martes, 3 de mayo de 2022

RECUERDOS DISECCIONADOS DE AQUELLA MANAGUA ANTERIOR A 1972. Por: Eduardo Pérez-Valle hijo

   

Edificio Carrión 

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         Ahora que mi almacén genético sacó las arrugas y el cabello blanco, sin dejar en duda que el depósito del tiempo tiene sumatorias de años, en este otro round existencial intentaré bajar peldaños de viejos recuerdos.

    No pretendo pasar por encima de muchos interesantes y valiosos testimonios de ilustres ciudadanos que, con voces autorizadas por la época en que nacieron y vivieron en esta ciudad, me rebasan como actores en primera persona, descriptivos y de observación.

    El primer descenso me lleva hacia la Managua de principios de los años 60, cuando me ubicaba desde la generosa altura de un espacioso balcón, en donde mis primeros años de infancia llena de asombro, solía avistar un sector de la famosa Avenida del Centenario colmada de locales de comercio y transeúntes.

    Al edificio esquinero de tres pisos la población solía llamarlo “Edificio de Constantino Pereira”, sin embargo, al transcurrir tres décadas, a esa emblemática obra de ingeniería vertical esquinera, la población empezó a nombrarla como Edificio Carrión, designación que estaba relacionada con don Humberto Carrión.

    En 1933, don Humberto invitó a la inauguración de su Farmacia: —“en el nuevo y elegante local, frente al terreno donde estuviera el Mercado Viejo de Managua.” La nota periodística publicada en La Prensa, agregaba: “Para solemnizar el acto de la inauguración, el Sr. Carrión ofrecerá a sus invitados un concierto radiodifundido, que se verificará de las 7 a las 8 de la noche, hoy 1 de octubre de 1933, al cual asistiremos con el mayor gusto. Al felicitar al Sr. Carrión por la hermosa obra de su casa que viene a ser motivo de ornato y embellecimiento de la capital, le deseamos la mayor prosperidad en sus negocios y que siga gozando del buen nombre que ha dado reputación a su negocio de farmacia. Su acabado y bello edificio frente al Bazar Español. Concierto perifoneado por la Estación Bayer”.

    Ese edificio siempre fue importante referencia para brindar direcciones, cualquiera de los patronímicos –Pereira o Carrión— en primera o segunda época, auxiliaba al que buscaba y al que orientaba. Una parte de aquella enorme construcción estaba sobre la Avenida del Centenario y la otra, al doblar en rumbo Este-Oeste, sobre la Calle Santo Domingo cuyo nombre en el Distrito Nacional era la Calle Sur-América. La 1ª Av. S.E. era la Avenida del Centenario. Empezaba por el Boulevard Somoza que era la línea divisoria de la Colonia Militar No. 1., y las instalaciones de la Academia Militar.

    Aquellos rumbos, norte o sur, eran parte del corazón urbano de la vieja ciudad. Sobre esas aceras ya era normal el bullicio de los comerciantes posesionados desde siempre del espacio público, canastos, cajas, taburetes, bullicio, conjuntados a pocos metros de la esquina suroeste, donde empezaba el Mercado Central y San Miguel.

    Desde 1962 hasta 1971, desde aquel balcón pude divisar un buen trecho de la Avenida del Centenario. Éramos inquilinos del Edificio Carrión, segundo piso, No. 102-C., frente a Najlis. Era de los grandes edificios en la Managua resurgida después del primer trágico terremoto de 1931., estructura de tres pisos que por generosidad de algunos soñadores lo tenían como imponente rascacielos, cuando apenas sobrepasaba algunos treinta metros por encima de los cables del tendido eléctrico.

    Cuando mi padre decidió formar familia, dejó de habitar en una vivienda de la 5ª Calle Sureste, casa No. 816, en donde también tenía su Oficina. Esa calle era identificada como Calle Washington, que conectaba con el Estadio Nacional y que en la siguiente cuadra Sur era paralela con la Calle Colón.

    Veinte años atrás, en la década de los 40, cuando ya estaba en construcción el edificio de Don Constantino Pereira Peralta, autoridades del Distrito Nacional decidieron impedir la construcción de los balcones conforme el diseño presentado y autorizado. El 24 de enero de 1940 el Ministerio del Distrito Nacional obligó a don Constantino a depositar 50 córdobas de multa y suspendió los trabajos, bajo el argumento de haber infringido la normativa, emitida el 23 de agosto de 1929.

    En carta publicada en el diario La Estrella de Nicaragua dirigida a don Hernán Robleto, ministro del Distrito Nacional, don Constantino rebatió lo argüido en su contra: “…los ingenieros que verifican la obra no se han salido en nada de los planos aprobados por la autoridad competente, ni tampoco la línea se ha sacado más de lo que señala la ley, pues lo que Ud., indica como fuera de ella, son los balcones que en este caso se han cerrado algunos y otros son abiertos”. Que lo referente al estilo moderno de los balcones, es cuestión aceptada por el Distrito desde el momento que aprobó los planos que ante de comenzar sus trabajos sometió a la aprobación. En el mismo estilo hay otros edificios construidos en Managua y cuyos trabajos se comenzaron ya estando en vigencia la ley que le quiere aplicar a él. 25 de enero de 1940.

Asomándome desde el balcón del Edificio Carrión. 

