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Ahora que mi almacén genético sacó las arrugas y el
cabello blanco, sin dejar en duda que el depósito del tiempo tiene sumatorias
de años, en este otro round existencial intentaré bajar peldaños de viejos recuerdos.
No pretendo pasar por encima de muchos interesantes y
valiosos testimonios de ilustres ciudadanos que, con voces autorizadas por la
época en que nacieron y vivieron en esta ciudad, me rebasan como actores en
primera persona, descriptivos y de observación.
El primer descenso me lleva hacia la Managua de
principios de los años 60, cuando me ubicaba desde la generosa altura de un espacioso
balcón, en donde mis primeros años de infancia llena de asombro, solía avistar un
sector de la famosa Avenida del Centenario colmada de locales de comercio y
transeúntes.
Al edificio esquinero de tres pisos la población solía
llamarlo “Edificio de Constantino Pereira”, sin embargo, al transcurrir tres
décadas, a esa emblemática obra de ingeniería vertical esquinera, la población
empezó a nombrarla como Edificio Carrión, designación que estaba relacionada
con don Humberto Carrión.
En 1933, don Humberto invitó a la inauguración de su
Farmacia: —“en el nuevo y elegante local, frente al terreno donde estuviera el
Mercado Viejo de Managua.” La nota periodística publicada en La Prensa,
agregaba: “Para solemnizar el acto de la inauguración, el Sr. Carrión ofrecerá
a sus invitados un concierto radiodifundido, que se verificará de las 7 a las 8
de la noche, hoy 1 de octubre de 1933, al cual asistiremos con el mayor gusto. Al
felicitar al Sr. Carrión por la hermosa obra de su casa que viene a ser motivo
de ornato y embellecimiento de la capital, le deseamos la mayor prosperidad en
sus negocios y que siga gozando del buen nombre que ha dado reputación a su
negocio de farmacia. Su acabado y bello edificio frente al Bazar Español. Concierto
perifoneado por la Estación Bayer”.
Ese edificio siempre fue importante referencia para
brindar direcciones, cualquiera de los patronímicos –Pereira o Carrión— en
primera o segunda época, auxiliaba al que buscaba y al que orientaba. Una parte
de aquella enorme construcción estaba sobre la Avenida del Centenario y la
otra, al doblar en rumbo Este-Oeste, sobre la Calle Santo Domingo cuyo nombre
en el Distrito Nacional era la Calle Sur-América. La 1ª Av. S.E. era la Avenida
del Centenario. Empezaba por el Boulevard Somoza que era la línea divisoria de
la Colonia Militar No. 1., y las instalaciones de la Academia Militar.
Aquellos rumbos, norte o sur, eran parte del corazón
urbano de la vieja ciudad. Sobre esas aceras ya era normal el bullicio de los
comerciantes posesionados desde siempre del espacio público, canastos, cajas,
taburetes, bullicio, conjuntados a pocos metros de la esquina suroeste, donde
empezaba el Mercado Central y San Miguel.
Desde 1962 hasta 1971, desde aquel balcón pude divisar
un buen trecho de la Avenida del Centenario. Éramos inquilinos del Edificio
Carrión, segundo piso, No. 102-C., frente a Najlis. Era de los grandes
edificios en la Managua resurgida después del primer trágico terremoto de
1931., estructura de tres pisos que por generosidad de algunos soñadores lo
tenían como imponente rascacielos, cuando apenas sobrepasaba algunos treinta
metros por encima de los cables del tendido eléctrico.
Cuando mi padre decidió formar familia, dejó de
habitar en una vivienda de la 5ª Calle Sureste, casa No. 816, en donde también
tenía su Oficina. Esa calle era identificada como Calle Washington, que conectaba
con el Estadio Nacional y que en la siguiente cuadra Sur era paralela con la
Calle Colón.
Veinte años atrás, en la década de los 40, cuando ya
estaba en construcción el edificio de Don Constantino Pereira Peralta,
autoridades del Distrito Nacional decidieron impedir la construcción de los
balcones conforme el diseño presentado y autorizado. El 24 de enero de 1940 el
Ministerio del Distrito Nacional obligó a don Constantino a depositar 50
córdobas de multa y suspendió los trabajos, bajo el argumento de haber infringido
la normativa, emitida el 23 de agosto de 1929.
En carta publicada en el diario La Estrella de
Nicaragua dirigida a don Hernán Robleto, ministro del Distrito Nacional, don
Constantino rebatió lo argüido en su contra: “…los ingenieros que verifican la
obra no se han salido en nada de los planos aprobados por la autoridad competente,
ni tampoco la línea se ha sacado más de lo que señala la ley, pues lo que Ud.,
indica como fuera de ella, son los balcones que en este caso se han cerrado
algunos y otros son abiertos”. Que lo referente al estilo moderno de los
balcones, es cuestión aceptada por el Distrito desde el momento que aprobó los
planos que ante de comenzar sus trabajos sometió a la aprobación. En el mismo
estilo hay otros edificios construidos en Managua y cuyos trabajos se
comenzaron ya estando en vigencia la ley que le quiere aplicar a él. 25 de
enero de 1940.
