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RAMÓN SÁENZ MORALES (Fotografía de don Adán Díaz F.)
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Liminar de Eduardo Pérez-Valle, Director y Editor del Blogspot:
Terminé de atisbar el libro titulado “Nicaragua el más alto
canto”. Publicado en 2013, esta Antología de la poesía nicaragüense fue
seleccionada por el poeta Héctor Avellán, con prólogo de Luis Morales Alonso. De
esa reunión de autores y poemas, en
número de 111, Jorge Eduardo Arellano abordó el contenido (END-6/4/2013) con
énfasis en no dejar pasar a los “omitidos con mérito”. Uno de ellos, en
especial, motiva nuestro interés. Este poeta, digno de reconocimiento, es de los abandonados en las etapas cíclicas del sarro cognitivo, que sigue en aumento por carecer --entre nosotros-- de importantes fuentes
primarias.
Nacido en 1888, a los 40 años el poeta quedó en los brazos
de la muerte. El repentino e infausto desenlace hasta hoy no logró arrancarlo envuelto en los olvidos de la lejanía. Por cierto, en el citado
artículo, Arellano lo ubica entre “los modernistas señeros”, algo que
acopla con la meritoria condición devenida de antiguos sitiales conferidos por
intelectuales de su época, entre esos podemos citar a Juan Ramón Avilés, Luis
Alberto Cabrales, Mario Sancho.
Ramón Sáenz Morales no fue el 112 de la antología en
mención, pero en estas páginas ahora ocupa el número uno mediante la importante
valoración que fue escrita por Cabrales, en 1969. Tampoco, Sáenz Morales tuvo
el final de aquellos versos estremecedores de su autoría que vieron luz en
agosto de 1914:
FUNERAL
Muerto el pobre, colocaron su miseria en el áspero fondo de un cajón.
Ahí quedó su tiesa palidez en una siniestra expectativa de cariátide.
Al otro día, al derrumbarse el último tedio de la tarde sobre los
quingos de la montaña, mansas beneficencias de pastores enterraron al pobre más
allá del paisaje, casi por donde los breñales hacen sangrar a las tórtolas.
A la paz medrosa de un follaje temblón quedó el cadáver, sólo bajo el
misterio de la tierra negra que desmenuzaron las azadas.
Que Dios vigile su olvido, —clamó un amable.
San paz y hasta allá, —murmuraron
otros, fijos en la desconsoladora verdad de aquel frío hueco sin luz que
acababan de llenar. Uno que estaba retirado, dejó volar un suspiro que hizo
caer muchas hojas secas.
Mientras tanto, el rebaño esparcido del difunto ponía lágrimas en el
severo anochecer del valle…
Junto a la enmienda de Cabrales, ya cercana al medio siglo,
incluimos un artículo elaborado por Mario Sancho, que hemos localizado en el
libro: La joven Literatura Nicaragüense,
editado en Febrero de 1920. Y para redondear el contexto, compartimos tres
anécdotas sobre Sáenz Morales escritas como homenaje por Juan Ramón Avilés,
entre ellas, una en extremo curiosa: “La primer cuarteta de Alí Vanegas”.
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Sáenz Morales por Edith Grön |
RAMÓN SÁENZ MORALES
Por: Luis Alberto Cabrales*
He aquí a un poeta
injustamente preterido y olvidado. Fue, sin duda alguna, el mejor poeta
modernista de Nicaragua, y precisamente por su calidad innegable de modernista
fue silenciado por nuestra generación. Lo creímos defectuoso por falta de
cultura auténtica, y realmente tiene los defectos de los seguidores de Darío
que no supieron poner continencia en sus poemas y se dejaron llevar a ciertos
extremos efectistas de menor calidad.
Pero cuando leo
historias literarias de otros países de nuestra América y veo ser tomados en
cuenta a modernistas inferiores a Sáenz Morales pienso que debiéramos haber
sido menos exigentes en cuanto a su justipreciación.
Cuando digo de este
poeta que fue nuestro mejor modernista tal vez alguien se pregunta: Bueno, ¿y Santiago
Argüello? No tengo el menor recelo al declarar que don Santiago no fue
modernista. Su caso es idéntico al de Chocano, a quien equivocadamente se le
tuvo por tal. El torrente oratorio en la poética de Chocano debía haberlo
clasificado como un mantenedor de la vieja prosopopeya española del XIX con
algunas divergencias pseudoparnasianas. Y don Santiago agrava, más que Chocano,
su prosopopeya. Es enfático hasta lo indecible. Lo era no sólo en su obra sino
en su persona.
