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Profeta de su propia tragedia, un joven pintor nicaragüense había diseñado con detalles asombrosos lo que podría ser un hundimiento en el Lago de Granada.
El boceto hecho por Silvio Miranda, que pudo catalogarse como dramático, resultó trágico. Los detalles de su muerte coincidían asombrosamente con una escena ya anticipada por su ágil lápiz, húmedo con las aguas del mar interior, víctima él mismo de uno de esos naufragios domésticos, que se producen con indebida frecuencia en el Lago de Granada.
Resulta que a estas alturas al muchacho se lo juzga como pintor y es necesario establecer que es bueno, entre los mejores, no por muerto. Hay muchos otros que ni siquiera inmolados en una pila de leña, merecerían la compasión de una alabanza extemporánea. Pero Silvio Miranda pintaba desde su altivo aislamiento de sordomudo, enviándonos un mensaje de un mundo silencioso, cuyo único contacto con el nuestro era el de la luz, que fue justamente el que supo captar el muchacho ribereño, tan esquivo como la raicilla y prudente como la barba amarilla.
Cuando su cadáver fue encontrado, tenía los dedos desgarrados por el esfuerzo de asirse a cualquier cosa para no morir ahogado.
Relatan los testigos que bajo el brazo llevaba unas telas y un paquete con pinturas y pinceles, que no entregó al agua sino hasta en el último momento.
Esta lucha física, la última que llevó a cabo, fue la norma de toda su vida, corta por cierto, de modo que sea imposible destacarlo como pintor sin aludir a su condición psicótica, a los enormes complejos que le producían la mudez, su sordera imponente y su extraña habilidad de poder escribir en inglés, en español y en ese extraño lenguaje de los colores, que a nadie pudo heredar y al que se aferró precisamente en los últimos momentos de su vida cuando se negaba precisamente a morir.
Los cuadros de Silvio, que a otros pertenece encasillar en una escuela, están ya en lugares de honor en coleccione particulares de varios países del mundo, que el muchacho no conoció, pero que no podían en forma alguna interponer fronteras a su ingenio de pintor.
Cuando se los examina ahora muerto, es sobrecogedora la impresión que ofrecen de parecer estar bajo el agua, increíblemente indefinidos, que arrojan luz y sombra como el agua en movimiento descomponen todo, como el prisma que resuelve en fórmula matemáticas la intangibilidad de un rayo de luz.
Es muy superfluo ubicarlo entre los llamados abstraccionistas figurativos, porque Miranda no era un pollo de raza, que se clasifica con facilidad.
Su pintura corresponde a una clase muy personal que se ubica entre las cosas buenas, por expresivas y por tener clase dentro de lo original.
La fusión y difusión de sus colores habla de un modo muy personal de tratar la figura humana, en planos sobrepuestos, en una indefinida mezcla de contornos, donde no existe el límite, sino como difusión y en que la única dimensión es la presencia de su obra.
Sus Natividades, reproducidas por encargo en todos los matices y los más variados tamaños, lo llevaron a conjugar con harta familiaridad las figuras sagradas de Belén a planos extrañamente cálidos, con profusión de ritmo y color.
Gran retratista, Silvio Miranda dejó constancia en varios cuadros de su penetrante mirada y de su técnica superficial, de tratar al ser humano como algo transparente, a través de cuya piel era posible adivinar el mensaje interpretativo del pintor. Hombre de diálogo imposibles de definir y en busca de un motivo para que reconozca más que el carácter, la intención de su pincel.
Incluyendo el anticipo de su muerte, hay un poco de Silvio Miranda en sus telas, que revelan la vecindad de una tragedia que lo acompañó toda la vida, en la que a falta de ruidos, tuvo que expresarse con el lenguaje incendiario del color.
Infortunadamente nada es más difícil de conservar que una huella sobre el agua, donde flotaba su cuerpo inerte, mucho más frágil que en vida, cubierto de un deprimente color violáceo, que nos recordará por siempre su último cuadro, inconcluso, donde aparece “Su Novia, su perro y una flor”, pedazo de cielo, paleta quebrada que flotaba en el agua, disolviéndose en un atardecer lívido, donde los colores se niegan a dejar de brillar.
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