    A fin de brindar solución a lo exigido por el Distrito, algunos balcones fueron suprimidos y otros fueron cerrados con malla, el mismo entretejido metálico por el cual, mi hermana y yo, nos asomábamos al exterior. Si aquel diseño hubiese sido alterado, quien aquí evoca, no habría tenido esa trigonométrica complacencia visual a través de los “ángulos de inclinación” hacia la Avenida del Centenario.

Avenida del Centenario

    Aquella zona era importante, parte vertebral del comercio capitalino. También fue el área de la ciudad en donde ocurrieron los primeros incendios de tiendas, provocados por los dueños, que la volátil ocurrencia popular, vocalizada y auxiliada por los 17 músculos de la lengua, empezó a nombrar “Turco-circuitos”.

    Mientras vivimos por casi una década en el Edificio Carrión, las llamas y el humo nos obligaban a cumplir con un protocolo de evacuación creado por mi padre. A la par de cada cama, hijo e hija, siempre manteníamos una lámpara de mano, un radito de batería, una maletita de mano con ropa y lo básico del aseo personal.

    Teníamos que bajar desde el segundo piso a la puerta de salida frente a la calle, era un recorrido rectilíneo de 35 peldaños de concreto, divididos en dos tramos por un ancho descansillo o meseta. En la parte superior había un pequeño giro de dirección para situarse frente a la pueta de acceso superior en donde entrábamos al apartamento. Aquella comunicación vertical era un reto circense, sin pasamanos o algún tipo de asidero lateral. Por ese acceso complicado, alguna vez ingresaron decenas de pequeños armarios de madera repletos de libros y de igual manera salieron cuando nos fuimos a vivir por “El Arbolito”. Todo podía quedar atrás menos la biblioteca.

    Las primeras en alertar de algún indicio incendiario eran las merchantes ubicadas con sus canastos cerca de la puerta de ingreso al segundo piso en donde vivíamos. Ellas siempre estaban atentas a mi partida a la escuelita de párvulos y, dos años después, al Kínder del Instituto Pedagógico de Managua. Esas humildes mujeres nunca dejaron de deshilachar palabras de cariño hacía mí y mi hermana.

    Frente al Edificio Carrión estaba la farmacia del doctor David Ode, en donde vendían la deliciosa y tradicional Horchata, bebida de nuestra predilección, sin olvidar la “Chica Rica”, deliciosísima leche chocolatada que comprábamos en la pequeña pulpería de la 4ª Avenida S.E., enfrente de la casa No. 515, donde residía la familia de mis Padrinos Bautismales, Don Carmen de Jesús Pérez Cano y su señora esposa Doña Anita Herrera de Pérez.

En el centro, rodeado de algunos de mis amigos. Apoyado en el dintel de la ventana, mi papá, el Dr. Eduardo Pérez-Valle. Fotografía tomada sobre la 4a. Avenida, enfrente de la casa donde habitaba la familia de Don Carmen J.  Pérez Cano y doña Ana María Herrera 

    A la par de ellos, estaba la casa No. 519 en donde habitaba la familia del Dr. Santos Jiménez, recordado médico y, Comandante General del Benemérito Cuerpo de Bomberos. El Dr. Jiménez pertenecía a la “membresía de oro en el círculo de amigos”. Cuando había conatos de incendio, el doctor siempre era el primero en llegar a la puerta de nuestro piso de habitación, y con la ayuda de él bajábamos a buscar un sitio seguro. Además, era infaltable tertuliante en los encuentros dominicales de la “Membresía de Oro”, realizados penitencialmente en la espaciosa “Quinta El Guayabo”, sobre el Camino Viejo de Santo Domingo, en donde después del terremoto de 1972, Don Mario Navarro y su Sra. esposa, doña Maruca Herrera decidieron edificar su casa de habitación.

    En el costado Sur del Mercado San Miguel estaba La Casa de La Sedina, propiedad de don José M. Castrillo H. En la planta baja del Edificio Carrión, teníamos de vecinos a la Tienda Los Gemelos, donde vendían artículos para la confección de ropa.

    Era una zona de rótulos publicitarios, frente a nosotros estaba el rótulo de Ludeca. Muchos comerciantes eran de procedencia israelita, árabe o palestina. En el local No. 105., planta baja, operaba la tienda propiedad de don Bacaro Salomon, donde vendían todo tipo de mercancías. Otra de las famosas tiendas fue "El Nene" de los hermanos Henry y Odell Caldera Pallais, ubicada en la Calle Central Este No. 105, en la zona del Mercado Central. Las damas capitalinas solían decir: "Estas mudaditas de mis hijos las compré en "El Nene". 

    El almacén Alhambra de Alí Samara y Cía. Ltda., localizado frente al Costado Norte del Mercado San Miguel. El Jordán de Fahmi Abdel Hamid y Cía. Las tiendas de los señores Julián Frech e Hijos, Cía. Ltda. y, Jorge Abraham Frech & Cía. Ltda., este último, papá de Jorge Abraham Frech mi excompañero de estudios en el Instituto Pedagógico de Managua, tienda que después de medio siglo pervive en el Centro Comercial Managua.

