domingo, 9 de enero de 2022

PIRULA - Por: Dr. Jorge Donaldo Rodíguez Matute. Guadalajara, México. Segundo otoño de la pandemia.


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Dr. Jorge Donaldo Rodríguez Matute

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PIRULA

Con dedicación a Nina, con mucho cariño.

Aun manifestando rebeldía con sus tenues tintes rojizos, la claridad del día se negaba a ser sustituida por la obscuridad de la noche, que igual a mi perdurable regocijo, había sido parte de aquel desfile alrededor de la plaza del pueblo.  Orgullosamente ataviados con nuestro uniforme de gala, camisa blanca y pantalón azul; ocasión festiva en donde más de alguno mostraba el fundillo remendado, la mayoría descalzos y, los privilegiados, con zapatos burros sintiéndonos cual soldados napoleónicos en marchas triunfales, vitoreados en las calles parisinas.

Éramos el centro del festejo patrio, actores secundarios en la recreación de la Batalla de San Jacinto en el polvoso patio de nuestra escuela (conocida como la Casa Sirke). * Los de tez más obscura representábamos a los valientes soldados nacionales, los de piel blanca y cheles, a la tropa del filibustero William Walker. Ambos bandos con rifles de madera y vestimenta a la usanza de los acontecimientos. Los nuestros, comandados por el general José Dolores Estrada, destacando en esa gesta heroica Andrés Castro, quien en el fragor del combate y ya sin municiones, de una pedrada en la cabeza derribó un soldado invasor.

Luego de aquella histórica batalla y, de haber existido el beisbol en nuestros lares, el Gral. Estrada hubiese sido un desperdicio de pitcher. Aquella recta salió tal si fuese arrojada por el potente brazo de un prometedor lanzador de Grandes Ligas. Circunstancia de valiente patriotismo ocurrida en el terreno aledaño a un cerco de piedra, donde hubo olor a pólvora, balazos, sin espectadores y ovación desde las graderías.

Aquel hito histórico del general José Dolores Estrada fue amoldado en cemento, en una estatua que a la postre recibe menos evocaciones y más inclemencias del tiempo, cagadas de palomos y hasta improperios de uno que otro irreverente que al avistarlo lo tiene por emparentado con algún dictador insular.

Había transcurrido un mes de la muerte de doña Tana, habitaba una granja de su propiedad al borde de un camino vecinal, ocasionó su deceso una pulmonía consecuencia de la exposición a la intemperie de un torrencial aguacero. El enamoramiento de su granjita tanto del cura como del alcalde del pueblo propiciaron esa situación, el primero ofreciéndole por su propiedad miles de bendiciones y pocos pesos y el segundo únicamente pocos pesos, ante el rechazo de ambas propuestas, el alcalde urdió la patraña de introducir subrepticiamente galones de cususa al interior de la casa, para después acusarla de productora y traficante de esa bebida alcohólica y muy al estilo de Elliot Ness en la serie televisiva Los Intocables, le aplico con rigor las sanciones propias de la ley seca durante la prohibición tipo gringo, y mientras anochecía fue desalojada con violencia de su vivienda sin tener donde guarecerse.

Martina una chica campesina entre 17 a 20 años de edad, hacia dos o tres  semanas era nuestra empleada doméstica, de baja estatura, cuerpo bien proporcionado, ojos negros grandes, pelo negro ensortijado, vivaracha, que nos sorprendía con su léxico hablaba con mucha propiedad, tenía muchas inquietudes, analfabeta y poco creyente quizás por las arbitrariedades que cometieron con su madre la dueña de la granja o bien descreída innata, le pidió a mi mama y casi le exigió que la enseñara a leer,  argumentaba que el analfabeto era medio ciego, medio sordo y medio mudo.

Para concluir y cerrar con broche de oro ese inolvidable 14 de septiembre se llevaría a cabo una velada en la escuela conmemorativa a la guerra nacional y la independencia, que se festejaba al día siguiente.

La maestra Lolita con quien la naturaleza fue muy mezquina negándole rotundamente la más mínima pincelada de belleza y atracción, flaca, cogotuda, tez pálida, orejona, rostro adusto, ojos saltones cubiertos con lentes redondos de montura ligera, calvicie más que incipiente, escaso pelo pintado, nariz respingada, desdentada, de edad indefinida ( 60 a 70 años), sin nalgas ni senos, enfundada en un vestido gris de algodón de cuello alto y mangas largas, de donde sobresalían olanes blancos, le llegaba hasta el tobillo, sus pies supongo que con juanetes, calzaba zapatos negros planos de charol, con su voz gangosa débil, aflautada además de fingida, era la maestra de ceremonias, se encontraba al centro del escenario, una improvisada tarima de tablas, previamente ocupada por los tres músicos patrimonios municipales, Don Simón Videa, Don Marcial Acuña y Nicasio Chicha ejecutaban guitarra, trompeta y platillos respectivamente, a ambos lados de los hijos de Mozart destacaban dos grandes ramos de flores de malinche envueltas en papel celofán introducidos en tarros de lata, forrados con papelillo azul y blanco, completando  así la escenografía. Cuatro bujías amarillentas de luz tenue, distribuidas estratégicamente, iluminaban el auditorio que en tiempos pasados fue un beneficio de café,  los pupitres escolares hacían las veces de butacas del salón de espectáculos mal ventilado, con techo de láminas de zinc, una sola puerta estrecha al fondo.

