RETORNO DE RUBÉN DARÍO A LEÓN Y EL DISCURSO EN LA ACADEMIA DE BELLAS
ARTES
Nota Introductoria
Del Redactor-Editor del Blogspot:
Rubén Darío: 18 de Enero de 1867 – 6 de Febrero de 1916†
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La apoteosis relatada en la revista El Alba, fue el resultado de un pueblo lleno de admiración y cariño. Nicaragua rindió honores al hijo dilecto, de incomparable estatura intelectual y fama mundial. Fue el estallido de júbilo de los ciudadanos leoneses, que ansiaban verlo después de aquella ausencia prolongada, marcada profundamente por catorce años, seis meses y veintidós días. Nicaragua no lo acogía en su
rezago desde abril de 1893. El reencuentro con la Patria y los suyos, aconteció
desde el 24 de noviembre de 1907 a febrero de 1908, fechas en las que
permaneció primero en Managua y luego, en León. La estadía del Poeta en la ciudad
de Managua está recogida en diversos aspectos en el libro “Rubén Darío en Managua”,
del historiador Jorge Eduardo Arellano, publicado por la Alcaldía de Managua,
2011. Nosotros, entregamos a nuestros apreciados lectores, las crónicas
publicadas en la revista literaria dirigida en León, por el intelectual Antonio Medrano. Esta reproducción íntegra apareció en: El Alba. Segunda Época, Tomo III, No. 5.
15 de Febrero de 1908. León, Nicaragua, América Central. Publicación mensual,
dirigida por A. Medrano. Redactores: Manuel Tijerino y Belisario Salinas. Impresa
en la Tipografía de J. C. Gurdián & Cía.
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RUBÉN DARÍO EN LEÓN
15
de Dic. 1907.
León, la noble ciudad del pensamiento, preparada está para
recibir al más glorioso de sus hijos. El entusiasmo fulgura en todas las
miradas, la alegría hacer reventar las rosas de todas las risas, y un solo
nombre, el nombre del más alto poeta del verbo hispano en el momento actual,
vibra en todos los labios estremeciendo todos los corazones.
Los diferentes
gremios apréstanse para llevar la ofrenda de su cariño al huésped ilustre a
quien León entero –y no es menester acudir a las hipérboles— va a recibir con
la más cordial de las bienvenidas.
La plazoleta de la
estación y las calles circunvecinas vence plenamente colmadas por una vasta
muchedumbre que se arremolina, ondeante y rumorosa, como un mar. Y entre este
apiñamiento presas, moviéndose difícilmente, aparecen las carrozas alegóricas,
llenas de flores y de adorables capullos de mujer, como en un bello triunfo
primaveral, recordando las felices teorías de los tiempos helénicos en que
brillaban, a pleno sol, el Amor y la Vida.
La Academia de
Bellas Artes, saluda al ilustre Caballero del verso con un fecundo símbolo
representativo de la magnitud de su victoria, “El Triunfo del Arte”, cabalgando
éste en el corcel ligero de Apolo.
Doña Lola de
Argüello, en su carroza de artística ornamentación, ha hecho que las Famas, en
un gallardo grupo de semidesnudeces paganas, hieran todos los vientos con la
exultante voz de sus clarines, pregonando el glorioso nombre del Rimador
excelso. Las señoras doña Casimira de Debayle y doña Margarita de Lacayo
convidáronse para festejar al Poeta y enviaron un brillante grupo –efebos y
canéforas— en el que sobresalía Margarita Debayle. La escuela de la señorita
Abigaíl Zapata hizo que el coro de las nueve Musas concurriera a recibir al
preferido, quien, en virtud de propios méritos y tras inimaginables esfuerzos,
ha plantado su tienda en el Parnaso. Las Escuelas de Derecho y de Medicina
simbolizaron sus Ciencias, completando el grupo Minerva –la triunfadora Pallas Athenea— madre de la Sabiduría,
bravamente representada en esta vez por la señorita Tula Castillo.
