lunes, 2 de marzo de 2020

¿CUÁL ES LA CAUSA DEL ANTIAMERICANISMO? En: La Patria. León, 16 de diciembre de 1919





         Todas las repúblicas de la América Española, desde el Río Bravo hasta Patagonia, han tenido, verificada su independencia, profundas simpatías por los Estados Unidos de América, nación a la cual admiraban y veían como a la hermana mayor del Continente, como el modelo de las repúblicas en el mundo. Todas procuraron imitarla, todas implantaron las leyes americanas en su suelo, a pesar de que nuestros pueblos estaban muy lejos de ser iguales al gran pueblo americano, educado para la república y para la libertad. Nosotros, desgraciadamente, fuimos colonias españolas; pobres colonias criadas en el más completo aislamiento, en la ignorancia, la miseria y la más triste servidumbre. ¿Hubiéramos podido fundar repúblicas libres y democráticas como la de los Estados Unidos? Imposible. Estábamos como el ciego de nacimiento, a quien se le diera la vista. Deslumbrado por la luz del sol, no podrían ver, y caminaría a tientas. Y el mayor error que cometimos  fue imitar a los Estados Unidos, creyendo que a nosotros, pobres enanos, nos quedaría bien el vestido de un gigante. No nos acordamos de que, entre Guillermo Penn y sus compañeros del Flor de Mayo, y los indios lacandones, nonualcos, dirianes y talamancas, había más diferencia que entre un polinesio y un europeo. Por eso Bolívar fracasó y se convenció de que había arado en el mar. Por eso Morazán no pudo conservar a Centro-América unida, ni establecer sólidamente la Constitución de 1824, ni el Código de Livingston; y por eso Carrera, con sus hordas salvajes, pudo entrar triunfante a Guatemala, y establecer, en pleno siglo XIX y en plena América, un trono indígena, que aunque bárbaro y retrógrado, estaba más en armonía con el atraso social de Guatemala.

Nuestros estadistas centroamericanos no pudieron comprender, que ya que no podemos hacer pueblos para nuestras leyes, debemos hacer leyes para nuestros pueblos. Esto no quiere decir que se establezca el estancamiento social, sino que, sin la preparación necesaria, no se pueden dar leyes para pueblos atrasados.

Si lo dicho es un hecho histórico ¿por qué las profundas simpatías, la admiración hacia la Gran República norteamericana se han trocado en odio profundo y desconfianza reconcentrada?

En Méjico se explica perfectamente. Los Estados Unidos, después de una sangrienta guerra, quitaron a Méjico más de la mitad de su territorio. Méjico no ha olvidado, ni olvidará esto jamás.

Pero lo sucedido en Méjico, aunque fue deplorado en el resto de la América Española, no alejaron las simpatías de ésta hacia la Gran República. Los Estados Unidos siguieron siendo lo que la verdadera doctrina de Monroe, quería que fuesen para todos los hispano-americanos: la  hermana mayor, que los protegía contra agresiones extranjeras y les daba buenos ejemplos de gobierno republicano.



William Walker, en la América Central, hizo más de lo necesario para hacer aborrecido el nombre americano; pero como se le consideró como un filibustero, sin apoyo de su gobierno, no alteró en nada las simpatías consabidas.

Más los Estados Unidos crecieron y crecieron, y se hicieron potencia de primer orden, gigantescas ambiciones se desarrollaron, y el Imperialismo brutal apareció en toda su deformidad. Tendió la vista al Sur y vio pequeños países mal gobernados, pobres, coloniales, verdaderas naciones mosquitas; y descoyuntando la Doctrina de Monroe, blandió el formidable Big Stick, y poniendo en práctica el famoso destino manifiesto, lanzó a Zelaya fuera del poder, y Nicaragua fue intervenida; arrebató a Colombia el estado de Panamá, y tomó posesión de la faja del Canal; y ultrajó a la desventurada y desvalida Santo Domingo. De Méjico lanzó a Porfirio Díaz, que había hecho de su país una nación próspera y bien constituida. Entonces, y con razón la alarma cundió por todo el Continente, y las simpatías se trocaron en aborrecimiento y desconfianza. La providencia derrocó del poder al partido republicano, y Mr. Woodrow Wilson subió en hombros del partido democrático. Las formidables ambiciones imperiales se paralizaron. Mr. Wilson ha declarado que no quitará ni un palmo de territorio más a los países hispanoamericanos. Para él la Doctrina de Monroe se extiende hasta impedir las revoluciones en el Continente. Está bien; pero nosotros repetiremos con el gran escritor cubano Orestes Ferrara: “NO MÁS REVOLUCIONES, PERO TAMBIÉN NO MÁS USURPACIONES”. ¿De qué nos serviría una paz octaviana, si el usurpador, que teníamos, es sustituido por otro usurpador peor que aquel? Estaríamos peor, indudablemente. Porque el usurpador, que no tenía el apoyo de los Estados Unidos, podríamos derrocarlo; pero ¿quién derrocaría un usurpador sostenido por los Estados Unidos?

Nos place que Mr. Wilson se erija en DICTADOR DE DICTADORES; que lance a Huerta de Méjico, a Tinoco de Costarrica (sic) y a Gómez de Venezuela. Son lecciones objetivas de república democrática, que él nos da; y pueden sernos útiles; pero que los sustituya con otros que sean mejores que los caídos, pues de lo contrario iremos de mal en peor. Al apoyar usurpadores, Mr. Wilson convierte, como dijo alguien, a los Estados Unidos, la república modelo, en un bulldog de tiranías salvajes.

Y a propósito, es necesario que Mr. Wilson sepa que, en la América Central, por lo menos, las revoluciones vienen de arriba. Cada tiranuelo, al verse en el solio del poder contra la voluntad de la nación, se hace dueño de vidas, honras y haciendas; y cuando las cosas llegan al colmo, cuando ya el tiranuelo se hace insoportable, estalla la revolución popular. Y hay usurpadores de usurpadores. En Nicaragua, por ejemplo, hemos tenido dos, que fueron declarados electos por unanimidad: William Walker y Adolfo Díaz. Y ¿qué diría Mr. Wilson, si supiera que no tuvo ninguno de ellos un solo voto nicaragüense? Así es que no más revoluciones, pero también no más tiranuelos usurpadores.

Si Mr. Wilson cumple su palabra, y no tenemos motivo para dudar que lo haga, las simpatías y la admiración hacia la gran República norteamericana, volverán a arraigarse en el corazón de todos los hispano-americanos.


                                Juan Chapín




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