Cerca de las nueve de la noche después de las peroratas del director de la escuela y del representante del alcalde quien justificó su ausencia por motivos de salud;  mentiroso; no asistió porque, más tardaba en iniciar el servicio eléctrico a las seis de la tarde, que él en encender su radio zenith negro de onda corta, en forma de valija que, en el interior de la tapa superior tenía un mapamundi y el dial, escuchando radioemisoras cubanas que transmitían programas musicales con canciones interpretadas por Bienvenido Granda (El Bigote que Canta) Benny More (El Bárbaro del Ritmo) Alberto Beltrán (La Voz del Caribe) el Anacovero Daniel Santos, entre otros, acompañados por la Sonora Matancera; partidos del béisbol profesional cubano, capítulos de la novela El derecho de Nacer, sentado  junto a la ventana enrejada de su casa que daba a la calle. Todavía en la época que, en manifiesto elogio a la belleza de la Habana, era llamada como el París de las Antillas y no como tiempo después la Tegucigalpa del Caribe.

A continuación, la maestra Lolita henchida de orgullo presentaba a la gran promesa del mundo musical, la hermosa, brillante, inteligente y nunca bien ponderada Amandita Aráuz, quien con voz jilguerina interpretaría la canción Flor sin retoño del famoso cantante mexicano Pedro Infante. Mal iniciaba su actuación la tal Amandita, porque carecía de todas las virtudes y cualidades que le atribuían y lo único real era el sobrinazgo con la maestra Lolita que, con la crueldad característica de la genética, le había heredado muchos rasgos físicos.

No había empezado la fonación artística cuando sobre el improvisado teatro musical empezó a escucharse una tormenta eléctrica de proporciones diluvianas, el intenso ruido de la lluvia se magnificaba al impactar en el techo de lámina metálica. Los relámpagos constantes como luz permanente, iluminaban el exterior del recinto. Mi padre y yo formábamos parte de los asistentes a la velada, el local estaba a reventar, éramos unos cuarenta, en ese instante escuchamos el lloriqueo de Amandita y los mimos consoladores de su tía, porque la ingrata, cruel, rabiosa e incomprensiva tormenta le había impedido exhibir sus dotes liricas. Aquel cuadro dramático fue interrumpido desde la única puerta de acceso, pese a la intensidad de los ruidos conjuntados de la tormenta y los murmullos del público fueron audibles los gritos repetidos de: ¡Silencio por favooor! Todos obedecimos menos la tormenta que continuaba implacable, alguien desde ese punto gritaba: ¡BALEARON AL ALCALDE! Entre los concurrentes el susurro fue imparable: ¡BALEARON A PIRULA! ¡BALEARON A PIRULA!

El domingo difería de los otros días de la semana, el numeroso arribo de campesinos a pie, en burros, caballos, carretas haladas por bueyes, daba a la monótona y perezosa rutina un aspecto festivo, compra de enseres básicos y en la venta de sus productos.

Asistían a misa; esta sensación se acentuaba cuando la finalidad del viaje eran los casamientos; la novia exultante con su traje de bodas, la flor de sacuanjoche en la oreja, equilibrada sobre lomo del caballo no a horcajadas sino en la silla de montar exclusiva para mujeres, incómoda pero púdica. Después del ¡sí, hasta que la muerte nos separe! La desposada partía sentada en el galápago o silla de montar ligera, la pareja seguida por el cortejo y los invitados, también a caballo, levantando nubes de polvo mezcladas con olor a pólvora, entre gritos y tiradera de cohetes, tiros de revólveres, brindando constantemente con el novio a pico de botella por el futuro próspero del matrimonio.

El feliz marido exagerando su gozo, llegaba briago al lecho nupcial colgado de los hombros de los padrinos, dando pie a que al segundo día del feliz compromiso surgiera la primera duda sobre haber o no haber desvirgado a su bien amada.

Era permitido a los campesinos que tenían familiares en trabajos domésticos en las casas del pueblo, visitarlas entrando por el zaguán. Martina los domingos recibía, invariablemente, a sus tres hermanos al salir de misa, los tres oscilaban entre diecinueve y treinta años de edad; los dos mayores, mestizos chaparros, paliduchos enclenques, fervientes católicos, rezadores y camanduleros. El menor, mulato extrovertido y simpático, aunque alguna vez lo vi lloriquear sobre el hombro de Martina. Yo bailaba mi trompo alrededor del pozo de agua de mi casa y el menor de los tres hermanos me lo pidió prestado, trazó un círculo mediano en el patio con una corcholata al centro, tirando de su cuerda el trompo con la intención de atinarle a la corcholata o bien llegarle lo más cerca posible. Los dos mayores fueron los más acertados y el menor más errático, lo que significaba que a uno de los hermanos mayores le correspondía ejecutar el plan.

El primero argumentó que era pecaminoso hacer eso y el segundo dijo que tenía mujer e hijos en obligación de mantener; por lo cual no podía andar huyendo.

— Yo no tengo mujer, y tampoco hijos, y no sé si sea pecado o no, pero quería mucho a mi mamá, ¡oyeron, hijueputas!

            —¡Olvídense, yo me encargo de hacer eso ¡Par de maricones!

Martina, inexpresiva, únicamente los observaba.

Vos vas a cooperar pidiendo fiado en la tienda de tu patrón veinte tiros 38 y un par de botas altas; y así fue.

