martes, 25 de enero de 2022

ALGUNAS CAUSAS DETERMINANTES DE LA GUERRA NACIONAL. Por: Mariano Fiallos Gil.

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Dr. Mariano Fiallos Gil  
Fotografía: 18 Febrero de 1964

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NOTA EXPLICATIVA

         En el año de 1855 el sureño norteamericano William Walker desembarcó en Nicaragua con un grupo de sus compatriotas. A todos ellos se les dio luego el nombre de filibusteros.

         Aprovechándose de la sangrienta lucha armada entre las ciudades de León y Granada, que de esta manera se disputaban el poder político, Walker se apoderó del país, se hizo elegir Presidente, estableció la esclavitud, confiscó haciendas para repartirlas entre los suyos, fusiló, incendió y cometió toda otra clase de crímenes.

         Los países hermanos de la América Central, temiendo por su propia seguridad, acudieron con sus ejércitos, con ayuda de los nicaragüenses que combatían heroicamente al invasor. Unidos los centroamericanos pudieron expulsarlo después de cruenta guerra. Esto ocurrió a mediados de 1857.

         Varias veces intentó Walker reanudar su aventura, pero en 1860 los hondureños lo capturaron en el puerto de Trujillo y lo pasaron por las armas. Contaba apenas con 36 años de edad.

         La guerra de los centroamericanos contra Walker se conoce con el nombre de Guerra Nacional. Algunas de sus causas se examinan brevemente en las siguientes páginas.

I -      DIVERSAS INTERPRETACIONES

        La mayor parte de los historiadores nicaragüenses atribuyen la invasión de Walker y la dificultad para organizar su expulsión, a causas puramente políticas, vale decir, humanas. Si pertenecen al partido conservador –herederos de los antiguos legitimistas granadinos— echa la culpa de aquellos sucesos a los liberales leoneses –antiguos democráticos— por haber sido éstos los que contrataron a la falange filibustera. Recíprocamente, los historiadores del otro bando corresponden acusando a los granadinos de ser ellos los responsables por su intransigencia y su servilismo. Y salen a relucir cada vez don Fruto Chamorro, el Padre Vijil por una parte, y el Licdo. Francisco Castellón y Máximo Jerez, por la otra.

     Tal vez ambos tengan la razón. Pero también hay que contar con otros factores, quizás más preponderantes, que como los antiguos dioses de la tragedia griega, llamados ahora geografía, raza, espíritu, cultura, economía, etc., empujaron los sucesos por su cuenta, y aún siguen siendo valederos, después de transcurrido el siglo. La historia va tejiéndose por debajo, una veces a espaldas de los protagonistas, otras contra su voluntad.

     Pero, ¿cuál es la causa determinante de los sucesos históricos? A esta pregunta todavía no le han hallado respuesta satisfactoria los filósofos sociales. Algunos de ellos, como el Obispo Bossuet, por ejemplo, creen que todo es una manifestación de la Divina Providencia. Pero, con premisas de fe y deducciones silogísticas, ¿qué, no es, entonces, manifestación de la Providencia? Esto equivale a decir que todo se halla escrito y que nada puede hacer variar los acontecimientos. Sin embargo, y para dejar a salvo el principio del libre arbitrio, que supone la responsabilidad personal, el ilustre Obispo opina que la Providencia actúa al través de causas naturales y secundarias, las cuales, el historiador, debe buscar e interpretar.

     Otro hombre, pero éste de tejas abajo, el inglés Buckle, afirma que todo depende del clima y el suelo, la montaña o el llano, y de otros factores geográficos. El conde Gobineau lo atribuye a la raza y asegura que todo lo bueno de la creación humana procede de una misma raíz teutónica, de la cual él mismo, naturalmente, proviene.

     Carlos Marx, el más influyente de los filósofos sociales, hacía depender la historia de los factores económicos: todo es una consecuencia de los métodos de producción. Hegel, otro alemán, y su inspirador, enseñaba que los acontecimientos se hallan determinados por el crecimiento de la Libertad, cuya meta consiste en que el Espíritu pueda ser consciente y eternamente libre.

     La historia, dice Carlyle, la hacen los héroes. Y el norteamericano Lester Ward, que las grandes invenciones.

