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Francisca Sánchez del Pozo, en su hogar en Madrid, contempla reverente el retrato de su amado Rubén. -- (Foto archivo. 1961). |
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El primero de
mayo fuimos a visitar a Francisca Sánchez del Pozo, que vive en uno de esos
barrios nuevos de Madrid, colonia de San Vicente de Paúl, en Carabanchel Bajo.
El gobierno español le ha dado este pisito soleado, frente a una pequeña plaza
todavía desprovista de árboles, como homenaje práctico y justo a la compañera
de Rubén Darío. Nos acompañaba Concha Castroviejo, clara periodista gallega que
escribe crónicas de excelente estilo, en el diario “Informaciones” de Madrid, y
don Antonio Oliver Belmás, ilustre literato y muy humano señor del Seminario
Archivo Rubén Darío, fundado y cuidado por él, y a quien Francisca tiene en
gran estima, pues ha sido su protector, el amigo a quien confió los papeles del
poeta, guardados celosamente por ella durante más de cuarenta años en un
pueblecito de la sierra, después de defenderlos de polillas y otros bichos,
y de los saqueos y engaños de visitantes
que la obligaron a desconfiar de todo el mundo. En su libro “Este otro Rubén
Darío”, don Antonio cuenta las incidencias del caso.
Francisca
salió a recibirnos en persona, Pese a su origen campesino, ella impresiona por
su dignidad. Desde su vejez iluminada de recuerdos y sufrimientos, nos mira con
ojos húmedos. Llegan dos nicaragüenses a
visitarla (mi mujer y yo) y eso es mucho. Y son de León de Nicaragua, la patria
chica del poeta. Nos abraza para ahogar sus sollozos de anciana y para
mostrarnos su emoción. Pronto se recobra y habla agradeciéndonos la visita.
--“Oh –dice—
todo lo que sea de allá, yo lo adoro. Cuánto quería Rubén a su tierra!”.
El cronista
–genuino nicaragüense— comienza a saludar a la señora. Ella se queda escuchando
para retroceder medio siglo. El idioma que el cronista habla tiene las
suavidades aborígenes del nahoa en el que las palabras y las sílabas fuetes
carecen de la prosodia rígida y militar del castellano. Ella trata de remedar
la pronunciación evocadora de los dulces momentos: Nicaragua… y lo hace sin la
recia ka o la tajante gua del habla madrileña… sobre todo,
esta última sílaba diluida en impresionista de Nicaragua…
En la pequeña
sala comedor que mira a la plaza de esta colonia nos sentamos en torno a la
mesa. De las paredes cuelgan retratos del poeta. Ella tiene también un álbum
con algunos recuerdos y de su mente
clara de más de ochenta años, comienza a extraer hechos pasados hace mucho
tiempo… Pese a que algunos son muy tristes o dolorosos, su voz no refleja
amargura. Es una mujer sólida y bella, de firmes convicciones y hablar preciso.
Lleva un traje carmelita de tela basta. Es el hábito de la Virgen del Carmen
que ella usa desde que el poeta se fue a Barcelona. Esto le da un carácter
monacal, severo, pero el hábito no la cohíbe para sonreír, a veces con
socarronería.
Nos muestra la
borrosa fotografía en la cual ella está muy elegante. “Ah –dice— este es un
traje de barbas de ballena que me ceñía el talle como “una avispa”. Es un
retrato de París. Llevaba también un mantón de Manila y fue en un baile de
máscaras. Lo recuerdo. Rubén se sentía orgulloso de mi elegancia y presumía de
mí, como si fuera una dama a quien él acabara de conquistar esa noche…
Oh, cómo lo
veo. Sus amigos no me conocieron por supuesto… Todos se sorprendieron de verlo
con tan bella mujer. Y lo felicitaron: Manuel y Antonio Machado, Francisco
Villaespesa, Andrés Eloy Blanco… El único que me conoció fue Antonio Palomero…”
Cuando él dijo: “Pero si es Francisca… hasta yo me sentí desilusionada…”
Y sonríe dulcemente por aquel engaño pasajero.
“Rubén no
fumaba ni tomaba café” –dice—. “Oh, qué bueno era… Muchos lo han calumniado
porque decían que bebía demasiado, pero no es cierto. Era muy laborioso.
Escribía de noche para los periódicos y corregía poemas. Lo más que hacía era
tomar, de vez en cuando, una copita de coñac Martel de tres estrellas que era
su preferido… Era muy casero. Le encantaba la vida hogareña, las cosas
sencillas, los recuerdos de su casa de León, de la tía Bernarda a quien mucho
amaba”.
“Mientras
Rubén trabajaba yo rezaba el rosario quedamente o tejía… nunca le hablaba hasta
tanto él no me hablar o pedía algo… así nos pasábamos largas horas en silencio:
yo contemplándolo de reojo y él en su mundo de fantasías, escribiendo,
corrigiendo… A veces levantaba los ojos. Y
¡cómo le gustaba comer en casa! ¡Y era gran cocinero, sabía hacer arroz
suelto y su orgullo era voltear la cazuela para demostrar que ni un grano se
quedaba pegado en el fondo”.
“Le encantaba
la sopa de tortuga, el pichón asado a la parrilla que yo le hacía. Él me enseñó
a cocinarle platos nicaragüenses por los cuales suspiraba: frijoles fritos,
plátanos fritos en rebanadas y las tortillas de maíz”.
