jueves, 2 de julio de 2020

ALFONSO CORTÉS AL VIVO (ENSAYO SOBRE SU POESÍA). Por Eduardo Zepeda-Henríquez.



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ALFONSO CORTÉS AL VIVO (ENSAYO SOBRE SU POESÍA). Por Eduardo Zepeda-Henríquez. Novedades, domingo 9 de Febrero de 1969.       



   Hablar de la poesía de Alfonso Cortés, es como hablar del mundo plenamente conquistado por la poesía. Porque la obra de nuestro poeta no es de contemplación, sino de vivisección. Pero su poesía no descarna las cosas; las despoja solamente de su piel y las hace sangre, dejando al descubierto su pura realidad y su tragedia.

   “El tiempo sólo pudo ensangrentar las cosas”, dice el poeta, en un verso de resonancias griegas, en el cual no se canta al “Tiempo”, con mayúscula, sino al tiempo vital y doloroso. Por eso la poesía de Alfonso es tensa de pasión humana, hasta en sus momentos de mayor pureza. Alfonso es siempre un poeta figurativo, por comparación con el mundo de la pintura. De lo contrario, no cabría esperar de él una voz humanamente apasionada. Y la obra alfonsina está muy lejos de aquel juego de ingenio del “concetto” o del “wit”; es obra a pleno sol: de imágenes, de figuras. Negarle imaginación a nuestro poeta, sería desconocer su carácter de primer poeta actual nicaragüense. Si, a veces, su poesía parece oscura –y sólo lo parece—, es porque quien la lee se ha deslumbrado, cegándose con la luz solar de la misma. Todos los poemas de Alfonso se hallan prietos de realidad y concreción, como su propia caligrafía de apretados garabatitos. Que nadie se engañe con esta poesía viva y muscular, queriendo ver hasta en la moda modernista –más de ocasión, que de vocación— de escribir ciertos sustantivos con iniciales mayúsculas, o de cortar los versos después de vocablos átonos.

   Ningún servicio se le hace al poeta Cortés diciendo que es abstracto, ya que la sola poesía es concreción. El ser, objeto propio de la metafísica, en la obra de Alfonso jamás resulta objeto, sino motivo. Porque allí lo abstracto se da únicamente en función de lo concreto. Y así el pitagorismo alfonsino es apenas literario. Cuando nuestro poeta escribió que “Un trozo azul tiene mayor intensidad que todo el cielo”, expresaba una verdad poética y existencial; pero, además, personalísima y afectiva, como que la palabra “intensidad” no tiene el significado intelectualista –físico matemático— de “energía”, sino el de “vehemencia”, que es un grado del sentimiento. Todos los versos de Alfonso tienen huellas digitales. Y no quiero decir que no trascienden, sino que su trascendencia pertenece al orden de lo vital, y es un resonar desde el poeta en persona hasta los confines comunales del hombre –de los hombres—, hasta las más remotas oleadas del tiempo— de los tiempos—.

   Alfonso vive su poesía y su tragedia, como si fuesen una misma cosa Y el poeta, significativa y desgarradoramente, se pregunta:

   “¿Es que yo he de ser siempre un punto alucinado donde resuena el múltiple eco del Universo? (“El poema Cotidiano”). En esa superposición de planos, en que casi se identifican la tragedia pometeica de Alfonso y su creación artística, reside el misterio de su obra. Aquí no hay  metafísica, sino vida: la vida del hombre Alfonso Cortés; el mismo que confiesa más adelante:

   “y he pensado a menudo que la vida es la crítica del Tiempo y el Espacio…”

  Pero del espacio y el tiempo metafísicos, como inmóviles categorías; no del tiempo que corre al ritmo de la sangre, del tiempo que nos desvive, y cuyo hiriente paso hace cantar a nuestro poeta:

  “crucemos en silencio, ante la fuga del tiempo, audaz bajo invisibles látigos…”  (“Tardes de Oro”). Este, y no otro, es el tiempo de Alfonso, el mismo de Quevedo, quien también había cantado: “Bien te veo correr, Tiempo ligero…” Por ello, el misterio alfonsino es poético y humano; nunca teológico. No es un “símbolo de la fe”, sino un símbolo de la vida; un misterio sensible, que se canta; un “secreto a voces”:

   “… y, en vapor misterioso, echa el chorro de tu vida como un enorme canto…” (“Me ha dicho el alma”).