     Arnold Toynbee, el célebre historiador contemporáneo trata de explicar los acontecimientos mediante su teoría de “reto” y “respuesta”, una especie de dinamia cuyo origen debe buscarse en el principio del movimiento de Heráclito. Según explica el inglés, la lucha es aquí planteada por el medio ambiente que lanza un reto al cual responde el hombre tratando de vencerlo y dominarlo a voluntad. Es la dialéctica en su constante agonía, forcejeando en zig-zags entre sus dos contrarios.

     Pero entonces, ese episodio centenario de la historia centroamericana denominado Guerra Nacional, o sea, la expulsión de Walker y sus filibusteros por los ejércitos del Istmo, con sus antecedentes y consecuentes ¿a qué causas determinantes deben atribuirse?

II -     LA GEOGRAFÍA

El mar caribe es la plaza pública de América. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, el gran mar azul ha sido húmeda palestra de disputas. A veces se ha decidido allí el predominio del poder mundial. Vivir en sus litorales es todo un riesgo. Sus aguas, de arenas doradas y peces traslúcidos son traicioneras.

     En este mar la España convaleciente se batió en retirada tratando de conservar en vano, con armas anacrónicas, el imperio que el tiempo le iba desmoronando. Ingleses, franceses y holandeses –sus grandes rivales europeos— decidieron aquí las últimas escenas del gran drama de mayoría de edad americana. Y alguno de ellos hubiera predominado, de no ser el crecimiento extraordinario de los Estados Unidos, terciador victorioso, que contuvo, con la doctrina Monroe, el doble filo, los postreros zarpazos de la Santa Alianza.

     Sus aguas atestiguaron la vergüenza de tropas napoleónicas derrotadas por un puñado de esclavos negros que habitaban una isla verde. Y la piratería, transferida del Mediterráneo, supo lucir a veces, gestos gallardos al contribuir en la defensa de las nacientes soberanías del Nuevo Mundo, que eran como las suyas propias, o, por lo menos, la esperanza de mantener su estilo, y el “derecho” de merodear libremente entre sus costas. De hecho, lo hicieron, pero disfrazados con variados disfraces: dese el traje filibustero hasta el pantalón a rayas de la diplomacia.

     Lo que más ha atraído la atención de las potencias mundiales en este mar de tan extraño temperamento, es su tesoro de istmos propicios la tentación de henderlos para establecer el tránsito marítimo hacia el Pacífico, el océano que esquivó a Colón. Hallar ese paso fue una obsesión desde la época de las Conquista. Tehuantepec, Nicaragua o Panamá, cada uno de esos angostos diques geográficos hubo de pagar, o sigue pagando, el privilegio de poseer una colina desde la cual puedan divisar mares con sólo volver la cabeza.

     Cuando la Guerra Nacional se desenvolvía en Nicaragua, aún faltaba medio siglo para que Panamá se abriera al comercio mundial. Los Estados Unidos se hallaban en plena expansión, volcándose del Este al Oeste en fervor del oro y tierras. Y para trasladarse los nuevos colonos más seguros y rápidos de una a otra costa, se venían hacia el sur, en donde la geografía les facilitaba el paso.

     Pues aquí, en el sur, los esperaban un río de vocación histórica –el San Juan o antiguo desaguadero— un lago de agua dulce con tiburones de mar salado –el Cocibolca— y una estrecha faja de tierra –el Istmo de Rivas, lares de Nicarao— que se podían atravesar en barcos de vapor y en diligencias, sobre un camino de cuatro leguas. Mucho más seguro que lanzarse sobre dos mil millas de montes y llanuras que separaban las costas de los Estados Unidos, y disputarles el pase a indios peligrosos.

     Y con esta geografía, ¿qué país, no queda abierto a la codicia?

III - LA EXPANSIÓN

Los campesinos dicen que “vecindad de rico es perjuicio de pobre”. Se entiende, cuando el rico sigue creciendo tan desmesuradamente que se traga lo que encuentra a su alcance.

El papel de vecino rico lo desempeñan aquí los Estados Unidos y tal cercanía tiene sus PROS y sus CONTRAS. Sus contras: cuando comenzaron a expandirse rompiendo la barrera del Oeste y el Sur –la piel, el traje, le quedaban demasiado chicos—. Y como les resultó echarle el guante a Louisiana, que un Napoleón entretenido en la ratonera de Europa cedió por un puñado de oro, volvieron los ojos y garras hacia el mediodía, hacia los territorios mexicanos que, a tiro de pistola, que no de dolor, se hallaban descuidados al Norte del Río Grande. México, supo, desde Chapultepec, el precio de aquella geografía próxima. Y Centroamérica, un poco lejana, habría de saberlo muy pronto, también.