A fin de brindar solución a lo exigido por el Distrito,
algunos balcones fueron suprimidos y otros fueron cerrados con malla, el mismo entretejido
metálico por el cual, mi hermana y yo, nos asomábamos al exterior. Si aquel
diseño hubiese sido alterado, quien aquí evoca, no habría tenido esa
trigonométrica complacencia visual a través de los “ángulos de inclinación”
hacia la Avenida del Centenario.
Aquella zona era importante, parte vertebral del
comercio capitalino. También fue el área de la ciudad en donde ocurrieron los
primeros incendios de tiendas, provocados por los dueños, que la volátil ocurrencia
popular, vocalizada y auxiliada por los 17 músculos de la lengua, empezó a
nombrar “Turco-circuitos”.
Mientras vivimos por casi una década en el Edificio
Carrión, las llamas y el humo nos obligaban a cumplir con un protocolo de
evacuación creado por mi padre. A la par de cada cama, hijo e hija, siempre
manteníamos una lámpara de mano, un radito de batería, una maletita de mano con
ropa y lo básico del aseo personal.
Teníamos que bajar desde el segundo piso a la puerta
de salida frente a la calle, era un recorrido rectilíneo de 35 peldaños de
concreto, divididos en dos tramos por un ancho descansillo o meseta. En la parte
superior había un pequeño giro de dirección para situarse frente a la pueta de
acceso superior en donde entrábamos al apartamento. Aquella comunicación
vertical era un reto circense, sin pasamanos o algún tipo de asidero lateral. Por
ese acceso complicado, alguna vez ingresaron decenas de pequeños armarios de
madera repletos de libros y de igual manera salieron cuando nos fuimos a vivir por
“El Arbolito”. Todo podía quedar atrás menos la biblioteca.
Las primeras en alertar de algún indicio incendiario
eran las merchantes ubicadas con sus canastos cerca de la puerta de ingreso al
segundo piso en donde vivíamos. Ellas siempre estaban atentas a mi partida a la
escuelita de párvulos y, dos años después, al Kínder del Instituto Pedagógico
de Managua. Esas humildes mujeres nunca dejaron de deshilachar palabras de
cariño hacía mí y mi hermana.
Frente al Edificio Carrión estaba la farmacia del doctor
David Ode, en donde vendían la deliciosa y tradicional Horchata, bebida de
nuestra predilección, sin olvidar la “Chica Rica”, deliciosísima leche chocolatada
que comprábamos en la pequeña pulpería de la 4ª Avenida S.E., enfrente de la
casa No. 515, donde residía la familia de mis Padrinos Bautismales, Don Carmen de Jesús Pérez Cano y su señora
esposa Doña Anita Herrera de Pérez.
A la par de ellos, estaba la casa No. 519 en donde
habitaba la familia del Dr. Santos Jiménez, recordado médico y, Comandante
General del Benemérito Cuerpo de Bomberos. El Dr. Jiménez pertenecía a la “membresía
de oro en el círculo de amigos”. Cuando había conatos de incendio, el doctor siempre
era el primero en llegar a la puerta de nuestro piso de habitación, y con la
ayuda de él bajábamos a buscar un sitio seguro. Además, era infaltable
tertuliante en los encuentros dominicales de la “Membresía de Oro”, realizados
penitencialmente en la espaciosa “Quinta El Guayabo”, sobre el Camino Viejo de
Santo Domingo, en donde después del terremoto de 1972, Don Mario Navarro y su Sra.
esposa, doña Maruca Herrera decidieron edificar su casa de habitación.
En el costado Sur del Mercado San Miguel estaba La
Casa de La Sedina, propiedad de don José M. Castrillo H. En la planta baja del
Edificio Carrión, teníamos de vecinos a la Tienda Los Gemelos, donde vendían
artículos para la confección de ropa.
Era una zona de rótulos publicitarios, frente a
nosotros estaba el rótulo de Ludeca. Muchos comerciantes eran de procedencia israelita,
árabe o palestina. En el local No. 105., planta baja, operaba la tienda propiedad
de don Bacaro Salomon, donde vendían todo tipo de mercancías. Otra de las famosas tiendas fue "El Nene" de los hermanos Henry y Odell Caldera Pallais, ubicada en la Calle Central Este No. 105, en la zona del Mercado Central. Las damas capitalinas solían decir: "Estas mudaditas de mis hijos las compré en "El Nene".
El almacén Alhambra de Alí Samara y Cía. Ltda.,
localizado frente al Costado Norte del Mercado San Miguel. El Jordán de Fahmi
Abdel Hamid y Cía. Las tiendas de los señores Julián Frech e Hijos, Cía. Ltda.
y, Jorge Abraham Frech & Cía. Ltda., este último, papá de Jorge Abraham
Frech mi excompañero de estudios en el Instituto Pedagógico de Managua, tienda
que después de medio siglo pervive en el Centro Comercial Managua.
Don Luis Daboub Leal propietario del “Almacén Daboub”,
en la 1ª. Av. S.E. No. 109. La familia Daboub residía en el Paseo Tiscapa. Masad Damha, en la 2ª. Av. N.E., No. 203-A.
Don Víctor Abdalah residía en la 5ª Calle S.E. José Dajer, ciudadano libanés
propietario de “Comercial Dajer”, localizada en la 1ª Calle N. E. No. 104, la
familia vivía contiguo a la tienda, con el No. 103. Ese apellido, escrito con “j”, quizás es
atribuible a un barbarismo del idioma. Según descienda sobre las gradas de los
recuerdos, consignaré la mayor cantidad de aquellos ciudadanos dedicados al
comercio.