    Don Luis Daboub Leal propietario del “Almacén Daboub”, en la 1ª. Av. S.E. No. 109. La familia Daboub residía en el Paseo Tiscapa.  Masad Damha, en la 2ª. Av. N.E., No. 203-A. Don Víctor Abdalah residía en la 5ª Calle S.E. José Dajer, ciudadano libanés propietario de “Comercial Dajer”, localizada en la 1ª Calle N. E. No. 104, la familia vivía contiguo a la tienda, con el No. 103.  Ese apellido, escrito con “j”, quizás es atribuible a un barbarismo del idioma. Según descienda sobre las gradas de los recuerdos, consignaré la mayor cantidad de aquellos ciudadanos dedicados al comercio.

    Siempre que mi padre, en un lapso de once años, seleccionó dos casas en alquiler para habitarlas, aplicaba a los inmuebles una exhaustiva revisión estructural, aquello era parte de la formación adquirida en la avidez imparable de leer libros técnicos, algunos años de estudios en la Escuela de Ingeniería y, por supuesto, uno de los trabajos del sustento diario como Dibujante Arquitectónico.

    El Edificio Carrión o Edificio de Constantino Pereira fue parte de esa previsión familiar ante cualquier percance sísmico. Así logramos salir indemnes de muchos percances, entre ellos, el fatídico terremoto en diciembre de 1972. Si bien, el año anterior nos habíamos trasladado a otro inmueble alquilado en las cercanías de La Industria o El Arbolito, propiedad de doña Corfilia Quintanilla, mamá del Sacerdote Quintanilla, nuestros íntimos recuerdos por el Edificio Carrión no terminaron aplastados por el fatídico terremoto. El edificio de nuestros primeros años de infancia resistió los embates, no así el incendio generalizado en aquel sector del mercado. Después el Gobierno ordenó demolerlo.

    El segundo inmueble también pasó la prueba; toda la sacudida la pasamos adentro, cubiertos de polvo fino caído desde el cielorraso. Pusimos pies en la acera cuando mi padre decidió abrir la puerta del garaje, y la primera pregunta que le hicimos fue: --Papá, ¿dónde están las casas de enfrente? De ella sólo quedaban promontorios y una que otra pared agrietada o inclinada entre espesa nube de polvo. Gritos y lamentos atravesaban la penumbra. La mayoría de los vecinos permanecieron en la calle hasta el amanecer; en cambio, nosotros, a la voz tranquilizadora de mi Pa / má, en ese día y siguientes, regresamos al interior para lograr conciliar el sueño. En enero de 1973 fuimos a radicarnos en Granada.

LA HORMIGA DE ORO

    Los domingos solíamos bajar de nuestra Atalaya, y agarrados de las manos tomábamos rumbo norte hacia la Catedral Metropolitana, a fin de participar en la misa matutina. Sentados en las gradas de acceso permanecían personas enfermas de tuberculosis que suplicaban limosnas. Una escena deprimente, estremecedora. Aunque por motivos en nada refractarios con las creencias y el ritual católico, jamás tuve frente a mí boca una ostia consagrada; nuestra numerosa familia jamás faltó a la misa dominical; si no era en la Catedral, ocupábamos banca en la Ermita del Perpetuo Socorro, localizada en el otro extremo, rumbo Sur, en las cercanías del Campo de Marte, o íbamos a la Iglesia San Antonio en donde oficiaba el recién ordenado sacerdote diocesano Edgard Parrales Castillo.

    Luego íbamos a la calle más extensa de la ciudad, La Avenida 15 de Septiembre, donde almorzábamos en el restaurante chino de nuestra predilección y por la tarde nos llevaba a La Hormiga de Oro para devorar el delicioso sorbete multicolor en forma de ladrillo. Aquel cuerpo geométrico era elaborado con diversos sabores, y mi papá, siempre en la ocurrente enseñanza lúdica, no perdía momento: -- ¡Qué no se les derrita en el plato! Tomen la cucharita, empiecen por la Testa, le quitan por el Canto y se acabó la Tabla. ¡Apresúrense, acaben porque vienen las Hormigas!

    Esa brújula sorbetera siempre era en taxi, tres pasajeros hacia la Calle Momotombo, del Teatro González cuatro cuadras abajo. Fue la única sorbetería fundada en 1937 que, sin metrónomo, hipnotizaba a través del paladar. El local siempre tenía clientes en busca de “Ladrillos de Sorbete”.

    Cuando finalizaba nuestra ingesta ladrillera, la cavidad bucal estaba por el Polo Norte, y mi padre, siempre atento, con servilleta en mano ayudaba en la limpieza de nuestros labios y barbillas. Siempre nos animaba con sonrisas y la consabida expresión: --¡Ajá, Chacatitos! ¡Entonces! ¿“La Hormiga de Oro? —Yo le respondía con el tradicional eslogan publicitario de aquel local: --¡No tiene rival!

    En 1947, la sorbetería fue adquirida por don Adolfo Muñiz López casado con doña Luisa Otero Bermúdez, dos apellidos matrimoniales que, en 1975, reencontré en mi proximidad vecinal, porque uno de los descendientes de esa distinguida familia managüense era y sigue siendo mi vecino más próximo, me refiero al doctor Noel Muñiz Otero de invariable cordialidad octogenaria, que después de casi medio siglo de vecindad, mantiene estacionado en el garaje de su casa un legendario Jeep Willys de 1960, en buen estado de funcionamiento.