Es para mi
inolvidable una visita que junto con Adolfo Ortega Díaz le hice en San
Salvador. Nos recibió como quien recibe a pajes o súbditos, con una artificiosa
y amanerada petulancia. Allí estaba frente a nosotros, un sí no es insolente,
con sus bigotes también enfáticos, con sus ojos chispeantes, su verbosidad
abundosa y artificiosa, pleno de una hostigosa vitalidad senil. Muy lejos del
porte señorial, y sin embargo modesto, y la palabra natural pero sabia, de don
Salvador Calderón Ramírez, por entonces también en San Salvador.
Nos habló mejor, arengó largamente,
ocupándose sólo de su persona, de su gloria, como él mismo decía; de sus
incontables triunfos en Cuba, en donde había sido conductor de la juventud.
Salimos de él hastiados, desalentados, irritados y jurando jamás volver a verle. Lo que
cumplimos.
Pues bien, don
Santiago, fue juzgado en su época como el mejor modernista hasta como el pontífice de nuestro pequeño
parnaso de entonces. Él era quien consagraba a los jóvenes y “los armaba
caballeros”, como él decía.
Prueba de su pontificado y de su insufrible
vanidad es el “espaldarazo” con que “consagró” a Sáenz Morales.
He aquí como
muestra uno de sus párrafos:
“Y, a pesar de
todo extravío juvenil, Ramón Sáenz Morales es poeta. Lo proclamo así, en alta
voz, ante el pueblo de pecheros indoctos de la behetría. Lo armó caballero. La Musa
cálzale la espuela. El corcel está listo a la puerta, tascando el freno, tensa
la brida, enjaezado y ferrado, inquieto y brioso, para el caracoleo”. Eso era,
eso fue para don Santiago la poesía: “un caracoleo”.
Pero vengamos a
nuestro mejor modernista. Tenía Sáenz Morales, una melodiosa fluidez en el
verso, pero a veces llegaba ---- como aquel: “Luego lució lo lila en un juego
pueril de las eles. Pero en sus mejores poemas llega a grandes aciertos en
imágenes, metáforas pinceladas impresionistas, epítetos, que le acercan a los
más destacados poetas de su época, un Herrera y Reisig, por ejemplo.
Demos algunas
muestras de esos aciertos que a veces salvaban poemas enteros:
“estancada agua lila de tu
ojera”
“Todo un parque de otoño hay en tu ojera”
“De la hierba que crece en
los caminos
se desprende un adiós de
mariposas”
“El viento desarruga
memorias a una anciana”
“las sencillas cigarras
empeñadas
en hacer que se tueste su
lamento”
“entumecido sollozaba
el cañuto pueril de un
campesino”
“hace falta un pastor de
humildes canas”
“parque de callejas soñolientas”
“Entero el aire oliera lo mismo
que una flor”
“corazón de humo pobre por la
brisa disperso”
“candor solariego”
“faldas ruralmente ruborosas”
“livianas sandalias pastoriles”
“corral oliente a hierba mal mascada”
“una de esas viviendas que en
paz de Dios
humean”
“fuga matinal del río”
“la paja cordial de la
cabaña”
“Yo nací sencillo. Soy como
una gota
de rocío claro que se bebe el
sol”.
“Soñar como el lírico que a
la tarde inclina
su tallo en un dulce gesto de
oración”
“zurciendo la hojarasca,
rauda, como una hebra de pánico, hacia el monte se
pierde una culebra”.
“Dolorosa, blanca
ultrapascual
la de aquel ataúd ¡…Una
doncella
había muerto en gracia
matinal
Consternáronse tórtolas y
estrellas”.
“Un nombre como el tuyo, enmontañado,
oloroso a vereda y a balido,
a surco, a hierbas, a terreno
arado,
a milpa verde y platanar
florido”.
Véase en estos últimos versos la
avasalladora influencia de aquel de Darío:
“Esperanza olorosa a hierbas frescas”, que
tanta resonancia ha tendio incluso entre grandes poetas muy posteriores, como
Lorca y Neruda.