Sus pros: Cuando los Estados Unidos, por su propio interés, se entiende, habrían de ponerse al lado de las débiles repúblicas hispanoamericanas para defenderlas de la voracidad británica o de la codicia gala, que todavía andaban dando vueltas por el mar Caribe.

La invasión de Walker y sus filibusteros fue, hasta cierto punto, consecuencia de aquella expansión, o, mejor, explosión, y se halla, en parte, entre las dificultades de la vecindad. Sin embargo, y a pesar de que solamente habían transcurrido muy pocos años desde que los ricos del vecindario usurparon los territorios de Texas, Arizona, California y Nuevo México –una gran tajada a la que aplicaron por eufemismo el vocablo “anexar”— la aventura walkeriana se realizó inoportunamente, fuera de tiempo y lugar…

Cuando Estados Unidos ocuparon aquellos territorios, éstos eran casi espacio vacío, abandonados a la buena de Dios –en este caso, del Diablo— escasamente habitados por grupos indolentes y desorganizados vegetando sobre una inmensa extensión de tierra tenida como inútil, grano de maíz en calabaza, que no pudieron oponer resistencia a la nueva gente que llegaba, golpeando duro el piso a galope de caballos y el aire a disparos de pistola. Como que ya estaban ensayando las películas del Oeste.

Al tratar Walker de seguir la huella de los nuevos conquistadores –probablemente uno de tantos disfraces de la difunta piratería— y extender su aventura un poco más al Sur, hacia el mero vientre del Caribe, elegía ya un camino equivocado. Centroamérica no era espacio vacío y la habitaban gentes combativas y reñidoras, como que llevaban tres décadas o más, de andar a la greña.

Eso de llegar tarde a la cita de la historia ocurre a menudo. Naciones conquistadoras como Inglaterra, Prusia, Francia, Italia, entraron así a disputa de territorios. No los pudieron sojuzgar por mucho tiempo, pues se hallaban habitados por pueblos homogéneos con tradición de vicios y virtudes, que son los constituyentes de la nacionalidad.

En casos así, el método de conquista es diferente: Se emplean armas como los productos de la industria: automóviles, radios, ametralladoras, etc., o “culturales” como el beisbol y el cine.

Pero éstos se comenzaron a utilizar mucho tiempo después de Walker.

IV – AVENTURA Y AVENTUREROS

          La vertiginosa expansión de los Estados Unidos a mediados del siglo pasado, se debió al coraje, audacia y ambición de puñados de hombres que no cabían en sí. Pertenecían a una nueva nación que entraba a la pubertad con ímpetus biológicos. Potros que piden riendas y camino, como dicen los chalanes.

          En los tiempos de Walker la conquista de territorios nuevos era el sueño de aquellos jóvenes. Muchos se aburrían en California en donde la ley ya comenzaba a estorbarles y las autoridades a vigilarles. Necesitaban salir de allí y respirar aires sin trabas, utilizando su nacionalidad como patente de corso. 

          La expedición a Sonora, que Walker dirigió de tan mala manera poco antes de entrar en nuestra vida, y en la que mostró las sucias uñas rapaces y su incapacidad, fue realizada por esta clase de aventureros en quienes el sueño y la codicia suele habitar juntos.

         “Hay unos hombres que nunca se aquietan

          que viven en perpetua zozobra…”

          así dicen los dos primeros versos de un poema de Robert Service que Clinton Rollins, camarada de Walker, estampa al comienzo de la crónica de su aventura nicaragüense y que calzan muy bien para describir el carácter de sus compañeros. Y termina:

         “Son fuertes, valientes, honrados;

         pero les cansa lo estable

         y siempre persiguen lo nuevo y lo raro”.

          Les atraían riqueza y paisaje. “Donde quiera que el español ha ido, allí debemos ir porque es donde se encuentran las riquezas”. No se daban cuenta, por supuesto, que tras las huellas de Cortés y Pizarro había un mundo de obstáculos muy difíciles de salvar.

          La juvenil imaginación se les exaltaba fácilmente con relatos de viajeros. En vez de andar excavando roca en las laderas de Sacramento y plantando viñas en el valle de San Joaquín, mejor venirse al sur, sitio en donde se hallaba El Dorado. A las “tierras de ríos de ámbar y arenas de oro”.

