CÓMO SE GLORIFICÓ EN NICARAGUA A UN INMORTAL*
(Luis de la Selva G., Académico de Historia de Santander, Colombia, S. A.)
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El 31 de enero de 1916, el poeta hizo su testamento verbal.
Sus bienes consistían en la casa que heredó de su tía abuela doña Bernarda
Sarmiento y algunas obras, inéditas que le deja a su hijo Rubén Darío Sánchez,
residente en Barcelona.
Instituyó ejecutor de su voluntad al señor don Jorge Mitre,
Director de “La Nación”, que se refiere a la publicación de un libro con las
últimas correspondencias que Darío escribió desde Europa para el gran diario.
El día 2 de febrero se acentúa la gravedad del poeta. El
cuarto que le servía de habitación era una modesta sala, sin cuadros ni
adornos, con una mesa atestada de frascos y drogas, un canapé y el catre negro
con varillas de bronce, destacándose sobre él, el cuerpo del gran poeta que
agoniza.
Una luz viva de gasolina ilumina el recinto. El poeta
acostado boca-arriba, apenas mueve los brazos con ademanes lentos o rápidos.
Parece como que llama, como que indica algo.
Llega el doctor Lara, examina al enfermo, toma el pulso y la
temperatura, y decide aplicarle una inyección. Ni un gesto, ni una queja en
aquel organismo exánime.
Pasado unos minutos, se acerca el doctor nuevamente al lecho
y le dice con voz fuerte: “¡Rubén, Rubén”!
El poeta no responde. Apenas hace un breve movimiento con la
cabeza. Seguramente la voz humana se escucha con dificultad cuando empieza el genio
a pisar los peldaños de la tumba…
A la luz de la mañana del día 3, se ve el cuerpo del poeta
envuelto en toda su longitud en blanca sábana. Su cabeza con dirección al
norte, descansa sobre varias almohadas de funda blanca, una cabeza hierática bien
delineada.
Sobre la almohada y cerca de la cabeza donde ronda la
muerte, se ve un menudo Cristo de plata; en el pecho tiene otro de plata
quemada de mayor tamaño, obsequio que le hizo el delicado bardo mexicano y su
muy querido amigo AMADO NERVO.
Ha sufrido dos o tres paroxismos, cuando se estira y pone
tenso el cuerpo. Aumenta la respiración, pero no abre los ojos.
Su esposa reza las oraciones delos agonizantes, y llora.
Se oye el toque de difuntos en una iglesia vecina…
A las primeras horas de la noche, comienza la agonía franca
y fatal de Rubén, y cuando daban las nueve, un ronquido seco y persistente, fue
síntoma de que la vida del poeta iba a concluir.
Los instantes supremos y angustiosos.
En un ángulo del dormitorio, dos o tres amigos íntimos
presenciaban adoloridos el espectáculo.
El Jesuita Félix Pereira sentado a la orilla del lecho del
enfermo, prodigaba a Rubén los postreros auxilios de la religión.
Alejandro Torrealba, reloj en mano, estaba atento a indicar
la hora en que Darío muriese. Por fin a las 10: 30, exhaló el último aliento.
Inmediatamente fue rota la cuerda del reloj marca “Ingersol”, propiedad del
poeta, que se conserva actualmente en el museo.
Tan luego se conoció la muerte se le dio conocimiento a la
primera autoridad de León, quien ordena se disparen 21 cañonazos en el fortín
de Acosasco, vibrando a su vez sonoras, quejumbrosas y tristes todas las
campanas de las diversas iglesias de la ciudad, cumplimentándose con el ritual
de la Iglesia para reyes y príncipes.
En las calles adyacentes de la casa mortuoria, se notaba un
ir y venir de todas clases sociales, principalmente del elemento obrero cuya
admiración por Darío fue manifiesta y elocuente. La casa se vio llena de
señoras y señoritas. Todos querían ver al poeta que acababa de morir; pero sólo
se permitía la entrada a unas pocas personas.
El poeta permaneció en el catre donde falleció hasta las 2
de la madrugada.
El joven dibujante Octavio Torrealba, sacó dos bocetos del
poeta, de un parecido admirable cuando Darío agonizaba y otro de tamaño natural
cuando ya había expirado, un peluquero hizo la "toilette" al cadáver. (coiffure, n. del. Ed. del Blogspot).
De la casa mortuoria es llevado al edificio de la
Municipalidad y de allí a la Universidad.
Para este fin los doctores Luis H. Debayle y Escolástico
Lara y dos ayudantes practicaron la autopsia que fue laboriosa. Extrajeron el
hígado, el corazón y los pulmones.