Podría señalar más felices hallazgos
poéticos pero los mencionados bastan para deducir de ellos que Sáenz Morales
fue nuestro mejor modernista. En vano pueden buscarse en don Santiago, en su
tupida obra poética, versos felices y
novedosos, que eran el sello del modernista. Sin embargo Sáenz Morales
rehuyó el exotismo. Se reconcentró en cantar nuestra Sierra de Managua a su
modo. Sin realismo, tomando de las poesías eglógicas de otros poetas todo su
vocabulario Él nos habla de pájaros inexistentes, como turpiales ruiseñores,
alondras, mirlos. De flores no brotadas en nuestros campos sino en páginas de
libros ávidamente leídos: eglantinas. De árboles ausentes de nuestros paisajes:
acacias, encinas, tilos. Nos habla de manzanas, aljófar, zagales, gaiteros,
góndolas, molineras, alquerías, cortijos. En vez de tinajas ve ánforas. En vez
de terneros, corderos.
Esta fuga hacia lo irreal en un poeta
llamado “cantor de las Sierras” fue en gran parte la causa de nuestro desvío
con respecto a su poesía. No aceptábamos en él esa idealización de nuestros
campos y campesinos. Así como no veíamos con ojos comprensivos las
princesas y marquesas de Darío. Pero sí
–contrariamente— aceptábamos, con aceptación servil de los textos retóricos,
las artificiosas églogas de Garcilaso; sus Tirrenos y Alcinos, sus Fléridas, Filis,
Filodoces, Dinámenes, Climenes y Nisas.
Debíamos haber sido más comprensivos, menos exigentes, ya que nuestras
exigencias eran parciales, sólo contra él y no contra los Garcilasos de allende
y aquende el mar. En realismo y veracidad poéticas rurales, aunque pese a quien pese,
Gabriel y Galán se lleva de pecho a Garcilaso.
Más a pesar de todas esas fugas hacia lo
imaginario, creo que Sáenz Morales fue el primero en logar aciertos nativos.
Como todo poeta fue influenciado por el fluir de las estaciones, la seca y la
lluviosa. Sus poemas como la Brava Quema, fue un esfuerzo por lograr el acento
poético de lo nuestro. Como todos lo que venimos después de él, sufrió el
influjo del tremendo verano y la felicidad indecible de las primeras lluvias.
En sus descripciones veraneras tiene versos de gran expresividad:
“Verano, alto Verano, por qué
suenas tan fuerte”
En un solo verso acierta a dar la sensación
de aquel viento bochornoso que asola campos y ciudades en tiempo de los soles
marceños. Sensación mejor dada que en cualquier poema ulterior.
Yo que he sido tan señaladamente marcado
por el cambio de estaciones jamás pude escribir un poema por mí aceptable,
sobre el aniquilante bochorno de nuestro terrible estío… por lo que llama Sáenz
Morales “la omnipotencia cruel y hostil del verano”.
¡Cuántos esbozos míos fueron rigurosamente
al cajón de la basura! Fue él, también, quien, quizá el primero, dio en verso
la sensación indecible de la primera lluvia.
“Naranjero
que enmarcas mí ventana
y en cuya
fronda el alba se atenúa
¡cómo te
ha lavado esta mañana
el agua en
flor de la primer garúa!
Yo, desde antes de ir al Pedagógico, había
intentado dar esa sensación en el soneto Sinsonte. Pero todavía quedaban en él
restos de lecturas europeas y su influencia. Luego escribí “Jaculatoria a la
lluvia” que fue una imitación y calco de “Jaculatoria a la nieve” de Amado
Nervo. Sólo hasta 1919 –ya en el Pedagógico— logré algo con “Dios te bendiga
lluvia”, que tanto gustó entre mis compañeros:
Dios te
bendiga lluvia
que caíste
del cielo esta mañana
y limpiaste
de polvo los tejados
y de
tristeza mi alma”.
Este comienzo es lo que valía, todo lo
demás fue relleno, ripio. Hasta mucho más tarde di mi “Primer Aguacero” que
tanto éxito tuvo en tres decenios.
Me he extendido en estas notas personales
para mostrar qué dura lucha era necesaria para llegar a la expresión nativa y
directa, abandonando las influencias de lecturas y de sensaciones extranjeras.
