martes, 30 de junio de 2020

UNA VISlTA A ALFONSO CORTÉS. Por: Juan Aburto. Novedades Cultural. Domingo 9 de Febrero de 1969.


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La celda de Cortés en el Hospital Psiquiátrico se convirtió durante sus años de reclusión en centro de peregrinaje para estudiantes e intelectuales. 
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La camioneta vuela como obsedida y raspando el paisaje veloz produce una sensación de locura verde. Vamos hacia ALFONSO CORTÉS.

Para llegar hasta Alfonso se atraviesa un paisaje horrendo. Primero, la cinta de la carretera, que hipnotiza; el cadáver azul del lago cercano, un espantoso diente de piedra quemada surgiendo del suelo junto a la carretera, deteniendo todo el sol bútrico de Occidente, los nubarrones indecisos, era ya noviembre, el portal frío y negro del asilo, las primeras caras de extravío.

Se va llegando a Alfonso Cortés. Son: Luis Rocha, Yllescas, Sergio Ramírez, Octavio Robleto  y un amigo. Entramos en fila india, con recogimiento. Alguien nos conduce: allá es, en aquella celda. Solo vemos una ventana a lo lejos. Otra adorable ventana

Aquí se asomó Alfonso Cortés, diremos 100 años más tarde. Allí se asomó Rubén Darío, venimos diciendo desde hace 100 años. Desde aquella torre se asomó Joaquín Pasos, diremos 1000 años después.

Antes de Alfonso Cortés, están: un joven que conozco y ojalá sea visitante. Laboramos un tiempo en aquel lindo manicomio áureo que es el Banco. El joven lee su novela policial, me mira, retorcidos lo ojos, por debajo del libro; me ignora enseguida. Se echa encima del rostro las páginas que lee, mira pensar qué, Dios mío, mira las copas de los árboles azulosos, medita, se distiende en un sillón, con los ojos, vuelve a mirar la luz, vuelve a pensar a pensar qué,  ¡Dios mío! Mira las copas de los árboles azulosos, medita, se distiende en un sillón, con lasitud; mira a lo lejos, mira atentamente el aire, es feliz. Y yo desfallezco de envidia.

Después, otra fase de lo espantoso. Es ahora un niño, escasos diez años. Un niño a quien los padres quizás, abortaron y se deshicieron de él. Es como un ternero maneado, empiyamadito. Y maneado, atado de pies y manos, derribado en el suelo por la tara que lo acorrala por todas partes. Emite uno como “chist, chist” constante, como de chicharra desalada. Se golpea de cabeza, de pies, de manos, tremendamente contra los ladrillos helados; se dijera invadido de pronto por un  “ataque” y que se va a destrozar contra el suelo. Se vuelve repentinamente y muestra la naricita fina, los pómulos núbiles, la miradita remota, anhelante, y el labio espantosamente hendido, con pequeñas granulaciones repelentes. Echa espuma, vomita, juega con su espuma, se revuelca y creo que está contento. Va golpeando el suelo con cada porción de su cuerpo, otra vez, otra vez…

De repente las voces, las grandes voces de mis compañeros hablando con Alfonso Cortés. La voz de Alfonso Cortés desconcierta un poco. Es más bien baja, suavemente aguda y su vida no está a tono con el gran corpachón de Alfonso. No percibo lo que dicen los jóvenes poetas y el poeta loco. Presentaciones insulsas que el gran viejo no oye. ¿Y usted, que tal está, poetá? Alfonso Cortés se retrae y mira atentamente, agazapando en su interior toda su locura esplendente. Hablan. Sabe, poetá, mañana viene Ernesto Cardenal, el poeta, amigo suyo ¿recuerda? Alfonso medita un momento. Ah, sí Cardenal, el poeta, ya sé, sí. Pero dígame, y el otro Cardenal, poeta, el otro, ¿sí el otro? No, no es cardenal, es poeta, digo, o cosa así, el otro, vive en León. ¿Cuál otro? preguntamos ¿el Padre Pallais, poetá? Ah sí, ése, él, el Padre Pallais, vive en León, pero viene aquí a Managua y lo conozco, somos amigos. ¿Saben? Dicen, uno dijo que somos iguales. Tal vez cuando yo use la tonsura o cosa así, verdad? Porque yo no soy igual, yo no soy… Alfonso baja la cabeza anciana, medita un poco y vuelve a nosotros. Yo siempre creí que él era un poeta detestable, siempre lo creí, pero ustedes saben, el respeto religioso, se trataba de un sacerdote o cosa así, así me recomendó mi amigo Félix Pedro López. Yo soy otra cosa, yo soy apóstol de las letras, como San Pablo, como San Andrés; no, como San Andrés, no. San Andrés es el de la pornografía, es pornográfico. Yo soy buen tipo, yo soy hombre regular, sí, yo, pero yo estoy aquí desde el tiempo del doctor Sacasa, preso, yo estoy aquí, y quiero irme para Costa Rica o aunque sea a León. Sí. Yo soy apóstol, como Núñez de Arce, que es apóstol, pero el poeta más grande de España es Quevedo. Sí, muchachos. ¿Cómo te llamas tú? ¿Rocha? Ah, sí, Rocha; ¿no eres Solórzano? Yo maté a Solórzano. Lo maté porque soy apóstol o cosa así, pero eso era política o cosa así; muchas gracias, muchachos, cuando ustedes me dicen eso, es política.