Un jinete con sombrero negro tipo tejano, cubierto con un capote de caucho verdoso, pistola al cinto, montando un caballo negro, de buena alzada y robustez, con el sonido de su cabalgar acompasado como redoble de tambores en un soundtrack que presagian a un acontecimiento aunado al croar de los sapos, incrementaron los ruidos de la tormentosa noche. Se encaminaba de las rondas del pueblo a las casas del centro, hasta llegar a casa del alcalde.  

Fueron cómplices, la soledad de las calles, la obscuridad de la noche y su determinación, hasta frenar la bestia frente a la ventana; a través de ella descargó el contenido del revolver en la humanidad de Pirula, quien cayó de bruces sobre el radio con la mitad del cuerpo ensangrentado. Al perpetrador, las mismas aliadas que le ayudaron a llegar al objetivo le ayudaron a escapar.

El no haber disfrutado de tan magno evento artístico por la interrupción referida, fue compensada con creces, mi padre otros asistentes a la velada y yo, nos encaminamos bajo la lluvia a casa del alcalde que pese a las condiciones del tiempo y lo inmediato del suceso, ya se habían congregado numerosas personas en su interior, observando la impactante escena.

Pirula de bruces con la respiración entrecortada, con quejidos lastimeros, el torso cubierto con una camisa blanca con grandes manchas de sangre, tirado al lado del radio que emitía tan acorde al momento, entre sollozos de Mama Dolores, por las vicisitudes del moribundo Albertico Limonta.

Entre tantos espectadores también estaba el doctor del pueblo, en las mismas condiciones, asombrado. La impericia y la falta de medios le impedían resolver aquel problema médico de tal magnitud y decidió pedir que trasmitieran un Telegrama 22 (urgente) a la cabecera departamental que distaba a 50 kilómetros de terracería, solicitando el traslado del herido.

Por ser día festivo, el telegrafista estaba franco y fuera del pueblo, probablemente tirado en algún estanco, con el nacionalismo exaltado por ser 14 de septiembre. Mi padre antes de ser comerciante fue telegrafista y trasmitió el telegrama; además, el doctor ofreció su jeep Land Rover, con Santos, el chofer, para atravesar el río que bordeaba al pueblo; pero había un pequeño inconveniente, el puente vehicular había sido arrastrado por el caudal del río.

Aquel día, en las desbordadas corrientes flotaban taburetes, mecedoras, patas de gallina, máquinas de coser, máquinas de moler, baúles de madera, además de gallinas, chanchos y terneros.
Confiado en la eficiencia mecánica de su vehículo, el doctor le ordeno a Santos que bordeara un trayecto del río y tratara de encontrar paso por una parte menos profunda y caudalosa, mientras tanto, la parca intimidaba más con Pirula. Una lechuza ululaba sobre la rama de un Guanacaste con sus grandes y luminosos ojos, sardónicamente observaba las delicadas maniobras de subir al jeep el cuerpo del herido como sabedora de su inutilidad, al igual que el cura del pueblo que debajo de un bajareque se protegía de la lluvia. Alguien se dirigió a él preguntándole que si no le iba a dar al alcalde su rociadita de agua bendita; la respuesta fue tajante y semi sarcástica: —¡No me jodás! Con el agua que cae es más que suficiente.

Más tardaron en acomodar el cuerpo del alcalde en el jeep, que la caudalosa corriente en arrastrar por separado la humanidad de Pirula, el jeep y a Santos, que mal braceando e instintivamente alcanzó la otra orilla.

La noche presuntuosa, con pedantería plena, hacía alarde del logro de haber vencido al día, manifestándose con una obscuridad impenetrable, alcahueteada por la luz eléctrica que hacía su función hasta la diez de la noche. Las lámparas de mano de los parroquianos mermaban un mínimo de aquella ostentación. Me quedé dormido en brazos de mi papá, era mucho para un solo día, lo último que alcancé a escuchar fue: — ¡Hay que traer al indio Pastor! Éste era un nadador y rescatista innato, vecino de un caserío cercano. Sus ingresos económicos incrementaban en la época de lluvias torrenciales; la gente pagaba por rescatar pertenencias de los recodos del río.

Acción similar realizó con el alcalde, lo traspuso aún con vida a la orilla opuesta, pero, con un agregado, bien de forma significativa simbólica o casual, dando margen a que el populi diera rienda suelta a su imaginación y llegaran a desencadenar incontables conjeturas y afirmaciones. ¡Dios los hace y ellos se juntan! Pirula traía una serpiente coralillo enredada en el cuello.

Una vez en el quirófano del hospital, después de un ajetreado viaje de tres horas con la parca como compañera; cada vez más acechante, y transportado en la camioneta Fargo que hacía las veces de ambulancia; iba a dar inicio la cirugía, pero con tan buena suerte para los médicos, que únicamente iban a cumplir ese tan cuestionable juramento hipocrático, cuando de repente cayó un rayo en la planta eléctrica del hospital. Todo quedó en tinieblas, incluso, la sala de operaciones donde no había luces de emergencia, evitando así que los cirujanos intentaran salvar lo insalvable. Así concluyó la vida de aquel personaje, marcado por el infortunio.

E P I L O G O

Tres maestras foráneas con vestidos de colores vivos y sombrillas estampadas atraviesan la plaza charlando animadamente para ir almorzar, mientras la vida continúa su inexorable curso; en la rutina,  aburrimiento enfermizo, vuelos pausados de los zopilotes bajo el cielo azul e imparables sonidos estridulantes de las chicharras. 