          Cuando a Walker le endosó Byron Cole su contrato para traer hombres armados a Nicaragua en ayuda de una de las facciones políticas en lucha, no le fue difícil de hallar gentes dispuestas a seguirle, a pesar de que algunos le conocían el fracaso de Sonora. Pero eso no importaba. Estarse quieto y en paz era lo imposible. La aventura les atraía, y puesto que eran valerosos y jóvenes, y pertenecían a una raza que se decía superior, ¿por qué no ir a encontrar alivio a su inquietud en las verdes playas indolentes que les invitaban para decidir sus dispuestas?

           Hasta ya muy tarde se dieron cuenta de su equivocación. Cuando se convencieron de que el camino de la gloria es harto dificultoso.

V – LA ASTUCIA DE LA IDEA

           La sangrienta rivalidad entre las ciudades de León y Granada, causa inmediata de la invasión filibustera, no obedece a simple capricho de la historia. Es el resultante de un conflicto de ideas contraria, la dialéctica de dos modos de ser del hombre universal: Libertad versus Autoridad. Sólo que, llevado por los nicaragüenses a pasión tan extremosa, que lo primero se convierte en anarquía cuando grita airadamente en la plaza pública y lo segundo en absolutismo, cuando se acuartela tercamente el cabildo.

          Durante los años posteriores a la Independencia, Centroamérica-Hispanoamérica también se debatía así entre las ideas de la monarquía colonial y el liberalismo republicano. (En la actualidad el choque sigue siendo de la misma índole, sólo que operando con valores diferentes, y a los cuales el tiempo nuevo ha hecho comparecer más anchos y responsables, y con otros nombres y preocupaciones).

         En la época de Walker, dos personajes o sus herederos y seguidores políticos encabezaban la terrible lucha sin cuartel: Don Frutos Chamorro y el Dr. Máximo Jerez. Ambos, muy honradamente, creyendo en sus propias ideas con la misma intransigencia de su pasado religioso judío. El primero proclamando que había que dotar al poder público de suficiente autoridad para vigilar los actos de los individuos y castigar a los revoltosos con toda severidad: era el Estado Policía. El segundo, que había que otorgar al individuo toda clase de libertades a costa del Estado: era la utopía jefersoniana.

         Pero don Frutos ignoraba que ese siglo XIX, tan bullanguero, había perdido ya el respeto a la majestad del poder, y don Máximo, por su parte, que para implantar una democracia liberal era preciso, contar con un pueblo capaz de administrarla.

         Del verdadero sentido de esta guerra civil, y de las otras que le precedieron y siguieron en Centroamérica, muy pocos de sus protagonistas se dieron cuenta. Los animaban odios localistas o ambiciones personales o simplemente, el deseo de aventura. Sin embargo, por debajo de la pólvora y de la sangre, como delgada veta de oro entre las oscuras galerías minerales, iba emergiendo, bien delineada y en su justo medio, mostrándose para que todo el pueblo viera, la idea de la Libertad, a cuyo servicio se encuentra la Historia.

         (Nadie puede negar que de un siglo a esta parte hemos avanzado mucho hacia un mejor sentido de la dignidad humana, aunque para ello, diría Hegel, la idea de la Libertad haya tenido que operar con astucia para no tropezar con los protagonistas).

         La guerra de Walker nos vio a mostrar hasta qué tope de exageración pueden llevarse los extremos dialécticos de Libertad y Autoridad, mucho más lejos que el sitio en donde se situaron tercamente los legitimistas en su Granada y los democráticos en su León. Nos enseñó que el absolutismo puede convertir la disciplina en esclavitud y la anarquía disolver los controles de la moral.

         Es posible que entre las tretas de la historia haya sido la guerra contra Walker, el mejor de sus recursos.

         Pero, como todavía andamos en la adolescencia política ¿habremos sacado de todo ello la lección verdadera?

VI – SUCURSAL DE LA ESCLAVITUD

         En el año de 1856 la guerra separatista de los Estados Unidos, se podía olfatear de lejos. Los señores del sur norteamericano, alegremente entretenidos en sus haciendas de esclavos negros, jugaban al feudalismo, mientras tanto, la nueva clase industrial de los burgueses yankis de la Nueva Inglaterra, irrumpía audazmente en el comercio mundial tratando de acaparar negocios, dinero y poder. Como buenos protestantes, sentíanse elegidos del Todopoderoso por el buen éxito de sus empresas y para implantar su forma de vida a los demás, muy optimistas del “destino manifiesto”, al que se hallaban comprometidos.