El diagnóstico de los médicos se confirmó, había muerto
Darío de cirrosis atrófica complicada con una afección intestinal crónica. El
hígado presentaba un aspecto color de arcilla blanca su volumen había quedado
reducido a un 60% y aparecía fibroso y un tanto duro. No presentaba señales de
traumatismo por efecto de la punción que le habían hecho poco antes.
El corazón se encontró de grandes dimensiones y muy
engrasado, sus pulmones estaban enteramente buenos, lo mismo que las demás
vísceras. El doctor Debayle extrajo personalmente el cerebro, encontrándose
profundamente desarrollado el surco longitudinal de Broca, a pesar de haberse
practicado a las 24 horas la extracción del cerebro, pesó un kilo ochocientos
gramos.
Las últimas palabras del poeta quizá no pueden precisarse
con exactitud, pero según las versiones se cuenta que unas horas antes de
expirar, se acercó a su lecho el doctor David Argüello y le dijo:
—Rubén, Rubén, ¿me conoces? –Sí – contestó con trabajo—, por
la voz. –¿No tienes que ordenar alguna cosa? —Ninguna—.
— Quiero mandarte otros papeles para aniquilar las moscas
que te molestan. (El amigo se refería al “tangle foot paper”). –No, no mandes.
No sirven. La única que se pegó fue Rosario.
Permaneció insepulto el cadáver hasta el día 13 en que
tuvieron lugar los funerales.
En el salón rojo del paraninfo de la Universidad se formó la
capilla ardiente. Una interminable y mantenida concurrencia desfilaba frente a
los despojos del inmenso Apolonida.
Por la noche se realizaban veladas fúnebres con recitaciones
de las mejores poesías del extinto y música apropiada.
La ciudad de León saturaba el alma de eternidad con tanta
magnificencia, tanta campaña resonante, tanto luto y tanta gloria. Lo que hizo
la ciudad de León es sólo comparable de Homero o de Víctor Hugo.
La catedral era como una montaña de duelo. De las inmensas
columnas tendían festones negros, en las puertas el gran cortinaje de luto. En
los altares, el duelo sagrado. De las torres descendían hasta el atrio luctuoso
atributos. Iban a sonar las ocho de la mañana, cuando el cadáver entraba por la
puerta mayor. El arzobispo Pereira con traje violeta salió a recibirlo,
llevando en la diestra la bandera de luto de la Iglesia. Hizo descender la
bandera sobre el cadáver, y, en medio de un recogimiento profundo, se oyó el
toque agudo de los clarines.
En la nave central se levantaba el blanco y severo
catafalco Lo rodeaban cuatro columnas
cada una de las cuales, consagrada a una de las repúblicas de Centro América,
hermanas en el dolor por la muerte del genio. Sobre cada una de ellas las
coronas envidas por las representaciones respectivas; coronas de los
presidentes de los congresos, de los ateneos. Y el centro, junto a la cabeza
del poeta, una lata columna cuadrangular, trunca; era la de Nicaragua, cuyo
pabellón inclinado ante el cadáver tenía un no sé qué de pena augusta, como
aquel trapo azul y blanco hubiera tenido un alma maternal. El catafalco
propiamente dicho, era una urna funeraria, como un sepulcro medioeval,
sostenido sobre cuatro garras de león. Arriba estaba el cuerpo yacente.
Y principió la ceremonia. El arzobispo monseñor, de elevada
elocuencia, Pereira y Castellón, vestía traje de púrpura, de larga cauda, cuyo
extremo lo llevaba arrollando un acólito. A la cabeza, mitra blanca y capucha.
Los canónigos auxiliaban llevando también trajes de luengas caudas. Mientras
tanto, los jefes de los guardias –ocho—, constantemente, cuatro militares y
cuatro civiles, sin perder un instante, durante siete días, se paseaban
solemnemente haciendo un saludo con las espadas al pasar frente al catafalco.
Y al propio tiempo se oficiaba la misa solemne, los otros
sacerdotes de la ciudad, decían misa en los demás altares.
Y el ritual se fue desenvolviendo, entre la música de cien
profesores; con una sobria suntuosidad, ante más de cuatro mil almas incluyendo
los diferentes grupos de representaciones que ocupaban el presbiterio, llenaban
las cinco amplias naves de la basílica.
Y después, cuatro responsos ante el cadáver, y otra vez la
bandera de la Iglesia, descendió como una bendición suprema sobre el cuerpo
yacente del poeta y se dejó oír el agudo y prolongado toque de los clarines.
A las cuatro y media de la tarde, la procesión, de regreso a
la Universidad. Al salir el cadáver por la puerta mayor, lo cobijó un palio con
los colores nacionales y se detuvo. El público era una compacta muchedumbre.