Aquel ambiente del cual nadie escapa, del inclemente sol tropical; las palmas amarillentas, los malinches sin flores, por la polvosas calles los burros sueltos con sus lugares reservados, en rebuznos cronométricos mientras columpian sus pavorosos falos erectos, rasputianos, de hipnótico asombro y envidia entre el típico macho atrapado en roznidos cerebrales. Además de generar --sobre todo, en mojigatas, niñas viejas y casadas insatisfechas-- múltiples sentimientos encontrados, impulsadas a cubrirse los ojos con pundonor y santiguarse una y otra vez.

Lo sucedido a Pirula tomó camino al olvido, mientras más de algún atrevido expresa:

— ¡No se perdió gran cosa!

Lo único que persiste en aquel pueblo es la curiosidad de saber quién lo mató.

En nuestro vecino país norte fronterizo, refugio de compatriotas transgresores de la ley por delitos diversos, --por cierto-- alguien dijo, con mucho dolor, por frustración y desengaño: por las condiciones de vida que nos han impuesto ancestralmente, que era ostentoso nombrarnos países cuando apenas éramos POTREROS CON BANDERA. !Bueno, así lo dejamos, mi queridísimo amigo, Dr. Salvador Terán! Recordando que, en un poblado cercano, al otro lado de nuestra frontera norte, anualmente se lleva a cabo una fiesta patronal muy concurrida similar a las nuestras. 

Conjuntadas en un mismo espacio, habitualmente frente a la iglesia se instalan chinamos (puestos ambulantes) con rocolas, cantinas, prostitutas, juegos de azar, juegos infantiles, corridas de toros, altares procesiones y demás, en resumen, festividades paganas y religiosa revueltas. Mi papá y yo asistimos al festejo, a punto estábamos de entrar a la corrida de toros cuando de pronto se dirige a nosotros un joven fornido, moreno de buen aspecto, con ropa campirana, sonriente, saludándonos efusivamente con aparente gozo de vernos, palmeándonos los hombros delicadamente, inmediatamente después introdujo la mano derecha en el abultado bolsillo de su pantalón, diciéndole a mi papá:

— ¡Tengo que arreglar cuentas con usted!

Mi agrado de verlo se transformó en miedo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Sin despegarnos la vista, agregó:

— Quien pide fiado a devolver se obliga. Hoy no ando con la bolsa estrecha. ¡En buena hora, voy a pagarle los veinte tiros de 38 y el par de botas altas!  

Guadalajara, México; segundo otoño de la pandemia.

*Casa Sirke. Inmueble expropiado por el gobierno a un residente alemán, hecho que se llevó a cabo en varios países del mundo posteriormente a la victoria de los aliados en la II guerra mundial.

ADENDUM:

Si la patria es pequeña uno grande la sueña. Sueño del que jamás despertamos y no se materializa.

 


LA RECLUTA. Por: GIL BLAS (Anselmo Fletes Bolaños). En: La Patria. 1º de Marzo de 1920.

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LA RECLUTA


                            Sobrecogido está el indio,

                            Pánico miedo le asalta:

                            Tiene miedo a la recluta,

                            Tiene miedo a la canana.

                            A la Perla (I) ya no llega,

                            No sale de su cañada,

                            Ni en su choza se le ve,

                            Pues anda a salto de mata,

                            Por los montes, por los cerros,

                            Huye de la escolta bárbara,

                            En la red con su posol;

                            Con su perro y su cutacha.

                            Entre tanto, su Tiburcia

                            A la Perla va, y con maña

                            Del ladino ella averigua

                            De la recluta la causa.

                            Y va diciendo: “Talvé

                            Il patrón al qui trabaja,

                            Ese patrón carnilora

                            A mi Jusé mi lo saca”.

                                      “¡Oy Jusé! ¡Jusé! ¿Ondistás

                            Que ti busco y no ti jallo?

                            ¡Soyó, Jusé! ¡la Teburcia!”

                            ¡Salí, Jusé! ¡No hay cuidao!”

                                      A los gritos de Tiburcia

                            Parece el indio azorado

                            En la espesura del monte,

                            De árbol coposo bajando.

                            --¡Teburcita! ¡Teburcita!

                            (Exclama José) Cuntámilo.

                            --Dispué, Jusé; tumatiante

                            Esti pinol; dispué jablo.

                            --Cuntámelo ya, Teburcia.

                            --So purfia, mu porfiao:

                            Que ti tumés il pinol

                            Ti digo, si no mi callo.

                                      Bébese entonces el indio

                            De pinol el calabazo,

                            Y luego los dos esposos

                            El diálogo continuaron.

                            --Escundétilo, juí má.

                            --¿Sigue licolta frigando?

                            --Sí, Jusé; ¿pue no cujieron

                            Al hijo de ñor Pacasio?

                            --¡Pobre!

                                      --¡Pobre!  Probe vo.

                            A Nimesio lu sacaron.

                            --¿Divera?

                                      --¡Pue ya lo creyó!

                            Su córduba dio Tió Chano.

                            --Y ¿cuánto mi costará,

                            Teburcia, nu ser suldao?

                            --Dié córduba, y no tinemo

                            Dié córduba.

                                      --¿Y pur trabajo

                            No me lo dará ñor Justo?

                            --No quere; soluingañando

                            Dice que loistá; no lu da.

                            --Pue Teburcia, estoy frigao.

                            --¿Sabís, Jusé, quien da el córduba?