Al anunciarse el
tren en que venía el Poeta, un inmenso grito unánime, un soberano grito, pobló
los aires con los temblores del entusiasmo, desbordante hasta convertirse en
delirio. Rubén Darío bajó saludado, aclamado, rodeado, aprisionado, acariciado,
por aquella inmensa explosión de alegría, poblada como un océano, de rumores,
de gritos, de suspiros, de quejas, de soplos, de brisas, de olas, de espumas,
de gotas, de matices, de fulgores. Aquella como vasta marea lo arrastraba, lo
atraía, lo rechazaba, lo empujaba en distintas direcciones, las unas lo
disputaban a las otras olas, como si fuera un náufrago caído, entre los
pliegues de la vasta sábana marina.
Por fin el mar tomó
forma de torrente –arrollador torrente— y encauzóse sobre la amplia avenida con
dirección a la ciudad. El poeta continúa llevado, sometido a la inercia de la
corriente, como la gota que rueda, mezclada a los quintillones de gotas que se
arrastran y se empujan, resbalando en el lecho de los ríos.
Un momento la
corriente se detuvo, tras duro esfuerzo; hízose menos vibrante el rumor, uno
como a manera de silencio, y del fondo de su carroza, que semejaba una tribuna,
donde iba oculta, surgió Julia, hija del doctor Mariano Barreto, a dar la
bienvenida al Poeta. Con clara entonación, gallardamente, dijo de la alta
gloria suya, de la meritísima labor que ha recogido en premio las proficuas cosechas
de laureles y que ha colmado sus trojes con la áurea mies— el rubio grano de la
más pura y blanca harina de arte, por todo lo cual, a pesar de los lazos de
luto que se prendían en su traje como negras mariposas de dolor, venía a
levantar con sus palabras devotas, en una fervorosa adoración a la divina
Poesía, el arco triunfal por donde debía entrar el afecto de los suyos, a las
caricias de su vieja ciudad querida, el magnífico Emperador cuyos pendones gloriosos flamean sobre todos los castillos
del Ensueño.
Después, Marina,
hija del Poeta Santiago Argüello, recitó dulcemente, como remedando el suave
resbalar del vivo esquite sobre el zafiro de los lagos soñolientos, o el rumor
de las alas –blancas alas— tendidas como banderas de paz a los aires calmados,
el Blasón del magnífico Poeta, donde
los plumones de los cisnes muestran la intactez de su blancura, semejando
divinas margaritas destacándose sobre el fondo esmeralda de las riberas o
inmaculadas hostias sobre la azul patena de los lagos.
Margarita Debayle
recitó los versos A una Novia y que
fueron escritos por Darío en el álbum de la que fue después su madre, la
entonces señorita Casimira Sacasa, ya prometida del doctor Luis H. Debayle. Su
agradable vos puso estremecimiento de ternura en aquellas estrofas que son una
gloriosa profecía de amor.
Y prosiguió el
desfile. El torrente suspenso por instantes, recobró el movimiento, como en un
súbito deshielo, y se vio una cosa impensada y rara-bella por el símbolo y por
la visión. Las calles que recorría el Poeta estaban adornadas con ramas de
árboles y con hojas de palmeras nativas. A alguien se le ocurrió arrancar de
los festones una de esas hojas, y por ese fenómeno bien sabido de la uniformidad
inconsciente en las muchedumbres, viéronse al instante los gallardos abanicos
esmeraldinos tremolados triunfalmente por todas las manos, como alegres
banderas de esperanza. Representábase por el alborozo de la muchedumbre, y
aquella feliz tremolación de rientes follajes, el triunfo del Nazareno bíblico
en el legendario Domingo de las palmas.
Las aceras todas
del trayecto colmadas estaban de principales y altas damas y bellísimas mozas
que saludaban al paso al Poeta satisfecho.
De los balcones
llovían sobre él flores, frescas flores con todos los matices, flores para el
Poeta que en los rosales de su huerto ha hecho reventar las más divinas rosas
de poesía, regadas por manos de garridas doncellas, sobre él que ha amado casta
e intensamente a la Belleza, consagrándose cenobita de su culto.
Llegóse por fin a
casa de J. Prío, donde se había preparado alojamiento al Poeta. Una parte
pequeña de la concurrencia subió acompañándolo, el resto llenó las calles del
frente y desbordóse en el parque. El Poeta apareció en el balcón de la esquina
y saludó agradecido a la muchedumbre que lo aclamaba.