   Acaso lo más acertado que se haya escrito sobre Alfonso sea la siguiente  frase de Thomas Merton: “Puede decirse que Cortés es un hombre de pocas experiencias poéticas básica…” Yo afirmaría algo más –o tal vez menos— que nuestro poeta tiene una sola y dilatada experiencia que es poética a fuerza de ser existencial; su experiencia de hombre-montaña encadenado a un lirio; como en el verso de Rubén. Y no le demos a Alfonso más crédito que el poético y literario cuando habla de “éxtasis” o de “místico”; palabras que cumplen, sobradamente, su función poemática. El “éxtasis” que dice el poeta Cortés, no tiene significación esencial, a diferencia del estado místico; es siempre un “éxtasis” adjetivado por un adjetivo: “éxtasis feliz”, “éxtasis crepuscular”, etc. Porque tomar esas palabras alfonsinas en sentido literal, equivaldría a ver dentro del poema una nomenclatura de la ciencia teológica. La poesía mística expresa síntomas y no diagnósticos. He aquí la diferencia que va de la obra poética de San Juan de la Cruz (“no diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo toda sciencia trasdendiendo), a sus comentarios teológicos de los mismo poemas. ¿No es ya un síntoma de temporalidad el hecho de que en el poema más puro de Alfonso, y en sólo doce versos, se cuenten hasta diez formas verbales a saber: “tiene”, “siento”, “vive”, “pasa”, “dando”, “despedaza”, “se derraman”, “siento bullir”, “estando”, “me llaman”; o que más de las tres cuartas partes de los sustantivos usados allí, sean de cosas materiales? Junto a la temporalidad, se da también la realidad espacial, sobre todo en el último verso:

   “que estando aquí, “¡de allá me llaman!”

  Y no se juzgue como “poesía metafísica” el contenido de definiciones conceptuales –nada novedosas—, que son simples devaneos de Alfonso, y que tienen una naturaleza distinta de la poética, como aquello de “…que el infinito es círculo sin centro y el número la forma de lo que es materia.” (“Yo”).

   Se trata de lo que el Poeta nos da por añadidura; pero que, por supuesto, no añade nada a la gran poesía alfonsina.

   Alfonso es, antes de Vallejo, el único poeta puramente existencial de Hispanoamérica, y de aquí su estremecimiento religioso. Existencial, y no “existencialista”; así como su religiosidad no tiene nada de misticismo. Por eso me sorprende que los críticos de la poesía alfonsina hablan de mística, olvidando el carácter radical de Alfonso como radicalmente temporal de la que su objetivo central es el tiempo; a diferencia de la obra desasida y angélica de los místicos españoles. La poesía de Alfonso Cortés es escrita por un hombre, y para sus semejantes; poesía directísima, porque sigue el camino más corto, que es la línea recta de hombre a hombre.

   Es cierto que Dios preside la palabra de nuestro poeta:

   “Y quedarán los enamorados –como despiertos— y dos a dos, la mirada fija en los Sagrados Poros de eterno sudor  bañados,
de la frente arrugada de Dios”. (“Pasos”).

   Pero esta estrofa sólo parece un testimonio de vista de la Divinidad o, más bien, una obra maestra de la imaginería, y nunca la “llama de amor viva” de la unión mística. Hay demasiados detalles en los versos de Alfonso Cortés, para que se pretenda emparentarlos con la absoluta dificultad expresiva de las experiencias del misticismo. Él mismo canta, como delineando su poética personal:

   “y uniré los detalles de forma, luz y acento…”

   Y “Un Detalle” se llama, precisamente, su más celebrado poema. Todo lo cual resulta ajeno a lo inexplicable de la mística, cuyo mejor ejemplo se tiene en este verso de San Juan de la Cruz:

   “un no sé qué que quedan balbuciendo”.

   Entre paréntesis, yo prefiero el título original de “Un Detalle”, al de “Ventana”, porque no creo lícito anticipar la “composición de lugar” del poema así nombrado, que Alfonso quiso dejar en misteriosa sugerencia hasta la segunda estrofa, la cual dice expresamente:

         “muy lejos, desde mi ventana…”

     Pero, además, “Un Detalle” –sin tomar en cuenta su relación con lo pictórico— resulta eufónicamente bello, como que sus vocales (u-e-a-e), que aparecen colocadas en base a una variación de las impares  y a una repetición de las pares, siguen la clave musical de la rima. Y el contenido mismo de esos términos, al referirse a algo circunstanciado, corresponde con exactitud a la posible ocasión del poema alfonsino y a su sentido vivencial.

    Alfonso Cortés, al igual que Rubén Darío, se nutrió en la tradición de la poesía castellana. Pero si, conforme el viejo método de la crítica literaria, fuera preciso buscarle una ascendencia poética en línea directa, ésta no se hallaría en San Juan de la Cruz, sino en Quevedo, es decir, en la poesía española más existencial. La preocupación de Alfonso por el tiempo sólo puede tener parentesco legitimo con la de Don Francisco de Quevedo, el poeta que se defendió de este modo:

    “soy un Fue, y un Será, y un Es cansado”.

    Encandilada, asimismo, por los elementos sensoriales de la poesía de Alfonso, la crítica ha tropezado con insistencia. Se apunta, como típicamente alfosina, una fusión o confusión de los sentidos, en virtud de la cual, por ejemplo, la vista oye: “la visión es sonido”, escribe Alfonso en su poema “La Danza de los Astros”. Pero el mismo cambio de funciones sensoriales aparece como característico en los versos de Quevedo, en cuyo “Soneto desde la Torre de Juan Aband” puede leerse: “y con mis ojos oigo”. Otro barroquismo semejante, supuestamente peculiar de nuestro poeta, es aquello de que, para él, resulta audible hasta el silencio, como en su pitagórica “música en silencio de la luna”. En cambio, no se advierte que el fenómeno es propio de la poesía española clásica y, especialmente, del mismo Quevedo. Suyo es el siguiente endecasílabo: “al músico silencio están despiertos.