                            --¿Quién, Téburcia?

                                               --Ñor Mariano.

                            --¿El que ti lo pretendiya?

                            ¿Ñor Mariano, il ladinazo?

                            --El mesmo, Jusé, ¿Lu aceuto?

                            Li digo quisí y luingaño;

                            No mi lo dejo dispué.

                            --No, Teburcia, ñor Mariano

                            Ti va cuger la palabra

                            Y yo soyilingañao.

                            E mijor que mi lo lleven.

                            --¡Y yo mi quedo llurando!

                            --No, que ti lo vas cunmigo

                            Ondi vaya di suldao;

                            No te quidás, Teburcia.

                            ¡Ñor Mariano, il ladinazo!

                            --Peru Jusé, ¿no sabís

                            Ques al Supuá? ¡Largo, largo!

                            --¿Cómo lu sabís. Teburcia?

                            --Mi ludijo ñor Mariano.

                            --¡Qui lo pique la toboba!

                            ¡Ñor Mariano, il ladinazo!

                            Nuija, ti lo vas conmigo,

                            Ondi vaya caminando.

                            ¿Y qué sil Supuá, Teburcia?   

                            ¿Un riyo dil otru lao.

                            --Y ¿qué tinemos qui ver

                            Cun esi riyo dil diablo?

                            --Es qui lu van a butar.

                            --¡Teburcia! ¿Il Supuá butarlo?

                            --Espírate, nués al riyo:

                            A ñor Tinozo ques malo (1)

                            --¿Y no murió ñor Tinoco?

                            --Sinuá muerto, Jusé.

                                                         --¡Quiaños!

                            --Seriyotro; el dil Supuá

                            Es qui nosistá frigando,

                            El que li dicen Pirico

                            Quista largo. ¡Ecomulgao!

                            --Comuil gobierno diaquí.

                            --Sí, Jusé ¡Lupartunrayo!

                            O lu pique la tuboba!

                            --¿Al gobierno? ¿Alemiliano?

                            --¡Ya lu creyó! Pualmesmito

                            Que mijor subiera hogao.

                                No continúan los indios

                            En su cólera y denuestos

                            Contra Pelico Tinoco,

                            Contra Emiliano, el Cadejo,

                            Que la escolta, que la escolta

                            De lejos iba siguiendo

                            A Tiburcia, sospechando

                            Que iba a ver al compañero,

                            Y de pronto llega al monte

                            Que los oculta en lo espeso.

                            “¡Hasta que caíste, huyón,

                            Y hablando mal del Gobierno!”

                            El jefe gritó, y “¡amárrenlo!

                            Sóquenlo de pata y güevo!”

                            Y con Tiburcia y José

                            Llegando a la Perla fueron.

                            …………………………….

                            …………………………….

                            Otro día, una veintena,

                            Veinte indios de las cañadas

                            De la Perla que es del Norte,

                            La ciudad de Matagalpa.

                            Tristes salen del cuartel,

                            Van camino de Managua.

                            Esos veinte voluntarios

                            Son de Piedra Colorada,

                            De Guasamure y Susulí

                            Y otros puntos. Van en sarta,

                            La misma sarta de siempre;

                            Quienquiera sea el que manda.

                            Van la frontera a guardar…

                            Van a guardar las espaldas

                            Del ambicioso que lleva

                            Al pobre concho la albarda:

                            Que admira la intervención

                            Que estrangula a Nicaragua,

                            Y quiere hacer de su tierra

                            La Tiquicia Americana

                                      ¿Y Tiburcia? Pues seguir

                            A José no la dejaron,

                            Y a la cañada volvió

                            Sus lágrimas derramando.

                            Y contempla su chocita:

                            ¡Todo su suelo arrasado!

                            Ni una fruta ni el maíz,

                            Ni animales, ningún trasto,

                            Que el reclutador infame

                            ¡Todo, todo se ha llevado!

                            A Tinoco y a Emiliano.

                            “¡Qui lo pique la tuboba!

                            A lu do lupartunrayo!

                            Por Pirico y Emeliano

                            A mi Jusé lu llevaron.”

                            ……………………………

                            ……………………………

                            En el Sapoá, en la frontera,

                            De la Perla está la sarta,

                            La misma sarta de siempre,

                            Quienquiera sea el que manda.

                            ¿Qué es lo que guardan los indios?

                            Allí guardan las espaldas

                            Del ambicioso que lleva

                            Al pobre concho la albarda:

                            Que admira la intervención

                            Que estrangula a Nicaragua,

                            Y quiere hacer de su tierra

                            La Tiquicia Americana

   GIL BLAS (Anselmo Fletes Bolaños)

   León, Mayo de 1919

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Notas: 

(1) La ciudad de Matagalpa, la Perla del Norte llamada. –A. F. B.

(2) Gral. Federico Tinoco (Pelico). Presidente de Costa Rica a quien una vergonzante y antipatriótica revolución derrocó con el poderoso auxilio moral de los Estados Unidos. –A. F. B. (El Presidente Federico Alberto Tinoco Granados fue derrocado por el presidente estadounidense Woodrow Wilson).

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Fue  publicado en: La Patria. Ciencia, Literatura, Arte. Director y Administrador Félix Quiñones. Tomo IX. Año XXVI. León, 1º de Marzo de 1920. Tipografía La Patria.