VIOLETA: MI NANA CÓMPLICE EN EL INGRESO AL ELEVADOR NICA-LONDINENSE

    Nuestro enorme núcleo familiar estaba compuesto por un padre y dos niños menores de 5 años. Diez años antes, mi papá le tomó delantera a la presentación estelar de la película: ¡Qué buena madre es mi padre!   

    En once años de habitar en el Segundo Piso del Edificio Carrión, siempre hubo varias paradigmáticas mujeres encargadas de nuestro cuido, — por cierto, nanas primorosas y elegantes, que jamás fueron obligadas a utilizar vestimentas vinculantes al delicado desempeño—, nada indicaba el tipo de trabajo; me llegaban a traer al colegio, lo hacían a pie desde el Edificio Carrión hasta el edificio del Instituto Pedagógico de Managua, ubicado a pocas cuadras de nuestro domicilio.

    Todas tenían nombres sugerentes y premonitorios. Ante la ausencia de nuestra madre biológica, ellas fueron especies de Madres de Acogida: Violeta, mujer de gran estatura con olor a perfume dulzón; en otros tiempos lo fueron: Consuelo, Esperanza y, doña Gloria Domínguez, que, por esos propósitos marcados por el destino impredecible, sin conocer mi aspecto físico en almíbar de cuatro décadas, topamos de frente cuando ella salía de la oficina que ocupaba un Magistrado de la Corte de Apelaciones Circunscripción Managua.

    En ese instante, la secretaria del funcionario me preguntó quién era y cuál era el motivo de mi presencia. Doña Gloria logró escuchar cuando dije mi nombre. Ella era la conserje asignada a los tres magistrados de aquella sala. La señora tomó asiento en el corredor y esperó mi salida. Al verme me preguntó: — “Por favor, disculpe: ¿Su nombre es Eduardo…? –Así es, le dije un tanto sorprendido— ¡Dios míooo! Yo lo conocí desde muy niño, en los Altos del Edificio Carrión, porque yo trabajé en su casa”—. Ella fue parte de esas imparables vivencias, muchas llenas de plena felicidad, otras, rebalsadas de adrenalina.  

    Antes de pertenecer a la honrosa última generación de niños que permanecíamos en aquel redil del Kinder ubicado a la derecha a pocos metros después del portón principal de ingreso al antiguo Instituto Pedagógico de Managua, mi primera ruta escolar era hacia la Escuelita de Infantes de doña María Teresa Paguaga. En 1966, mi padre pagó los cien córdobas y fui matriculado en el “primer curso de verano”. Tenía 4 años de edad, pero eso no me impidió esponjear todo lo que a mi alrededor miraba.

    Después de mi primer curso de verano, en la escuelita de doña María Teresa Paguaga, ingresé al Jardín de Infancia de Nuestra Señora del Carmen, cuyo lema era: “Dios-Patria-Educación”. En el boletín mensual de calificaciones y frente a la pizarra del aula podía leerse el pensamiento: “El cumplimiento del deber es la línea recta que une la Tierra con el Cielo”.

    Antes de iniciar el aprendizaje del día, la maestra, con el dedo índice señalaba hacia arriba y luego hacia abajo mientras ordenaba que repitiéramos en voz alta ese pensamiento. Los dueños del Jardín de Infancia advertían a los padres de familia que ningún alumno podía permanecer en el colegio después de las horas indicadas. Ese fue otro tremendo motivo que me crispaba el cabello y me ponían las pupilas dilatadas, con el dedo índice hacia arriba.

    En primera época estuvo localizado en la 4ª Ave. S.E., o sea, de la Sala Evangélica 2 ½ c. a la montaña, Casa No. 407. Ese trayecto desde mi Atalaya, era de 4 cuadras al Sur sobre la Avenida del Centenario o Avenida Central y luego 3 cuadras hacia el Este, cerca de kilómetro y medio en ida y regreso. Después el asunto escolar quedó entre los muros de los Hermanos Cristianos de San Juan Bautista de La Salle.

MI AMIGO, EL SOLDASO RASO, GUARDIA NACIONAL, QUE NO TENÍA CUENTA DE AHORRO EN EL BANCO DE LONDRES

    El edificio del Banco de Londres y Montreal Limitado., fue otro importante punto, entre muchos, utilizado para brindar direcciones en la zona noreste. Estuvo ubicado enfrente del Salón Cervecero, en ese entonces propiedad de la Cía. Cervecera de Nicaragua, que ocupaba la parte esquinera entre la Avenida Roosevelt y la Calle 15 de Septiembre. Al cruzar de acera por la Avenida, era la esquina opuesta al culto del dios Baco, al esparcimiento comedido, o quizás al grillete en forma de jarra. Ese local estuvo o está, dentro del actual Parque Luis Alfonso Velásquez Flores, en las proximidades de las Canchas de Tenis.

    Al lado de la Avenida Roosevelt, estaba la entrada destinada a los funcionarios del Banco. La Entrada Principal al Edificio estaba sobre la 2a. Calle Suroeste, No. 102, y el costado donde se ubicaba el ascensor estaba en la Avenida Central Sur, No. 208. El personal lo hacía a través del ascensor que, en la parte de afuera, en la acera, estaba custodiado por un soldado de la Guardia Nacional. Por lo general, el turno de vigilancia lo hacía un guardia raso, panzoncito, chaparrón, de tez morena, con rasgos físicos muy distintivos del mestizo. Lo único que jamás logré verle fue el cabello, porque el casco militar de los mismos utilizados en la Segunda Guerra Mundial, le cubría la coronilla, frente y sienes.