Siempre que mi padre, en un lapso de once años, seleccionó
dos casas en alquiler para habitarlas, aplicaba a los inmuebles una exhaustiva
revisión estructural, aquello era parte de la formación adquirida en la avidez
imparable de leer libros técnicos, algunos años de estudios en la Escuela de
Ingeniería y, por supuesto, uno de los trabajos del sustento diario como
Dibujante Arquitectónico.
El Edificio Carrión o Edificio de Constantino Pereira
fue parte de esa previsión familiar ante cualquier percance sísmico. Así
logramos salir indemnes de muchos percances, entre ellos, el fatídico terremoto
en diciembre de 1972. Si bien, el año anterior nos habíamos trasladado a otro
inmueble alquilado en las cercanías de La Industria o El Arbolito, propiedad de
doña Corfilia Quintanilla, mamá del Sacerdote Quintanilla, nuestros íntimos
recuerdos por el Edificio Carrión no terminaron aplastados por el fatídico
terremoto. El edificio de nuestros primeros años de infancia resistió los
embates, no así el incendio generalizado en aquel sector del mercado. Después
el Gobierno ordenó demolerlo.
El segundo inmueble también pasó la prueba; toda la
sacudida la pasamos adentro, cubiertos de polvo fino caído desde el cielorraso.
Pusimos pies en la acera cuando mi padre decidió abrir la puerta del garaje, y
la primera pregunta que le hicimos fue: --Papá, ¿dónde están las casas de
enfrente? De ella sólo quedaban promontorios y una que otra pared agrietada o
inclinada entre espesa nube de polvo. Gritos y lamentos atravesaban la
penumbra. La mayoría de los vecinos permanecieron en la calle hasta el
amanecer; en cambio, nosotros, a la voz tranquilizadora de mi Pa / má, en ese
día y siguientes, regresamos al interior para lograr conciliar el sueño. En
enero de 1973 fuimos a radicarnos en Granada.
LA HORMIGA DE ORO
Los domingos solíamos bajar de nuestra Atalaya, y
agarrados de las manos tomábamos rumbo norte hacia la Catedral Metropolitana, a
fin de participar en la misa matutina. Sentados en las gradas de acceso permanecían
personas enfermas de tuberculosis que suplicaban limosnas. Una escena
deprimente, estremecedora. Aunque por motivos en nada refractarios con las
creencias y el ritual católico, jamás tuve frente a mí boca una ostia
consagrada; nuestra numerosa familia jamás faltó a la misa dominical; si no era
en la Catedral, ocupábamos banca en la Ermita del Perpetuo Socorro, localizada
en el otro extremo, rumbo Sur, en las cercanías del Campo de Marte, o íbamos a
la Iglesia San Antonio en donde oficiaba el recién ordenado sacerdote diocesano
Edgard Parrales Castillo.
Luego íbamos a la calle más extensa de la ciudad, La
Avenida 15 de Septiembre, donde almorzábamos en el restaurante chino de nuestra
predilección y por la tarde nos llevaba a La Hormiga de Oro para devorar el delicioso
sorbete multicolor en forma de ladrillo. Aquel cuerpo geométrico era elaborado
con diversos sabores, y mi papá, siempre en la ocurrente enseñanza lúdica, no
perdía momento: -- ¡Qué no se les derrita en el plato! Tomen la cucharita, empiecen
por la Testa, le quitan por el Canto y se acabó la Tabla. ¡Apresúrense, acaben
porque vienen las Hormigas!
Esa brújula sorbetera siempre era en taxi, tres
pasajeros hacia la Calle Momotombo, del Teatro González cuatro cuadras abajo. Fue
la única sorbetería fundada en 1937 que, sin metrónomo, hipnotizaba a través
del paladar. El local siempre tenía clientes en busca de “Ladrillos de
Sorbete”.
Cuando finalizaba nuestra ingesta ladrillera, la
cavidad bucal estaba por el Polo Norte, y mi padre, siempre atento, con
servilleta en mano ayudaba en la limpieza de nuestros labios y barbillas. Siempre
nos animaba con sonrisas y la consabida expresión: --¡Ajá, Chacatitos! ¡Entonces!
¿“La Hormiga de Oro? —Yo le respondía con el tradicional eslogan publicitario
de aquel local: --¡No tiene rival!
En 1947, la sorbetería fue adquirida por don Adolfo
Muñiz López casado con doña Luisa Otero Bermúdez, dos apellidos matrimoniales
que, en 1975, reencontré en mi proximidad vecinal, porque uno de los
descendientes de esa distinguida familia managüense era y sigue siendo mi
vecino más próximo, me refiero al doctor Noel Muñiz Otero de invariable
cordialidad octogenaria, que después de casi medio siglo de vecindad, mantiene
estacionado en el garaje de su casa un legendario Jeep Willys de 1960, en buen
estado de funcionamiento.
VIOLETA: MI NANA CÓMPLICE EN EL INGRESO AL ELEVADOR NICA-LONDINENSE
Nuestro enorme núcleo familiar estaba compuesto por un
padre y dos niños menores de 5 años. Diez años antes, mi papá le tomó delantera
a la presentación estelar de la película: ¡Qué buena madre es mi padre!