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APOSTILLA:

"La dictadura de los hermanos Tinoco, Dictadura tinoquista o peliquista, o Dictadura de los Tinoco es período histórico de Costa Rica en que se implantó la dictadura militar liderada autoritariamente por Federico Alberto Tinoco Granados como presidente de facto y su hermano José Joaquín Tinoco Granados como ministro de Guerra."

"Inició tras el golpe de Estado de Costa Rica de 1917, el 27 de enero de 1917 y culminó con la salida de Tinoco de Costa Rica hacia Francia el 13 de agosto de 1919 tres días después del asesinato de su hermano y tras una serie de insurrecciones armadas y masivas protestas civiles conocidas como la Revolución de Sapoá y el Movimiento cívico estudiantil de 1919."

"La policía secreta creada por Cleto Ordóñez Víquez para la seguridad interna se utilizó por Tinoco para reprimir a la oposición y aterrorizar a la población civil. Apodados “los esbirros” los agentes tinoquistas tenían bajo su labor identificar y arrestar a los opositores, aplicarles torturas y en algunos casos ejecutarlos."


 


jueves, 6 de enero de 2022

RUBÉN DARÍO. Por Tobías Zúñiga Montúfar*. 18 de abril 1916.

 

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              Cuando Rubén Darío, en la plenitud de la vida, abandonó, en incierto viaje de aventuras, sus tierras solares, donde al amor de sus lagos había cantado las garzas blancas y garzas morenas, iba repitiendo por el mundo, con nostálgicas entonaciones, la clásica frase que cristaliza, más que ingratitud de los pueblos para sus hombres de genio, la superioridad individual al medio ambiente de cultura en que nacieron: “nadie es profeta en su tierra”.   

            Y al volver al regazo natal de Nicaragua, coronada la frente apolínea por el prestigio universal, era ya el gran profeta, consagrado por su pueblo después de la consagración de una raza, que iba a morir a la ribera de sus lagos y bajo el sol de sus amores, como un príncipe glorioso conquistador de vastos imperios en lejanas tierras.

    Pompas, ditirambos, fúnebres oraciones, salmos, elegías, campanas que lloran, flores de cariño, músicas de réquiem, liturgias episcopales, civiles procesiones, el alma selecta de la Patria, rindiéndole pleito homenaje a la vera del sepulcro, después de haber colmado de postreras bendiciones y ternuras en su lecho de muerte.

            ¡Gran emperador que moría sin otro cetro que el poder de su mágica palabra!

            ¡Gran pontífice en la Iglesia del Arte, sin otra tiara que la de su cabeza esclarecida!

            No tuvieron muchos hombres de genio la misma ventura, la suprema felicidad de este mago de la palabra en las horas de agonía ni al tramontar las regiones de la Eternidad.

        Su nombre había llenado por un cuarto de siglo, en ondas magistrales, las tribunas de las letras hispanoamericanas.

           En el Boulevard de los Inválidos de la Ciudad Luz, en el regio salón lirico del quinto piso, donde el Carlomagno de la poesía, Leconte de Lisle, presidía el cenáculo parnasiano con la asistencia de los iniciados Catulle Mendés, Francois Coppée, Villiers de L̕ Isle Adam, Luis Menard, José María de Heredia, León Dierx, Armand Silvestres, Sully Prudhomme y demás devotos de la secta, se unían, omnipresentes, en sus espíritus, en el pasado, presidiéndoles, el alma inmensa de su divino precursor, el sacro cesáreo Víctor Hugo, Dios del pensamiento que está en el cielo del Arte santificado; y en el futuro, en el viejo y nuevo mundo de las hispanías, el espíritu de Rubén Darío, que vagando por el ambiente de luz astral del Parnaso, recogía las magníficas orquestaciones verbales de la hechicera lengua de Lutecia, para inundar después de las innovadoras armonías la lírica hispano-americana.

        Víctor Hugo fue el precursor, el Dios creador de las nuevas formas literarias que rompieron los clásicos decires y pensares de la Francia inmortal; y Rubén Darío, arrancando los secretos del verbo innovador, los sustituyó con las melodías de su tropical inspiración en las viejas prosas tribunicias de América y de España y en las monótonas y por largos siglos estacionarias rimas del habla castellana.

        Si Leconte de Leslie brillará siempre al fulgor de Hugo –al decir de Darío—, Darío brillará siempre al fulgor de Leconte de Lisle, por mucho que, como él mismo lo confirmara, hubiera cedido a otras vigorosas influencias de antaño y de la modernidad.

    “ ¿Qué portalira de nuestro siglo –dijo Darío— no desciende de Hugo? ¿No ha demostrado triunfalmente Mendés –ese hermano menor de Leconte de Lisle— que hasta el árbol genealógico de los Rougon Macquart ha nacido al amor del roble enorme del más grande de los poetas? Los parnasianos proceden de los románticos, como los decadentes de los parnasianos. “La leyenda de los siglos” refleja su luz cíclica sobre los “Poemas Trágicos, Antiguos y Bárbaros”. La misma reforma métrica de que tanto se enorgullece con justicia el Parnaso, ¿quién ignora que fue comenzada por el colosal artífice revolucionario de 1830?

        Por lo mismo, la revolución hispano-parlante de Rubén Darío nace indirectamente del romanticismo hugueano, pero arranca inmediatamente del pontífice del Parnaso, Leconte de Lisle.

