago grande: Mar de Iberia, Mar de Tracia, Mar Egeo, Mar Tirreno, Mar Adriático, todos evocadores de epopeyas, de leyendas y de cantos.

    Empezaban a desfilar por mi mente egipcios, griegos, fenicios, cuando golpearon a la puerta de mi habitación y un empleado del hotel me dijo que una mujer, llamada Ángela García, quería verme; y al informarme que era malagueña, le dije que la hiciera pasar.

    Era una mujer ya de edad avanzada, de agradable rostro, que, al entrar, me dijo: “Señor, no vengo a pedirle nada; quiero tan sólo conocerle y saludarle personalmente; me emocionó mucho ayer cuando le oí hablar sobre la mujer malagueña y quiero que sepa que la primera mujer en tirarle flores después de su discurso fui yo.

    “Conocí a Rubén. Yo era muy joven entonces. Mi madre vendía golosinas y nueces cerca de la casa donde vivía el Poeta, y, muchas veces, Darío nos compraba confitura. Era un señor muy amable, muy dulce, paseaba mucho por las alamedas del parque y mi madre se encargó, más de una vez, de lavar ropa de él con una tía mía. Y, claro, en muchas ocasiones lo vi y le oí hablar. Por eso me impresionaron tanto sus palabras, porque trajeron a mi mente el recuerdo de mi madre muerta hace ya muchos años y el de ese señor, ahora en bronce, pero otra vez en el parque”.

    Y, así, charlamos por algún rato, que es grato siempre hacerlo con españoles.

    Cuando me dijo que le permitiera retirarse, bajé con ella y la despedí a la puerta de mi coche. Me quedé de pies en la calle hasta que se perdió en la distancia la silueta del automóvil.

    Volvía a mi terraza y a mis meditaciones. Podía ver ahora en el horizonte, oscuro, casi negro, la masa enorme de un trasatlántico que navegaba hacia el Océano. Hace siglos surcaban las misma aguas nave griegas o romanas, o cartaginesas. “¡Qué fugaz –me dije— es la vida!, pues ¿qué son los siglos sino millonésimas de segundos comparados con la eternidad…? Sí, fugaz: hace setenta años también la viejita que acaba de visitarme oía a su madre hablar con Darío y hace unas horas apenas, esa misma sencilla mujer se arrancaba un clavelón, que llevaba en sus cabellos para tirármelo a mí, en gentil homenaje, porque yo hablé de los lindos ojos de la mujer malagueña… ¿Los tendría así de lindos la madre de Ángela García?

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