En once años de habitar en el Segundo Piso del
Edificio Carrión, siempre hubo varias paradigmáticas mujeres encargadas de
nuestro cuido, — por cierto, nanas primorosas y elegantes, que jamás fueron
obligadas a utilizar vestimentas vinculantes al delicado desempeño—, nada
indicaba el tipo de trabajo; me llegaban a traer al colegio, lo hacían a pie
desde el Edificio Carrión hasta el edificio del Instituto Pedagógico de Managua,
ubicado a pocas cuadras de nuestro domicilio.
Todas tenían nombres sugerentes y premonitorios. Ante
la ausencia de nuestra madre biológica, ellas fueron especies de Madres de
Acogida: Violeta, mujer de gran estatura con olor a perfume dulzón; en otros
tiempos lo fueron: Consuelo, Esperanza y, doña Gloria Domínguez, que, por esos propósitos
marcados por el destino impredecible, sin conocer mi aspecto físico en almíbar
de cuatro décadas, topamos de frente cuando ella salía de la oficina que ocupaba
un Magistrado de la Corte de Apelaciones Circunscripción Managua.
En ese instante, la secretaria del funcionario me
preguntó quién era y cuál era el motivo de mi presencia. Doña Gloria logró
escuchar cuando dije mi nombre. Ella era la conserje asignada a los tres
magistrados de aquella sala. La señora tomó asiento en el corredor y esperó mi
salida. Al verme me preguntó: — “Por favor, disculpe: ¿Su nombre es Eduardo…? –Así
es, le dije un tanto sorprendido— ¡Dios míooo! Yo lo conocí desde muy niño, en
los Altos del Edificio Carrión, porque yo trabajé en su casa”—. Ella fue parte
de esas imparables vivencias, muchas llenas de plena felicidad, otras, rebalsadas
de adrenalina.
Antes de pertenecer a la honrosa última generación de niños
que permanecíamos en aquel redil del Kinder ubicado a la derecha a pocos metros
después del portón principal de ingreso al antiguo Instituto Pedagógico de Managua,
mi primera ruta escolar era hacia la Escuelita de Infantes de doña María Teresa
Paguaga. En 1966, mi padre pagó los cien córdobas y fui matriculado en el “primer
curso de verano”. Tenía 4 años de edad, pero eso no me impidió esponjear todo
lo que a mi alrededor miraba.
Después de mi primer curso de verano, en la escuelita
de doña María Teresa Paguaga, ingresé al Jardín de Infancia de Nuestra Señora
del Carmen, cuyo lema era: “Dios-Patria-Educación”. En el boletín mensual de
calificaciones y frente a la pizarra del aula podía leerse el pensamiento: “El
cumplimiento del deber es la línea recta que une la Tierra con el Cielo”.
Antes de iniciar el aprendizaje del día, la maestra,
con el dedo índice señalaba hacia arriba y luego hacia abajo mientras ordenaba
que repitiéramos en voz alta ese pensamiento. Los dueños del Jardín de Infancia
advertían a los padres de familia que ningún alumno podía permanecer en el
colegio después de las horas indicadas. Ese fue otro tremendo motivo que me
crispaba el cabello y me ponían las pupilas dilatadas, con el dedo índice hacia
arriba.
En primera época estuvo localizado en la 4ª Ave. S.E.,
o sea, de la Sala Evangélica 2 ½ c. a la montaña, Casa No. 407. Ese trayecto
desde mi Atalaya, era de 4 cuadras al Sur sobre la Avenida del Centenario o Avenida
Central y luego 3 cuadras hacia el Este, cerca de kilómetro y medio en ida y
regreso. Después el asunto escolar quedó entre los muros de los Hermanos
Cristianos de San Juan Bautista de La Salle.
MI AMIGO, EL SOLDASO RASO, GUARDIA NACIONAL, QUE NO
TENÍA CUENTA DE AHORRO EN EL BANCO DE LONDRES
El edificio del Banco de Londres y Montreal Limitado., fue
otro importante punto, entre muchos, utilizado para brindar direcciones en la
zona noreste. Estuvo ubicado enfrente del Salón Cervecero, en ese entonces
propiedad de la Cía. Cervecera de Nicaragua, que ocupaba la parte esquinera
entre la Avenida Roosevelt y la Calle 15 de Septiembre. Al cruzar de acera por
la Avenida, era la esquina opuesta al culto del dios Baco, al esparcimiento
comedido, o quizás al grillete en forma de jarra. Ese local estuvo o está,
dentro del actual Parque Luis Alfonso Velásquez Flores, en las proximidades de
las Canchas de Tenis.
Al lado de la Avenida Roosevelt, estaba la entrada destinada a los funcionarios del Banco. La Entrada Principal al Edificio estaba sobre la 2a. Calle Suroeste, No. 102, y el costado donde se ubicaba el ascensor estaba en la Avenida Central Sur, No. 208. El personal lo hacía a través del ascensor que, en la parte de afuera, en la acera, estaba
custodiado por un soldado de la Guardia Nacional. Por lo general, el turno de
vigilancia lo hacía un guardia raso, panzoncito, chaparrón, de tez morena, con
rasgos físicos muy distintivos del mestizo. Lo único que jamás logré verle fue
el cabello, porque el casco militar de los mismos utilizados en la Segunda
Guerra Mundial, le cubría la coronilla, frente y sienes.