Sólo una vez se asomó nuestro poeta más
allá del mar. Y fue para extasiarse en la Provenza de Mistral (tan leído
entonces) y a la Provenza medioeval de los Juegos Florales. Por entonces aquí
había Juegos Florales y en uno de ellos salió triunfante Ramón. Entonces cantó
a su Reina:
“Has de saber,
Señora, que vivo enamorado
de los días florales
de Aviñón y Provenza”
Por esos
mismos días se acercó mucho a la poesía convencional, aunque pasajeramente:
“Todo esto pasa en
una
finca de las
afueras;
finca donde se gozan
temporada de la luna”
“Señora, usted se
pasa cuidando un canario;
tiene usted una
constancia de agua clara y alpiste”
“Me gusta
sorprenderla regando sus peonías”
“hasta ahora le digo
que la quiero, Señora”.
“Y eso no debe ser.
Dése cuenta, Señora
que grave falta es
darle espaldas a la aurora”
Dos acontecimientos le alejaron
momentáneamente de su Sierra. La muerte de Rubén Darío y la coronación de don
Modesto Barrios. Él escribió los mejores poemas sobre Darío muerto, y también cuando su primer aniversario.
“Rubén Darío ha muerto. Todos se acordarán
hoy que la luna
mengua, de aquel cuarto creciente”.
Sorprende la memoria precisa del
acontecimiento celeste cuando la muerte y el aniversario. De los poemas en
lamento y elogio de Darío surgió un
cuarteto que debiera estar en todas nuestras bocas:
“Poetas, todos los
poetas, para todos levanto
este licor de aldea
que mí espíritu encierra:
Si bebéis la
mandrágora inefable del canto
nunca habléis de
belleza sin conocer mi tierra”.
La noche de la coronación de don Modesto
Barrios fue noche memorable. Lo coronaron en un teatro que estaba donde
últimamente estuvo La Noticia, frente a Catedral. Don Modesto, muy anciano, nos
sorprendió por su voz aún fuerte y matizada. Fue tenido por el mejor orador de
su tiempo, aunque varias veces el doctor Carlos Cuadra Pasos me dijo que don
Enrique Guzmán consideraba mejor orador al licenciado Perfecto Tijerino
Navarro. Este fue muy precoz. Diputado a los veintiún años, Ministro de
Gobernación a los veinticinco. Murió a los treinta años. Tallo erecto de una
estirpe de talentos que parece no extinguirse.
En esa noche, pues, en que Managua se
acordó de su olvidado anciano cargado de años y prestigios, Ramón Sáenz Morales
recitó un hermoso poema, escrito en su nuevo estilo casi conversacional.
Recordemos los mejores cuartetos:
“Cuentan que Enrique
Ibsen, el astro de las brumas,
iba entre las
mañanas tiernas de Cristianía
a quitar con un
lienzo de suavidades sumas
la nieve que a su propia
estatua le caía.
Pues bien, Maestro
Modesto, bajo su fría edad,
tiene encendida el
alma y el espíritu en fuego,
y a sus años les
quita con su jovialidad
la nieve que a su
estatua le quitaba el noruego”.
A Ramón Sáenz Morales –muerto en relativa
temprana edad— nunca le hicieron el homenaje que merecía. Luego fue preterido
injustamente por nuestra generación. Sus poemas, dispersos en diarios y
revistas, sólo fueron compilaos muy tarde con el título de Aires Monteros.
Esa colección me ha servido para conocerlo
mejor y escribir estas líneas de reconocimiento
y debida rectificación.
*En: La Prensa Literaria. Domingo 9 de Noviembre, 1969.
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Los de Hace 13 Años
De la Muchachada de 1913
Por: Mario Sancho*
Juicios
¡Dichosa la ciudad que tiene cerca una montaña! –ha dicho
Juan Maragail— ¡una montaña y un poeta que cante esa montaña! Dichosa si descansa al pie de un monte, porque sus hijos han
de aprovechar la perenne lección de fortaleza y alegría, de vigor y de bondad
que les mantenga el alma erguida y sereno el pensamiento; porque la vista,
cansada en la diaria labor, hallará alivio en los tonos azules y en las líneas
majestuosas; y porque, ya sea que tras él mueran las tardes o nazcan las
auroras, el trabajador, el obrero, el hombre de manos diligentes y espaldas
afanosas que de otra suerte no conocería más que la fatiga del día y la quietud
reparadora de la noche, podrá gozar al menos, en digno escenario, de los
idílicos amaneceres en que el sol –cual otro viejo rey Midas— vuelve de oro
todo lo que toca, o de los ocasos radiantes en que los celajes causan celos a
las púrpuras de Tiro y a los tapices de Persia.