Alfonso Cortés no admite diálogo Le preguntan los visitantes, le repreguntan, pero quizá sus voces son muy tímidas, respetuosas y temerosas, porque saben que ellos están ante Alfonso Cortés, así, loco, sucio y de saco, amable y  amado, verboso de locura, sonrosado, anciano, blanco, apostólico, puro, seguro de sí mismo, saber de su propia altitud en medio de las sombras, dramático, enternecedor y sollozante, pues Alfonso Cortés sabe que habla con poetas y llega hasta las lágrimas cuando “ebrio de azur” nos confiesa algo.

Ahora se ase a los conceptos, formula cuidadosamente la frase que se le derrumba después en el abismo de su mente en derrota. Sin embargo, prepara nuevamente, y la ensaya. Yo maté a un hombre, no, fue a dos hombres o cosa así, a Félix Pedro López, mi amigo, él me dijo que no, que Argüello y al otro. Quisieron sacar pistola y yo sin moverme los maté. Pero soy  hombre regular, casi no hay hombre regular, sólo alguien, buen intelectual, puede llegar a ser hombre regular. Sólo Quevedo. ¿Y Cervantes, poetá? le preguntan. Ah sí, le he estado leyendo, pero es místico, es de iglesia y yo no tengo compromiso con nadie, menos con el clero. Yo soy grande.  ¡Yo me echo con ese hijueputa de Rubén Darío! (Alfonso grita esto y se exalta). La familia Martínez  ya ha dicho que soy más grande que Darío. Se aplaca un tanto, apenado.  – Perdón, existe allá arriba un Jesucristo y yo no debo decir cosa mala, por respeto, pero me echo con ese, me echo, ¡porque soy más grande!

La voz de Alfonso Cortés suena ahora exaltada y profunda, ha adquirido gravedades de tonos que él no usa normalmente. Yo miro la arboleda verdioscura que circunda su celda, en esta hora santa de la tarde,  y noto una bruma blanquecina que se mezcla y destaca entre las cosas, se adentra en el ramaje elevado, persistiendo, lucha entre todo aquello, y me agrada mucho porque es neblina, rara en Managua, este noviembre, y ya voy sintiendo el frío de la helada próxima. Pero no es niebla, es humo blanco de los desechos de ramas secas que queman los otros locos afuera, entre los árboles; así lo avisa la nariz y enseguida lo compruebo.

Varias “salta piñuelas” entre tanto bajan chillando con grititos que suenan como besos rápidos, chupados, de amantes de mal gusto o de padres de familia exagerados. Y hay, rodeando la celda de Alfonso, una tapia enana con tejas, como en un cortijo, y unos rosales pálidos, casi junto a la ventana de Alfonso, que una mujer repelente (¿será enfermera cuerda o enemiga de lo bello?) va arrancando y acomodando violentamente.

Un anciano abrazando tiernamente un bote grande, la mirada fija y perdida, seguro, inevitable, va bajando interminablemente una grada, y subiendo, y retrocediendo y volviendo a bajar, y volviendo a subir, con la mirada pobre y  senil en alto, cansado y decidido y quizá feliz. El poeta Robleto me da un codazo y señalando ingenuamente, pregunta:

    — ¿Y  a ese pobre señor, qué le pasa?
   — Pues que es loco, poetá; estás loco?

