lunes, 16 de enero de 2017

UNA VISITA A FRANCISCA SÁNCHEZ, MUSA CAMPESINA DE RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Fiallos Gil. Septiembre de 1962.


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Francisca Sánchez del Pozo, en su hogar en Madrid, contempla reverente
el retrato de su amado Rubén. -- (Foto archivo. 1961).
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         El primero de mayo fuimos a visitar a Francisca Sánchez del Pozo, que vive en uno de esos barrios nuevos de Madrid, colonia de San Vicente de Paúl, en Carabanchel Bajo. El gobierno español le ha dado este pisito soleado, frente a una pequeña plaza todavía desprovista de árboles, como homenaje práctico y justo a la compañera de Rubén Darío. Nos acompañaba Concha Castroviejo, clara periodista gallega que escribe crónicas de excelente estilo, en el diario “Informaciones” de Madrid, y don Antonio Oliver Belmás, ilustre literato y muy humano señor del Seminario Archivo Rubén Darío, fundado y cuidado por él, y a quien Francisca tiene en gran estima, pues ha sido su protector, el amigo a quien confió los papeles del poeta, guardados celosamente por ella durante más de cuarenta años en un pueblecito de la sierra, después de defenderlos de polillas y otros bichos, y  de los saqueos y engaños de visitantes que la obligaron a desconfiar de todo el mundo. En su libro “Este otro Rubén Darío”, don Antonio cuenta las incidencias del caso.

         Francisca salió a recibirnos en persona, Pese a su origen campesino, ella impresiona por su dignidad. Desde su vejez iluminada de recuerdos y sufrimientos, nos mira con ojos  húmedos. Llegan dos nicaragüenses a visitarla (mi mujer y yo) y eso es mucho. Y son de León de Nicaragua, la patria chica del poeta. Nos abraza para ahogar sus sollozos de anciana y para mostrarnos su emoción. Pronto se recobra y habla agradeciéndonos la visita.

         --“Oh –dice— todo lo que sea de allá, yo lo adoro. Cuánto quería Rubén a su tierra!”.

         El cronista –genuino nicaragüense— comienza a saludar a la señora. Ella se queda escuchando para retroceder medio siglo. El idioma que el cronista habla tiene las suavidades aborígenes del nahoa en el que las palabras y las sílabas fuetes carecen de la prosodia rígida y militar del castellano. Ella trata de remedar la pronunciación evocadora de los dulces momentos: Nicaragua… y lo hace sin la recia ka o la tajante gua del habla madrileña… sobre todo, esta última sílaba diluida en impresionista de Nicaragua

Hogar de Francisca Sánchez. De izq. a derecha:
don Antonio Oliver Belmás, doña Rosario de Fiallos Gil, Dr. Mariano
Fiallos Gil, doña Francisca Sánchez del Pozo y la periodista gallega
Concha Castroviejo. 1962. 
         En la pequeña sala comedor que mira a la plaza de esta colonia nos sentamos en torno a la mesa. De las paredes cuelgan retratos del poeta. Ella tiene también un álbum con algunos recuerdos  y de su mente clara de más de ochenta años, comienza a extraer hechos pasados hace mucho tiempo… Pese a que algunos son muy tristes o dolorosos, su voz no refleja amargura. Es una mujer sólida y bella, de firmes convicciones y hablar preciso. Lleva un traje carmelita de tela basta. Es el hábito de la Virgen del Carmen que ella usa desde que el poeta se fue a Barcelona. Esto le da un carácter monacal, severo, pero el hábito no la cohíbe para sonreír, a veces con socarronería.

         Nos muestra la borrosa fotografía en la cual ella está muy elegante. “Ah –dice— este es un traje de barbas de ballena que me ceñía el talle como “una avispa”. Es un retrato de París. Llevaba también un mantón de Manila y fue en un baile de máscaras. Lo recuerdo. Rubén se sentía orgulloso de mi elegancia y presumía de mí, como si fuera una dama a quien él acabara de conquistar esa noche…

         Oh, cómo lo veo. Sus amigos no me conocieron por supuesto… Todos se sorprendieron de verlo con tan bella mujer. Y lo felicitaron: Manuel y Antonio Machado, Francisco Villaespesa, Andrés Eloy Blanco… El único que me conoció fue Antonio Palomero…” Cuando él dijo: “Pero si es Francisca… hasta yo me sentí desilusionada…”

         Y  sonríe dulcemente por aquel engaño pasajero.

         “Rubén no fumaba ni tomaba café” –dice—. “Oh, qué bueno era… Muchos lo han calumniado porque decían que bebía demasiado, pero no es cierto. Era muy laborioso. Escribía de noche para los periódicos y corregía poemas. Lo más que hacía era tomar, de vez en cuando, una copita de coñac Martel de tres estrellas que era su preferido… Era muy casero. Le encantaba la vida hogareña, las cosas sencillas, los recuerdos de su casa de León, de la tía Bernarda a quien mucho amaba”.

         “Mientras Rubén trabajaba yo rezaba el rosario quedamente o tejía… nunca le hablaba hasta tanto él no me hablar o pedía algo… así nos pasábamos largas horas en silencio: yo contemplándolo de reojo y él en su mundo de fantasías, escribiendo, corrigiendo… A veces levantaba los ojos. Y  ¡cómo le gustaba comer en casa! ¡Y era gran cocinero, sabía hacer arroz suelto y su orgullo era voltear la cazuela para demostrar que ni un grano se quedaba pegado en el fondo”.

