sábado, 22 de agosto de 2015

MI POBRE Y QUERIDO LEÓN, QUE HA SABIDO QUE YO EXISTO.. PARA DECLARARME VAGO... PARA DECLARARME LOCO


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DR. MARIANO BARRETO
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RUBÉN DARÍO: NI LOCO, NI VAGO.

Liminar, de Eduardo Pérez-Valle h.
Editor y Redactor del Blogspot.

   Gracias al imparable e inagotable ejercicio académico y a la privilegiada  región lóbulo-hipocampal del historiador Jorge Eduardo Arellano, leímos otro artículo donde el reconocido escritor nos reencuentra con tristes y azarosos episodios de los muchos que padeció nuestro imperecedero Rubén Darío.

   La situación rebrotada no es menos penosa que otras tantas puestas ingratamente sobre las espaldas del vate; cita Arellano las palabras con las cuales reconvenía Darío a los nicaragüenses de la época: “No habría querido escribir estas líneas si no me llenara de placer el encontrar una juventud noble y estudiosa —cuya existencia no sospechaba— en mi querido León, que ha sabido que yo existo tan solo dos veces en mi vida. La primera para declararme vago, en mi adolescencia; la segunda para declararme loco, cuando he logrado para mi patria original, algo que está a la vista del mundo castellano”.

     Los hechos están circunscritos al año 1899, y el tajo contra Darío –objeto de la contestación pública enviada por el Poeta al doctor Francisco Paniagua Prado—  tuvo razón de aparecer frente al obstinado criterio lingüístico-lexicógrafo, morfosintáctico, versificador y métrico, de ese enjundioso académico de la lengua culta, el conspicuo literato leonés, doctor Mariano Barreto; hombre de sólida estatura intelectual en la lengua de Castilla, quien solía deleitarse en punzar e incomodar a expertos y advenedizos. En esas lides, al doctor Barreto lo encontramos en revistas literarias de finales y principio del S. XIX., en donde --al inicio-- desempeñó afanoso trabajo como adversario de Darío y del Modernismo.

    Asimismo, lo acaecido entre Darío y Barreto, no dejó de implicar “en tercería” al doctor Paniagua Prado, quien escribió dos artículos destinados a enfrentar los contrarios elaborados por Barreto.

    Con esta finalidad, la de proporcionar otros elementos de juicio en el contexto de aquella época; es indispensable y justo, por no menos decir, recordar que el doctor Mariano Barreto reconoció en Darío al genio que irradiaba con luz propia, y como hombre culto, actualizado, cambio la obcecada posición antimodernista.

  Avivados por la publicación del artículo de Jorge Eduardo Arellano, intitulado  Darío: declarado loco y procesado como vago en León (El  Nuevo Diario. 22/8/2015), hemos estimado pertinente publicar dos artículos del implicado Mariano Barreto en respuestas al doctor Francisco Paniagua Prado. Ambos polemistas esgrimieron criterios, uno a favor y,  el otro en contra, de Rubén. Al final de la poco conocida y divulgada contestación de Barreto en uno de estos “enfrentamientos”, Barreto le dice a Paniagua:

   “Don Rubén Darío en achaques de idioma, no está con U. sino conmigo”…

    Hacia el año 1899, Rubén cifraba 32 años, y Barreto rondaba los 43; sin embargo, viene al caso recordar que al poco tiempo de enterrado, profundo y para siempre, el adjetivo atrevido utilizado por Barreto en contra de Darío, el  detractor le concedió los sitiales más altos de la lengua. En 1919 el sexagenario Barreto (63), le rindió otro tributo póstumo a su amigo de juventud, titulado: “RUBÉN DARÍO”[1]. Artículo elaborado con recuerdos atesorados en 1881, cuando contaba con 25 años de edad y que fue el año cuando contrajo matrimonio por primera vez, decía Barreto:

    Salvo el mirar hondo y sereno, el Rubén de entonces, difiere mucho del Rubén de hoy. Era delgado y ágil, de color trigueño y limpia, las manos sedosas, nacidas para quemar incienso en los altares de los dioses. Se le veía  por las  calle, con una andar lento y reflexivo; el libro en las manos o bajo el brazo. Recitaba pausadamente, como si quisiese hacer más duradera la grata y sonora música de sus versos. Improvisaba con sorprendente facilidad, era inagotable mina de oro, esparcida en anchos y riquísimos filones. Silvas, décimas, quintillas, sonetos… todo lo dominaba, todo lo vencía ¿Dispondría hoy de la misma vena torrencial con que en los años pretéritos deleitaba y asombraba? 
¡Quién sabe!