Yo era afortunado cuando el turno de vigilancia le
correspondía al chaparrito “Raso G.N.”, ni él ni yo teníamos cuenta de ahorro o
motivo alguno para hacer alguna transacción bancaria. Mis centavitos apenas
llenaban la mitad de un chanchito de barro con una hendidura; sin embargo,
aquellos seis y, luego, siete años de edad, no fueron motivo alguno para
hacerme desistir en la visita al Banco.
El Banco de Londres y el Edificio Carrión tenían sus
respectivos ascensores. El del Banco estaba frente al portón del Jardín Central.
Donde nunca me pude colar fue en el elevador del Edificio Carrión, porque era
para el uso exclusivo de don Constantino Pereira; estaba ubicado en el otro
extremo del edificio, al doblar hacia el Oeste. Por cierto, don Constantino
Pereira era el representante de “Otis Elevator Company”, fabricante de ascensores
para edificios.
Mi padre elaboró publicidad encargada por la gerencia
del Banco de Londres y Montreal Ltda. Por ese motivo tuve algunas oportunidades
ocasionales de acompañarlo en el sube y baja. Para mi edad aquello era
fascinante, entonces, la obstinación tenía suficiente fuerza de persuasión y
movilización sobre mi acompañante que no podía aplicarme ningún encuadramiento.
Yo mostraba mi mejor sonrisa y transpiraba primor, Violeta me acicalaba y
terminaba llevándome hacia el Banco de Londres.
Yo cargaba un pequeño maletín con dos correas, donde
metía lápices, el cuaderno de dibujo, el libro de lectura, y dos cuadernos de
caligrafía. Dentro de ese bulto colegial siempre guardaba la merienda, pero,
además, llevaba algunos dulces adicionales y algún sándwich destinado al
Guardia Nacional que vigilaba la entrada del ascensor. Me detenía frente a él y
de mi mochilita extraía la pequeña vianda para ofrecérsela en sus manos. Curiosa
y contrariamente a un rechazo, aquel Guardia raso, estuviese asoleado o
remojado, por un instante abandonaba la dependencia castrense y no se mostraba
neutro, nunca dejó de extender el brazo y agarrar mis regalos, incluidos
lápices y cuadernos para dibujar y colorear.
Al término de dos semanas, el resultado de todo
aquello fue el primer intento de colarme en el ascensor. La falta de negación
de aquel soldado, también pudo obedecer a la ruptura mental que en él provocaba
la belleza de Violeta, porque esa presencia femenina, estoy seguro le provocaba
fragilidad. Aquella línea de fuerza mental me ayudó a realizar la pregunta clave:
—¡Señor Guardia! ¿Puedo entrar al ascensor y usarlo?
—¡Metete! ¿Ya
sabés, apretá el botón rojo para subir y el otro de la flecha hacia abajo, para
regresar! ¡Vos mujer, --le dijo a Violeta—subí con él y regresen rápido! ¡Cerca
de mí no acepto guanacos! ¡Rápido! ¡Cuidado te chorejean!
Lo de “chorejear” no lo entendí, pero después mi padre
me puso al tanto de esa voz nicaragüense, y asustado me preguntó: ¿Quién te
jaló la oreja?
Lo notable es que ese día todo resultó a pedir de boca.
Yo iba y venía en aquel ascensor. Eran mis escapadas con la complicidad de
Violeta y, por supuesto, del Guardia Nacional, al que, a mis seis años había
reclutado para una buena causa.
Después de ocho meses, el buen resultado de todo
aquello acabó. Aquella tarde, después de salir del colegio, volví al elevador,
cuando iba hacia arriba, la cabina se detuvo, y entró un enorme señor, alto y
corpulento, de aspecto extranjero que vestía un elegante saco. Puso cara de
sorprendido y me dijo:
— Muchachito, ¿qué haces? — ¿Quién te acompaña? Se
inclinó un poco delante de mí y miró la insignia del colegio.
— En aquel fugaz momento lo único que se me ocurrió decirle
fue: —Entré y no sé cómo salir. Afuera, en la calle está Violeta.
— No te preocupes ya vamos para allá.
— Al abrirse las puertas, mi amigo, el Guardia, quedó
impávido, totalmente “churepo”, boca hundida y barbilla salida. No apartaba la
vista sobre aquel importante funcionario del Banco.
— El señor puso su mano sobre mi cabeza y quedó viendo
al Guardia, pero de inmediato miró a Violeta y le dijo: —¡Señora, su niño está
bien, póngale atención!
Después de las cumplidas gracias de Violeta, y de la última
palabra que aprendí de mi amigo, el Guardita, que fue su exclamación del momento: --- ¡Ahora si dormiré en la Cholpa! Violeta me llevó presurosa hacia el
Edificio Carrión.
Nunca más hice el intento de subirme en aquel ascensor.
Perdí un amigo, al que nunca más volví a mirar en ese sitio. Seguro nunca
ascendió a Cabo, no obstante, aquella personalidad no lo aproximada al tipo de
Guardia que aparentaba leer el periódico sosteniéndolo “patas arriba”, con la
parte superior debajo y la inferior encima: “Porque la Guardia lee como quiere”.
AVENIDA DEL CENTENARIO Ó 1a. AVE. S. E.