La voz de Alfonso Cortés vuelve a subir por encima de todos. Ha estado hablando toda la tarde con nosotros, sin dialogar; no admite diálogo. Como su propia poesía es él, no admite diálogo, ni mensura, ni referencia alguna. Habla y habla. Le piden opiniones que diga lo que piensa sobre ciertos poetas nuestros. Se vuelve a exaltar. ¡A ese hijueputa un billón de veces de Darío Sarmiento, yo lo voy a derribar! Ya me han dicho. Perdonen. Ahí está Cristo Jesús. Es pecado, pero ya van a ver. Estoy escribiendo una comedia social o cosa así y ya van a ver. Después va decir la gente si yo o él. Hay poetas, pero no conductores. Sólo José Martí es más grande que Darío. Núñez de Arce es grande en España, pero respeta a Quevedo, que es el señor, así me dice mi amigo Félix Pedro López, o cosa así. Y  si no, oigan. (Lee un libro que lleva bajo el brazo un presunto elogio de Núñez de Arce para Quevedo y mis amigos me aseguran que no lee nada, recita de memoria algo).

Mis amigos le ofrecen una libreta para que escriba, y lápices. Los rehúsa. Le piden poemas. Pregunta por los que dio otro día y promete dar nuevos cuando vea publicados aquellos. Pide que le ayuden a salir de allí, para ir a fundamentar su literatura aunque sea a León o Costa Rica. Yllescas lo acosa a preguntas, quiere saber, es primera vez que ve al enorme Alfonso Cortés y quiere asombrarse aún más. Alfonso se retrae, alerta, acechante, escamado. Y tú, ¿está enfermo? ¿Yo, poetá?, es la camisa amarilla, tal vez, y la penumbra de la t arde, contesta Edwin. No, tú está enfermo,  yo lo veo, me has atacado toda la tarde, cuatro veces me has atacado. Estás enfermo…

Ramírez insiste en darle la libreta que compramos para él. Es para que escriba, poeta, papel limpio. No, —rehúye Alfonso— aquí tengo papel, pero si insistes, yo podría robártelo, digo, yo podría hurtártelo o cosa así, en mi provecho, pero no quiero. Entonces, dice Yllescas, quisiéramos alzar (sic) la libreta aquí en su cuarto, para la semana próxima que vengamos… Pues yo no soy cofre de ustedes, ¿verdad?, exclama olímpicamente Alfonso, y nos señala la puerta de su celda. Nosotros reímos alegres, reímos mucho y él también. Está contento. Nos alegramos todos. Yo miro los barrotes tristes. Miro la tarde azul. Me aparto. Los oigo ya de lejos a mis amigos.

Un hombre va y viene muy serio, acomodando ropa limpia de locos un buen rato. Lo toco en el brazo: Eh, oiga, aquel joven que está allá, ¿también es enfermo? El hombre me contesta con un silbido, se aleja cantandito y retorciendo los ojos. Un tipejo extraño, con la camisa roja salida y sin calcetines, toda la tarde ha estado jode que jode con un radio que le cuelga del pescuezo. Se acuesta, se levanta, nos escucha un rato, cambia la estación, la vuelve a cambiar, camina, vuelve, se va. Por fin, después de dos horas, se decide —¡es el loquero de Alfonso!— y nos notifica. Les voy a sacar el loco allí afuera, porque aquí es prohibido. Alfonso no le hace caso, se resiste, dice no sé qué cosas confusas acerca de León y la poesía;  y nos recomienda que no seamos abogados; no puede ser hombre de letras ni poeta un abogado, afirma. Nos agregó otras declaraciones de esteta que me recuerdan su verso admonitivo:

          “Soñad, soñad, entre la vida diaria”.

Otro hombrecito, con sombrero absurdo, de bluyín arrollado y de cara empolvada, pretende retirar al anciano que baja y sube. El enfermero. El anciano muge y quiere llorar, pero no habla. Muestra con gestos desolados que en alguna parte hiede mucho por ahí y que no quiere ir. El hombre lo guiña y retuerce los ojos, pide ayuda al tipo del radio; éste se cansa del forcejeo y vuelve a cambiar la estación. Yo miro la tarde que nos reclama urgentemente desde afuera. Hay un muchacho que hace malabarismos obsesionados con un cigarrillo que no fuma nunca; y varios hombres impasibles como estatuas, idos.

La tensión del encuentro que hemos tenido y el paisaje angustiosos nos va ascendiendo y girando como una gran temperatura dentro del cráneo: La tarde, esta tarde, estos locos, los poetas, los amigos, los locos, tapias, voces, rosales pálidos, Alfonso Cortés, humo, voces, la voz de Alfonso Cortés resonando todavía.

Una mujer aniquilada sonríe anhelante a nuestro paso. Quiere decir adiós, alza su brazo y se me prenden sus ojos abismados para siempre.            
                                   JUAN ABURTO



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