    Miguel de Cervantes Saavedra, Teresa la Santa, Gracián, Don Francisco de Quevedo y Villegas, Góngora, entre los españoles, según su propio decir, saturaron su espíritu de viejas armonías  y pensamientos seculares; Gautier, Flaubert, Verlaine, Mallarmé, los simbolistas como los decadentes  diéronle matices diversos a su genio; pero fue el sumo sacerdote Leconte de Lisle, con sus “versos de bronce, versos de hierro, rimas de acero, estrofas de granito”, quien engendró, dándole la sangre, el hueso, la médula y el inicial arranque, al portalira del modernismo hispano-americano.

    El mismo amor del Jefe del Parnaso a la belleza helénica, en la cual encuentra la fuente caudalosa de la inspiración artística, se plasma en las obras perdurables de Darío. Y cuando no es la Grecia clásica de los dioses inmortales la que refleja su majestuoso panorama en las concepciones estelares de Darío, cuando no es la trompa épica de Homero la que percute en las vibraciones de su tricorde lira o en las cañas de su flauta pánida, es la magia seductora del Versalles del dorado siglo diez y ocho y la ática floración de ingenios exquisitos de la Francia del Rey Sol, la luz que cristaliza en diamantes su criollo pensamiento.

         El poeta así lo dice:

                   Y entonces era en la dulzaina un juego

            De misteriosas gamas cristalinas,

            Un renovar de notas del Pan griego

            Y un desgranar de músicas latinas.

 

                   Y muy siglo diez y ocho y muy antiguo

            Y muy moderno; audaz, cosmopolita;

            Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo

            Y una sed de ilusiones infinitas.

          No decimos que Rubén Darío cincelara todas sus concepciones en el mármol pentélico de Leconte de Lisle en que Núñez de Arce, en España, cinceló todas sus estrofas. El espíritu creador, amplio y variado de Darío tuvo muy distintas manifestaciones, hasta el punto de modernizar los antiguos romances españoles. Decimos que era parnasiano en su iniciación y que en sus transformaciones y modulaciones sucesivas mantuvo su carácter inicial en el afán de renovación del verso, dándole mayor vigor, más dulzura y más altas sonoridades, objetivándolo, precisándolo más a ideas concretas, en la íntima melodía de una música ideal y fonética.

        No hacemos obra de análisis. La trascendencia de la revolución métrica rubendariaca, de sus procedimientos, de sus ideales, de su fuerza generatriz, de sus aspectos diversos, ha sido expuesta, magistralmente, por los más doctos artistas de la crítica castellana y por el mismo Darío en múltiples dilucidaciones y manifiestos. Nuestras palabras son de entusiasmo, de admiración ingenua, que bien podrán calificarse como inconsultas lucubraciones por los sabios doctores de las letras, o como infecundas y ociosas cavilaciones por los intransigentes monoteístas devotos del alado Mercurio.

            Para juzgar a Rubén Darío en la plenitud de su obra, para comprender la amplitud de su alma, la profundidad de su pensamiento, su amor a la suprema belleza, su respeto por todas las manifestaciones de fuerza del intelecto humano –aun aquellas más alejadas de su temperamento de artista, — y su meditación religiosa sobre los problemas de la vida cuando no sobre los misterios de la muerte, hay que leer con ascética devoción sus bellas y nutridas y cinceladas y rutilantes prosa

        Prosa policroma y de estudio, de erudición sabia y de revelaciones estéticas, de labor benedictina y apostólicas propagandas, en “Los Raros”.

        Prosa de arte, seductora, de encanto, de delectación y de ensueños; prosa de colores y armonías, de músicas aladas y amargos símbolos, en “Azul”.

        Prosa robusta y preciosa; prosa rica de expresiones y de giros, opulenta de ingenuas admiraciones y llena de dolorosas verdades; prosa patriótica y aristocrática, inflamada por ardorosas ansias de renacimiento, en “La España Contemporánea”.

        Prosa sutil y reverente, de síntesis y análisis, de exégesis de arte, prosa musical y religiosa, en “Peregrinaciones”, en “Parisiana”, en “La Caravana Pasa”.

       Prosa, en fin, delectable, de sus relatos de viajero, de sus estudios de pequeños y grandes hombres, de ilustres o frívolas mujeres, de cosas extraordinarias y acontecimientos singulares; prosa de selección, laborada al amor del jardín de sus ideales en el reino de su fecunda fantasía, recopilada o diseminada por el mundo como cauda luminosa de un éxodo de cometa. 

        Leyendo en sus prosas a Darío, se comprenderá mejor que quien a los asuntos por él tratado lleva tan minuciosas acotaciones, tan sucintos análisis , tan refinado amor a los progresos del espíritu humano en sus complejos y múltiples aspectos, tan personales observaciones hijas de su genial talento, tan raras, sutiles, elegantes y nuevas formas de lenguaje, no era, no podía ser, en la poesía, como le suponen el vulgo letrado de las gentes o sus menguados imitadores de pacotilla, un simple gaitero mendicante, producto de extravagantes fanfarrias, sino una mentalidad de superior cultura, un artista, un poeta, que conocía a lo hondo en su complejo mecanismo y en su vasta trascendencia estética el maravilloso instrumento verbal con que la naturaleza le dotara.