    Yo era afortunado cuando el turno de vigilancia le correspondía al chaparrito “Raso G.N.”, ni él ni yo teníamos cuenta de ahorro o motivo alguno para hacer alguna transacción bancaria. Mis centavitos apenas llenaban la mitad de un chanchito de barro con una hendidura; sin embargo, aquellos seis y, luego, siete años de edad, no fueron motivo alguno para hacerme desistir en la visita al Banco.

    El Banco de Londres y el Edificio Carrión tenían sus respectivos ascensores. El del Banco estaba frente al portón del Jardín Central. Donde nunca me pude colar fue en el elevador del Edificio Carrión, porque era para el uso exclusivo de don Constantino Pereira; estaba ubicado en el otro extremo del edificio, al doblar hacia el Oeste. Por cierto, don Constantino Pereira era el representante de “Otis Elevator Company”, fabricante de ascensores para edificios.

    Mi padre elaboró publicidad encargada por la gerencia del Banco de Londres y Montreal Ltda. Por ese motivo tuve algunas oportunidades ocasionales de acompañarlo en el sube y baja. Para mi edad aquello era fascinante, entonces, la obstinación tenía suficiente fuerza de persuasión y movilización sobre mi acompañante que no podía aplicarme ningún encuadramiento. Yo mostraba mi mejor sonrisa y transpiraba primor, Violeta me acicalaba y terminaba llevándome hacia el Banco de Londres.

    Yo cargaba un pequeño maletín con dos correas, donde metía lápices, el cuaderno de dibujo, el libro de lectura, y dos cuadernos de caligrafía. Dentro de ese bulto colegial siempre guardaba la merienda, pero, además, llevaba algunos dulces adicionales y algún sándwich destinado al Guardia Nacional que vigilaba la entrada del ascensor. Me detenía frente a él y de mi mochilita extraía la pequeña vianda para ofrecérsela en sus manos. Curiosa y contrariamente a un rechazo, aquel Guardia raso, estuviese asoleado o remojado, por un instante abandonaba la dependencia castrense y no se mostraba neutro, nunca dejó de extender el brazo y agarrar mis regalos, incluidos lápices y cuadernos para dibujar y colorear.

    Al término de dos semanas, el resultado de todo aquello fue el primer intento de colarme en el ascensor. La falta de negación de aquel soldado, también pudo obedecer a la ruptura mental que en él provocaba la belleza de Violeta, porque esa presencia femenina, estoy seguro le provocaba fragilidad. Aquella línea de fuerza mental me ayudó a realizar la pregunta clave:

—¡Señor Guardia! ¿Puedo entrar al ascensor y usarlo?

 —¡Metete! ¿Ya sabés, apretá el botón rojo para subir y el otro de la flecha hacia abajo, para regresar! ¡Vos mujer, --le dijo a Violeta—subí con él y regresen rápido! ¡Cerca de mí no acepto guanacos! ¡Rápido! ¡Cuidado te chorejean!

    Lo de “chorejear” no lo entendí, pero después mi padre me puso al tanto de esa voz nicaragüense, y asustado me preguntó: ¿Quién te jaló la oreja?

    Lo notable es que ese día todo resultó a pedir de boca. Yo iba y venía en aquel ascensor. Eran mis escapadas con la complicidad de Violeta y, por supuesto, del Guardia Nacional, al que, a mis seis años había reclutado para una buena causa.   

    Después de ocho meses, el buen resultado de todo aquello acabó. Aquella tarde, después de salir del colegio, volví al elevador, cuando iba hacia arriba, la cabina se detuvo, y entró un enorme señor, alto y corpulento, de aspecto extranjero que vestía un elegante saco. Puso cara de sorprendido y me dijo:

— Muchachito, ¿qué haces? — ¿Quién te acompaña? Se inclinó un poco delante de mí y miró la insignia del colegio.

— En aquel fugaz momento lo único que se me ocurrió decirle fue: —Entré y no sé cómo salir. Afuera, en la calle está Violeta.

— No te preocupes ya vamos para allá.

— Al abrirse las puertas, mi amigo, el Guardia, quedó impávido, totalmente “churepo”, boca hundida y barbilla salida. No apartaba la vista sobre aquel importante funcionario del Banco.

— El señor puso su mano sobre mi cabeza y quedó viendo al Guardia, pero de inmediato miró a Violeta y le dijo: —¡Señora, su niño está bien, póngale atención!

    Después de las cumplidas gracias de Violeta, y de la última palabra que aprendí de mi amigo, el Guardita, que fue su exclamación del momento: --- ¡Ahora si dormiré en la Cholpa! Violeta me llevó presurosa hacia el Edificio Carrión.

    Nunca más hice el intento de subirme en aquel ascensor. Perdí un amigo, al que nunca más volví a mirar en ese sitio. Seguro nunca ascendió a Cabo, no obstante, aquella personalidad no lo aproximada al tipo de Guardia que aparentaba leer el periódico sosteniéndolo “patas arriba”, con la parte superior debajo y la inferior encima: “Porque la Guardia lee como quiere”.

