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Retrato de Rubén Darío, elaborado por el Dr. Eduardo Pérez--Valle para la edición filatélica del centenario.
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Cuando
comenzaron a despertar en mí las aficiones literarias, siendo yo muy joven,
eran mis autores favoritos Luis Bonafoux, Leopoldo Alas y Rubén Darío, y muy
particularmente este último, cuyos versos y cuentos tan delicados y exquisitos, de puro sabor parisiense, le
habían dado gran popularidad en toda América, considerándosele un prodigio de
las letras, primero en Nicaragua, donde nació en una aldea bastante humilde,
llamada Metapa, de la cual pasó niño a la ciudad de León. En ésta escribió los
versos que lo apellidaron el Cisne de América, no sin causar ellos una
revolución literaria.
Nunca pensé
conocer personalmente a Rubén Darío y me lo imaginaba un ser apolíneo, por sus
facciones, esbeltez, blancura y refinadas maneras, codeándose en aristocráticos
salones con duquesas y marqueses y otra gente del gran mundo, apurando
exquisitos vinos, en medio a la crujientes sedas, sonoridades de abanicos que se
abren y se cierran, en cuyo país
artistas famosos habían pintado paisajes versallescos, perlas y brillantes, bajo el derroche de luz de arañas
de cristal. Todo esto en París.
El tiempo
transcurría y seguía siempre admirando a
Rubén Darío. Leía y releía sus versos y
cuentos y cada vez me sentía más atraído hacia tan raro y celebrado
autor, de quien la crítica no acertaba a comprender cómo un hijo de Nicaragua,
en plena adolescencia, antes de salir de allí, ya había producido versos dignos
del más refinado de los poetas franceses y lo cual no lograban poetas españoles
residentes por años en París aspirando a calzarse el coturno de un Alfredo de
Musset.
Era el año de
1907, si mal no recuerdo. Me encontraba en Nueva York como Canciller del
Consulado General Dominicano, siendo el Cónsul General el poeta Fabio Fiallo,
muy amigo de Rubén Darío, y con quien sostenía correspondencia. Mi amor a las
letras, no sé por qué, se había disminuido –me refiero a las puramente
literarias— prefiriendo la prosa de índole didáctica; pero siempre venía a mí
mente el recuerdo de Rubén Darío, con sus cuentos primorosos como La Muerte de la Emperatriz de la China, La
Ninfa, y la crónica sobre el entierro de Castelar, “lengua y gesto de su
raza”, y aquellos versos como El Faisán,
Blasón, Era un Aire Suave y La Princesa Está Triste, hechos de seda, de
perfumes, de rayos de luna y burbujas de champaña; sí, Rubén Darío no se
apartaba de mi mente y lo consideraba como la encarnación de su propia poesía.
El consulado se
encontraba situado en un viejo caserón de cinco pisos, en Broadway, casi frente
al poderoso edificio del Standard Oil. Consistía en dos cuartos, uno de oficina
para el Cónsul y el otro de despacho de los asuntos consulares para el
Canciller, y ambos se comunicaban por una puerta de cristal opaco. Una tarde,
que voy a hablar con el Cónsul, no bien
empujo la puerta, siento una resistencia,
y ya medio abierta, me dice Fiallo, en voz baja, que no pasara porque
Rubén Darío, completamente ebrio, dormitaba sobre el sofá de terciopelo rojo, y
lo velaba para cuando estuviera en condiciones llevarlo a su casa en automóvil.
Pude ver por primera vez, al poeta de mis ilusiones juveniles, al Cisne de
América, allí tendido, de macizo cuerpo, color amulatado, facciones más bien
toscas y un tanto abotagadas por el
alcohol. Fue un golpe de rápida vista y la puerta quedo cerrada con gran
misterio.
No bien
transcurrieron algunas semanas, cuando una mañana suena el teléfono del
Consulado. Es Rubén Darío que tiene urgencia de hablar con Fabio Fiallo, quien
se pone al punto el auditivo al oído para escuchar con avidez. Tan pronto
termina, me dice: “Rubén Darío tiene necesidad de que lo vea sin pérdida de
tiempo, porque se encuentra en un trance que me hace gracia”.