Casi niño en aquellos tiempos, recogía los fugaces aplausos del momento, y con ellos se embriagaba.
Joven después, estudia, piensa y escribe para la inmortalidad y la gloria.
Aquello era espuma, lo de hoy ambrosía.
Lo de ayer se pagaba con sonrisas, con hurras, con aplausos, lo de hoy  reclama el mármol y el bronce

   Faltaría a este complemento, o esbozo de hechos y hechores, aunque sea una de las disertaciones del doctor Barreto en contestación al doctor Francisco Paniagua Prado, y en este cometido, al final compartimos el texto completo del artículo: EL IDIOMA ¿ARIDECE LA IMAGINACIÓN?

     Ya casi casi por concluir y aceptar estos párrafos como los introductorios, decidimos localizar en nuestro Archivo Histórico, la carta enviada por nuestro excelso Rubén  al Dr. Francisco Paniagua Prado, y donde se refiere al Dr. Mariano Barreto. Juzgamos, por indispensable, que Ud., pueda leer el contenido íntegro de lo expresado por Darío. 

Notas: 



[1] RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Barreto. En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes. León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año XXV. Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.  
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DE RUBÉN DARÍO A FRANCISCO PANIAGUA PRADO

Madrid 27 de Septiembre de 1899
Querido amigo Paniagua:
                                      Estas líneas son para ti y los jóvenes intelectuales y personalmente generosos que han salido en mi defensa con motivo de la agresión completamente chorotega del pobre hombre Barreto. No tenía la más vaga sospecha de que llegare a escribir su nombre a propósito de cualquiera asunto de arte o letras. No porque en tales cosas sea él mediocre, o malo siquiera, sino porque en absoluto no es. No existe. Y esto no me lo dice la neroniana vanidad  que como es sabido me roe las entrañas, sino la oposición absoluta, no, la negación absoluta que hay entre el licenciado y la más simple sospecha artística o literaria.

                                      La opinión que este buen señor tenga de mí, por contraria que sea, no me sume por completo en la más profunda desolación. Me consuelo un tanto que Heredia, Gourmont, Rachilde, Félix Fenenon, en Francia, De Bruja, en Bélgica, Lutolanski en Polonia, William Arcker en Inglaterra y otros escritores de otras naciones no piensen precisamente lo propio que ese curioso compatriota nuestro.

                                      Porque aun somos compatriotas, a pesar de la afirmación de ese personaje.

                                      No habría escrito estas líneas si no me llenase de placer el encontrar una juventud noble y estudiosa, cuya existencia no sospechaba, en mi pobre y querido León, que ha sabido que yo existo tan sólo dos veces en mi vida: la primera para declararme vago, en mi adolescencia; la segunda para declararme loco, cuando he logrado para mi patria original algo que está a la vista del mundo castellano.

El Dr. Nicolás Buitrago Matus, haciendo entrega al Museo-Archivo “Rubén Darío” de la ciudad de León, de los documentos originales de un proceso que se siguió contra Rubén Darío, en esa ciudad, en el año de 1884 por el delito de “vagancia”. Recibe las diligencias de ese histórico proceso, el Dr. Gustavo Sequeira  Madriz, Alcalde Municipal de León, en presencia del Dr. Edgardo Buitrago, Director del Museo-Archivo “Rubén Darío” y del Dr. Carlos Tünnermann Bernheim, Rector de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua.  (Foto por G. Suazo): En: Novedades. Domingo, 15 de Enero de 1967. Fotografía en Archivo Histórico "Dr. Eduardo Pérez-Valle.
                                      Todavía no soy ciudadano argentino. ¿Y cuándo lo fuera, no hará perfectamente bien? Habría dejado de ser nicaragüense desde que el Gobierno de Colombia me envió como Cónsul General a Bs. Aires? ¿Qué ha hecho por mí Nicaragua? Apenas el Doctor Sacasa me llamó a un servicio ocasional en que la representación de Nicaragua tuvo un éxito que todo el mundo sabe. Después, a puros puños he llegado a ser lo que soy. Ningún General omnipotente ha parado mientes en que si Costa Rica, por ejemplo, tiene un Peralta, es porque se lo ha hecho.