Después de algunos
minutos de conversación fue invitado a hablar el poeta Santiago Argüello, de
rica fantasía y musical palabra, quien en un rapto de inspiración magnífica,
improvisó:
Este,
del arte crisol
rey de líricas
hazañas,
dio luz al verbo
español.
Ante sus formas
extrañas,
hay que entonar las
pestañas
lo mismo que frente al
Sol!
Y tal
su nombre pregona
la Fama, de zona a
zona,
que yo pondría ¡pardiez!
las flores de mi
corona
para alfombra de sus
pies!
Y la multitud se
dispersó enseguida lentamente, suavemente, como mueren las hinchadas olas sobre
la tendida playa.
En la noche, comió
el Poeta, junto con varios íntimos de los viejos recuerdos y los nuevos
cariños, en casa del doctor Debayle.
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29 de Dic. de 1907
A las nueve de la
noche la Academia de Bellas Artes abría sus puertas a Rubén Darío, nombrado por
ella socio honorario. Llegó el Poeta acompañado por la comisión encargada de
conducirlo, los acordes de la Banda Marcial lo anunciaron, y los señores
académicos, de pie, lo saludaron, orgullosos de tenerlo en su compañía.
Tras breves
momentos, el Recepto leyó su discurso reglamentario, sobrio y bello, rebosante
de útil y noble doctrina. Fue contestado por Santiago Argüello, el único socio
honorario de la Corporación, hasta entonces. La frase cálida y viva del ya
conocido poeta, rindió el justo tributo de admiración y simpatía al que en
aquellos momentos iluminaba con los resplandores de su gloria fecunda, la casi
despreciada labor –por la indiferencia local— del grupo de soñadores, que Darío
ya simbolizó en los albores de sus triunfos literarios en un cuento luminoso:
El velo de la Reina Mab.
Doña Margarita de
Alonso con la mágica fuerza evocativa del Arte, hizo que el espíritu de José de
la Cruz Mena, acudiera a la fiesta diluido y las tembladoras y lacrimosas
armonías de sus rimas.
Las señoritas Adela
Zepeda y Ramona Buitrago interpretaron magistralmente sendos trozos de música
extranjera, y la fiesta concluyó, después de la copa ritual del champaña rubio,
dejando en el ánimo la impresión honda de una manifestación seria de cultura
artística.
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DISCURSO
Pronunciado por D.
RUBÉN DARÍO, en el acto de su recepción como Socio Honorario en la Academia de
Bellas Artes.
SEÑORES ACADÉMICOS:
Al llamarme a vuestro
seno en calidad de socio honorario, con ese solo calificativo demostráis el
honor que me hacéis. Vuestro instituto es una de las más plausibles creaciones
que me han llenado de gozo a mi retorno. No es ciertamente un ideal deseable de
una república de soñadores, un pueblo de nefelibatas. El arte diríase el lujo
de las naciones. El hombre primitivo, cuando ensayó en sus cavernas la
reproducción de la figura del mammut, cuando, quizá contemplando a Véspero,
intentó algo parecido a una melopea, a un son rítmico, había de seguro cazado
ya su reno, inventado el fuego, iniciado la primera época, iniciado la primera
época del trabajo humano. Mas el Arte, que existe en toda la naturaleza y que
está en el hombre por la virtud de la comprensión, es una necesidad vital de la
especie. El revela por medios materiales actividades y misterios espirituales.
Es la exteriorización de nuestra música íntima. Todas las artes son a mí
entender musicales, según el sentido griego de la palabra. Y todas están
impregnadas de esa realidad de las realidades que se llama la ilusión y que
Kant aplicaba tan solamente a la pintura o al dibujo. Es así el Arte preciso a
los individuos como a los pueblos. No hay tribu o clan, por salvaje que sea,
que no tenga su danza, su canto, su tatuaje, sus adornos. El más seco yanqui
tendrá su preferido son de banjo; el hombre que más odia a los poetas gozará al
rasgueo de un guitarrillo; la nación, la provincia, que más desdén tenga por
las cosas artísticas, poseerá sin saberlo el presente divino. Y ya sabéis, señores,
que en Beocia, en la tebana y difamada Beocia, hizo Júpiter que naciera
Píndaro.
Señores yo no
aconsejaré a la juventud de mi patria que se dedique a las tareas de las Artes.