AVENIDA DEL CENTENARIO Ó 1a. AVE. S. E.

    La Avenida del Centenario estaba indicada como la 1ª Avenida Noreste y 1ª Avenida Sureste. Desde el Norte, empezaba en la gradería principal de la Catedral Metropolitana o del Costado Este del Palacio Nacional y, a través de 10 cuadras del lado izquierdo y 13 por la derecha, entre pequeñas y grandes, al final conectaba con el “Boulevard Somoza” que separaba la Colonia Militar No. 1., con la “Tribuna Monumental” y resto de terrenos de la Explanada de Tiscapa en donde estaba la Academia Militar G.N., que en la actualidad ocupa la Fuerza Naval del Ejército de Nicaragua y su Club de Natación “Las Barracudas”. En la Penúltima cuadra estaba Instituto Pedagógico La Salle. 

    La “Pista Exterior de Circunvalación” era la calle enfrente al Hospital General El Retiro que son los terrenos en donde está el supermercado Price Smart. Al cruzar al otro extremo de esa vía, calle de por medio y en la propia esquina, ya existía el Parque de Las Madres, próxima a la actual “Rotonda El Güegüense”, y de inmediato, a 100 metros al girar hacia el Oeste, que es, en ruta hacia “La Racachaca”, estaba el edificio del “Reformatorio”, hacia el Norte, pista de por medio del actual Supermercado La Colonia de Plaza España. Toda el área hacia el Sur eran predios vacíos. Aún no existía el “Barrio Maldito” ahora bautizado como “Jonathan González”, a la par del nuevo Hospital Militar. Al girar en la actual Rotonda el Güegüense con rumbo Sur, la ruta era identificada como la “Carretera al Country Club”. En sentido opuesto, en curso hacia el Norte, el edificio más vinculado con nuestro desordenado urbanismo identitario era la “Casa Nazareth”, que en 2022 permanece en el mismo sitio: del actual Canal 2 de Televisión, 1 c. al Norte y una al Este.

    También, a unos 100 metros de la nombrada Pista Exterior de Circunvalación, estaba el antiguo Hospital Militar G.N. Hacia el Norte, en la pronunciada bajada que ahora lleva a la “Rotonda Hugo Chávez” cercana al viejo Hotel Intercontinental; el Hospital Militar colindaba con los Cuarteles de la Guardia Presidencial en donde después fue construida otra Colonia Militar que, por la parte Oeste colindaba con terrenos del actual Residencial Bolonia.

    La Colonia Militar aledaña al Campo de Marte, fue la primera que inauguró Anastasio Somoza García, aproximadamente, un año antes de su muerte. En 1954, para los propósitos habitacionales destinados a Oficiales y Clases de la Guardia Nacional, el gobierno de Somoza García destinó partidas presupuestarias para comprar 254 casas prefabricadas en el extranjero          Después inauguró las casas prefabricadas que circundan la Loma de Tiscapa —que abarca el sector N.E., por donde en la actualidad está la entrada al “Parque Loma de Tiscapa”.

    Otro vecindario de militares fue la Colonia Militar a la orilla del “Boulevard de La Aviación” construido en la década de los 50 y cuyo nombre está asociado a la Oficinas y sobre todo, a una parte de las tenebrosas cárceles de la dictadura somocista, “La Aviación” era el mismo sitio donde después funcionó la “Central de Policía” del régimen somocista y, después, de la revolución sandinista de 1979, fue creado el “Complejo Policial de Patrullas Ajax Delgado”.  

EL HOSPITAL DE ENAJENADOS

    La interconexión vial, a partir de los actuales “Semáforos de Linda Vista” hasta los “Semáforos del 7 Sur”, era conocida como “Carretera Interamericana al Sur”, seguía curso por el “Seminario Católico”; luego estaba el “Poste” que aún indica la distancia alcanzada en aquel transecto, el famoso “Kilómetro 5” en donde a escasos metros estaba la entrada al “Hospital de Alienados”, y por tal motivo la población de Managua, en la mayoría e infaltables discusiones, debates u opiniones en contrario, burlas o descréditos, solía y suele decir: “Ése, escapó del Kilómetro 5”, “Hay que llevarlo al Kilómetro 5”; la señalización siempre ha sido asociada a las enfermedades propias de la locura o el delirio.

LAS PIEDRECITAS

    Al continuar en ascenso hasta el “Poste 7 Sur” ya estaba el “Monumento al Cacique Nicaragua” en la zona de ingreso al famoso “Parque Las Piedrecitas”, sitio que, desde antes de 1925 era conocido como “El Paseo de Las Piedrecitas”.

    El Parque de “Las Piedrecitas” empezó a tomar forma cuando Don Guillermo Lang fue ministro del Distrito Nacional, obras proyectadas a inicios de 1961. La construcción fue parte de “una serie de proyectos en cuyo estudio y diseño intervinieron urbanistas nacionales y extranjeros.” Los planos y la respectiva maqueta del Parque fueron elaborados por el Ingeniero-Arquitecto Edward D. Stone, oriundo de Miami, Estados Unidos de Norteamérica.