                                      La juventud nicaragüense, que hoy aparece con bríos nuevos, en la generación actual, debe ver el ejemplo. Y hechas por hacer patria verdadera, culta, civilizada… Pero no se consigue sin el estudio, la voluntad, el entusiasmo. La nueva generación debe barrer con todo lo perjudicial e inútil y fofo que daña a la patria. Los Barretos en Literatura corresponden a los otros en Política.

                                      Dios les ayude en las futuras empresas y en la iniciación de ahora. Y sepan que estoy con esa juventud que hoy me ha dado tan grata sorpresa.- después de recibir el ponzoñoso pastel.- digo tamal pisque, con que me obsequia en nombre de la imbecilidad humana, mi famoso demoledor desde mi ciudad natal. Tu afmo.- Firmado.- Rubén Darío.

                                      P. D.- Siento no tener el Gaulois de 4 de Enero de 97, para hacer rabiar al licenciado.- Richepin publicó un poema sobre una frase mía. Pueden pedir a París el No.--- o la copia. Van esas cartas a La Nación para que las reproduzcas.- 

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RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Barreto. En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes. León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año XXV. Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.  
El 5 de Noviembre de 1881, celebraba yo mis primeras bodas.
Me sentía  rebosando de ilusiones frescas y olorosas como flores primaverales.
La esperanza había tendido a mis ojos finísima red de ensueños, sobre cuyas mallas dormían apacibles y tranquilos mis delirios sonrosados.
La felicidad con su velado rostro de diosa, había tocado a las puertas de mi hogar.
La fiesta de aquel día fue –como era natural—una deliciosa fiesta de amor.
Todo hubo en aquellos momentos, que corrían veloces, como leves aristas en las alas impalpables de los vientos: efusivos apretones de mano; augurios de eterna y suprema felicidad; palabras entrecortadas, promesas, requiebros, sonrisas.
A la hora del café, una charla animada y festiva. Después… versos en que dulcemente se desgranaban notas de inefable ternura, como si retozasen allí bandadas de parleras alondras.
Pero de aquellos seres amigos, que alegres y risueños, escanciaban conmigo la copa del placer ¿qué ha sido?
¡Ah! Los unos, mochila al hombro, se han marchado ya, camino de lo obscuro, de lo desconocido de lo ignoto, camino sin quiebras, sin barrancos, sin despeñaderos, pero del que, una emprendida la marcha, no se retornará jamás; y de los otros, se han ido también algunos, impulsados por la mano del destino o atraídos por los seductores espejismos de la gloria.
Liberato Moncada, olvidado ya, fue inteligencia y  corazón. Con la toga sobre los hombros se vuelve a su patria, a calentar el nido donde dormían sus primeros recuerdos; a orear su frente con las refrescantes brisas de los gentiles pinares hondureños; cuando poco tiempo después, desconsolado y triste, cae para no erguirse más, atravesado el corazón por un flechazo del traidor Cupido.
Carmen Cantarero, ilustrado profesor de ciencias, se vuelve también a los suyos, y forma un hogar, que el talento engrandece y la virtud sacrifica; pero muere lejos de nosotros, sin que le cerrásemos los ojos, los que en este pedazo de tierra le conocimos y le quisimos.
Cesáreo Salinas, poeta y escritos festivo, saleroso y alegre, se fue repentinamente de nuestro lado, llevando en su pecho la amargura de ver todavía dormidos en la cuna a los dos primeros ángeles de su amor…
Pero volvamos a aquella fiesta, lejana ya y sobre, la cual han ido cayendo lentamente las borrosas nubes de los años.
Después de Felipe Ibarra y de Cesáreo Salinas, que habían cristalizado en sus versos la hiblea miel de la poesía, llegó Rubén, ya tarde, a tomar parte en la geniosa e íntima fiesta.
Salvo el mirar hondo y sereno, el Rubén de entonces, difiere mucho del Rubén de hoy. Era delgado y ágil, de color trigueño y limpia, las manos sedosas, nacidas para quemar incienso en los altares de los dioses. Se le veía  por las  calle, con una andar lento y reflexivo; el libro en las manos o bajo el brazo. Recitaba pausadamente, como si quisiese hacer más duradera la grata y sonora música de sus versos. Improvisaba con sorprendente facilidad, era inagotable mina de oro, esparcida en anchos y riquísimos filones. Silvas, décimas, quintillas, sonetos… todo lo dominaba, todo lo vencía ¿Dispondría hoy de la misma vena torrencial con que en los años pretéritos deleitaba y asombraba? ¡Quién sabe!
Casi niño en aquellos tiempos, recogía los fugaces aplausos del momento, y con ellos se embriagaba.
Joven después, estudia, piensa y escribe para la inmortalidad y la gloria.
Aquello era espuma, lo de hoy ambrosía.
Lo de ayer se pagaba con sonrisas, con hurras, con aplausos, lo de hoy  reclama el mármol y el bronce.
El Rubén de entonces era el Poeta-niño, el Rubén de hoy, el Poeta-Rey.
Que brinde Rubén, dijeron los concurrentes; y él después de algunas excusas, se puso de pie, y dijo:

                                      “¿Qué brinde? Brindaré, pues:
                                      y esta flor mustia, marchita,
                                      hoy de la bella Chepita
                                      colocaré yo a sus pies.
                                      Le diré que aquesta es
                                      ofrenda sencilla y pura
                                       de una arpa ignorada, obscura.
                                       que sea siempre querida,
                                       y nunca bañen su vida
                                       las olas de la amargura.”          

Calló el poeta, la concurrencia aplaudió, y poco después, de aquella simpática fiesta de amor, no quedaba sino un recuerdo, como queda en los campos el perfume de las marchitas flores…
Tres años después, Rubén, meditabundo y triste, les decía adiós, quizá para siempre, a las playas queridas de su patria.
¿Para dónde iba? ¿Qué perseguía? ¿En pos de qué sueños caminaba?
Con la pluma en la mano y la lira al hombro, recorrió los pueblos, ciudades, repúblicas, imperios; y por do quiera que pasaba los sonoros clarines de la fama pregonaban su nombre de cantor glorioso y de escritor excelso.
Unos le decían rey de la rima, pontífice del arte; otros le aclamaban maestro, le ascendían a las alturas del genio, y le llamaban el primer poeta de los modernos tiempos.
Aplausos, honores, triunfos, ovaciones ruidosas, todo recogía a su paso de príncipe soberano, dominador del arte.
Abrió nuevos caminos; surcó mares desconocidos; echó su barca sobre las olas encrespadas, y experto timonel, guiado por la luz de su inspiración y de su fe, supo siempre abordar el ansiado puerto de sus esperanzas y de sus sueños.
Pero el tiempo volaba; los años se deslizaban rápidamente, y él con su  tesoro de glorias, y su cargamento de dolores, iba inclinando ya al suelo su frente rugosa de pensador eximio.
Cuando comprendió que la muerte no estaba ya lejana para él, escribió estas dolorosísimas palabras: “Decidle a mi patria que dentro de pocos días llegaré, y que si no pudo poseerme vivo, que al menos me posea muerto.”
Y llegó a nosotros pálido, enfermo, triste, silencioso, con el temor pertinaz de su próximo fin, pero con un rayo todavía de esperanza. Esa esperanza se esfumó luego, y el 6 de Febrero de 1916, fecha para nosotros y perdurable recordación, nos dijo su último, inolvidable adiós.
                   ¡Contrastes del destino!
Él, alegre y risueño, cantó en mis bodas, y  yo, pensativo y triste, llegue a su lecho de dolor a recoger los últimos alientos de su vida, las últimas palpitaciones de su gran corazón.
Después le llevé, sollozando, sobre mis hombros, eché sobre su fosa un puñado de tierra, y pensé en lo amarga y fugaces que son las glorias de los hombres.
¡Descanse en paz!
A él que me cantó vivo, yo lo lloro muerto. El estrecho mis manos ardientes de amor, y yo estreché las suyas, rígidas y frías, santificadas ya por el ósculo glacial de la muerte.
Hoy descansan a la sombra de nuestra augusta basílica dos dioses inmortales: en el santuario, el Dios de las conciencias, y  al pie de la gran columna del Apóstol de las gentes, Rubén, el dios excelso de la poesía y el arte. 
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EL IDIOMA ¿ARIDECE LA IMAGINACIÓN?