Dichosa, mas dichosa todavía, si tiene un poeta que cante
las excelencias de ese monte, que celebre la industria de sus abejas, la música
de sus pájaros y los perfumes de sus flores; que le haga epitalamios a la
torcaz enamorada y elegías al guardabarranco solitario; que diga cómo es de
suave la sombre del cedro fragante, de imponente la altitud del roble y de placentera la cachaza de la ceiba que deja
prender entre sus barbas centenarias a las felices oropéndolas, el nido de sus
amores de un día, y que honre con versos armoniosos la feracidad del suelo que
devuelve cien espigas por cada grano recibido, la ardua labor del campesino en
los surcos y la abnegada dedicación de su mujer al hogar apacible.
Un poeta que
llene a conciencia este programa de cantos, es el complemento indispensable a
la montaña para hacer la felicidad de la ciudad asentada a sus pies… Un poeta
que descienda todos los días de la cima tranquila a la inquieta llanura,
llevando como Moisés cuando bajo del Sinaí con las leyes que Dios le había
dictado, el evangelio de la bondad, del amor, del trabajo, de la paciencia, de
la benignidad y de la dicha, viene a ser, en el orden moral, algo así como la
brisa en el orden físico; un mensajero eficaz entre los árboles y los hombres
entre la tierra virgen y las calles holladas de malicias y de crímenes, entre
la salud agreste y la enfermedad urbana, entre las fragancias del bosque y los
malos olores de la ciudad.
Managua posée la montaña y el poeta que deseaba para todas
las ciudades del mundo, aquel gran catalán cuyas palabras sirven de lema a
estas líneas. Managua tiene sus sierras con los más lindos paisajes que puedan
contemplar ojos humanos, con las más hermosas arboledas, con el más suave clima
y con la tierra más agradecida a los afanes agrarios y más complacientes a las
esperanzas rústicas. Tiene también un poeta, exquisito y sencillo al mismo tiempo,
claro como el agua matinal, dulce como la miel fabricada por las rubias obreras
en lo íntimo de la floresta, y armonioso como los pájaros en las amanecidas de
mayo, cuando las alas se vuelven sedentarias en la tibieza del nido y los picos
olvidan las frutas por los besos. Se llama este lírico pastor: Ramón Sáenz
Morales.
*Del libro “La joven Literatura
Nicaragüense”. Febrero de 1920.
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LA PRIMER CUARTETA DE ALÍ VANEGAS
Al hogar de Juan
de Dios Vanegas, en León, iban de cuando en cuanto los intelectuales de
Managua: Ramón Sáenz Morales, José Olivares, Salvador Ruiz Morales y Juan Ramón
Avilés, a pasar pequeñas temporadas, gratas a sus espíritus, en la siempre
grata compañía del poeta dueño de la casa.
Los pequeños hijos
de Vanegas tenían gran cariño para los *muchachos de Managua*, y Sáenz Morales,
con Ruiz Morales, gozaban del encanto del *nido ajeno*. Entre ellos y los
chicos de casa había una gran camaradería, jugaban unos con otros a la
pizizigaña, al trompo. Para los pequeñuelos, aquel ricito característico que
colgaba sobre la frente de Sánez Morales era un juego más.
Una tarde, Sáenz
Morales se preparaba a salir de visitas, y estaba de pies conversando con
Vanegas y su señora, cuando el hoy joven y distinguido poeta Alí Vanegas, como
de siete años de edad, entonces entró corriendo, desde la calle, como quien
dice disparado, y parándose en seco frente a Sáenz Morales le espetó, jadeante,
esta cuarteta:
*Desde mi
tierra he venido
pisando
tierra caliente,
sólo por
venirte a ver
colochito en la frente.*
Y dicho esto, salió corriendo otra vez a la
calle.
Por la primera vez vimos inmutado a Sáenz
Morales. Talvez sintió ganas de darle un cariñoso tirón de orejas al pequeño
coplero, pero Alí Vanegas ya iba por lo menos a cien varas de distancia.
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