“Mi padre era
sacristán en Navalsauz, un pueblo pequeñito
y pobre en la sierra de Gredos. De allí, por amistad con un señor que
después supe era el primer ministro, creo que Sagasta, nos vinimos a servir en
los jardines del Rey. Allí en la Casa de Campo, conocí a Rubén. Al principio no
me impresionó. El que me impresionó fue su compañero, un señor de largas barbas
que resultó ser don Ramón del Valle Inclán… Rubén me pidió una flor. Yo se la
dí con gusto… Me prometió volver… Claro que no le creí, él era un joven
caballero muy galán, muy bien vestido y meticuloso, de hablar suave y facciones
raras pero muy agradables. ¿Por qué iba a volver si yo era una campesina
ignorante… y analfabeta? Pero al día siguiente volvió solo trayendo aquella
flor. Allí empezó la cosa y nos seguimos viendo. Me enamoré de él y me sedujo. ¿Qué iba a hacer? (Por el rostro
de Francisca asoma un leve rubor). No nos podíamos casar… él ya estaba casado
en Nicaragua…”
“Pero después
aprendí a leer. El mismo me enseñó y don Amado Nervo, su gran amigo. Yo
aprendía bastante rápido, y una vez quise adelantar más y le dije a Rubén que
me consiguiera un maestro para aprender más ligero aún y así poder ayudarle,
copiarle cosas y escribirle cartas… pero
Rubén se enojó. Yo sabía cuándo estaba enojado de verdad… se ponía muy serio
con el ceño cerrado… no dijo nada hasta después de largo rato… “Ve Francisca
–me dijo— no quiero que aprendás más que para escribirme a mí…” Y allí acabó todo…
¡Ah! una vez don Amado Nervo se puso malo, pero muy malo, y que yo lo cuidé! Se
escapó de morir… Rubén decía que era enfermedad de amor. Nunca creí que alguien
pudiera morir de amor, como decimos en mi pueblo, pero don Amado se moría. Lo
cuidamos mucho. Rubén lo quería como un hermano… y Amado se salvó… dijo Rubén
que se había salvado por algo que escribió, “La Amada Inmóvil”… que por allí se
había escapado la muerte”.
¡Oh… mucha
gente venía donde nosotros, aquí en Madrid o en París”.
“Qué terrible cuando
supe la muerte de Rubén… Él me quería mucho, tenía muy buen carácter… Yo lo
adoraba, pero el mundo es así… Con sus papeles en un cofre me fui a Navalsauz
mi pueblo de treinta vecinos a pasar hambre y desdichas por cuarenta años… a
veces no había qué comer y tenía que ir a buscar patatas sobrantes bajo los
terrones para masticar algo… De vez en cuando alguna visita… De allí salí una
vez para casarme con Villacartín, José Villacartín, que era un buen hombre y
muy inteligente. Él supo comportarse muy bien conmigo y trató de proteger mis
derechos con los libreros y me dio una hija con quien vivo y tengo nietos que
me consuelan… Me casé como en 1921 en la Iglesia de San Marcos, Distrito de la
Universidad, con lo cual sentí también que había santificado mi unión con
Rubén. Nada tenía registrado en propiedad, ni el testamento, pero él me hizo
todo… fue muy comprensivo… pero se me murió y pronto tuve que regresar otra vez
a mi pueblo con mis recuerdos…allí me encontró Don Antonio y desde el primer
momento que lo vi me di cuenta que era un hombre de bien y le confié mis
tesoros… antes ya habían llegado algunos que parecían señores y con engaños me
quitaron manuscritos originales, autógrafos, retratos de Rubén y los publicaron
en libros y revistas como cosas propias… mientras yo envejecía en el pueblo…
pero don Antonio es un santo… qué hubiera hecho yo sin don Antonio?”
—Nada señora
–era mi obligación… ¡ca! Francisca… el mundo le está a Ud. muy agradecida por
haber guardado estas cosas… no se impresione que Ud. ha hecho muy bien… (Y don
Antonio, comprensivo, sonreía halagado por aquella justa manifestación).
“Vea –continuó
Francisca— lo más conocido de Rubén son sus versos, porque los editores
retorciendo los contratos se negaban a publicar la prosa porque los versos son
más vendibles… así son… Rubén siempre fue víctima de los libreros que siempre
le robaron…”
Los visitantes
se quedaron en silencio el cronista preguntó:
—Y usted
señora, ¿cómo está de salud?
—“Pues verá,
me siento bien, pero tengo aquí, cerca de la oreja esta cosa que no se me cura…
me han llevado al hospital y viera… que no quería ir por lo caro que son las
operaciones… pero los doctores que me examinaron me dijeron… “pero si ésta es
doña Francisca, la compañera de Rubén Darío… trátenla como a una princesa… como
a una princesa…”
Ella se sentía
llena de pueril vanidad por este homenaje. Afuera había una ligera garúa de
primavera… entró una nieta. Amohinándose saludó a los visitantes… Nos
despedimos disimulando alegría. En el fondo estaba la tristeza de ver, por
última vez, a la que consoló por largos años a ese genial y extraordinario niño
provinciano que siempre fue Rubén Darío, el poeta más humano del modernismo.
León,
Nicaragua
Septiembre de
1962.
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