El arzobispo Pereira subió a la tribuna y pronunció un
discurso de verdadera elocuencia; la postura del orador, su voz vibrante, su
acento absolutamente claro, y aquellos pensamientos de brillante prestigio, ya
poéticos, ya teológicos, dolientes unas veces o glorificante otras; y aquella
defensa del genio que en medio de su vida “disipada y disoluta”, tuvo siempre
en el corazón la fe como una divina antorcha; y aquel discurso fue como una
pira antigua encendida sobre el cadáver del inmortal de una llama sagrada.
Después siguió la procesión. Todas las comisiones separadas
en grupos, y los cuerpos de obreros
y de estudiantes, iban desfilando por el
centro de las calles con sus estandartes… Los altos dignatarios del clero, a
regular distancia de uno del otro, bajo capuchas blancas caminaban paso a paso,
cruzados los brazos, inclinadas las cabezas, con las larga caudas sostenidas
por acólitos y pajes.
Veinte mil personas irían en la procesión, que encabezaban
tres carrozas simbólicas.
Y al llegar a la Universidad, desde la ventana de una casa,
el presbítero y poeta Azarías H. Pallais, leyó un discurso admirable.
Y el cadáver fue llevado a la capilla ardiente.
Allí estaba, amortajado, con un blanco sudario de seda. El
rostro descubierto era, con su guirnalda de laureles en la frente, de una
exactitud extraordinaria al rostro del Dante Alighieri que todos conocemos.
Ante él, como ante algo que ya no era sino un reto al enigma supremo, se sentía
uno desconcertado. Era el genio ya sin corazón, ya sin cerebro…
No se puede explicar cómo al sexto día de su inmortalidad se
parecía tanto al Dante. Acaso es que el genio no obstante los diferentes
aspectos con que de cuando en cuando se presenta a la humanidad, no es más que
uno, y el espíritu de Darío, sumado ya en ese instante al del Florentino,
recorrían junto al Infierno y el Paraíso.
Era la capilla ardiente custodiada por ocho guardias
turnados de hora en hora en actitud hierática, como un sagrario de la
inmortalidad. ¡Coronas, coronas…! Y símbolos y el busto de Apolo junto a la
cabeza de Darío, y a sus pies Homero y
Hugo, el de “La leyenda de los Siglos”.
En la noche del sábado, la última velada fúnebre. El jardín
de Minerva y calles adyacentes estaban repletas. En los corredores, damas,
comisiones; ya no cabían más. El doctor Debayle, en nombre de los Ateneos de
Costa Rica y Honduras, pronunció un discurso lleno de bellísimas imágenes. El
literato Francisco Paniagua Prado en nombre del Ateneo de El Salvador, leyó un
bien descrito y pensado discurso. El profesor Felipe Ibarra, maestro de
primeras letras del poeta, leyó unos versos sonoros, Juan Ramón Avilés, dio
lectura a un corto himno en prosa glorificando al lírico Mesías. El poeta Sáenz
Morales, leyó una exquisita oda, y el discurso de clausura lo dijo la palabra
robusta de Leonardo Argüello.
Llegó la mañana del domingo final, día 13 de febrero. Y desfilaron hasta las once las escuelas, los
colegios, los obreros, llevando todos, si no una flor: rosa, lirio, margarita…
Y el catafalco quedó levantado sobre una colina de pétalos.
Los pintores se disputaban el sitio para tomar bocetos.
Desde las dos de la tarde, todo León y no menos de cinco mil
personas más llegadas de las otras ciudades, se encaminó. Aquello era un
torrente férvido. El prebendo Pereira arreglaba las comisiones. A las cuatro de
la tarde comenzó la procesión.
salir el cadáver, entre siete estampidos de cañón, un
encargado del Comité Darío, destapa una cesta enlutada, y de ella vuela una
bandada de inmaculadas palomas que revolotean unos instantes y luego elevan
hacia los cielos…
Y comienza el desfile; y toda la multitud eleva veinte mil
palmas verdes como un Domingo de Ramos.
Y pasa la muchedumbre, y pasa la multitud, y después llega
el cortejo. Y pasan estandartes que dicen: La Prensa, Gobierno Argentino,
Gobierno de Honduras, Gobierno de Guatemala, Oficina Internacional de Centro América,
Gobierno de México, Congreso Nacional, Etc., y pasan diez, veinte, treinta
estandartes más.
Y los colegios y las escuelas forman valla en toda la
procesión, y pasan los representantes de los Institutos y colegios, los cuerpos
médicos y de abogados, las municipalidades de León, Managua, Masaya, Granada,
Chinandega, Diriamba y los ateneos, y los jefes políticos, gobernadores
departamentales, y los magistrados de la Suprema Corte y el alto clero; y pasan
las damas vestidas de negro… Y hay como visión de tiempos griegos; se acerca un
grupo de apariciones blancas, con largas túnicas de nieve. Son las canéforas,
las vestales, que traen cestos de flores sobre los hombros.