         “Le encantaba la sopa de tortuga, el pichón asado a la parrilla que yo le hacía. Él me enseñó a cocinarle platos nicaragüenses por los cuales suspiraba: frijoles fritos, plátanos fritos en rebanadas y las tortillas de maíz”.

         “Mi padre era sacristán en Navalsauz, un pueblo pequeñito  y pobre en la sierra de Gredos. De allí, por amistad con un señor que después supe era el primer ministro, creo que Sagasta, nos vinimos a servir en los jardines del Rey. Allí en la Casa de Campo, conocí a Rubén. Al principio no me impresionó. El que me impresionó fue su compañero, un señor de largas barbas que resultó ser don Ramón del Valle Inclán… Rubén me pidió una flor. Yo se la dí con gusto… Me prometió volver… Claro que no le creí, él era un joven caballero muy galán, muy bien vestido y meticuloso, de hablar suave y facciones raras pero muy agradables. ¿Por qué iba a volver si yo era una campesina ignorante… y analfabeta? Pero al día siguiente volvió solo trayendo aquella flor. Allí empezó la cosa y nos seguimos viendo. Me enamoré de él  y me sedujo. ¿Qué iba a hacer? (Por el rostro de Francisca asoma un leve rubor). No nos podíamos casar… él ya estaba casado en Nicaragua…”

         “Pero después aprendí a leer. El mismo me enseñó y don Amado Nervo, su gran amigo. Yo aprendía bastante rápido, y una vez quise adelantar más y le dije a Rubén que me consiguiera un maestro para aprender más ligero aún y así poder ayudarle, copiarle cosas y  escribirle cartas… pero Rubén se enojó. Yo sabía cuándo estaba enojado de verdad… se ponía muy serio con el ceño cerrado… no dijo nada hasta después de largo rato… “Ve Francisca –me dijo— no quiero que aprendás más que para escribirme a mí…” Y allí acabó todo… ¡Ah! una vez don Amado Nervo se puso malo, pero muy malo, y que yo lo cuidé! Se escapó de morir… Rubén decía que era enfermedad de amor. Nunca creí que alguien pudiera morir de amor, como decimos en mi pueblo, pero don Amado se moría. Lo cuidamos mucho. Rubén lo quería como un hermano… y Amado se salvó… dijo Rubén que se había salvado por algo que escribió, “La Amada Inmóvil”… que por allí se había escapado la muerte”.

         ¡Oh… mucha gente venía donde nosotros, aquí en Madrid o en París”.

         “Qué terrible cuando supe la muerte de Rubén… Él me quería mucho, tenía muy buen carácter… Yo lo adoraba, pero el mundo es así… Con sus papeles en un cofre me fui a Navalsauz mi pueblo de treinta vecinos a pasar hambre y desdichas por cuarenta años… a veces no había qué comer y tenía que ir a buscar patatas sobrantes bajo los terrones para masticar algo… De vez en cuando alguna visita… De allí salí una vez para casarme con Villacartín, José Villacartín, que era un buen hombre y muy inteligente. Él supo comportarse muy bien conmigo y trató de proteger mis derechos con los libreros y me dio una hija con quien vivo y tengo nietos que me consuelan… Me casé como en 1921 en la Iglesia de San Marcos, Distrito de la Universidad, con lo cual sentí también que había santificado mi unión con Rubén. Nada tenía registrado en propiedad, ni el testamento, pero él me hizo todo… fue muy comprensivo… pero se me murió y pronto tuve que regresar otra vez a mi pueblo con mis recuerdos…allí me encontró Don Antonio y desde el primer momento que lo vi me di cuenta que era un hombre de bien y le confié mis tesoros… antes ya habían llegado algunos que parecían señores y con engaños me quitaron manuscritos originales, autógrafos, retratos de Rubén y los publicaron en libros y revistas como cosas propias… mientras yo envejecía en el pueblo… pero don Antonio es un santo… qué hubiera hecho yo sin don Antonio?”

         —Nada señora –era mi obligación… ¡ca! Francisca… el mundo le está a Ud. muy agradecida por haber guardado estas cosas… no se impresione que Ud. ha hecho muy bien… (Y don Antonio, comprensivo, sonreía halagado por aquella justa manifestación).

         “Vea –continuó Francisca— lo más conocido de Rubén son sus versos, porque los editores retorciendo los contratos se negaban a publicar la prosa porque los versos son más vendibles… así son… Rubén siempre fue víctima de los libreros que siempre le robaron…”

         Los visitantes se quedaron en silencio el cronista preguntó:

         —Y usted señora, ¿cómo está de salud?

         —“Pues verá, me siento bien, pero tengo aquí, cerca de la oreja esta cosa que no se me cura… me han llevado al hospital y viera… que no quería ir por lo caro que son las operaciones… pero los doctores que me examinaron me dijeron… “pero si ésta es doña Francisca, la compañera de Rubén Darío… trátenla como a una princesa… como a una princesa…”

         Ella se sentía llena de pueril vanidad por este homenaje. Afuera había una ligera garúa de primavera… entró una nieta. Amohinándose saludó a los visitantes… Nos despedimos disimulando alegría. En el fondo estaba la tristeza de ver, por última vez, a la que consoló por largos años a ese genial y extraordinario niño provinciano que siempre fue Rubén Darío, el poeta más humano del modernismo.

         León, Nicaragua

         Septiembre de 1962. 

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