        La América Indo-Hispana, conglomerado en fermentación de levadura cosmopolita, tierra de inmigración para todas las razas del Continente Antiguo, después de ensayar por medio siglo orientaciones distintas a las heredadas de la colonia y de los tiempos heroicos de la independencia, con su espíritu abierto a la rosa de los vientos de la cultura universal, con su amor fervoroso a la civilización francesa y con su predominante eclecticismo literario, era ambiente propicio para la reforma del verbo nuevo. Y Rubén Darío, acogido y celebrado en las grandes urbes sudamericanas como alto exponente de las letras continentales y como mentor de nuevas generaciones, fue ungido en América, si no como precursor sí como individualidad representativa de sus nobles ansias de reforma y de sus étnicas tendencias a la posesión de una cultura superior autóctona.

        Después el poeta, en su peregrinación sideral, llegó de la América a España, la España conservadora, agarrada entonces con raíces seculares al siglo de oro de sus clásicas letras. Cumpliéndose la predicción profética del pensador y estilista uruguayo José Enrique Rodó, si Darío no cosechó en España las asperezas de una guerra sin tregua, porque ya entonces estaba consagrado por el Pontífice de la crítica española, el ático don Juan Valera, y benévolamente la atendían algunos de sus proyectos intelectuales, encontró “un gran silencio y un dolorido estupor, no interrumpidos ni aun por la nota de una elegía, ni aun por el rumor de las hojas sobre el surco en la soledad donde aquella madre de vencidos caballeros sobrellevaba –menos como la Hécube de Eurípides que como la Dolorosa del Ticiano— la austera sombra de su dolor inmerecido.

        “Llegó a España el poeta levando nuevos anuncios para el florecer del espíritu en el habla común, que es el arca santa de la raza; destacóse en la sombra la vencedera figura del arquero; habló a la juventud, a aquella juventud incierta y aterida, cuya primavera no daba flores ras el invierno de los maestros que se iban, y encendióla en nuevos amores y nuevos entusiasmos. Y en el seno de esa juventud que dormía, su llamado fue el signo de una renovación; y pudo ser saludada, en el reino de aquella agostada poesía su presencia, como la de los príncipes que, en el cuento oriental, traen de remotos países la fuente que da oro, el pájaro que habla y el árbol que canta”.

        Así, hoy que ha muerto, le glorifican en España como el precursor del moderno renacimiento literario, al punto de que, vigorosas personalidades de su intelectualidad dirigente le marcan ya, desde las más altas tribunas de la prensa, un puesto ideológicamente insustituible en el desenvolvimiento del habla castellana.

        “La historia del teatro y de la novela castellanos modernos, ha dicho Gómez Barquero (Andrenio) después de la muerte de Darío, --se puede escribir prescindiendo de América. La de la poesía lírica no. Ella es obra de Rubén Darío, principalmente. Para apreciar su importancia, para ver la trascendencia de su influencia poética, hagamos esta sencilla consideración: ¿Faltaría algo esencial en la historia de la literatura española moderna, si no mencionásemos a los otros ingenios americanos, a Bello, a Cuervo, a Montalvo, a Caro, a tantos otros? Evidentemente no. ¿Y si quisiéramos omitir a Rubén Darío, al tratar de la lírica moderna, se notaría la omisión en esa historia? Sí. Quedaría incompleta, mutilada, sin lógica, con una laguna o un enigma en los orígenes de su transformación. Esto da la medida de lo que representa Rubén Darío en la literatura castellana contemporánea”.

        Hemos hablado del artista de la palabra. Para el hombre no tenemos ditirambos. Nunca hemos creído que los estímulos de la disipación de la vida acrecienten la potencia de la inspiración artística; antes bien, por leyes fisiológicas constituyen fuente lamentable de prematuras cuando no suicidas decadencias para los astros del pensamiento humano.

            Dejamos, por tanto, al hombre, en el sagrado inviolable de su vida bohemia y de sus paraísos artificiales.

            No es en las oquedades de su revuelto nido donde el águila nos cautiva, ni en las penumbras de su cubil donde el bello leopardo nos seduce. Estas fuerzas de la naturaleza las admiramos: al águila, con sus hipnotizantes pupilas y su frondoso plumaje, cuando tramonta los cielos en raudo vuelo soberano en las glorias del sol; y al leopardo, con su marcial apostura, con su piel de manchado terciopelo y sus fauces de misterio, cuando impera, ¡gran rey! en sus dominios de las selvas seculares.

            Ya el liróforo llegó en lo eterno a la ciudad por él imaginada a la muerte de un genio, a la ciudad de Walhalla o Jerusalén, “ciudad de héroes, de artistas, de sabios y de poetas, ciudad de los genios de la fuerza, los genios de la belleza, los genios del carácter y del corazón, los genios de la voluntad, ciudad de las almas soberanas que giraron por la tierra, actualmente cumpliendo con su misión semidivina”.

            Llega Darío al coro magno de los inmortales, por él soñado en mística visión.

        “Junto a los boscajes de ensueño de esa sublime ciudad, Jerusalén o Walhalla, los pensadore y los soñadores siguen en peregrina ascensión construyendo las fábricas de sus cálculos, los palacios dew sus fantasías. En un aire de luz cruzan las ondas de los pensamientos como en una electricidad suprema”.

            A su llegada saturan súbitamente las altas claridades un rumor de alas, un hálito de flores, un resplandor de estrellas y la música infinita del alma de las cosas que moran en la Tierra. Un murmullo de salutación nace en la ciudad eterna de los inmortales, y Víctor Hugo se adelanta para recibir, --El lo dice, -- a su Vicario de América y España.

         18 de abril 1916.

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*** Del libro SELECCIONES (de la Tribuna y de La Prensa).  Editorial Apolo, San José, Costa Rica, 1935. Pp. 145 – 154.

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