Existía en Nueva
York una alegre casa de citas, muy conocida
y costosa, que llamaban One, Two,
Three, precisamente porque el 123 era el número de la casa. Se encontraba
en los alrededores del Times Square, distrito de los teatros y de mucha
animación a todas horas del día y de la noche. Entró Rubén Darío solo a dicha
casa, pasadas las once de la noche, cuando comenzaban a visitarla algunas
coristas de las comedias musicales entonces en boga –tales como Modelos Parisienses, Los Alegres Solteros y
La Reyna del Molino Rojo— y otras vendedoras de caricias, quienes al
transitar por la calle, parecían damas de la alta sociedad. La apariencia de
Darío era la de un príncipe hindú y sólo le faltaba el turbante. Era un
parroquiano a quien había que prestarle especial atención y así lo comprendió
la dueña de la casa. Fue presentado al punto a varias de las muchachas allí
reunidas, jóvenes, bellas y rubias las más. Entonces no había restricciones en
Nueva York para rendirle culto a Venus, diosa perseguida a veces por la policía
a nombre de la moralidad, pero siempre triunfante y demostrando que dirige los destinos del
mundo. Encerrado en una de las habitaciones de lujo, rodeado de varias de las
muchachas en trajes vaporosos tras los cuales se veían sus cuerpos blancos y
esculturales, tentadores, Darío se creería un Sultán en su harén, pensando en
la Noche de la Fuerza que existió en Turquía en que había que dar prueba de
virilidad, y las botellas de champaña se sucedían unas después de otras en
medio a las caricias. Las paredes de la habitación, revestidas de espejos,
reproducían las escenas y las multiplicaban
a la luz de un verde pálido y sólo faltaba que del cielo raso llovieran rosas,
muchas rosas, que el poeta sin duda se las imaginaba, él que soñaba con Los Cuentos de las Mil y Una Noches.
Al mediodía siguiente
Darío despertaba. Todo había pasado como en un sueño y volvió a la realidad
cuando la dueña de la casa se le presentó con la cuenta, bastante crecida, no
teniendo Darío consigo lo suficiente para pagarla. En vano trató de que la
dueña de la casa fu era amable y esperara hasta por la tarde cuando él
regresaría a dejarla cumplida, explicando quién era él y las relaciones que tenía
en la ciudad. Nada, que uno de sus amigos valiosos viniera a pagar la cuenta y
entonces quedaría en libertad. Pensó que nadie mejor que su hermano en lo azul,
el poeta Fiallo, comprendería su situación sin censurarlo, y lo redimiría. Y
así fue, pero no sin mediar en el rescate el Cónsul de Nicaragua.
Noches después,
en lujoso palco de la Opera Metropolitana, estaban Rubén Darío y Fabio Fiallo, a quien aquél había invitado, oyendo
La Tosca, en que cantaba el célebre
tenor Caruso. Y la mirada de Darío se extasiaba en ver por sus binóculos,
cuando se iluminaba el teatro en los entreactos, la hilera de palcos que
parecían canastillos de flores, las
gargantas blancas con los collares de brillantes y los caballeros de
rigurosa etiqueta que era la clases de gente que él amaba, porque aquella de malas trazas mantenían sus entusiasmos mudos,
y según solía repetir prefería que le dijeran todo en la vida, menos que era pobre, porque él siempre se
consideró millonario, por lo menos en su mundo interior, poblado de grandezas y
de ensueños.
Pasaron los meses
y como que me había olvidado de Rubén Darío, cuando una tarde, frente al Hotel
Astor, me dice Fiallo: “Vamos a saludar a Rubén Darío, quien se encuentra
hospedado en este hotel, de paso para Madrid, a donde va a presentar
credenciales de Ministro de Nicaragua, y desea verme”.
Después de
anunciarnos, subimos por el ascensor al piso de su habitación precisamente en
momentos en que el Secretario de Darío le hacía el nudo de la corbata,
preparándose para hacer una visita ya anunciada. No bien vio a Fiallo, mostró
mucho regocijo; pero pude observar que Darío se tambaleaba. Estaba bajo la
influencia del alcohol. Confirmé que era más bien alto de estatura, fuerte,
facciones toscas y de raza nada blanca y sí de una mezcla de mulato o indio. Él
decía que tenía las manos de marqués, pero sangre de indio chorotega. Ya hecho
el nudo de la corbata, se plantó Darío delante de Fiallo y le preguntó si debía
o no hacer la visita. Fiallo comprendió que en su estado de embriaguez, no
debía tener lugar la visita, y con diplomacia le persuadía que se quedara
conversando entre nosotros. Entonces Darío se le encaró a Fiallo y le dijo: “Pues
voy a la visita”. No se le podía contrariar y Fiallo se inclinó a su parecer.
