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Los regalos a la maestra después de una buena vapuleada con “Tajona de cuero crudo”.
- Las escuelitas de primeras letras del Managua de antaño
En el Managua de antaño, se aprendía a leer y escribir y las “cuatro reglas”, por el famoso método, “las letras con sangre entran”.
Árida, monótona, con algo de cruel era esa enseñanza. No se conocía lo que los pedagogos modernos llaman la edad escolar.
Apenas uno hablaba poco más o menos, a la escuela. Se le compraba la “Cartilla” y la pizarra con el “pizarrín”, su taburete pequeño y los padres lo llevaban a la “escuela”, a la casa vecina o un poco más distante, donde una señora, ya entrada en años, sentada en una “mecedora”, provista de una “tajona de cuero crudo”, alcanzaba o podía extender su radio de acción por todo el recinto.
El horario se componía de lectura por la mañana, escritura y rezar por la tarde.
Porque la asignatura de rezar era de las más importantes.
A ver niño, ya sabe “persinarse”.
— No maestra.
El contacto de las manos con la “cartilla, iba convirtiendo a esta en una piltrafa. Al cabo de una semana, el continuo uso, ponía negra de suciedad y a borrosa la “cartilla” y a comprar nueva, no sin antes recibir una “azotaina” paternal o maternal, por no cuidar el texto. Habían unas cartillas, que para que duraran más tiempo se colocaban en una especie de atril de madera que se podía tener en la mano.
Pero lo más interesante de la pedagogía de antaño, eran los castigos. Esa “tajona de cuero crudo”, que cuando más grato estaba uno dormitando en el taburete, por lo ardiente de la temperatura al medio día, lo despertaba con unos o varios “tajonazos”, que le dejaban las señales de la flagelación en la espalda; el hincarse de rodillas sobre piedras puntiagudas o sobre arena gruesa, era uno de los castigos a que más le temíamos por lo doloroso; amén de los golpes en la cabeza, cuando no podíamos “deletrear” la lección. No digamos de la palmeta que era un castigo suave.
Era el método más eficaz, desde la escuela que dirigió el Maestro Gabriel Morales hasta la que tenía una tía abuela mía, escuela que llamaban de la Chepa Bonita.
Silencio profundo en lo que hoy se llamaría aula.
Se oía el volar de una mosca, aunque a veces era una algarabía infernal, cuando todos… deletreábamos A, A. B. B… m-am-á.
Y después de saber leer y escribir, a las “cuatro reglas”. Ya salía un poco más o menos apto para aprender algo mejor, idiomas, teneduría de libros, o bachillerarse, para ser después, doctor, o para aprender un oficio.
Oh los castigos en las escuelitas de antes, conforme el sistema de la “letra con sangre entra”. Escuelas de esa clase las había muchísimas en toda la ciudad. Cuando ya se iba a “pasar” al Libro de Mantilla y la escritura Spencer, entonces ya íbamos con bultos, hechos de sacos de harina, que colgaban de nuestras espaldas y “que eran una formidable arma en las luchas callejeras, después de la salida de la escuela.
Enseñanza sencilla, con temor a Dios por la enseñanza del Credo, el Padre Nuestro y el Ave María y el Yo Pecador, que sabíamos al dedillo. La enseñanza de la Doctrina era un martirio. Tenía uno que aprendérsela de memoria. Y era admirable la recitación de las oraciones, mal pronunciadas, sin puntuación; las recitábamos automáticamente y sin una sola pausa. Era la asignatura más temida y la de más larga duración.
Cómo se asustarían nuestros maestros de antaño, con los métodos de hoy. La última escuelita al estilo antiguo que conocimos es la de don Félix G. Ramírez, fallecido hace algunos años. Era un hombre pequeñito, moreno, que principió siendo sastre y terminó como “maestro de primeras letras”.
Tenían su encanto esas escuelitas, de antaño. La severidad del maestro; los obsequios que recibía de parte de los padres de los educandos cuando el alumno llegaba a la casa con las señales evidentes de una bárbara flagelación y las rodillas sangrantes, por haber estado “de rodillas”, durante varias horas en guijarros con puntas, inhumanos esos métodos pedagógicos antiguos, pero en honor a la verdad, contribuyeron a formar hombres íntegros, estoicos ante la adversidad, tenaces, con carácter de independencia, y mujeres honestas, recatadas.
No era extraño, que después de una zurra sangrante, sufrida de manos de la maestra al llegar a la casa de la madre, tomara un pollo del gallinero familiar y dijera al discípulo vapuleado:
— Vaya donde la maestra y le dice, fíjese bien, que le mando ese regalito, porque lo castigó y se lo agradezco.
— Y el pobre discípulo había obediencia ciega a las órdenes maternales, volvía donde la maestra y cumplía el encargo.
Son métodos y maneras puestas en práctica en las escuelas del Managua de antaño, que ya no se ven hoy, Gracias a Dios.
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