La Avenida del Centenario estaba indicada como la 1ª
Avenida Noreste y 1ª Avenida Sureste. Desde el Norte, empezaba en la gradería
principal de la Catedral Metropolitana o del Costado Este del Palacio Nacional
y, a través de 10 cuadras del lado izquierdo y 13 por la derecha, entre
pequeñas y grandes, al final conectaba con el “Boulevard Somoza” que separaba
la Colonia Militar No. 1., con la “Tribuna Monumental” y resto de terrenos de
la Explanada de Tiscapa en donde estaba la Academia Militar G.N., que en la
actualidad ocupa la Fuerza Naval del Ejército de Nicaragua y su Club de
Natación “Las Barracudas”. En la Penúltima cuadra estaba Instituto Pedagógico
La Salle.
La “Pista Exterior de Circunvalación” era la calle enfrente
al Hospital General El Retiro que son los terrenos en donde está el supermercado
Price Smart. Al cruzar al otro extremo de esa vía, calle de por medio y en la
propia esquina, ya existía el Parque de Las Madres, próxima a la actual
“Rotonda El Güegüense”, y de inmediato, a 100 metros al girar hacia el Oeste,
que es, en ruta hacia “La Racachaca”, estaba el edificio del “Reformatorio”,
hacia el Norte, pista de por medio del actual Supermercado La Colonia de Plaza
España. Toda el área hacia el Sur eran predios vacíos. Aún no existía el
“Barrio Maldito” ahora bautizado como “Jonathan González”, a la par del nuevo
Hospital Militar. Al girar en la actual Rotonda el Güegüense con rumbo Sur, la
ruta era identificada como la “Carretera al Country Club”. En sentido opuesto,
en curso hacia el Norte, el edificio más vinculado con nuestro desordenado
urbanismo identitario era la “Casa Nazareth”, que en 2022 permanece en el mismo
sitio: del actual Canal 2 de Televisión, 1 c. al Norte y una al Este.
También, a unos 100 metros de la nombrada Pista
Exterior de Circunvalación, estaba el antiguo Hospital Militar G.N. Hacia el
Norte, en la pronunciada bajada que ahora lleva a la “Rotonda Hugo Chávez”
cercana al viejo Hotel Intercontinental; el Hospital Militar colindaba con los
Cuarteles de la Guardia Presidencial en donde después fue construida otra
Colonia Militar que, por la parte Oeste colindaba con terrenos del actual
Residencial Bolonia.
La Colonia Militar aledaña al Campo de Marte, fue la
primera que inauguró Anastasio Somoza García, aproximadamente, un año antes de
su muerte. En 1954, para los propósitos habitacionales destinados a Oficiales y
Clases de la Guardia Nacional, el gobierno de Somoza García destinó partidas
presupuestarias para comprar 254 casas prefabricadas en el extranjero Después inauguró las casas prefabricadas
que circundan la Loma de Tiscapa —que abarca el sector N.E., por donde en la
actualidad está la entrada al “Parque Loma de Tiscapa”.
Otro vecindario de militares fue la Colonia Militar a
la orilla del “Boulevard de La Aviación” construido en la década de los 50 y
cuyo nombre está asociado a la Oficinas y sobre todo, a una parte de las
tenebrosas cárceles de la dictadura somocista, “La Aviación” era el mismo sitio
donde después funcionó la “Central de Policía” del régimen somocista y,
después, de la revolución sandinista de 1979, fue creado el “Complejo Policial
de Patrullas Ajax Delgado”.
EL HOSPITAL DE ENAJENADOS
La interconexión vial, a partir de los actuales
“Semáforos de Linda Vista” hasta los “Semáforos del 7 Sur”, era conocida como
“Carretera Interamericana al Sur”, seguía curso por el “Seminario Católico”;
luego estaba el “Poste” que aún indica la distancia alcanzada en aquel
transecto, el famoso “Kilómetro 5” en donde a escasos metros estaba la entrada
al “Hospital de Alienados”, y por tal motivo la población de Managua, en la
mayoría e infaltables discusiones, debates u opiniones en contrario, burlas o
descréditos, solía y suele decir: “Ése, escapó del Kilómetro 5”, “Hay que
llevarlo al Kilómetro 5”; la señalización siempre ha sido asociada a las
enfermedades propias de la locura o el delirio.
LAS PIEDRECITAS
Al continuar en ascenso hasta el “Poste 7 Sur” ya estaba el “Monumento al Cacique Nicaragua” en la zona de ingreso al famoso “Parque Las Piedrecitas”, sitio que, desde antes de 1925 era conocido como “El Paseo de Las Piedrecitas”.
El Parque de “Las Piedrecitas” empezó a tomar forma
cuando Don Guillermo Lang fue ministro del Distrito Nacional, obras proyectadas
a inicios de 1961. La construcción fue parte de “una serie de proyectos en cuyo
estudio y diseño intervinieron urbanistas nacionales y extranjeros.” Los planos
y la respectiva maqueta del Parque fueron elaborados por el
Ingeniero-Arquitecto Edward D. Stone, oriundo de Miami, Estados Unidos de
Norteamérica.