    En la calurosa ciudad-aldea de Managua, cuyo centro urbano apenas era de unas cuantas calles y avenidas, “El Paseo de Las Piedrecitas” era apreciado por provocar un placentero clima a causa de su altura, cerca de 300 pies sobre la parte baja o centro de la ciudad, y por estar situado entre la Laguna de Asososca por el Sur, la de Nejapa en el Norte y las estribaciones de Las Sierras al Oeste, lo que favorecía una generosa ventilación.

    A partir de mediados de los años 60, pude comprobar lo de aquel microclima, además del cautivante paisaje hacia la profundidad del cráter volcánico de la Laguna de Nejapa. Sucedía cuando visitábamos a otro entrañable amigo de mi padre, Don Manuel G., Ávalos, otro personaje con “membresía de oro” en el círculo de la amenidad rodeada de música y bailes arrebatados a los discos de acetato, poesía y anécdotas brotadas de bebidas espirituosas.

    La familia Ávalos residía en una magnífica casa que soportó el terremoto de 1972, localizada del “Poste 7 Sur”, 400 metros en ese mismo rumbo, a pocos metros de la “Carretera Interamericana al Sur”, que ahora es conocida como “Carretera Sur Vía Panamericana”. Al final de los años 50 y principios de los 60, Dn. Manuel Ávalos residió en la 6ª Ave. S.O., en las inmediaciones del Instituto Nacional Central Ramírez Goyena y el Colegio Bautista de Varones.  

    Don Manuel C. Ávalos era casado con doña Sama, habitaban cerca de 400 metros más adelante del actual semáforo situado entre la Carretera Sur y la carretera de doble vía donde se puede girar hacia el actual “Memorial Sandino”. En aquel entonces, ese camino unía con el “Camino a Cuajachillo o de la Costa” que descendía hacia Batahola.

    El patio trasero de aquella amplia casa propiedad de la familia Ávalos tiene vista sin igual hacia toda la Laguna de Nejapa. En ese patio, don Manuel instaló dos columpios de madera que pendían de gruesos y extensos mecates amarrados a gruesísimas ramas de un árbol; mientras me balanceaba hacia adelante y alcanzaba la altura máxima, en ese instante podía mirar, la entonces, incomparable vegetación que cubría las laderas de esa maravillosa Laguna Cratérica. 

Continuará...

VENADOS DEPORTISTAS EN LOS PATIOS DEL COLEGIO BAUTISTA

Una notable distinción entre los hijos de mis padrinos de bautismo era la sonrisa de los buenos momentos, heredada de ese extraordinario ciudadano e inseparable amigo de mi padre, Don Carmen de Jesús Pérez Cano.

El rostro de Douglas, el cumiche, siempre permitía descodificar el buen ánimo y la sinceridad. A finales de los años 60, casi todos los hermanos y hermanas Pérez-Herrera, estaban cercanos a la toga y el birrete en el Instituto Pedagógico y, en La Asunción. Los únicos en la rutina de la primaria lasallista, eran Richard y Douglas. Ambos, eran los menores que año con año promediaban no pocos días de fin de semana haciéndome compañía en el “confinamiento” impuesto debido a las fechas conmemorativas de existencia terrenal del algún amigo de mi padre y de mis padrinos. Cuando la noche iba de salida, mi hermana y yo, regresábamos en los brazos de mi padre a los Altos del Edificio Carrión.

Encerrados entre aquellas cuatro paredes, las propuestas de esparcimiento no eran abundantes y atractivas, sin embargo, Douglas osaba poner las suelas hacia diferentes sitios aledaños a la 4ª Avenida Noreste. Esa vez, el rumbo fue hacia el Colegio Bautista, porque aseguraba que en el amplio campo de beisbol y fútbol podríamos mirar varios venados deportistas.

Así fue, pasamos por el pequeño portón peatonal de tubo y malla, y pronto estuvimos a la orilla del murito perimetral de aquel caliente y polvoriento espacio del Colegio Bautista. Ahí estaban los Venados Escolares, dos de ellos con grandes cuernos entre sus orejas, otra acompañante del grupo no tenía cuernos y detrás la acompañaba un cervatillo.

La primera visita no permitió más que un avistamiento y muchas interrogantes. ¡Pero logramos ver a los únicos venados que vivían entre las avenidas y calles de Managua! A nuestra imaginación se agregaron los comentarios de un vigilante de aquel Colegio, que, al mirarnos pegados a la malla, se acercó para infundirnos temor como advertencia: —¿Ya vieron los cachos? —¡Tienen puntas de color rojo por la sangre de los corneados!, dijo—. No entren al campo porque ellos irán detrás de ustedes—.

Un año antes, nuestra primera visita al Colegio Bautista fue con el deseo de jugar béisbol; con mascarilla y peto de receptor, guantes, bate, y pelota, que teníamos disponibles porque Don Carmen de Jesús Pérez Herrera era un entusiasta de ese deporte, trasladado a los hijos.

Aunque no era mi deporte favorito, eso del beisbol me llevó, el 3 de diciembre de 1972, al Estadio Nacional. Estuve detrás del Home Plate del antiguo Estadio Nacional, sentado a la par de mi padre.  Mediante la compra anticipada de boletos, el grupo de amigos reservó 10 asientos para presenciar el inolvidable partido de beisbol entre Nicaragua y Cuba. De otra forma no hubiese sido posible, porque ese Estadio estuvo a reventar.  Ocupé lugar en la primera línea pegada a la malla. Ahí, tomaron sitios varios de aquel “círculo de oro”, los amigos inseparables.  Además de mi padre, en esas ovaciones al lanzador Julio Juárez, entre otros, participaron: Don Rubén Orozco Thomas, Don Julio Chávez, Don Luciano García, Don Mario Navarro, Don Carmen de Jesús Pérez Cano. Fui de los poquísimos niños nicaragüenses que ese día tuvieron el privilegio de presenciar la derrota de Cuba.  