Se pone Darío a reflexionar y exclama: “Ya no voy a la visita y me quedo con ustedes conversando”. Se sentó,
medio somnoliento, a una mesa sobre la cual había algunas cuartillas y libros, y
dijo que estaba concibiendo una poesía Seminola y deseaba que Fiallo le fuera
buscar un disco de fonógrafo que tenía impresa la música de ese canto que
quería oír para inspirarse. Fiallo le dijo que como era sábado, pasadas las
seis de la tarde, ya los establecimientos estaban cerrados. Darío insistía y
recitaba algunas de las estrofas de la poesía en preparación y luego hablaba de
mitología y otras cosas de arte. Lo encontraba muy interesante y era de
lamentarse su estado de embriaguez. Pude notar realmente que tenía sus manos
finas, y que su alma encerraba muchas delicadezas. Fiallo lo miraba con una
mezcla de admiración, cariño y lástima. “Aprovecho esta ocasión, le dijo, para
pedirte que le dediques uno de tus libros a Jacinto B. Peynado de Santo
Domingo, que tanto te admira y se sabe muchas de tus poesías y las recita entre
sus amigos”. Extendió Darío la mano y cogió un ejemplar de Cantos de Vida y Esperanza y escribió en él la dedicatoria
solicitada, poniendo antes de la fecha Océano Atlántico en vez del Hotel Astor
o New York, donde nos encontrábamos, sin duda porque él pensaba que estaba
navegando rumbo a España, en dicho Océano, bajo el mareo que le producía el
alcohol.
Nos despedimos,
dejando a Darío sumido en un gran sopor, y fue la última vez que lo vi en vida.
Ya no estaba yo
en el servicio consular. Andaba como agente viajero por Centro y Sur América,
perdiendo el contacto de hombres de letras hispanoamericanos que había conocido
en Nueva York como Bolet Peraza, Zumeta, Chocano, Jacinto López, etc. En mi
itinerario figuraba Nicaragua, la tierra de Rubén Darío, y al pisarla vuelve de
nuevo a ocupar mi mente el Cisne de América, y no bien llego a León, visito la
Catedral donde se encuentra enterrado, en la nave principal, en un mausoleo que
custodia un león de mármol.
Recuerdo que doña
Fidelina de Castro, esposa de don Chico de Castro, Ex Ministro de Hacienda del
extinguido gobierno de Zelaya, residía en León, y en Guatemala me había
ofrecido su casa para que los visitara cuando llegara a aquella ciudad. Ellos
fueron muy amigos íntimos de Darío desde la niñez y conservaban muchos recuerdos del célebre
poeta. La visita la hice un domingo en la tarde. Nos encontrábamos reunidos en
la galería de la casa que da al patio y se me obsequiaba con un refresco de
granadilla, que gustaba mucho al poeta. La conversación giraba sobre él y
evocaban las temporadas que pasaron en su compañía en un lugar de mar nicaragüense
llamado Escardón (“El Cardón”), si mal no recuerdo. Allí estuvo con ellos la
niña Margarita Debayle, a quien escribió Darío aquella poesía que se ha hecho tan
popular. Mas luego fui presentado a Margarita, ya una señorita bastante
crecida. Doña Fidelina me mostraba abanicos de seda en los cuales había escrito
Darío sonetos a ella y cartas desde París. Me decía qué fino y delicado era
Darío, qué conversación tan amena, con sus conocimientos de la Mitología, la
historia de los reinados de Francia, los nombres de las flores, de los perfumes
y de las comidas y vinos exquisitos, y sus maneras de mesa tan elegantes, y su
pulcritud en el vestir y su buen corazón. Don Chico de Castro y el doctor Luis
Debayle, que fueron sus compañeros de escuela, se dieron cuenta al comenzar a
escribir, siendo niño, que sería un gran poeta de América, mostrándome don
Chico una poesía muy ingeniosa de Darío que le dirigió en la tierna edad, en
solicitud de un préstamo. “Qué lástima –exclamó doña Fidelina— que el vicio del
alcohol lo hubiera dominado. Me parece ahora estarlo viendo, sentado en ese
banco de piedra del jardín, quizá meditando alguna de sus poesías, mientras un
alcaraván le pasaba por delante con sus pasos misteriosos. ¡Y que impresión le
hacía el alcaraván!” En ese instante vi un alcaraván salir del jardín,
atravesar la galería y perderse en las habitaciones interiores de la casa,
dando zancadas, con su cuello largo, alas blancas y negras y resto del cuerpo rojo.