Señor doctor don
                                                                  Francisco Paniagua Prado.
Muy señor mío y amigo.
Dígnese usted recibir mi segunda y última carta.

                                                           Como le indiqué en mi anterior, me propongo demostrarle en esta, que el estudio, aún profundo, del idioma, y la sujeción racional a las reglas del buen decir, lejos de agotar las fuentes de la inspiración, las avivan, refrescan  y embellecen.

                                                           Creo haberle oído en otra ocasión, que don Juan Montalvo pertenece a los de U; porque fue, en asuntos de lengua, gran innovador. Ha olvidado U. sin duda, que el Príncipe de las letras ecuatorianas, con sus innovaciones, no hirió los preceptos fundamentales del habla de Castilla, cultivada por él con tanto empeño como buen suceso.
                                                           Montalvo, blandiendo en su nervudo brazo la tizona del Cid, combatió sin tregua a los impíos desgarradores de aquel hermoso idioma, que fue miel de abejas en los labios de Garcilaso, ramillete de flores místicas en las manos de Santa Teresa, vaso de inocencia y celestiales perfumes en San Juan de la Cruz, lluvia de encendidas flechas en Quevedo hace de luz arrobadora en Fray Luis de León y dulcísimo coro de angélicas armonías en Fray Luis de Granada.
                                                           Montalvo dentro de los límites concedidos a los maestros del idioma, inventó, modificó, y con vara mágica despertó de su sepulcro innumerables voces y giros, sobre los cuales pesaba ya el sueño de los siglos. Como hábil orífice que engasta en oro macizo brillante pedrería, Montalvo toma en sus manos las palabras, las pesa, las pule, las hermosea, y las hace entrar limpias y puras en el caudal corriente del idioma. Montalvo no pertenece no puede pertenecer al modernismo, y mucho menos al modernismo lengüicida. Aquél purificaba el habla castellana, éste la descoyunta; aquél endiosaba a los grandes maestros del siglo de oro, éste los mira con ridículo e insultante desdén.

                                                           Sin la cabeza descubierta, y las manos ungidas con óleo santo, no toquéis ni la orla del vestido de aquellos gloriosos difuntos, que se llamaron Rivadeneira, Hurtado de Mendoza, Quevedo, Argensolas, Jovellanos, porque vais a provocarle a cólera, y a hacerle levantar el látigo con que fustigó a los necios y desolló a los tiranos. ¡Con qué religioso respeto trataba Montalvo a los apóstoles venerandos de aquel siglo inmortal! Oigámosle:

                                                           “Espíritu de la santa doctora, desciende sobre mí, alúmbrame. Alma del padre sabio, ¡oh! tú, Granada invisible, si en tus peregrinaciones al mundo; si cuando sales a recoger tus paso aciertas a distinguir a este devoto de tu nombre, bendícele. Y tú, Cervantes, a quien he tomado por guía como Dante a Virgilio, para mi viaje por las oscuras regiones de la gran lengua de Castilla echa sobre mí los ojos desde la eternidad, y anímame; llégate a mí, y apóyame, dirígeme la palabra, y enséñame. Cuando yo te pregunte: Maestro ¿quién es esa sombra augusta que a paso lento está siguiendo la orilla de ese río? Tú has de responder: Inclínate, hijo mío, ese es don Diego Hurtado de Mendoza. Maestro, ¿quién es el espectro que allá va alto y sereno, los ojos vueltos arriba? –Ese es Fernando Rojas; autor de La Celestina, salúdale.

Maestro, ¿quién es esa alma rodeada de un resplandor divino, que está echándole la mano al cuello a ese arco iris? –Ese se llama don Gaspar de Jovellanos, hijo.

Es el pontífice de los escritores: llégate a él y dobla la rodilla.”