En otra visita no beisbolera al Colegio Bautista, con el mismo propósito de intentar ver de cerca a los venados, reapareció el mismo vigilante mete miedo. El venado macho más grande, ya tenía buena cuerna. No advertí en qué momento el supuesto bien intencionado cuidador, entró al campo abierto. Los venados estaban próximos a esa puerta, y de pronto, las puntas de la cornamenta tomaron puntería sobre las nalgas de aquel lidiador. Cayó de bruces, empolvado, la adrenalina lo levantó y lo puso a correr, con el calzoncillo a la vista. Al mes desaparecieron los venados. Cuando hice el cuento en familia, mi padre me observaba incrédulo, y agregó:  — ¡Esos cuernos eran peligrosos, cualquier estudiante pudo terminar herido o muerto, tampoco creo que hubiera alguna finalidad de preservación de esa especie!

 Lasallistas de Kinder en el antiguo Instituto Pedagógico de Managua, con doña Adilia, nuestra Profesora y Guía. En la última fila, de pie, segundo de izquierda a derecha, Eduardo Pérez-Valle. 1967

EL TUFO DE MI MOCHILA DE CUERO DE TERNERA, CURTIDO

Cuando iniciamos nuestros primeros aprendizajes en el aula de Infantil, entre nosotros aún no asomaban travesuras que quebrantaran las reglas. Cada quien lucía la indumentaria colegial según fuera el entorno familiar cercano, algunos llegaban bien acicalados, hasta con camisa y pantalones almidonados, otros, éramos de los apresurados en el vestir. Como es de esperarse en todo grupo colegial, entre mis treinta compañeros de aula, el “barro del soplo divino creador” tenía todo tipo de rasgos distintivos observables; algunos eran por lo grueso y de poca altura, otros, por lo flaco y estirados en noventa grados, el color de piel y ojos era otro detalle del conjunto, teníamos todo tipo de compañeros que, en años posteriores, esos rasgos los inclinaría o favorecería en la práctica deportiva de su predilección.

Como puede advertirse en la fotografía colegial hecha en 1966, los más chiquitines flanqueaban a nuestra querida maestra, en ese entonces no podíamos imaginar qué tan feos o bonitos seríamos al pasar del tiempo; pero todos llegamos a la secundaria con diferentes rasgos de personalidad, unos más abiertos y empáticos, otros con rasgos más reservados. Una característica externa distintiva en cada alumno, era el bulto o mochila colegial, se suponía contendría libros, cuadernos y lápices, no obstante, algunas tenían parentesco vertical con las loncheras; estaban repletas de comida, algo prohíbido en la normativa. No era extraño que, de sopetón, la profesora Adilia revisara nuestros bultos.

Yo cargaba en hombros una mochilita plástica, liviana, y llevaba mi lonchera de metal donde me acompañaban algunos personajes de Disney. En los detalles del vestir, mi padre era un caso único. En una gaveta de mi guardarropa estaban las corbatas y los lazos con los cuales solía vestir y, dominguear. En la fotografía que ilustra mis asomos en el balcón del Edificio Carrión, aparece la infaltable corbata que terminaba pringada de sorbete.

Sin sospechar que la compra de una mochila nueva me sometería a los olfatos más sensibles del aula escolar, empecé a fachendear con mi nuevo implemento de cuero de ternera curtido. Las lluvias de mayo contrariaron mí complacencia; capote y paraguas no impidieron que mi mochila terminara remojada. Ese día lo puse a secar al sol, al siguiente, partí con la mochila en hombros, y si bien el olor desagradable no pudo coercer mi llegada al pupitre, a los pocos minutos de iniciar la clase, los compañeros más cercanos empezaron la jodarria que llegaba imparable a los ojos y oídos de la maestra Adilia.  

− ¡Guácala! ¡Puaj! ¡Hiedeeee! En pocos minutos, los más alborotistas tuvieron buen coro. En voz alta, alguien identificó la procedencia de aquel resto de “vaca muerta”. − ¡Profesoraaaa! Estamos por vomitar. La mochila de Eduardo…

Doña Adilia carraspeó y avanzó hacia donde estaba sentado. Más de un perfumado apretaba la nariz para acentuar el alboroto. −A ver, mi muchachito, traiga la mochila y llévela al pasillo, pero antes saque el libro y el cuaderno que necesita.

Al siguiente día Violeta le contó a mi padre lo sucedido, y sin darle más importancia de la que en realidad tenía, con el visto bueno de él, llevé mis valiosos recursos de estudio en una bolsa de papel, hasta nueva adquisición.

Después de ese “cuero de ternera curtido” que por años nos movió a risas, el medio vuelto regresaba a ocuparse de los escandalosos de aquel grupo escolar, porque algún asqueroso tufo corporal ameritó severas medidas que no llegaron hasta la técnica canina.   

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