Y yo con gran
interés escuchaba todo lo que me refería doña Fidelina, quien traía a su
memoria los últimos días del malogrado poeta y amigo. Muy enfermo, llegó Darío
a León, viniendo de la ciudad de Guatemala, donde se encontraba por cuenta del
Presidente Estrada Cabrera, que solía proteger a los poetas cortesanos
hispanoamericanos. Sucedió que Darío, mal de salud y desprovisto de recursos,
se encontraba en New York. El cónsul guatemalteco le comunicó a Cabrera, quien
al punto ordenó que se atendiera al poeta por su cuenta y tan pronto lo permitiera el estado de salud
de éste, lo embarcaran para Guatemala. Ya en esta ciudad, fue alojado Darío en
el Hotel Imperial, con todos sus gastos a cargo de su protector. Allí visitaban
con frecuencia al poeta sus admiradores y amigos y todos los aficionados a las letras de la
ciudad, formándose verdaderas tertulias, en que las botellas de Champaña eran
destapadas a todas horas. Cuando vio la cuenta el Presidente Cabrera, crecida
en demasía, consideró lo más prudente que doña Rosario, esposa de Darío,
residente en León, viniera por él cuanto antes. Ellos estaban separados hacía tiempo
y el infortunio de Darío los volvía a unir, siendo para éste en nada grato la
presencia de su esposa.
Los primeros días
de la llegada de Darío a León, en tanto que doña Rosario preparaba casa, los
pasó con la familia de don Chico de Castro, a donde iba muy a menudo a verlo.
Doña Rosario entró un día a la habitación con una pisada muy ligera que no pudo
evitar que despertara Darío, quien al verla de cerca, lleno de ira, exclamó: “No
camines como un fantasma, sino taconeando
para fuerte para sentirte venir, ¡o mejor no vengas!” Se mantenía en un
estado nervioso y lleno de caprichos. Llama a doña Fidelina y le pide que traigan al patio algunos animales
como una vaca con su becerro, chivos, pavos reales, palomas, etc., para hacerse
la ilusión que estaba en una granja, en plena poesía bucólica. Había que
complacerlo y se trajeron algunos animales. Una mañana oye berrear el becerro y
llama un criado para que le meta un tiro a ese animal que lo molesta, diciendo
que la casa se ha vuelto un infierno y “¡al diablo con la poesía bucólica!”
Otra mañana se despierta gritando. Corren a ver lo que le pasa. “Una cosa muy
horrible –dice— en la calle se están disputando mi cerebro y ha tenido que
intervenir la policía”. “Tranquilízate”, le contestaron, y abrieron la ventana
del cuarto para que viera la calle tranquila y luminosa.
Muere Darío a
pocos días y el doctor Luis Debayle procede a la autopsia del cadáver, en la
madrugada, y ya terminada en la mañana, se presenta la viuda acompañada de
algunos de sus familiares a reclamar el cerebro que el doctor Debayle deseaba
poseer. Como se negara a la entrega, surge una disputa que se acalora y culmina
en un pleito en que corre la gente e interviene la policía. Por fin, se
conviene en que el doctor Debayle se quede con el corazón del querido amigo y
poeta Darío, y la viuda con el cerebro, por el cual dizque la Argentina ofrecía
una suma considerable.
No transcurrieron
unos minutos de oír estas narraciones de la vida de Darío y se disponía doña
Fidelina a referir otras, cuando se estremece la tierra rajando las paredes, saltan
del techo de la galería las tejas, y nos pusimos de pie y corremos al patio,
vacilantes nuestros pasos con el movimiento del suelo, y al llegar cerca de una
pila, sus aguas se desbordan en una sacudida y nos salpican. El temblor fue de
corta duración y como a las seis y media de la tarde.
Me despido en
breve de don Chico de Castro, su esposa y sus hijos, quedándoles muy agradecido
por su amabilidad y atenciones. Temo que
la tierra volviera a temblar y por precaución camino por el medio de la calle.
Paso por delante de la Catedral, antigua construcción española y no exenta de
mérito arquitectónico, hecha con piedra de sillería, veo algunos grupos de personas
que habían salido de sus casas por el temblor, pero la ciudad, que en otro
tiempo fue Capital de Nicaragua, con sus casas bajas y humildes, la
tranquilidad que reina siempre en sus calles, de día, bañada por los rayos de
un sol que nunca he visto ni más luminoso ni más alegre en parte alguna, y de noche, por los resplandores de la luna y
del fulgor de las estrellas, desde un cielo de terciopelo azul oscuro, me
pareció que en ese ambiente de romántico amor, palpitaba un poema, que existió
en el alma de Rubén Darío y que nunca escribió.
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* Este
artículo fue escrito en 1945; publicado en el libro “Rubén Darío y sus amigos dominicanos”. Por Emilio Rodríguez
Demorizi, con la siguiente dedicatoria: A
NICARAGUA, patria de Rubén Darío, y a la
patria de José Asunción Silva y de
Valencia. (Homenaje Dominicano) Bogotá, 1948. Ediciones Espiral. Pp. 244 a 249.
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