Si esto no es escribir en pura y hermosísima prosa castellana; si esto no es embelesar a los lectores con la riqueza de un estilo peregrino, bebido en las fuentes de una literatura altísima, don Juan Montalvo no es un escritor clásico…

En los albores de una lengua la invención de las voces es una necesidad, como en los comienzos de una literatura, la invención de los preceptos; pero completo un idioma, y sentadas las reglas fundamentales de las obras literarias, no deben introducirse reformas sino con prudente oportunidad.

Es inútil advertir que los grandes innovadores pueden cambiar al golpe de su genio la faz de una literatura, como los Césares rompen con la punta de su espada los linderos de las naciones. A los genios no se les imponen reglas, se les siguen sus pasos. Los diestros marinos que surcan de continuo el océano, abren con su brújula nuevos derroteros. ¿Y los demás? Siguen humildemente la ancha estela que parece grabarse eternamente en la superficie inmensa de los mares.

¿Y recuerda U., señor Paniagua, lo que en asuntos del idioma valía el Divino Platón?

Escribió su Cratilo, y en esa obra no se contentó con dar a conocer simplemente la lengua griega, sino que, con bien sazonada erudición, la estudió desde en sus principios, rastreó discretamente las palabras, distinguiéndolas bien, y dándoles a cada una su verdadero valor. Así este pintor, músico, filósofo, poeta, orador y escritor, fue al mismo tiempo profundo conocedor de su lengua.

No le hablo a Ud. de Tirteo, Pindaro, Esquilo, Sócrates, Eurípides, y mil poetas y escritores más, que justamente admirados por el pueblo griego, celebrados por la fama, señorearon cual más, cual menos, la lengua en que daban forma a sus portentosas concepciones.

En el pueblo romano descuellan tres figuras iluminadas con los perdurables resplandores de la inmortalidad: Virgilio, Horacio y Cicerón. Los dos primeros son los príncipes de la poesía latina, y el último, el rey de la oratoria, y escritor fecundo, pomposo, correcto y sabio.

¿Pudiera U. decirme ahora, señor Paniagua, si el conocimiento del idioma y de las reglas del buen decir, secaría la inspiración de estos tres ingenios, ante los cuales se descubre reverente la Humanidad?

Pues lo que pasó en Grecia y Roma pasa en todas las naciones del mundo.

Henrique Heine, a quien U. conoce muy bien, abrió una escuela de filosofía en Gotinga a la cual asistieron entre otros, Carlos Guillermo, barón de Humboldt, que fue más tarde el padre de la filosofía comparada, gran escritor, y uno de los tres más famosos estadistas de Europa.

Henrique Heine, Juan Luis Uhlan, Carlos Agusto Forge Maximiliano, Federico Ruekert, Hoffman de Fallecoleben, Goethe, Guillermo de Humboldt, fueron grandes poetas o grandes escritores al par que grandes conocedores de sus respectivos idiomas, Goethe conoció 18,000 voces y  Shakespeare más de 15, 000.

Para concluir, permítame Ud. señor Paniagua, hacer una distinción necesaria y valerme de una cita de don Rubén Darío.

Cuando digo que el conocimiento del idioma y de las reglas del buen decir no aridecen la imaginación, no quiero afirmar que si no se estudian profundamente ese idioma y esas reglas, no se puede ser buen escritor.

He dicho en otra ocasión que don Benito Pérez Galdós y el P. Luis Coloma son en general escritores poco escrupulosos (quizá por descuido) y  sin embargo los tengo por muy buenos estilistas; pero que escribir con elegancia y señorear la lengua en que se escribe es un noble mérito que debe buscarse con interés. Cuando las obras de pura fantasía pasan de moda, mueren por completo, sin que haya un Nazareno que las levante de su sepulcro, mientras que las obras correctas, las obras que forman el depósito sagrado de la lengua, no mueren nunca; con frecuencia  se las desempolva, se las mima, se les tributan homenajes de admiración y respeto, y o faltan en ese templo santo, sacerdotes augustos que oficien.

 Don Rubén Darío en achaques de idioma, no está con U. sino conmigo, citamos la siguiente estrofa:
                                        
La cruz que nos legaste padece mengua
        Y tras encanalladas revoluciones,
        La canalla escritora mancha la lengua
Que escribieron Cervantes y Calderones.”

Aquí pone punto final a esta carta, ya demasiado larga, su leal servidor y amigo muy afecto.
                                          
MARIANO BARRETO

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