En la calurosa ciudad-aldea de Managua, cuyo centro
urbano apenas era de unas cuantas calles y avenidas, “El Paseo de Las
Piedrecitas” era apreciado por provocar un placentero clima a causa de su
altura, cerca de 300 pies sobre la parte baja o centro de la ciudad, y por
estar situado entre la Laguna de Asososca por el Sur, la de Nejapa en el Norte
y las estribaciones de Las Sierras al Oeste, lo que favorecía una generosa
ventilación.
A partir de mediados de los años 60, pude comprobar lo
de aquel microclima, además del cautivante paisaje hacia la profundidad del
cráter volcánico de la Laguna de Nejapa. Sucedía cuando visitábamos a otro entrañable
amigo de mi padre, Don Manuel G., Ávalos, otro personaje con “membresía de oro”
en el círculo de la amenidad rodeada de música y bailes arrebatados a los
discos de acetato, poesía y anécdotas brotadas de bebidas espirituosas.
La familia Ávalos residía en una magnífica casa que soportó el terremoto de 1972, localizada del “Poste 7 Sur”, 400 metros en ese mismo rumbo, a pocos metros de la “Carretera Interamericana al Sur”, que ahora es conocida como “Carretera Sur Vía Panamericana”. Al final de los años 50 y principios de los 60, Dn. Manuel Ávalos residió en la 6ª Ave. S.O., en las inmediaciones del Instituto Nacional Central Ramírez Goyena y el Colegio Bautista de Varones.
Don Manuel C. Ávalos era casado con doña Sama,
habitaban cerca de 400 metros más adelante del actual semáforo situado entre la
Carretera Sur y la carretera de doble vía donde se puede girar hacia el actual “Memorial
Sandino”. En aquel entonces, ese camino unía con el “Camino a Cuajachillo o de
la Costa” que descendía hacia Batahola.
El patio trasero de aquella amplia casa propiedad de
la familia Ávalos tiene vista sin igual hacia toda la Laguna de Nejapa. En ese
patio, don Manuel instaló dos columpios de madera que pendían de gruesos y
extensos mecates amarrados a gruesísimas ramas de un árbol; mientras me balanceaba
hacia adelante y alcanzaba la altura máxima, en ese instante podía mirar, la entonces, incomparable vegetación que cubría las laderas de esa maravillosa Laguna Cratérica.
Continuará...
VENADOS DEPORTISTAS EN LOS PATIOS DEL COLEGIO BAUTISTA
Una notable distinción entre los hijos de mis padrinos
de bautismo era la sonrisa de los buenos momentos, heredada de ese extraordinario
ciudadano e inseparable amigo de mi padre, Don Carmen de Jesús Pérez Cano.
El rostro de Douglas, el cumiche, siempre permitía
descodificar el buen ánimo y la sinceridad. A finales de los años 60, casi
todos los hermanos y hermanas Pérez-Herrera, estaban cercanos a la toga y el
birrete en el Instituto Pedagógico y, en La Asunción. Los únicos en la rutina de
la primaria lasallista, eran Richard y Douglas. Ambos, eran los menores que año
con año promediaban no pocos días de fin de semana haciéndome compañía en el “confinamiento”
impuesto debido a las fechas conmemorativas de existencia terrenal del algún
amigo de mi padre y de mis padrinos. Cuando la noche iba de salida, mi hermana
y yo, regresábamos en los brazos de mi padre a los Altos del Edificio Carrión.
Encerrados entre aquellas cuatro paredes, las propuestas
de esparcimiento no eran abundantes y atractivas, sin embargo, Douglas osaba
poner las suelas hacia diferentes sitios aledaños a la 4ª Avenida Noreste. Esa
vez, el rumbo fue hacia el Colegio Bautista, porque aseguraba que en el amplio
campo de beisbol y fútbol podríamos mirar varios venados deportistas.
Así fue, pasamos por el pequeño portón peatonal de tubo
y malla, y pronto estuvimos a la orilla del murito perimetral de aquel caliente
y polvoriento espacio del Colegio Bautista. Ahí estaban los Venados Escolares,
dos de ellos con grandes cuernos entre sus orejas, otra acompañante del grupo no
tenía cuernos y detrás la acompañaba un cervatillo.
La primera visita no permitió más que un avistamiento
y muchas interrogantes. ¡Pero logramos ver a los únicos venados que vivían entre
las avenidas y calles de Managua! A nuestra imaginación se agregaron los
comentarios de un vigilante de aquel Colegio, que, al mirarnos pegados a la
malla, se acercó para infundirnos temor como advertencia: —¿Ya vieron los
cachos? —¡Tienen puntas de color rojo por la sangre de los corneados!, dijo—. No
entren al campo porque ellos irán detrás de ustedes—.
Un año antes, nuestra primera visita al Colegio
Bautista fue con el deseo de jugar béisbol; con mascarilla y peto de receptor, guantes,
bate, y pelota, que teníamos disponibles porque Don Carmen de Jesús Pérez Herrera
era un entusiasta de ese deporte, trasladado a los hijos.