Y pasa el cadáver,
descubierto, sobre andas, de cuya conducción se han hecho cargo diversas
sociedades estudiantiles. Ya cubierto de flores, va amortajado, con su corona
de laureles va a la inmortalidad, de cara al infinito.
Y pasa la presidencia del duelo; la familia, el presidente
del Comité Darío y la municipalidad de León, las comisiones de las cámaras,
representantes del Ejecutivo; las Cortes de Apelaciones, los cuerpos
diplomáticos y consulares, los representantes de la colectividad española, los
clubs sociales, los clubs políticos, las logias masónicas, corporaciones
locales y de obreros; pasan la banda de los Supremos Poderes de la República,
con el pabellón enlutado. Era aquello como un río humano desbordado que hubiese
atravesado por un bosque olímpico y
arrancado las palmas de la gloria y los laureles triunfales para
llevarlos a flore en la poderosa corriente de sus aguas.
En la casa del poeta Juan de Dios Vanegas, casa en la cual
enseñó la señora Jacoba Tellería las primeras letras a Rubén, allí junto a la
casa donde se crió Darío; en el mismo lugar donde un Domingo de Ramos reventó
una “granada” con los primeros versos del poeta, allí mismo, al pasar su
cadáver, reventó otra “granada” de la cual volaron palomas y cayeron miles de
papelillos con estos versos que Rubén escribió a los trece años de edad:
A TI
Yo
vi un ave
Que
suave
Sus
cantares
A
la orilla de los mares
Entonó y
voló….
Y
a lo lejos,
Los
reflejos
De
la luna en alta cumbre
Que
argentando las espumas
Bañaba
de luz sus plumas
De
tisú
¡Y
eras… tú!
Y
vi un alma
Que
sin calma
Sus
amores
Cantaba
en tristes rumores
Y
su ser
Conmover
A las rocas parecía
Murió
la azul lejanía
Tendió
su vista anhelante.
Suspiró
Y
cantando ¡pobre amante!
¡Prosiguió!
Y
era… ¡Yo!
Rubén Darío
Diciembre de 1880
Un detalle: hicieron abrir la granada, tirando de los
cordecillos de uno y otro lado de la calle, la señora Angélica de Vanegas y don
Abraham Tellería, amigos de Rubén en tiempos de la infancia.
Al llegar el cadáver a las gradas de la Catedral, el poeta
Santiago Argüello leyó un estupendo y magnífico discurso. Un foco de luz caías
sobre el cuerpo yacente de Darío; y en
medio la sombra de la noche –eran ya las siete—, parecía que del poeta muerto
brotaba un halo luminoso, o que un astro encendido caía sobre él.
Y después ya dentro
de la Catedral, en el presbiterio, al poner su cadáver en las andas, la gente
cogía flores, hojas, pétalos y se los llevaban devotamente. Decían: los
llevaremos a nuestras casas, como las
palmas sagradas del Domingo de Ramos, como un recuerdo para nuestros hijos…
Y arriba de los dombos de la Catedral, por los tragaluces y
ventanas, la gente, señoritas y
caballeros, se asomaban desde lo alto para verlo la última vez.
Los estudiantes de la Universidad cogieron la corona de
laureles de la frente del inmortal y exclamaron: en el salón de recepciones la
tendremos como un trofeo dentro de una urna bella.
Y pasaron dos horas,
mientras soldaban el primer ataúd metálico. Y nadie se quería ir.
Y ya cuando iba a descender el cadáver al sepulcro, la banda
de los Supremos Poderes, ejecutó la “Marcha Triunfal” del maestro Delgadillo,
sobre motivos del canto rubeniano. Resonaron los metales victoriosamente, como
una erupción de épica armonía.
Y a las 9:15 minutos
cayó para siempre en el sepulcro. El representante de “La Nación” de Buenos
Aires, echó en la fosa la primera palada de tierra.
Y allí quedó el genio a los pies de la estatua de San Pablo,
donde duerme Darío su inmortalidad.
Eso es lo que hizo por él esa ciudad de León de Nicaragua,
que fue para el poeta, su Roma, su Atenas y su Jerusalén.
(Revista Panamericana)
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N. del Director y Editor del Blogspot:
El recordado periodista leonés Juan Felipe Toruño, emigrado
a tierra Cuzcatleca donde fijó su residencia y prosiguió el exitoso camino del
periodismo, al frente del Diario Latino, lo reprodujo en sus páginas, en fecha
14 de Febrero de 1976. Por otra parte, este artículo fue posible
transcribirlo y compartirlo, gracias al Archivo Vertical Hemerográfico creado
por la persistente vocación y estatura intelectual del recordado Matemático,
Profesor Rafael Carrillo Díaz y distinguida familia.
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