Esas cosas no se aconsejan. Las vocaciones en esto más que en todo son las
imponentes. Recordad a Chapelain, el “grotesco aristócrata” que también ha
biografiado Gautier. Los padres al nacer el niño, se propusieron dedicarle a
poeta. Lo consiguieron y resultó admirable de mediocridad y de extravagancia. Que
el que nazca con su brasa en el pecho sufra eternamente la quemadura. Mas que
no se crea que llevar esa brasa es voluntario y sobre todo grato. Los escogidos
de las Artes son muy pocos. Y la república tiene necesidad de otras energías
más abundantes para felicidad positiva de la comunidad, energías florecientes
que quizás podrían torce su rumbo engañadas por mirajes halagadores.
Hay campos para
todas las condiciones del espíritu. Vivimos sobre la tierra y de la tierra. Que
la mayoría inmensa se dedique, según las particulares aptitudes, a la tarea de
cultivar, de engrandecer, de fecundar nuestra tierra. Así se tendrá el pueblo
seguro su cotidiano pan. Pero no por eso se olvide de que no sólo de pan vive
el pueblo. El bien práctico que a las nacionalidades hacen los poetas, los
artistas representativos, lo ha demostrado –no creáis que nuestro Santiago
Argüello ni quien estas palabras os dirige— sino el actual presidente de los
Estados Unidos, Teodoro Roosevelt; y ya veis que la opinión no es interesada.
Todas las naciones positivas filotenon
etnos, que decían los antiguos, colocan hoy a sus grandes poetas, a sus
grandes artistas, en primera línea. En Francia, a la par de un Berthelot, o un
Poincaré, están en la universal estima y respeto y aun con cierto brillo
especial que sólo dan las Gracias, un France, un Saint Saens, un Rodin. En
Inglaterra Ruyard Kipling se levanta a la gloria y a la riqueza; en Italia
impera D᾽Annunzio.
El premio Nobel hae en Suecia, cada año, rico a un poeta. Rusia venera ante el
Zar a su Tolstoi; Polonia ofrece un castillo a su Sienkiewicz; en Alemania el
Kaiser es, él mismo, un artista, amigo
de artistas; y en la Madre Patria, si las aficiones del gentil monarca van
hacia los sports, o si gustáis, ─
para complacer a mi amigo Barreto,─
a los deportes, en cambio, la infanta Isabel, tan querida, ama todas las artes
y proteje a todos los artistas.
Que nuestro Centro
América es tierra de artistas es innegable, desde los tiempos de incógnitos
escultores que labraban la piedra en las ocho torres de que habla el
desconocido autor del Isagoge del
archivo de Chiapas. En tal obra se dice, según las palabras de Gámez, “que al
Oriente del pueblo de Ococingo, entre edificios antiquísimos, se destacaban
ocho torres labradas con arte singular, en cuyas paredes se veían esculpidas
estatuas y escudos que representaban personajes vestidos con trajes militares,
distintos de los aborígenes y muy semejantes a los usados en otros tiempos en
el antiguo mundo.” No eran los aborígenes nicaragüenses extraños a la magia del
arte, y nuestros indios de hoy rememoran los antiguos areitos o mitotes de que
habla el transparente Oviedo.
La influencia de la
sangre española, la belleza un tanto lánguidamente mora de nuestras mujeres, el
trópico, estas lunas mágicas que no he visto brillar más prodigiosamente en
ninguna parte, despiertan, es indudable, en el alma del pueblo nuestro, el
deseo de la exteriorización de sus ímpetus estéticos.
En el elemento
cultivado, con los escasos medios de nuestro ambiente actual, sabemos bien que
se han realizado voliciones y esfuerzos dignos de más adelantados centros,
sobre todo en el terreno de la literatura y de la música.
Haya constancia. La
Academia de Bellas Artes puede hacer mucho para el porvenir. Puede preparar el
terreno para un futuro decisivo. Crezca nuestra labor agrícola, auméntese y
mejórese nuestra producción pecuaria, engrandézcanse nuestras industrias y
nuestro movimiento comercial, bajo el amparo de un gobierno atento al nacional
desarrollo. Y que todo eso sea alabado por las nueve musas nicaragüenses en
templo propio.
He
dicho.
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