viernes, 18 de junio de 2021

EVOCANDO AL ANTIGUO MANAGUA. Por: Juan García Castillo. En: El Centroamericano, 30 de noviembre de 1967.

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Tejados del Vecindario /Maestro Silvio Bonilla

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Con un amigo hemos evocado el Managua de antaño. Recordamos sus viviendas, de construcción irregular; junto a la choza de paja o la minúscula habitación de madera, el edificio suntuoso, para aquel tiempo, de un solo piso, enladrillado con ladrillo de barro; han surgido en el recuerdo las casas esquineras, con un pilar en medio, dos puertas de entrada, una a la calle y otra a la avenida; hemos visto con los ojos del tiempo los enormes patios, con sus arboledas nutridas: aquellos patios limpios, amplios, bajo cuya vegetación pasó los más amables ratos de su bohemia elegante, José Olivares, eterno enamorado de estos lugares de remanso.

No faltaba el árbol de jícaro en los patios de antaño, no los de mango, ni de otras frutas. Los jícaros con los que nuestros abuelos fabricaban huacales y jícaras, mientras la semilla, servía para confeccionar la sabrosa “horchata”, tan gustada y apreciada ayer y hoy.

Eran las jícaras, los huacales, blancos, en los que se servían el agua fresca, el tiste, el refresco de chilla, la naranjada. Muchos fabricantes eran artistas. Con un pedazo de vidrio, con una navajita o con un chuchillo, especies de buriles, nuestros antepasados decoraban esos artefactos; paisajes, de un arte primitivo, pero grato a la vista.

El árbol formaba parte de la vida del managüense de antaño, pues se cultivaban, no solo en los enormes “solares”, sino que los sembraban en la calle (a la vera de la casa, en el mero suelo; que entonces no se conocían aceras con ladrillos. Los “quelitres” y los “cativos”, formaban alamedas que ya quisiéramos hoy; mitigaban los ardores del medio día. Eran los árboles en las casas, en las calles, coposos, enormes. Proporcionaban a la aldea y después a la ciudad, una temperatura fresca, sabrosa, aún en las horas calurosas.

Aspecto típico, que le daba un tinte colonial, eran las casas con aceras altísimas, a las que se subía por una gradería. De estas existían en gran número.

 

Pocas eran las construcciones de tipo moderno en aquellos tiempos, es decir moderno para la época. A la orilla de las arenosas e irregulares calles, surgían las chozas, las casas pequeñas de adobe, pero con enormes patios, plenos de vegetación, donde los pájaros tenían sus nidos y los “zanates” formaban sus ruidosas algarabías. Vida patriarcal la de nuestros antepasados, eran cordiales, ajenos a la envidia, honrados, cumplidores de sus compromisos. Única era la aldea, donde los contratos, en que se exponían sumas de dinero, se hacían bajo “palabra de honor” y se cumplían, sin excusas, sin las leguleyadas de hoy.

Encantadora ciudad, que tenía un solo coche de alquiler, de la propiedad de don Francisco Bermúdez, cuya casona, de las más elegantes de aquel tiempo, no ha cambiado y es donde hoy están las oficinas  de don Alejandro Argüello Lacayo, tenía un enorme zaguán. El auriga era el maestro Chú, un señor con algunos años encima, “potroso”. Diariamente enganchaba los caballos enjaezados para recorrer la ciudad, buscando clientes, que eran muy pocos, pues las gentes de la época no sabían de eso: de montarse en coche, a pesar de que la carrera valía un real.

No derivaba ninguna ganancia de ese vehículo don Chico Bermúdez. Maestro Chu, llegaba casi siempre con las bolsas vacías, pero recibía cumplidamente su sueldo y su alimentación. Todavía en mi niñez alcancé a conocer a Maestro Chú,  siempre auriga, pero entonces ya ganaba, pues era de moda “andar en coche”. Había varios vehículos.

Aldea de una modalidad especial era Managua. La frescura de los árboles de los patios y el viento que los agitaba, ahuyentaban los zancudos y sólo de vez en cuando se oía hablar de las “tercianas”… En la casas humildes y creo que ya lo he relatado una vez en estas crónicas, cómo vivían los cerdos y las gallinas, junto con las gentes; la charca en que se bañaban aquellos estaba próximo al tapesco, el lecho de los moradores; las aguas pútridas, pero las gentes se mantenían sanas y morían de “viejas”.

Y el amigo con quien evocábamos estos recuerdos, me decía del patio de Juan Zamora, allí junto a la hoy residencia de don Adán Cárdenas, al occidente.

Ha recordado la tragedia en que Juan Zamora, perdió la vida. Era capitán de uno de los vapores que surcaban el lago de Managua, cuando el general Chamorro, en una de sus revoluciones contra el gobierno del General Zelaya y peleando pereció.

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