   …Y Quevedo, no sólo escucha el “músico silencio” sino también, como la haría Alfonso, el “músico ruido”:

    “Con acorde concento, o con rüidos músicos”

   Se ha señalado igualmente, como nota distintiva en Alfonso Cortés, que, a sus ojos, el tiempo toma cuerpo y casi se personifica:

   “la hora, triste de espacio, yerra”. (“Ángelus”)
“…y se acerca desde la torre una hora…” (“Desde la Orilla”)

   ¿Y no es esto, acaso, lo que le acontece a don Francisco de Quevedo en tantos lugares de su Obra? Él es quien dice: “En fuga irrevocable huye la hora…” (“Soneto desde la Torre”) 

  “y la hora secreta y recatada con silencio se acerca…” (“Arrepentimiento y lágrimas…”).

   El cotejo podría continuar con sólo recorrer toda la escala de los sentidos, en la que Alfonso como Quevedo, alcanza una embriaguez sensorial, que se resume en este verso quevediano, veradero triunfo del olfato:

   “Dadme aquí los olores cuando huelo”.

   Sin embargo, no se lograría con ello nada sustancial, porque se trata de sensaciones figuradas, por las cuales, sin duda, el lenguaje de Quevedo suena a moderno, y el de Alfonso a clásico, pero que, como tales imágenes, no son el mar de fondo de una gran poesía.
        
   Alfonso Cortés es el primer poeta que dejó de ser modernista en Nicaragua; y no por oposición, sino por posición poética personal. Dio sus pasos iniciales de la mano de Rubén Darío; pero muy pronto se encontró a sí mismo. Y a pesar de que Rubén le hizo sombra, al llevarse toda la gloria –dada la creencia de ambos en el tiempo—. Alfonso ha quedado en la poesía de habla castellana como uno de esos desconocidos en la pintura de El Greco, con el alma en los ojos, cargada de preguntas y vaticinios. Porque si, ciertamente, la lírica de Darío resulta más vasta en su dimensión horizontal, en su mayor registro; la de Alfonso Cortés no le cede en la vertical.

   Pero es Alfonso un estupendo versificador, como también lo son, sin excepciones, los otros poetas nicaragüenses verdaderamente grandes, y conviene recordar esto ahora que, entre nosotros, se va perdiendo el domino del instrumento propio de la poesía, no obstante el movimiento de renovación de la estrofa clásica, aún recién iniciado en las dos orillas de nuestra Lengua. En Rubén se hizo carne la armonía; pero me atrevo a declarar que, particularmente, la arquitectura del soneto en Alfonso tiene más perfección que en la obra dariana. Ni en las adiciones de “Azul”, de 1890, ni en “Las Ánforas de Epicuro”, de “Prosas Profanas”, ni en los quince sonetos de “Cantos de Vida y Esperanza” –entre los cuales hay maduros universos como el dedicado a “Phocas el Campesino”— ni allí, digo, se encuentra tanta maestría, como en este bello soneto milagro de composición, que Alfonso tituló “Las Hermanas”,  y cuyo verso último, sorpresivo y paradójico, vale por un poema de crudelísima ternura:

Hada es la luz, Estela la armonía,
y Teresa la gracia. Y en Teresa,
en Estela y en Hada, culmina esa
fiesta de amor que hace perfecto el día.

Una canta. Otra sueña. Otra confía
al tiempo errante su ilusión ilesa,
y en la sonrisa de las tres se expresa
la suprema verdad de la poesía.

Las tres hermanas en felices horas
hilan en ruecas de ilusión sus vidas,
como la encarnación de tres auroras

gemelas, y en sus danzas y en sus juegos,
van hacia la Esperanza, precedidas
por un coro feliz de niños ciegos.

   Sin embargo, Rubén se muestra insuperable en el ancho abanico de metros y estrofas. Baste una sola prueba, en gracia a que pertenece a un ritmo tan difícil, como es la imitación en castellano del hexámetro de la “Salutación del Optimista”, de Rubén Darío:

1                 2                 3                 4                 5
“Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…”

Y he aquí, en comparación, también el primero de “La Odisea del Istmo”, del poeta Cortés:

1                 2                 3        4                 5
“Hexámetro, déja que ríja tus poténtes cuadrígas…”

   Es natural que, en favor del hexámetro alfonsino, se recurra a licencia de acentuar, asimismo, la partícula gramatical “tus”, con lo cual dicho verso gana en ritmo, a costa de un esfuerzo de pronunciación.

   Pero no he pretendido hacer un estudio de la versificación en Alfonso, que acaso realice en mejor oportunidad: trataba solamente de ejemplificar una leve referencia a la relación que existe, en la poesía de Alfonso Cortés, entre el poder de extensión y el poder de penetración, entre sus condiciones musicales y su capacidad genial para iluminar desde dentro al hombre vivo, al mismo que –anhelante o abatido— tropieza con las cosas.

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