         Lo que el viento se llevó se fue con mucha sangre. En la época de nuestra historia la tormenta se avecinaba. Los señores del sur, sospechando lo que venía, comenzaron a precaverse de aquel rigor puritano que se estaba llevando dólares e hipotecas. Y así proyectaron extender su señorío abajo del Río Grande, principalmente a la América Central, de donde venían muy buenas noticias de viajeros que atravesaban por Nicaragua. Allí podía organizarse un imperio de esclavos y ponerlos a su servicio.

         El hombre para llevar adelante aquel negocio era William Walker, pero ni él supo corresponder, ni la historia alcahuetear. Ya no se podía sostener en teoría la esclavitud, aún cuando se siguiera creyendo en la desigualdad humana y en la inferioridad de los indolentes y soñadores “nativos” del litoral caribe.

         Si es cierto que la riqueza siempre ha gobernado al mundo, también lo es que hay que montarla inteligentemente sobre una idea congruente con el tiempo que se vive. El descuido de Walker fue desconocer esa ley al decretar el restablecimiento de la esclavitud, sin hacer caso del asombro del Continente.

         Sostenía, como buen sureño, que el blanco, por derecho divino, era superior al negro o al cobrizo. En cambio, los puritanos de Nueva Inglaterra, más prácticos en sus necesidades de brazos para sus nacientes factorías, declaraban que la diferencia sólo se halla en el color de la piel. Pero como seguían creyendo que la justicia vale más que la caridad, opinaban que había que meter a los indios en “reservas”, verdaderos campos de concentración, en vez de quemarlos, ahorcarlos o lapidarlos como hicieron sus antepasados del Mayflower.

         Este determinante fue una cuestión de raza. No cabe duda que Walker vino con una misión esclavista, aun cuando muchos de sus camaradas lo ignorarán. Pero su objetivo era claro, él, que habían nacido pobre y un poco tarde para disfrutar del señorío y hacienda que tanto envidiara en los emporios sureños, que carecía de estabilidad profesional, se dejó llevar por falsos sueños anacrónicos, en un país que esperaba someter a servidumbre, en el fértil trópico de blandas hamacas, paisajes dorados y verdes montañas, recibiendo con estudiado desdén a los orgullosos comodoros de la Compañía del Tránsito.

         Pero todo se le dislocó. Ya no era su tiempo. La idea de la Libertad se hallaba demasiado patente, aun en el dulce trópico de los ríos azules.

VII – POLÍTICA Y ECONOMÍA

         Uno de los métodos más eficaces para afianzar la conquista de un pueblo, es el de estimular los celos de las facciones políticas de la víctima elegida y ponerse al lado de una de ellas, alternativamente, según la conveniencia circunstancial. Así procedieron Corteses y Alvarados, con lecciones aprendidas de la antigüedad; y así también los políticos norteamericanos y los magnates de sus grandes corporaciones metiéndose de cuña en el agitado acontecer del Caribe.

         Cierto que algunas veces se han guardado las formas y que las maneras se han refinado con la práctica en el arte de politiquear. Ya desde 1818 el Congreso de Estados Unidos había dado una ley, la llamada de neutralidad, que prohibía las expediciones de sus nacionales a países extranjeros, pero las leyes, cuando se quiere, bien pueden escamotearse; todo es cuestión de palabras. Así los filibusteros se disfrazaron de colonos y salieron sin obstáculos de California hacia las costas nicaragüenses, ayudados por las autoridades del puerto de San Francisco, que se hicieron de la vista gorda. En Washington el Secretario de Guerra, Jefferson Davis manifestó su expresa simpatía por los expedicionarios y el presidente Pierce, deliberadamente indeciso, su tácito, O.K.

         Cuando ya Walker se había elegido presidente de Nicaragua “en elecciones libres y honestas”, el Ministro Wheeler le extendió inmediato reconocimiento, y el presidente Buchanan, que sucedió a Pierce, hubiera dejado de buena gana correr las cosas, si no es porque las protestas del cuerpo diplomático en Washington, puesto en alarma por los representantes centroamericanos, lo hace variar de opinión y lo obliga a repudiar, al menos oficialmente, el flamante atraco de su compatriota.