Aunque no era mi deporte favorito, eso del beisbol me llevó,
el 3 de diciembre de 1972, al Estadio Nacional. Estuve detrás del Home Plate del
antiguo Estadio Nacional, sentado a la par de mi padre. Mediante la compra anticipada de boletos, el
grupo de amigos reservó 10 asientos para presenciar el inolvidable partido de beisbol
entre Nicaragua y Cuba. De otra forma no hubiese sido posible, porque ese Estadio
estuvo a reventar. Ocupé lugar en la
primera línea pegada a la malla. Ahí, tomaron sitios varios de aquel “círculo de
oro”, los amigos inseparables. Además de
mi padre, en esas ovaciones al lanzador Julio Juárez, entre otros, participaron:
Don Rubén Orozco Thomas, Don Julio Chávez, Don Luciano García, Don Mario
Navarro, Don Carmen de Jesús Pérez Cano. Fui de los poquísimos niños nicaragüenses
que ese día tuvieron el privilegio de presenciar la derrota de Cuba.
En otra visita no beisbolera al Colegio Bautista, con
el mismo propósito de intentar ver de cerca a los venados, reapareció el mismo vigilante
mete miedo. El venado macho más grande, ya tenía buena cuerna. No advertí en
qué momento el supuesto bien intencionado cuidador, entró al campo abierto. Los
venados estaban próximos a esa puerta, y de pronto, las puntas de la cornamenta
tomaron puntería sobre las nalgas de aquel lidiador. Cayó de bruces, empolvado,
la adrenalina lo levantó y lo puso a correr, con el calzoncillo a la vista. Al
mes desaparecieron los venados. Cuando hice el cuento en familia, mi padre me
observaba incrédulo, y agregó: — ¡Esos
cuernos eran peligrosos, cualquier estudiante pudo terminar herido o muerto,
tampoco creo que hubiera alguna finalidad de preservación de esa especie!
EL TUFO DE MI MOCHILA DE CUERO DE TERNERA, CURTIDO
Cuando iniciamos nuestros primeros aprendizajes en el
aula de Infantil, entre nosotros aún no asomaban travesuras que quebrantaran
las reglas. Cada quien lucía la indumentaria colegial según fuera el entorno
familiar cercano, algunos llegaban bien acicalados, hasta con camisa y
pantalones almidonados, otros, éramos de los apresurados en el vestir. Como es
de esperarse en todo grupo colegial, entre mis treinta compañeros de aula, el “barro
del soplo divino creador” tenía todo tipo de rasgos distintivos observables; algunos
eran por lo grueso y de poca altura, otros, por lo flaco y estirados en noventa
grados, el color de piel y ojos era otro detalle del conjunto, teníamos todo
tipo de compañeros que, en años posteriores, esos rasgos los inclinaría o
favorecería en la práctica deportiva de su predilección.
Como puede advertirse en la fotografía colegial hecha
en 1966, los más chiquitines flanqueaban a nuestra querida maestra, en ese
entonces no podíamos imaginar qué tan feos o bonitos seríamos al pasar del
tiempo; pero todos llegamos a la secundaria con diferentes rasgos de
personalidad, unos más abiertos y empáticos, otros con rasgos más reservados. Una
característica externa distintiva en cada alumno, era el bulto o mochila
colegial, se suponía contendría libros, cuadernos y lápices, no obstante, algunas
tenían parentesco vertical con las loncheras; estaban repletas de comida, algo
prohíbido en la normativa. No era extraño que, de sopetón, la profesora Adilia
revisara nuestros bultos.
Yo cargaba en hombros una mochilita plástica, liviana,
y llevaba mi lonchera de metal donde me acompañaban algunos personajes de
Disney. En los detalles del vestir, mi padre era un caso único. En una gaveta
de mi guardarropa estaban las corbatas y los lazos con los cuales solía vestir
y, dominguear. En la fotografía que ilustra mis asomos en el balcón del Edificio
Carrión, aparece la infaltable corbata que terminaba pringada de sorbete.
Sin sospechar que la compra de una mochila nueva me
sometería a los olfatos más sensibles del aula escolar, empecé a fachendear con
mi nuevo implemento de cuero de ternera curtido. Las lluvias de mayo contrariaron
mí complacencia; capote y paraguas no impidieron que mi mochila terminara
remojada. Ese día lo puse a secar al sol, al siguiente, partí con la mochila en
hombros, y si bien el olor desagradable no pudo coercer mi llegada al pupitre,
a los pocos minutos de iniciar la clase, los compañeros más cercanos empezaron la
jodarria que llegaba imparable a los ojos y oídos de la maestra Adilia.
− ¡Guácala! ¡Puaj! ¡Hiedeeee! En pocos minutos, los
más alborotistas tuvieron buen coro. En voz alta, alguien identificó la
procedencia de aquel resto de “vaca muerta”. − ¡Profesoraaaa! Estamos por
vomitar. La mochila de Eduardo…
Doña Adilia carraspeó y avanzó hacia donde estaba sentado.
Más de un perfumado apretaba la nariz para acentuar el alboroto. −A ver, mi
muchachito, traiga la mochila y llévela al pasillo, pero antes saque el libro y
el cuaderno que necesita.
Al siguiente día Violeta le contó a mi padre lo
sucedido, y sin darle más importancia de la que en realidad tenía, con el visto
bueno de él, llevé mis valiosos recursos de estudio en una bolsa de papel,
hasta nueva adquisición.
Después de ese “cuero de ternera curtido” que por años
nos movió a risas, el medio vuelto regresaba a ocuparse de los escandalosos de
aquel grupo escolar, porque algún asqueroso tufo corporal ameritó severas medidas
que no llegaron hasta la técnica canina.
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