         Pero si la conquista del poder político es uno de los grandes motores de la historia, el del económico lo es, quizás, aún más. Y cuando van juntas, soberbia y codicia, ¡qué tremenda potencia desarrollan! Dios nos guarde entonces del Imperialismo y de sus agencias: los despotismos hispanoamericanos.

         En aquel tiempo no se había comenzado en el Caribe la explotación de las riquezas naturales: minas, maderas, ferrocarriles, bananos, petróleo; ni, por lo tanto, habían aparecido las United Fruit, las Ircas, las Standard Oil… Entonces el negocio de transporte ofrecía las mejores ventajas en el atraer y llevar del Atlántico al Pacífico, por lo cual, comodoros y banqueros organizaron la Compañía del Tránsito. ¿Qué mejor, para su garantía, que disponer de un gobierno compuesto de gente propia que dejara fluir tranquilamente los ríos de oro, materia prima, manufacturas y emigrantes?

         Pero los dioses nos favorecieron, momentáneamente. Walker, tropezando con sus ideas demasiadas anticuadas, no supo comprender la magnitud de intereses ni los métodos de la naciente plutocracia que venía pisándole los talones a los sueños esclavistas del sur, y que, al fin, dieron con él por tierra.

VIII – ENTREGUISMO POLÍTICO

         Al hablar de factores determinantes de la historia, no se quiere afirmar con ello la creencia en la conocida teoría del Determinismo, lo que supondría casi una interpretación fatalista de los hechos y la exención de responsabilidad moral. El determinismo es ya cosa del pasado, particularmente después de los recientes descubrimientos de los físicos en el comportamiento del átomo.

         Lo que se ha intentado en estas páginas, es la descripción de algunos de dichos factores, pero como condiciones o elementos dados en determinado tiempo y lugar, y con los cuales la voluntad humana, a la que se le reconoce la beligerancia debida, tiene que operar, tratando de ponerlos al servicio de un objetivo, que en este caso es el de la grandeza de la patria.

         El inventario de los determinantes de la historia, ajenos, por supuesto, a los deseos humanos, es muy extenso y variable en número e intensidad; pero los que se han enumerado en las páginas precedentes,  son, a juicio del que escribe, los principales entre los que contribuyeron a la llegada y expulsión de los filibusteros de Nicaragua, que es lo que en Centroamérica se conoce como Guerra Nacional.

         En medio de aquel tejido de sucesos, el historiador tiene que hacer resaltar si, un hecho doloroso, muy conocido y justamente censurado en el exterior, y que es la clave de la interpretación de casi toda la historia patria hasta nuestros días: El de que la inmensa mayoría de los principales políticos nicaragüenses son proclives a la intervención extranjera en la política del país, y a esperar que dicha intervención incline a su favor los acontecimientos, cueste lo que cueste. Muchas veces clamando a que caiga maná del cielo; no pocas otras, golpeando a las puertas de la Embajada de los Estados Unidos suplicando inspiración, como en el antiguo oráculo de Delfos, y ofreciendo rendidas promesas –verdaderos sacrificios humanos— ante el altar de los ajenos dioses.

         Y este cargo que la historia hace es valedero para orientales y occidentales, democráticos o legitimistas.

         ¿Habrá en todo ello un residuo de rivalidades indígenas precolombinas sobreviviendo como sentimientos localistas y de tal intensidad que logran apagar cualquier orgullo patrio?

         Pero hay un consuelo fortificante, y es, que, en compensación a tal vicio de entreguismo de los políticos, que nos ha llevado a tantos enredos, se halla el repudio que la gente del pueblo hace a la ocupación extranjera, si no por conocimiento deliberado –puesto que se hallan en la ignorancia— al menos por instinto de conservación.

         Por ese repudio que hace un siglo llegó al heroísmo, se salvó Nicaragua y el resto de Centroamérica. Esta lucha fue una cuestión del pueblo y la victoria debe acreditarse al soldado desconocido.

         Porque la gente del pueblo defendía la nacionalidad ciega y simplemente, sin el adorno de teorías políticas que estaban fuera de su comprensión.

         Los otros pequeños señores feudales, pelearon por sus siervos, sus haciendas y su derecho de pernada.

(Revista Educación No. 5, Ministerio de Educación Pública, Managua, Nicaragua. Pág. 7 – 17.)

        

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